Siguiendo el ejemplo de Yákov Lukich, todas las noches, en Gremiachi, empezaron a matar ganado. Apenas obscurecía, oíase en algún lugar el balido sofocado y breve de una oveja, rasgaba el silencio el postrer gruñido de un cerdo o el agónico mugido de una ternera. Tanto los campesinos individuales como los que habían ingresado en el koljós daban muerte a sus animales. Degollaban toros, ovejas, cerdos, hasta vacas; sacrificaban todo lo que estaba reservado para la reproducción… En dos noches, el ganado vacuno de Gremiachi quedó reducido a la mitad. Los perros del caserío arrastraban por las calles despojos y tripas, llenábanse de carne cuevas y graneros. En dos días, la tiendecilla de la CUC[51] despachó cerca de doscientos puds de sal, que llevaban año y medio, sin salida, en el almacén. «¡Degüella el ganado, ya no es nuestro! ¡Degolladlo, de todos modos se lo llevará el Estado para acopiar carne! ¡Mátalo, mira que en el koljós no vas ni a probarla!», corría el rumor artero. Y degollaban. Atiborrábanse de carne a más y mejor. A todos —a chicos y grandes— les dolía la barriga de los atracones. En los kuréns, a la hora de la comida, combábanse las mesas bajo el peso de asados y guisos. Los comensales, grasientas las bocas, regoldaban como en los banquetes mortuorios, y de la embriaguez de la hartura todos tenían turbios los ojos.
El abuelo fue uno de los primeros en secundar la degollina; finiquitó a su ternera, nacida el año anterior. En unión de su vieja mujer, intentó colgar la res en la viga maestra, para desollarla y abrirla en canal con mayor facilidad; estuvieron pasando fatigas largo rato sin conseguir su objetivo (la ternera, que había engordado considerablemente, ¡pesaba lo suyo!); la vieja hasta se lastimó los riñones al levantar al animal de los cuartos traseros, y durante toda una semana hubo de venir la curandera a ponerle en la espalda pucheros calientes. El abuelo Schukar, a la mañana siguiente, se hizo él mismo la comida, y, fuese por la pena de ver lisiada a la vieja o por su gran glotonería, se metió entre pecho y espalda tal cantidad de ternera cocida, que en el transcurso de varios días no pudo permanecer un minuto en casa y ni aún abrocharse los pantalones de arpillera. A cada momento, a pesar del terrible frío, desaparecía entre los girasoles plantados tras el cobertizo. Y todo el que en aquellos días pasaba frente a su pequeña jata,medio derruida, veía a veces el peludo gorro del abuelo asomado inmóvil en medio de los altos tallos de los girasoles; luego, el propio abuelo Schucar salía inopinadamente de su escondrijo y, renqueando, dirigíase hacia la jata sin mirar al callejón y sujetándose con ambas manos los desabrochados calzones. Extenuado de aquel ir y venir, arrastrando con dificultad los pies, llegaba hasta la puertecilla, y de pronto, como si se acordara de algún asunto urgente, volvía grupas para meterse otra vez entre los girasoles, al trote cochinero. De nuevo asomaba su gorro, majestuoso e inmóvil, rodeado de los tallos. ¡Y con el frío que hacía! El viento soplaba bajo en el huerto, arremolinando la nieve, alrededor del abuelo, en blancos y puntiagudos montones…
Al segundo día Razmiótnov, a la caída de la tarde, en cuanto supo que la matanza del ganado tomaba un carácter general, corrió a casa de Davídov.
—¿Estás descansando?
—Leo —Davídov, luego de doblar la página de un librito amarillento, sonrió pensativo—. ¡Y qué libro, hermano! ¡Le deja a uno pasmado! —y echóse a reír mostrando la mella, abiertos los cortos brazos, de manos recias.
—Leyendo novelas, ¿eh? O alguna colección de cancioncillas. Y mientras tanto, en el caserío…
—¡Imbécil! ¡Más que imbécil! ¡Qué canciones ni qué ocho cuartos! —Davídov, soltando la carcajada, hizo sentarse a Andréi frente a él, en un taburete, y le puso el librito en las manos—. Es el informe de Andréiev a los activistas del Partido en Rostov. ¡Vale por diez novelas, hermano! ¡Eso es la pura verdad! Me he puesto a leerlo, y me he olvidado hasta de comer. Lo malo, ¡recristo!, es que ahora todo estará ya frío —el rostro moreno de Davídov reflejó contrariedad y enojo. Levantóse, se estiró los cortos pantalones, con desgana, y, metidas las manos en los bolsillos, se dirigió hacia la cocina.
