Capítulo XIV

Febrero…

El frío oprime, arruga la tierra. El sol se eleva en blanca, helada, incandescencia. Allí donde los vientos han lamido la nieve, la tierra se quiebra con sordo crujido. Los túmulos de la estepa están surcados de grietas serpenteantes, como las sandías demasiado maduras. Pasado el caserío, junto a los campos labrados en el anterior otoño, los aluviones de nieve despiden hirientes destellos cegadores. Los álamos que bordean el riachuelo parecen de plata repujada. Por las mañanas, de las chimeneas de los kuréns,como un bosque de alineados árboles, se alzan columnas de humo anaranjado. En las eras, el hielo conserva en la paja de trigo el aroma del agosto azur, del cálido hálito de los vientos secos y del cielo estival…

Vacas, toros y bueyes vagan hasta el alba por los fríos corrales. Al amanecer, no se encontrará en los pesebres ni siquiera una brizna de mala hierba. Los corderitos y los cabritillos nacidos en invierno no los dejan ya en los establos. Mujeres soñolientas se los llevan por las noches a sus madres, y luego los traen de nuevo en sus haldas al humoso calor de los kuréns, donde los cabritillos, su rizosa lana, exhalan la primitiva y sutilísima fragancia del aire helado, de diferentes hierbedllas secas y de la dulce leche de cabra. Bajo la dura corteza del hielo, la nieve es granulosa, crujiente, como sal gorda. A medianoche es tan grande el silencio, está tan cuajado del frío el cielo, envuelto en el movedizo polvillo de multitud de estrellas, que parece que el mundo ha sido abandonado por todos los seres vivos. Por la estepa azul, por su níveo manto impoluto, pasa un lobo. Sobre la nieve no quedan las huellas de sus blandas patas, sólo cuando sus uñas rasgan un trocito de la capa de hielo, dejan allí el rutilante arañazo de un nacarado surquillo.

Por la noche, cuando todo está en calma, relincha de pronto una yegua preñada, sintiendo afluir la leche al raso negro de sus mamas, y su relincha se oye en muchas verstas a la redonda.

Febrero…

Reina el silencio azul que precede a la amanecida.

La Vía Láctea palidece desierta.

En las obscuras ventanas de las jatas flamean purpúreos resplandores de fuego: reflejos de los hornos que se encienden.

Bajo los golpes de una barra de hierro, tintinea el hielo del pequeño río.

Febrero…

Antes del amanecer, Yákov Lukich despertó a su hijo Semión y a las mujeres. Encendieron el horno. El hijo aguzó los cuchillos en una piedra de afilar. El esaul Pólovtsev se lió cuidadosamente los peales a los largos calcetines de lana y calzóse las altas botas de fieltro. Los tres se dirigieron al aprisco… Yákov Lukich tiene diez y siete ovejas y dos cabras. Semión sabe cuál de ellas ha sido cubierta y cuál tiene ya corderillos. Atrapa y elige a tientas los carneros, enteros y castrados, las corderas, y los mete a empellones en el cálido establillo. Pólovtsev, echada sobre la frente la blanca papaja, agarra un carnero por la fría espira del retorcido cuerno, lo derriba en tierra, se echa de bruces sobre él, le alza la cabeza y le da con el cuchillo un tajo en el gañote, de donde brota un arroyo de sangre negra.

