Durante la semana que llevaba en Gremiachi Log, habíanse alzado ante Davídov, como una muralla, multitud de problemas… Por las noches, cuando volvía del Soviet o de la administración del koljós, instalada en la espaciosa casa de Titok, paseaba largo rato por su habitación, fumando; luego, leía la «Pravda» y el «Mólot»[48], traídos por el cartero, y volvía a sumirse en sus meditaciones acerca de las gentes de Gremiachi, del koljós y de los acontecimientos del día transcurrido. Como un lobo acorralado, intentaba escaparse del cerco de pensamientos ligados al koljós; recordaba su taller, a sus amigos, su trabajo anterior. Le entraba un poco de pena al considerar que ahora, muchas cosas habrían cambiado allí, y todas ellas en ausencia suya; que ya no podría pasarse las noches enteras inclinado sobre los diseños del motor Katerpiller,tratando de encontrar un procedimiento nuevo para la transformación de la caja de velocidades; que en su caprichosa y exigente máquina estaría trabajando otro, seguramente el engreído de Goldschmidt, y que sin duda, se habrían olvidado ya de él, después de pronunciar tantos buenos discursos, llenos de fuego, al despedir a los hombres de los veinticinco mil. Y de súbito, su pensamiento volvía a conectarse con Gremiachi, como si alguien hubiera empujado en su cerebro, con firmeza, una palanca de mando, a fin de hacer cambiar el curso de sus reflexiones. Al partir para el trabajo en el campo, él no era uno de esos ingenuos habitantes de la ciudad que no saben nada del campo, y sin embargo, el giro que iba a tomar la lucha de clases, sus complicados nudos y formas a menudo encubiertas, ocultas, no se los imaginaba tan complejos como los viera desde los primeros días de su llegada a Gremiachi. No acertaba a comprender la tenaz resistencia de la mayoría de los campesinos medios a entrar en el koljós, a pesar de las enormes ventajas de la economía koljosiana. No encontraba la clave para conocer bien a muchas gentes y las relaciones entre ellas. Titok, guerrillero ayer, era hoy un kulak y un enemigo. Timoféi Borschiov, campesino pobre, había tomado abiertamente la defensa de los kulaks. Ostrovnov, labrador culto, buen administrador de su hacienda, que había ingresado conscientemente en el koljós, era tratado con recelo y hostilidad por Nagúlnov. Todos los vecinos de Gremiachi iban desfilando por la imaginación de Davídov…Y muchos aspectos de ellos eran para él enigma, cubiertos por una especie de velo invisible, impalpable. El caserío le parecía un motor complicado, de nuevo tipo, y Davídov procuraba atentamente, con sus cinco sentidos, estudiarlo, conocer todas sus piezas, captar la más leve alteración en el diario palpitar, infatigable e intenso, de aquella ingeniosa máquina…
El enigmático asesinato del campesino pobre Joprov y de su mujer le hizo conjeturar que en la máquina aquella funcionaba algún resorte secreto. Presentía, de un modo confuso, un vínculo causal entre la muerte de Joprov, la colectivización y todo lo nuevo que irrumpía con ímpetu en la explotación parcelaria, rompiendo sus carcomidos muros. La mañana en que fueron hallados los cadáveres de los Joprov, tuvo una larga conversación con Razmiótnov y Nagúlnov. Estos también se perdían en conjeturas y suposiciones. Joprov era campesino pobre, en el pasado había sido guardia blanco, mostraba pasividad con respecto a la vida social y permanecía como imantado, ignorábase por qué extremo, al kulak Lapshinov. La suposición hecha por alguien de que le habían matado para robarle, era absurda, puesto que no se habían llevado nada, aparte de que en la casa no había nada que llevarse. Razmiótnov se salió por la tangente:
—Debía haber ofendido a algún hombre, por cuestiones de faldas… Tal vez tuviera en sus brazos a la mujer de otro, y eso mismo le costó la vida.