—¿Pero quieres oírme? —gritó Razmiótnov, montando en cólera.
—¡Cómo no! Claro que sí. En seguida.
Davídov trajo de la cocina una cazuela con sopa de repollo, fría ya. Inmediatamente, de un mordisco, arrancó un gran trozo de pan y empezó a masticar, moviendo mucho los abultados carrillos rosáceos, mientras, silencioso, fijaba en Razmiótnov sus ojos grises, entornados de cansancio. Sobre la sopa, la grasa de la carne de vaca habíase cuajado, formando lustrosos redondeles anaranjados, y un pimiento morrón flotaba resplandeciente como una roja llama.
—¿Tiene carne esa sopa? —inquirió maligno Andréi, señalando a la cazuela con el dedo, amarillo de nicotina.
Davídov, atragantándose y sonriendo con esfuerzo, asintió satisfecho con la cabeza.
—¿Y de dónde es la carne?
—No lo sé. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque en él caserío han matado la mitad del ganado.
—¿Quién? —Davídov dio vuelta entre sus dedos al cacho de pan y lo apartó a un lado.
—¡Los diablos! —la cicatriz de la frente de Razmiótnov se tornó purpúrea—. ¡Vaya un presidente! ¡Buen koljós gigante estás tú organizando! Tus koljosianos son los que degüellan, ¡ellos mismos! Y los campesinos individuales también, ¡Se han vuelto locos! Degüellan a mansalva, ¡hasta, entérate, matan los bueyes!
—Tienes la mala costumbre de… vociferar como en un mitin… —dijo Davídov enojado, emprendiéndola con la sopa—. Dime tranquilamente, sin sulfurarte, quiénes degüellan el ganado y por qué lo hacen.
—¿Acaso lo sé yo?
—Tú siempre empiezas con las voces y los gritos. Cierras los ojos, y ya está aquí otra vez el muy querido añito diez y siete.
Seguramente, ¡tú también vas a poner el grito en el cielo!
Razmiótnov le contó lo que sabía acerca de la matanza del ganado iniciada. Hacia el final del relato, Davídov comía ya casi sin masticar, su expresión burlona había desaparecido como por encanto, las arrugas se habían concentrado junto a los ojos, su rostro parecía haber envejecido.
—Vete ahora mismo y convoca una asamblea general. Dile a Nagúlnov… No, yo mismo iré a verlo.
—Y esa asamblea, ¿para qué?
—¿Cómo que para qué? ¡Prohibiremos degollar el ganado! ¡Expulsaremos del koljós a los culpables y los entregaremos a los tribunales! La cosa tiene enorme importancia, ¡eso es la pura verdad! Otra vez los kulaks nos ponen obstáculos en el camino… Anda, coge un cigarrillo, y lárgate… Por cierto que hasta me he olvidado de jactarme.
Una sonrisa de felicidad expandióse por el rostro de Davídov, iluminándole cálida los ojos. Y por más que se esforzó en apretar los labios, no pudo disimular su gozo.
—He recibido hoy un paquete postal de Leningrado… Sí, me lo envían los muchachos… —agachóse, sacó de debajo de la cama un cajón y, rojo de contento, levantó la tapa.
En el cajón, revuelto todo ello, había cajetillas de cigarrillos, una lata de galletas, libros, una pitillera de madera tallada y algunas cosas más en envoltorios y paquetitos.
—Los compañeros se han acordado de mí y me mandan… Mira, hermano; esto son emboquillados nuestros, de Leningrado… Hasta chocolate, ¿ves? ¿Para qué lo necesito yo? Habrá que dárselo a alguno de los chiquillos… Bueno, lo importante es la acción, ¿verdad? Lo principal es que se hayan acordado de mí… Viene también una carta. Aquí está…
Su voz había adquirido una dulzura extraña. Era la primera vez que Andréi veía al camarada Davídov tan conmovido y dichoso. Aquella emoción, misteriosamente, se transmitió a Razmiótnov, que, deseando decir algo agradable, barbotó:
—Bien hecho. Tú eres un buen muchacho, y, claro, por eso te lo mandan… Fíjate, ¡ya hay cosas ahí! Se han gastado más de un rublo.