Yákov Lukich es un buen administrador de su hacienda. No quiere que con la carne de sus ovejas se alimenten, en algún comedor de fábrica, los obreros o los soldados rojos. Estos son soviéticos, y el Poder Soviético ha ofendido a Yákov Lukich, le ha grabado durante diez años, con crecidos impuestos y contribuciones, impidiéndole engrandecer más su hacienda, vivir en la abundancia, ricamente. El Poder Soviético y Yákov Lukiéh son enemigos acérrimos, para siempre. Como un niño que quiere atrapar el fuego, Yákov Lukich ha tendido toda su vida la mano hacia la riqueza. Antes de la revolución, comenzaba ya a prosperar, pensaba mandar al hijo a la escuela militar de Novocherkassk, comprar un molino de aceite, y ya tenía ahorrado el dinerillo, tomar tres jornaleros fijos (ante aquella visión maravillosa, su corazón desfallecía de gozo, ¡qué vida le esperaba!), se proponía abrir un pequeño comercio, comprarle al suboficial de cosacos Zhórov, fracasado terrateniente, su medio abandonado batán… En sus pensamientos, veíase entonces Yákov Lukich no ya con los bombachos de dril, sino luciendo un buen traje de seda cruda y una cadena de oro cruzada sobre el vientre, y no ya con las manos callosas, sino suaves y blancas, después de haber mudado, como las serpientes la piel, las uñas negras de suciedad. El hijo estaría ya hecho todo un coronel y se habría casado con una señorita instruida, y un buen día, Yákov Lukich iría a recibirlos a la estación, no en un carricoche cualquiera, sino en un automóvil propio, como el del terrateniente Novopávlov… ¡Qué soñaría Yákov Lukich, despierto, en aquellos inolvidables tiempos en que la vida crujía reluciente entre sus dedos como un irisado billete «catalino»! Sopló el viento glacial de la revolución, produciendo inauditas conmociones, y la tierra tembló bajo los pies de Yákov Lukich, que, sin embargo, no perdió la cabeza. Con su lucidez y astucia peculiares, había visto de lejos los malos tiempos que llegaban, y, rápidamente, sin que se apercibieran sus vecinos ni los habitantes del caserío, malbarató lo que había acumulado… Vendió el motor de vapor comprado en 1916, metió en una orza y enterró treinta monedas de oro de diez rublos y una bolsa de cuero llena de monedas de plata, procedió a la venta del ganado sobrante y redujo las siembras. Se preparó para aguantar bien. Y la revolución, la guerra, los frentes pasaron sobre él como pasan sobre la hierba los torbellinos de la estepa: encamándola, pero sin troncharla ni estropearla. La tempestad únicamente abate y arranca de cuajo los álamos y los robles, las matas de verbena sólo se inclinan, se encaman sobre la tierra para elevarse de nuevo. ¡Pero Yákov Lukich— no ha tenido ocasión de «elevarse»! Por eso está en contra del Poder Soviético, por eso vive triste como un toro de raza castrado, incapaz de procrear y de sentir el embriagador gozo de la creación; por eso Pólovtsev le es más entrañable que su misma mujer, más querido que su propio hijo. O ir con él a recobrar aquella vida que brillaba y crujía en sus manos como un irisado billete de cien rublos ¡O renunciar también a ella! Por eso degüella catorce ovejas Yákov Lukich, miembro del consejo de administración del koljós Stalin. «¡Vale más echarle su carne a ese perro negro, que a los pies de Pólovtsev lame con avidez la sangre humeante, que entregarlas vivas al rebaño koljosiano para que allí engorden, se multipliquen y nutran al Poder enemigo! —piensa Yákov, Lukich—. Bien dice el sabio esaulPólovtsev: «¡Hay que degollar el ganado! ¡Hay que quitarles a los bolcheviques hasta la tierra que pisan! Que se mueran los bueyes por falta de cuidado, ¡ya encontraremos otros cuando nos adueñemos del Poder! Nos los enviarán de América y de Suecia. ¡Sitiaremos por hambre a los bolcheviques, los estrangularemos con el caos económico y la insurrección! ¡Y no te dé lástima de tu yegua, Yákov Lukich! Es buena cosa que los caballos sean socializados. Para nosotros, eso resultará cómodo y ventajoso… Cuando nos sublevemos y ocupemos los caseríos, será más fácil sacarlos de las cuadras comunes y ensillarlos que ir corriendo en su busca de casa en casa». ¡Sensatas palabras! La cabeza delesaul Pólovtsev es tan segura como sus manos…».