Nagúlnov callaba, pues no era amigo de hablar a la ligera. Pero citando Davídov insinuó que en el asesinato podía haber tomado parte alguno de los kulaks y propuso que se les expulsara del caserío sin tardanza, Nagúlnov le apoyó resueltamente:
—Sí, uno de esa piara ha liquidado a Joprov, ¡no cabe duda! ¡Hay que mandar a esos reptiles a tierras frías!
Razmiótnov rio por lo bajo y encogióse de hombros:
—Desde luego hay que expulsarlos, ni que decir tiene. Impiden a la gente entrar en el koljós. Pero Joprov no ha sido apiolado por tener relación con ellos. No era de los suyos. Sólo es cierto que se había arrimado a Lapshinov, que trabajaba fijo con él, pero eso no sería por tener muy llena la panza. La necesidad le apretaba, y se pegó a Lapshinov. No se puede achacar a los kulaks todo lo que ocurre, ¡dejaos de tonterías, hermanos! No me convenceréis. ¡En este asunto hay alguna mujer por medio!
De la cabeza del distrito llegaron el juez de instrucción y el médico forense. Se hizo la autopsia de los cadáveres, fueron interrogados los vecinos de Joprov y de Lapshinov. Pero el juez no logró hallar el hilo que permitiera descubrir a los autores del crimen y las causas del mismo. Al día siguiente, 4 de febrero, la asamblea general de koljosianos acordó por unanimidad expulsar a las familias kulaks de la región del Cáucaso del Norte. La asamblea confirmó el consejo de administración del koljós, elegido anteriormente por sus mandatarios, del que formaban parte Ostrovnov (cuya candidatura fue calurosamente defendida por Davídov y Razmiótnov, pese a las objeciones de Nagúlnov), Pável Liubishkin, Diomka Ushakov, Arkashka Menok, que pasó con dificultad, y el quinto candidato, Davídov, que fue elegido por unanimidad. A ello contribuyó una notita de la Unión Agrícola del distrito, recibida la víspera, en la que se decía que el Comité Distrital del Partido, de acuerdo con aquella, proponía para el cargo de presidente del consejo de administración del koljós al camarada Davídov, delegado de dicho Comité y obrero de losveinticinco mil.
En la asamblea general se discutió largamente el nombre que se debía dar al koljós. Razmiótnov, al final, hizo uso de la palabra:
—Yo rechazo el nombre de «Cosaco Rojo». Ese es un nombre muerto y desacreditado. Antes los obreros asustaban a los niños con el cosaco. Propongo, queridos camaradas, hoy ya koljosianos que se dé a nuestro koljós, a nuestro amado camino que ha de llevarnos hasta el socialismo, el nombre del camarada Stalin.
Andréi estaba visiblemente emocionado, la cicatriz de su frente se iba tornando purpúrea. Durante unos segundos, sus ojos, un poco malignos, se velaron por las lágrimas, pero supo contenerse y añadió, con voz menos trémula:
—¡Hermanos, que nuestro camarada José Vissariónovich viva y dirija muchos años! Y nosotros, llevemos su nombre. Además, voy a daros a conocer un hecho real: cuando defendíamos Tsaritsin, yo, personalmente, vi y escuché al camarada Stalin. El estaba entonces, con Vorochílov, en el Consejo Militar Revolucionario; iba vestido de paisano, ¡pero debo deciros que sabía lo que se traía entre manos! A veces, nos hablaba a los combatientes, acerca de la firmeza.
—Te estás apartando de la cuestión —le interrumpió Davídov.
—¿Me estoy apartando? Si es así, os pido perdón, ¡pero insisto firmemente en lo de su nombre!
—Todo eso lo sabemos: yo también soy partidario de que demos al koljós el nombre de Stalin, pero ese nombre obliga a mucho —indicó Davídov aleccionador—. ¡No se puede deshonrado! Por consiguiente, hay que trabajar de manera que dejemos atrás a todos los del contorno.
—En eso estamos radicalmente de acuerdo —dijo el abuelo Schukar.