—¡Eso es lo de menos! Tú mismo te das cuenta de que yo, ¡maldita sea!, vengo a ser un sin familia ni hogar: no tengo mujer ni a nadie en el mundo. ¡Eso es la pura verdad!
Y de pronto, izas!, recibo un paquete. El hecho es conmovedor… Mira cuántas firmas trae la carta —Davídov, con una mano, le alargaba una cajetilla de emboquillados y sostenía en la otra la carta, llena de firmas. Las manos le temblaban.
Razimiótnov encendió un emboquillado leningradense y preguntó:
—¿Qué, estás contento con tu nueva vivienda? ¿Es buena la patrona? ¿Cómo te las arreglas para el lavado de ropa? ¿Por qué no se la das a mi madre para que te la lave? O ponte de acuerdo con tu patrona… La camisa que llevas no hay quien la atraviese ni con un sable, y apestas a sudor como un caballo rendido de la carrera.
Davídov fue enrojeciendo hasta ponerse colorado como un tomate.
—Si, algo de eso ocurre… Yo vivía en casa de Nagúlnov, y allí resultaba un poco violento… Los remiendos me los hacía yo solo, y yo mismo me lavaba la ropa, de cualquier manera. Pero desde que llegué no me he bañado todavía, ¡eso es la pura verdad! Y el jersey está también perdido… Aquí no hay jabón en la tienda; ya le he pedido a la patrona que se encargue de la ropa, pero me dice: «Deme usted jabón». Les escribiré a los muchachos para que me manden unos pedazos. En cuanto a la vivienda, no está mal; no hay chiquillos, se puede leer sin que le molesten a uno, y en general…
—Mira, llévate la ropa a mi madre, ella te la lavará. Y no te dé reparo, por favor… Mi vieja es muy buena.
—No te preocupes, ya me arreglaré yo, gracias. Lo que hay que hacer es construir una caseta de baño para el koljós. Y la construiremos, ¡eso es la pura verdad! Bueno, vete a organizar la asamblea.
Razmiótnov acabó de fumarse el emboquillado y se marchó. Davídov, por hacer algo, volvió a colocar los paquetitos en el cajón, suspiró, enderezóse el dilatado cuello del jersey, amarillo parduzco de la suciedad, y luego de alisarse los negros cabellos, peinados hacia atrás, se puso la gorra y el abrigo.
De camino, pasó por casa de Nagúlnov. Este le recibió frunciendo las alzadas cejas y mirando hacia otro lado.
Degüellan el ganado… Les da pena dejar su propiedad. El pequeño burgués anda tan desconcertado, que no se puede explicar con palabras —barbotó, luego de saludar a Davídov. E inmediatamente, volvióse severo hacia su mujer—: Tú, Lushka, vete de aquí ahora mismo. Estate un rato con la patrona… No tengo valor para hablar delante de ti.
Lushka, con aspecto triste, se fue a la cocina. Todos aquellos días, desde que Timoféi el Desgarrado marchara con las demás familias kulaks, estaba muy alicaída. Unas sombras, de un nostálgico azul de lago, se extendían bajo sus hinchados ojos; tenía afilada la nariz, como una muerta. Se notaba que la separación del amado le había causado una gran pena. Cuando en el caserío iban a despedir a los kulaks que marchaban para las frías tierras polares, ella, sin ocultarse, con descaro, estuvo rondando todo el santo día el patio de los Borschiov, en espera de Timoféi. Y cuando, a la caída de la tarde, partieron de Gremiachi los trineos llevándose a las familias kulaks y sus enseres, Lushka lanzó un grito histérico, estridente, y se derrumbó convulsa sobre la nieve. Timoféi se apartó del trineo para abalanzarse a ella, pero Frol el Desgarrado le hizo retornar con amenazadoras voces. Y el hijo siguió al trineo, a pie, volviendo con frecuencia la cabeza hacia Gremiachi y mordiendo los labios, blancos del candente odio.
Al igual que el susurro de las hojas de los álamos, las dulces palabras de Timoféi se apagaron, se fueron por el sendero; seguramente, Lushka no volvería a oírlas nunca. ¿Cómo no iba a enflaquecer la mujercita, de añorante tristeza? ¿Cómo no iba a consumirse de pena? ¿Quién le diría ahora mirándola con cariño a los ojos: «¡Esa falda verde le sienta a usted admirablemente, Lushka! Con ella está usted más llamativa que la esposa de un oficial del antiguo régimen». O las palabras de aquella cancioncilla para mujeres: «Perdóname, y adiós, hermosa mía. Tu belleza me encanta más cada día». Sólo Timoféi era capaz de conmover, con sus lisonjas e impúdicos requiebros el alma pequeñita de Lushka.