Yákov Lukich se paró un momento ante el henil para ver cómo Pólovtsev y Semión desollaban las pequeñas reses, colgadas de la viga maestra. Un farol iluminaba intensamente la blanca membrana de la piel de oveja. Despellejar y destripar era fácil. Miraba Yákov Lukich a una oveja degollada, que pendía de las patas, con el cuello cortado y la piel vuelta hasta el vientre azul, cuando, al ver la cabeza negra tirada junto al barreño, sintió un estremecimiento, como si le hubieran dado un golpe bajo las rodillas, y palideció.

En el ojo amarillo de la oveja, en su enorme pupila no obscurecida aún, estaba cuajado el horror de la muerte. Yákov Lukich recordó a la mujer de Joprov, su espantoso susurro balbuciente: «¡Compadre!… ¡Querido mío!… ¿Por qué?…» Con repugnancia, miró a la carne liliáceo-rosada de la res, con sus tendones y músculos al aire. Como entonces, el acre olor de la sangre le produjo náuseas y le hizo vacilar. Apresurado, se dispuso a marcharse del henil.

—No puedo soportar la vista de la carne… ¡Dios mío! Ni tampoco el olor.

—¿Y para qué diablos has venido? ¡Nos arreglaremos sin ti, blandengue! —repuso sonriendo Pólovtsev, y con los dedos tintos en sangre, que apestaban a grasa de oveja, empezó a liar un cigarro.

A duras penas, acabaron a la hora justa del desayuno. Colgaron en el granero las reses desolladas, abiertas en canal. Las mujeres frieron los grasientos rabos. Pólovtsev encerróse en el cuartucho (de día permanecía siempre metido en él). Le llevaron una sopa de repollo con carne de oveja y torreznillos de lardo. Apenas hubo vuelto la nuera con la escudilla, ya vacía, rechinó la portezuela del seto.

—¡Padre! Davídov viene —gritó Semión, que había sido el primero en verlo entrar en el pasillo.

Yákov Lukich, se puso más blanco que la harina cernida. Entre tanto, Davídov se limpiaba ya en el zaguán, con la escobilla, la nieve de los zapatos, tosía ruidosamente y avanzaba con paso firme, seguro.

«¡Estoy perdido! —pensó Yákov Lukich—. ¡Cómo pisa el hijo de perra! ¡Igual que si la tierra entera fuese suya! ¡Entra como en su casa! ¡Ay, estoy perdido! Sin duda, viene a detenerme por lo de Nikita; se ha enterado de todo el maldito».

Unos golpes en la puerta y una fuerte voz de tenor:

—¿Se puede?

—Adelante —contestó Yákov Lukich con una voz que, habiendo querido ser alta, se convirtió en suave murmullo.

Davídov aguardó un momento y abrió la puerta.

Yákov Lukich no se levantó de la mesa (¡no pudo!, y hasta tuvo que alzar los pies, desfallecidos y temblantes, para que no se oyera el tamborileo, en el piso de madera, de los tacones de sus botas).

—¡Buenos días, patrón!

—¡Buenos días, camarada! —respondieron a un tiempo Yákov Lukich y su mujer.

—Fuera está helando…

—Sí, hiela.

—¿Y qué te parece, no se helará el centeno? —Davídov sacó un pañuelito, negro como el hollín, y, ocultándolo en el puño, se sonó.

—Pase usted, camarada, siéntese —le invitó Yákov Lukich.

«¿Por qué se habrá asustado este estrafalario?», se preguntó asombrado Davídov al observar la palidez del dueño de la casa y la dificultad con que movía los trémulos labios.

—Bueno, ¿qué me dices del centeno?

—No, no ha debido helarse… la nieve lo habrá resguardado… Quizás, sólo en los sitios en que el viento la ha barrido.

«Empieza por el centeno, y ahora, seguramente, me va a decir: «¡Anda, lía el petate y vente conmigo!» Puede que alguien haya denunciado lo de Pólovtsev. ¿Hará un registro?», pensaba Yákov Lukich. Poco a poco, iba reponiéndose del susto; la sangre le afluyó de pronto al rostro, el sudor le brotó de todos los poros, corrió por su frente, por los bigotes grises y la erizada barbita.