—¡Se comprende! —repuso Razmiótnov sonriendo—. Yo queridos camaradas, con toda autoridad, como Presidente del Soviet, declaro que no puede haber mejor nombre que el del camarada Stalin. Yo, por ejemplo, tuve ocasión de ver, el año diez y nueve, cerca del caserío de Topolkí, cómo nuestra infantería roja tomaba la presa del riachuelo Tsulim, al lado del molino…
—Otra vez te pierdes en los recuerdos —dijo enojado Davídov. Haz el favor de dirigir la reunión como es menester, ¡somete, concretamente, el asunto a votación!
—Bueno, os pido perdón; votad, ciudadanos, pero cuando recuerda uno la guerra, entra una desazón en el alma, que se quisiera decir unas palabras —manifestó Razmiótnov, sonriendo contrito, y se sentó.
La asamblea, por unanimidad, acordó dar al koljós el nombre de Stalin.
Davídov continuaba viviendo en casa de los Nagúlnov. Dormía sobre un arcón, separado de la cama de los esposos por una cortinilla de percal. El primer cuarto lo ocupaba la patrona, una viuda sin hijos. Davídov se daba cuenta de que molestaba a Makar, pero, en el ajetreo y las inquietudes de los primeros días, no había tenido tiempo para buscar otro alojamiento. Aunque Lushka, la mujer de Nagúlnov, se mostraba siempre afable con Davídov, éste —desde que el propio Makar le descubriera, en aquella casual conversación, que su mujer andaba liada con Timoféi el Desgarrado— la trataba con una animosidad mal encubierta y soportaba como una carga su provisional convivencia con el matrimonio. Por las mañanas Davídov, sin meter baza en su charla, observaba frecuentemente a Lushka con el rabillo del ojo. Aparentaba no más de veinticinco años. Sus mejillas estaban cubiertas de diminutas pecas, lo que daba a su cara ovalada el aspecto de un huevo de urraca. ¡Pero cuánta belleza atractiva e impura había en sus ojos, negros como el azabache, y en todo su cuerpo esbelto y enjuto! Sus cejas, curvas, acariciadoras, estaban siempre un poquitín alzadas, como si esperase de continuo alguna buena nueva; sus labios brillantes, que no cubrían por completo la herradura compacta de sus dientes, algo saledizos, guardaban en las comisuras una sonrisa dispuesta a asomar a cada instante. Y al andar, movía los hombros, levemente caídos, como si aguardase que, de un momento a otro, alguien fuera a agarrada por detrás, duendo con los brazos su estrecha espalda de doncella. Vestía como todas las cosacas de Gremiachi y era, seguramente, un poco más limpia que ellas.
Una mañana temprano, Davídov, mientras se ponía los zapatos, oyó la voz de Makar, a través de la cortina:
—Ahí, en el bolsillo de mi zamarra, hay unas ligas. ¿Se las encargaste tú a Semión? Ayer volvió de lastanitsa y me dijo que te las diera.
—¿De verdad, Makárushka[49]? —la voz de Lushka, cálida, todavía soñolienta, temblaba de gozo.
En camisa, saltó de la cama, corrió hacia la zamarra del marido, colgada de un clavo, y sacó del bolsillo unas ligas, pero no de esas circulares, que aprietan los muslos, sino de ciudad, con tirantes prendidos a una fajilla de seda azul celeste… Davídov la veía reflejada en el espejo: ahora estaba en pie y, alargando el delgado cuello de chiquillo, se probaba la compra en su pierna finamente torneada. Los rayitos de una sonrisa se extendían junto a los encendidos ojos, un tenue arrebol coloreaba sus pecosas mejillas. Recreándose en la contemplación de la pierna, estrechamente ceñida por una media negra, volvióse hacia Davídov —en el descote de su camisa temblaron sus pechos morenos y firmes, que pendían, puntiagudos y divergentes, como tetas de cabra— y al instante, le vio, por entre la cortina; despacio, con la mano izquierda, se cerró el cuello y, sin volverse, entornando los ojos, sonrió incitante. «¡Mira, qué hermosa soy!», decían aquellos ojos, que no denotaban turbación alguna.