Desde aquel día, el marido fue para ella más que un extraño. Y Makar le habló entonces tranquilo, sin sulfurarse, con una abundancia de palabras desacostumbrada:
—Los pocos días que te quedan de vivir conmigo, pásalos aquí. Después, recoge tus trastos, tus ligas y tus tarros de pomada, y lárgate adonde te parezca. Yo, porque te quería, he aguantado muchas vergüenzas, pero ahora, ¡se me ha acabado la paciencia! Andabas liada con el hijo de un kulak, y yo me callaba. Pero cuando echaste a llorar por él, a lágrima viva, delante de todos los campesinos conscientes y organizados, ¡eso ya no puedo tolerarlo! Contigo, moza, no sólo no duraría yo hasta la revolución mundial, sino que reventaría de un berrinche el día menos pensado. En mi vida tú eres como una carga de más que llevo sobre los lomos. ¡Y ahora vaya quitármela de encima! ¿Comprendes?
—Comprendo —repuso Lushka, y se calló.
Aquella noche Davídov había tenido con Makar una sincera conversación.
—¡Te ha llenado de cieno esa mujer! ¿Con qué cara vas a presentarte ahora ante las masas koljosianas?
—Ya empiezas otra vez…
—¡Eres un alcornoque! ¡Un pingajo! —masculló Davídov, mientras su cuello se ponía cárdeno y se le abultaban las venas de la frente.
—¿Cómo hay que hablar contigo? —preguntó Nagúlnov, en tanto paseaba despacio por la habitación, apretándose los dedos hasta hacerlos crujir y sonriendo—. En cuanto suelta uno alguna casita un poco inconveniente, ya estás arremetiendo: «¡Anarquista! ¡Desviacionista!» ¿Sabes tú mi opinión acerca de las mujeres y por qué aguantaba yo este choteo indecente? Me parece que ya te lo he dicho: yo no pienso en ella. ¿Has meditado tú alguna vez sobre el rabo de las ovejas?
—No… —contestó Davídov, alargando la palabra, sorprendido del giro que tomaba la perorata de Nagúlnov.
—Pues yo sí. Y me preguntaba: ¿para qué diablos le habrá dado la naturaleza el rabo a la oveja? Al parecer, no le sirve para nada. El caballo o el perro espantan con la cola a las moscas. Pero a la oveja le han colgado en el trasero ocho libras de grasa, y, aunque las mueve, no puede ahuyentar ni una mosca; pasa calor en verano por culpa del rabo, se le pegan a él las cardenchas…
—Bueno, ¿pero qué tienen que ver aquí todos esos rabos y colas? —le interrumpió Davídov, empezando a enfadarse.
Pero Nagúlnov prosiguió imperturbable:
—Yo creo que se lo han puesto para ocultar sus vergüenzas. No es muy cómodo, ¿pero qué harías tú en su lugar? Pues eso es para mí la hembra, es decir, la mujer; la necesito tanto como la oveja el rabo. Yo no tengo más anhelos que la revolución mundial. A ella, a la muy amada, la espero con ansia… Mientras que las hembras, ¡puaf!, para un rato ¡y a otra cosa! Pero tampoco puede uno prescindir de ella, porque hay que tapar las vergüenzas… Yo, aunque esté malo, me siento muy macho y, entre un trabajo y otro, puedo cumplir como es menester. Pero si ella me ha salido débil de entrepiernas, ¡que se vaya al cuerno! Ya se lo dije: «Si tienes ganas de eso, vete a retozar con viento fresco, pero ándate con ojo y no me traigas algún crío o alguna cochina enfermedad, ¡porque te retorceré el pescuezo!» Y tú, camarada Davídov, no comprendes nada de estas cosas. Eres como una regla de acero. Y no prestas oído con tanta ansia como yo a la marcha de la revolución… Bueno, ¿por qué me echas en cara a mí los pecados de mi mujer? Aunque ha cometido tantos, aún le queda amor para mí, pero el que se haya liado con un kulak y llorado a gritos por él, por un enemigo de clase, eso demuestra que es una mala víbora y, pase lo que pase, la echaré de la casa. Para pegarle no tengo valor. Entro en una nueva vida, y no quiero ensuciarme