—Pase a la habitación grande, desayunará con nosotros.

—He venido a hablar un rato contigo. ¿Cuál es tu nombre y patronímico?

—Yákov, hijo de Luká.

—¿Yákov Lukich? Pues bien, Yákov Lukich, tú, en la asamblea, hablaste del koljós con mucho acierto y tino. Tenías razón al decir que necesita una máquina compleja. Pero en cuanto a la organización del trabajo, te equivocaste, ¡eso es la pura verdad! Pensamos designarte para el cargo de administrador. He oído decir que eres un labrador culto…

—¡Pero pase usted; querido camarada! Gasha, prepara el samovar. ¿O preferiría un plato de sopa de repollo? ¿O una raja de sandía saladita? ¡Pase, querido huésped! ¿Qué, nos quiere usted llevar a una vida nueva? —Yákov Lukich no cabía en sí de gozo, parecía que le habían quitado una montaña de encima—. Sí, es verdad lo que dice, he introducido la cultura en mi hacienda.

Quería liberar a nuestros ignorantones de la vieja rutina de sus abuelos… ¡Cómo labran! ¡Saqueando la tierra! Yo tengo un diploma de honor de la Dirección de Agricultura de la Comarca. ¡Semión! Trae el diploma de honor, el del marco. Aunque no hace falta, iremos nosotros mismos.

Yákov Lukich condujo a Davídov a la habitación grande, luego de guiñarle disimuladamente el ojo a Semión. Este comprendió en seguida y salió al pasillo a cerrar la pequeña celda donde permanecía recluído Pólovtsev; asomóse a ella y se asustó: el cuartucho estaba vacío. Entonces, se metió en la sala. Pólovtsev, sin botas, con los largos calcetines de lana, estaba en pie ante la puerta que daba a la habitación grande. Le hizo una señal a Semión para que se fuera y pegó a la puerta su oreja cartilaginosa, erecta como la de una fiera en acecho. «¡No tiene miedo de nada este demonio!», pensó Semión al abandonar la sala.

Durante el invierno, la sala del kurén de los Ostrovnov, fría y grande, estaba deshabitada. Cada año, amontonaban en un rincón, sobre el piso de madera pintada, la simiente de cáñamo. Al lado de la puerta había una tina con manzanas en remojo. Pólovtsev se sentó en el borde. Desde allí oía cada palabra de la conversación. Una claridad rosácea, crepuscular, penetraba por las ventanas, cubiertas de escarcha. Pólovtsev tenía ya los pies fríos, pero continuaba sentado, inmóvil, escuchando con odio atenazante la enronquecida voz de tenor de su enemigo, separado de él sólo por la puerta. «¡Se ha quedado ronco, el muy perro, en sus mítines! Si te agarrara… ¡Oh, si pudiera ser ahora mismo!», y Pólovtsev se apretaba contra el pecho los puños, hinchados de la afluencia de sangre, clavándose las uñas en las palmas.

Tras la puerta, oyóse:

—Le diré, nuestro querido dirigente del koljós, ¡que el modo antiguo de llevar la hacienda no nos sirve para nada! Tomemos, por ejemplo, aunque no sea más que el centeno. ¿Por qué razón se hiela y sólo se recogen unos veinte puds por desiatina? Eso en el mejor de los casos, pues muchos no recuperan ni la semilla… En cambio, mis espigas son siempre tan espesas, que no se puede pasar a través de ellas. A veces, voy yo en mi yegua y las espigas se entrelazan por encima del arzón. Además, cada una no me cabe en la mano. Y todo esto se debe a que conservé la nieve y di de beber a la tierra. Hay ciudadanos que cortan el girasol de raíz, por pura avaricia, y dicen: me servirá para combustible. No tuvieron tiempo, esos hijos de perra, de preparar kisiek[50] en verano, en el patio de su casita; pues la pereza nació antes que ellos, y les domina; no se les ocurre que, cortando solamente la corola de los girasoles, los tallos retendrán luego la nieve y no dejarán que el viento corra sin obstáculos y la arrastre a los barrancos. En primavera esa tierra será mejor que la sometida a la más profunda labranza hecha en otoño. Y si no se retiene la nieve, se derretirá en vano, convirtiéndose en agua sucia que no dará provecho al hombre ni a la tierra.