Davídov se dejó caer con estrépito sobre el crujiente arcón y, todo colorado, apartóse de la frente un mechón de negros cabellos lustrosos: «¡Maldita sea! A lo mejor se cree que la estaba acechando… ¿Por qué se me habrá ocurrido levantarme? Sólo falta que se figure que yo me intereso por ella…»
—Al menos, delante de un extraño, no debías andar en cueros vivos —rezongó descontento Makar al oír que Davídov carraspeaba turbado.
—No me ve.
—Sí, te ve.
Davídov tosió tras la cortina.
—Y si me ve, que mire y le haga buen provecho —dijo ella con indiferencia, en tanto se metía la falda por la cabeza—. Y aquí no hay ningún extraño, Makárushka. Hoy es extraño, y mañana, si yo quiero, será mío —echóse a reír y, tomando carrerilla, se tiró sobre la cama—. ¡Qué mansito eres, alma mía! ¡Un cordero! ¡Un corderito! ¡Un ternerillo!…
Después de desayunar, apenas salieron a la calle, Davídov sentenció tajante:
—¡Tu mujer es un pendón!
Eso a ti no te importa… —repuso Nagúlnov en voz baja, sin mirar a Davídov.
—¡Pero, en cambio, te importa a ti! Hoy mismo me voy a otra vivienda, ¡me da asco de ver esto! Un muchacho como tú, ¡y no tener carácter con ella! Pues tú mismo me has dicho que está liada con el hijo del Desgarrado.
—¿Y qué hay que hacer, pegarle?
—Pegarle no, ¡pero actuar sí! Bueno, te lo diré francamente: yo soy comunista, pero en cuanto a eso, tengo los nervios muy delicados, ¡le daría una paliza y la mandaría a paseo! Además, ella te está desacreditando ante las masas, y tú te callas. ¿Dónde pasa toda la noche? Volvemos de las reuniones, ¡y nunca está en casa! Yo no me meto en vuestros asuntos interiores…
—¿Estás casado?
—No. Y ahora que he visto tu vida matrimonial, no me casaré hasta la tumba.
—Para ti la mujer viene a ser como una propiedad…
—¡Vete al diablo, anarquista torcido! ¡La propiedad, la propiedad!… ¿Es que no existe todavía? ¿Quieres tú abolirla? ¿No existe la familia? Y tú… se acuestan con tu mujer… fomentas el libertinaje, la tolerancia de principios. ¡Plantearé la cuestión en la célula!… El campesino debe tomar ejemplo de ti. ¡Buen ejemplo sería el tuyo!
—Entonces, ¡la mataré!
—¡Bonita solución!
—Verás lo que vamos a hacer… No te metas ahora en este asunto —le pidió Makar, parándose en medio de la calle—. Ya lo arreglaré yo solo; de momento, tengo otras cosas que hacer. Si esto hubiera empezado ayer… Pero puesto que he aguantado tanto, aguantaré un poco más, y luego… La quiero con todo el corazón… Si no fuera por eso, hace tiempo que… ¿A dónde vas, al Soviet? —preguntó, cambiando de conversación.
—No, voy a pasarme por casa de Ostrovnov. Tengo ganas de hablar un rato con él allí, en el ambiente de su hacienda. Es un mujik inteligente. Quiero nombrarle administrador del koljós. ¿Qué te parece? Necesitamos un administrador que haga un rublo de cada kópek koljósiano. Y Ostrovnov, al parecer, es de ésos.
Nagúlnov hizo un ademán de enfado:
—¿Otra vez con el dinero a vueltas? ¡Qué interés os tomáis, tú y Andréi, por Ostrovnov! Y el koljós lo necesita tanto como un arzobispo el c… Yo estoy en contra. ¡Y conseguiré que se le expulse del koljós! Ese reptil acomodado ha pagado dos años el impuesto rural con el tanto por ciento de recargo, antes de la guerra vivía como un kulak, ¿y nosotros le vamos a destacar aún?
—¡El es un labrador culto! Entonces, según tú, yo defiendo a los kulaks, ¿no es eso?
—Si no le hubiéramos cortado las alas, ¡hace tiempo que se habría elevado a la categoría de kulak!
Se separaron sin ponerse de acuerdo, muy descontentos el uno del otro.