las manos. En cambio, tú le zurrarías, ¿eh? Pero entonces, ¿qué diferencia habría entre ti, un comunista, y un hombre del pasado, pongamos por caso, un funcionario cualquiera? Esos siempre han pegado a sus mujeres. ¡Eso es! No, hermano, no me hables más de Lushka. Ya ajustaré yo las cuentas con ella, en este asunto tú estás de más. ¡La mujer es una cosa muy seria! De ella depende mucho —Nagúlnov sonrió soñador y prosiguió con fuego—: Cuando rompamos todas las fronteras, yo seré el primero en gritar: «¡Hale, casaros con mujeres de otra sangre!» Todos se mezclarán, y no habrá ya en el mundo esta vergüenza de que unos cuerpos sean blancos, otros amarillos, otros negros, y de que los blancos dirijan reproches a los que tienen la piel de otro color y los consideren inferiores a ellos. Todos tendrán unas caritas de un agradable color moreno; y todos serán iguales. En esto también pienso algunas veces, por las noches…
—¡Vives como en sueños Makar! —dijo Davídov descontento—. Hay en ti muchas cosas que no comprendo. Lo de las diferencias raciales es así, pero lo demás… En las cuestiones de la vida diaria no estoy de acuerdo contigo. En fin, ¡haz lo que te dé la gana! Pero yo, desde luego, no vivo más en tu casa. ¡Eso es la pura verdad!
Davídov sacó de debajo de la mesa su maleta —las herramientas, que yacían inactivas en ella, resonaron sordamente—, y salió de la habitación. Nagúlnov le acompañó a la nueva vivienda, la casa del koljosiano Filimónov, que no tenía hijos. Durante todo el camino fueron hablando de las siembras, pero no volvieron ya a tocar las cuestiones de familia y de la vida diaria. Y la frialdad en sus relaciones dejóse sentir más desde entonces…
… También esta vez acogió Nagúlnov a Davídov mirando de soslayo, los ojos evasivos, pero en cuanto se marchó Lushka, empezó a hablar con más animación.
—¡Degüellan el ganado, los canallas! Prefieren darse las grandes panzadas, antes que entregarlos al koljós. Verás, yo voy a proponer lo siguiente: ¡que, hoy mismo la asamblea pida el fusilamiento de los matarifes más dañinos!
—¿Qué-e?
—¡El fusilamiento, digo! ¿Ante quién hay que gestionar eso? ¿Podrá acordarlo el tribunal popular, eh?Y en cuanto apiolen a un par de asesinos de vacas preñadas, los demás, seguramente, ¡se espabilarán! Ahora hay que proceder con toda severidad.
Davídov tiró la gorra sobre el arcón y empezó a pasear por el cuarto. En su voz se percibía descontento y perplejidad:
—Ya estás desbarrando otra vez. ¡No hay quien haga carrera de ti, Makar! Párate a reflexionar un poco: ¿se puede fusilar a un hombre porque haya matado una vaca? Tales leyes no existen ¡eso es la pura verdad! Hay una disposición del Comité Ejecutivo Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo en la que se dice claramente, a este respecto: se les puede condenar a dos años de prisión y privarles de la tierra, y a los más contumaces, expulsarlos de la región. ¡Y tú quieres pedir el fusilamiento! Desde luego, tienes unas rarezas…
—¿Rarezas? ¡Yo no tengo nada! Tú estás todo el tiempo midiendo planes… ¿Y con qué vamos a sembrar? ¿Con qué c… si los que no han entrado en el koljós matan los bueyes?
Makar acercóse a Davídov y le puso las manos sobre sus anchos hombros. Le llevaba casi la cabeza. Mirándole desde arriba, le dijo:
—¡Semión! ¡Calamidad! ¿Por qué eres tan tardo de mollera? —y añadió, casi gritando ya—: Si no podemos hacer las siembras, ¡estamos perdidos! ¿Será posible que no lo comprendas? ¡Hay que fusilar sin falta a dos o tres reptiles de esos que degüellan el ganado! ¡Hay que fusilar a los kulaks! ¡Esto es obra suya! ¡Hay que pedirlo a las autoridades superiores!
—¡Imbécil!