—Desde luego, eso es cierto.

—¡Por algo, camarada Davídov, el Poder Soviético, que es nuestro sostén, me ha concedido a mí un diploma de honor! Yo sé por dónde me ando. Los agrónomos también se equivocan en algunas cosas, pero hay mucho de verdad en su ciencia. Verá usted, yo me suscribí a una revista de agricultura, y, en ella, uno de esos hombres muy instruidos que enseñan a los estudiantes escribía que el centeno incluso no se hiela, sino que perece porque la tierra desnuda, no abrigada por la nieve, se cuartea, rompiendo al agrietarse las raíces de las espigas.

—¡Muy interesante! Nunca había oído hablar de ello.

—Y es verdad lo que escribe. Yo estoy de acuerdo con él. Hasta he hecho una prueba para convencerme. Cavo un poco, y veo que todas las raicillas, diminutas y finas como pelillos, las mismas por donde el grano naciente chupa la sangre negra de la tierra y se alimenta de ella, están desgarradas, rotas. El grano no tiene ya de que alimentarse, y muere. Si a una persona se le cortan las venas, ¿podrá vivir en el mundo? Pues lo mismo le pasa al grano.

—Sí, Yákov Lukich, lo que dices es un hecho. Hay que retener la nieve. Déjame esas revistas agronómicas para que les dé un vistazo.

«¡De nada te van a servir! No tendrás tiempo. ¡Pocos son los días que te quedan de vida!», pensó Pólovtsev sonriendo maligno.

—¿O cómo retener la nieve en los campos labrados en otoño? Hacen falta vallas. Y yo ideé un vallador de ramas secas… Hay que combatir las arroyadas, que aquí se nos llevan más de mil desiatinasde tierra cada año.

—Todo eso es cierto. Pero, dime, ¿cómo construir los establos para que sean más templados? De manera que resulte barato y eficaz, ¿eh?

—¿Los establos? ¡Todo eso lo haremos! Primeramente, es preciso obligar a las mujeres a que embadurnen los cañizos. Y si no, podemos rellenar de estiércol seco las junturas…

—Sí, está bien… ¿Y en lo referente a la desinfección de las semillas?

Pólovtsev quiso acomodarse mejor en la tina, pero la tapa resbaló bajo él y cayó al suelo con estruendo. Los dientes empezaron a castañetearle al oír que Davídov preguntaba:

—¿Qué se ha caído ahí?

—Han debido tirar algo. Nosotros, en invierno, no vivimos en esa habitación; se gasta mucha leña en calentarla… A propósito, quiero enseñarle una simiente de cáñamo de calidad superior. Nos la enviaron a petición nuestra. Ella inverna en la sala. Entre usted.

Pólovtsev, de un salto, se precipitó hacia la salida al pasillo. La puerta, cuyos goznes habían sido untados con antelación de grasa de ganso, no chirrió, permitiéndole el paso sin ruido alguno…

Davídov se fue de la casa de Yákov Lukich con un paquete de revistas bajo el brazo, satisfecho de su visita y más convencido de la utilidad de Ostrovnov. «Con hombres como él, ¡cambiaríamos por completo la aldea en un año! ¡Qué cabeza la de este diablo de mujik! ¡Cuánto sabe! ¡Y qué bien conoce la economía campesina y la tierra! ¡Buen experto! No comprendo por qué Makar le mira de reojo. Reportará al koljós mucho beneficio, ¡eso es la pura verdad!», pensaba Davídov en tanto se dirigía hacia el Soviet.