—Vaya, otra vez resulta que soy un imbécil… —Nagúlnov agachó tristemente la cabeza, pero volvió a alzarse al instante, como el caballo que ha sentido un espolazo, y rugió con voz de trueno—: ¡Lo degollarán todo! Estamos en las posiciones igual que en la guerra civil, el enemigo nos ataca por todas partes, ¡y tú…! Con hombres como tú, ¡se perderá la revolución mundial!… ¡No llegará a madurar por culpa vuestra, cernícalos! Allí, los burgueses torturan al pueblo trabajador, aniquilan a mansalva a los chinos rojos, matan a los negros, ¡y tú andas aquí con blanduras con los enemigos! ¡Qué bochorno! ¡Qué bochorno tan grande! Cuando pienso en nuestros queridos hermanos, con los que se ensañan los burgueses en el extranjero, ¡se me parte el corazón! ¡por eso no puedo ni leer los periódicos!… ¡Se me revuelven las tripas! Y tú… ¿Qué piensas tú de los queridos hermanos que se pudren en las mazmorras del enemigo? ¡No les tienes compasión, no!…
Davídov dio un espantoso resoplido y se alborotó con los crispados dedos los negros cabellos lustrosos.
—¡Maldita sea tu alma! ¿Cómo que no les tengo compasión? Claro que les compadezco, ¡eso es la pura verdad! ¡Y haz el favor de no gritar! ¡Estás loco y vas a volver locos a los demás! ¿Es que yo combatí la contrarrevolución durante la guerra, por los lindos ojos de Lushka? ¿Qué propones tú? ¡Recapacita! De fusilamientos ¡ni hablar! Mejor sería que hicieses un trabajo de masas, que les explicaras nuestra política, ¡pues fusilar es lo más sencillo! ¡Siempre te ocurre igual! En cuanto falla algo, caes en el extremismo, ¡eso es la pura verdad! ¿Y dónde tenías los ojos hasta ahora?
—¡Donde tú!
—¡Eso sí es un hecho real! A todos se nos ha pasado desapercibida esta campaña, y ahora, en vez de hablar de fusilamientos, ¡lo que hace falta es enmendar la cosa! ¡Déjate ya de histerismos! ¡Ponte a trabajar, señorita del diablo! ¡Eres peor que una señorita que se pinta las uñas!
—¡Las mías están pintadas de sangre!
—Como las dé todos los que pelearon sin guantes, ¡eso es la pura verdad!
—Semión, ¿cómo puedes tú llamarme señorita?
—Es un decir.
—Retira esa palabra —le pidió Nagúlnov en voz baja.
Davídov se le quedó mirando en silencio y se echó a reír.
—La retiro. Anda, tranquilízate y vamos a la asamblea. ¡Tenemos que agitar de firme contra la matanza del ganado!
—Ayer me pasé el día entero peregrinando de casa en casa para convencerlos.
—Ese es un buen procedimiento. Hay que seguir haciéndolo, pero todos nosotros.
—Ya estás otra vez… Ayer, al salir de casa de un vecino, me decía yo: «¡Parece que lo he convencido!», y no había aún negado a la calle, cuando oigo: «¡Hi-í, hi-i-i-í!» Ya estaba acuchillando algún lechoncillo. ¡Y yo que me había pasado una hora entera hablándole al propietario canalla de la revolución mundial y del comunismo! ¡Y de qué manera! Hasta se me habían saltado las lágrimas, varias veces, de la emoción. No, es inútil tratar de convencerlos; lo que hace falta es golpearles en la cabezota repitiendo: «¡No hagas caso al kulak, reptil miserable! ¡No aprendas de él a codiciar la propiedad! ¡No degüelles el ganado, canalla!» Cree que degüella un buey, y en realidad, ¡lo que está haciendo es clavarle un cuchillo en la espalda a la revolución mundial!
—A unos hay que golpearles; a otros, enseñarles —insistió tenaz Davídov.
Salieron al patio. Nevaba y hacía viento. Los blandos y acuosos copos cubrían la nieve anterior, derretíanse sobre los tejados. A través de la pizarrosa penumbra, llegaron a la escuela. A la asamblea habían acudido solamente la mitad de los vecinos de Gremiachi. Razmiótnov dio lectura a la disposición del Comité Ejecutivo Central de los Soviets y del Consejo de Comisarios del Pueblo «Sobre las medidas de lucha contra el exterminio criminal del ganado»; luego, hizo uso de la palabra Davídov. Y al final, planteó sin rodeos la cuestión:
—Se han presentado, ciudadanos, veintiséis solicitudes de ingreso en el koljós. En la reunión de mañana las examinaremos, y a todos aquellos que, mordiendo el anzuelo de los kulaks, han degollado el ganado antes de ingresar en el koljós, no los admitiremos. ¡Eso es la pura verdad!
—Y si los que ya son miembros matan ternerillos, ¿que se hará con ellos?
—¡Se les expulsará!
De todas las bocas salió un ¡ah! de asombro, la asamblea agitóse en sordo murmullo.
—Entonces, ¡tendréis que disolver el koljós! ¡Por qué no hay en el pueblo una sola casa donde no se haya matado algún animal! —gritó Borschiov.
Nagúlnov arremetió contra él, agitando los puños:
—¡Cállate la boca, defensor de los kulaks! Y no te metas en los asuntos del koljós, ¡ya nos arreglaremos sin ti! ¿No has degollado tú mismo un novillo de tres años?
—¡Yo mando en mi ganado!
—Mañana mismo te enviaré al destierro, ¡y allí sí que vas a mandar tú!
—¡Eso es demasiado! ¡Apretáis más de la cuenta! —gritó una voz bronca.
Aunque había poca gente, la asamblea fue borrascosa. Los vecinos del caserío se separaron en silencio, y sólo en la calle, reunidos en pequeños grupos, empezaron a cambiar impresiones.
—¡Fue el diablo quien me aconsejó a mí matar dos ovejas! —se lamentaba ante Liubishkin el koljosiano Semión Kuzhenkov—. Y ahora, vosotros, me vais a sacar esa carne de la garganta…
—Yo también la he hecho buena, muchacho… —confesó Liubishkin, dando un profundo suspiro—. Le he cortado el cuello a una cabra. ¿Y con qué cara me presento yo ahora ante la asamblea? ¡Ah, esa condenada de mi mujer! ¡Ella me obligó a pecar, debía haberle sacudido una patada en la espinilla! Siempre estaba: «Anda, degüéllala, degüéllala». ¡Se le había antojado comer carne a la maldita! ¡Ay, Satanás con faldas! ¡En cuanto llegue a casa le vaya zurrar bien la badana!
—Se lo merece, se lo merece —aleccionaba a Liubishkin su padrino de boda Akin Besjliébnov, un abuelete ya caduco—. Siendo como eres, ahijadito, miembro del koljós, la cosa no es muy agradable para ti…
—¡Justamente! —se lamentó Liubishkin, sacudiéndose del bigote, en la oscuridad, los copos de nieve y tropezando en los terrones.
—¿Y tú, abuelo Akim, no mataste también tu buey salpicado? —preguntó, luego de una tosecilla, Diomka Ushakov, que era vecino de Besjliébnov.
—Lo maté, querido. ¿Y cómo no lo iba a matar? ¡El maldito salpicado se había roto una pata! Algún espíritu maligno le llevó a la cueva, y el animal cayó dentro y se rompió una pata.
—Sí, sí… Al amanecer vi yo cómo tú y tu nuera lo llevabais, a varazos, en aquella dirección…
—¿Qué estás diciendo, qué estás diciendo, Dementi? ¡Santíguate! —exclamó Akin tan asustado, que se paró en medio del callejón, parpadeando en las profundas tinieblas de la noche.
Vamos, vamos, abuelo —le animó Diomka—. ¿Qué haces ahí plantado como una estaca? Tú llevaste el buey a la cueva…
¡El mismo se metió, Dementi! ¡No peques! ¡Oh, estás cometiendo un pecado muy grande!
—Eres listo, pero no más listo que un buey. El buey puede llegar con la lengua hasta debajo de su rabo, mientras que tú, seguramente, no podrás hacer otro tanto, ¿eh? Ya me figuro, te dirías: «Dejo cojo al buey, ¡y quedo limpio de polvo y paja!»
Un viento huracanado, húmedo, desencadenaba sus furias. Corría fragoroso por el riachuelo ululando en los álamos y sauces ribereños. Un manto negro, impenetrable, cubría el caserío. Por los callejones, durante largo rato, resonaron las voces, apagadas por la humedad. Nevaba copiosamente. El invierno se sacudía sus últimos hielos…