Capítulo XII

La vida en Gremiachi Log se había encabritado como un potro fogoso ante un obstáculo difícil de saltar. Por las tardes, los cosacos se reunían en los callejones y kuréns, donde discutían y conversaban acerca de los koljóses, perdiéndose en conjeturas. Todas las noches, desde hacía ya cuatro días, celebrábanse reuniones que duraban hasta el canta matinal del gallo.

En aquellos días, Nagúlnov había adelgazado tanto, que parecía haber pasado una larga y grave enfermedad. En cambio Davídov conservaba su aspecto tranquilo, únicamente, sobre sus labios y junto a las sienes, habíanse acentuado las tenaces arrugas. No se sabía cómo había logrado también infundir firmeza a Razmiótnov, que de ordinario se sulfuraba fácilmente y con igual facilidad caía en injustificadas pánicos. Andréi recorría el caserío inspeccionando los establos colectivos con una sonrisa de seguridad en los ajos, un poco malignos. Con frecuencia, aseguraba a Arkashka. Menok, que empuñaba las riendas del poder koljosiano hasta la elección de la administración del koljós:

—¡Les romperemos los cuernos! Todos entrarán en el koljós.

Davídov envió al Comité de Distrito del Partido un correo a caballo con un parte en el que se comunicaba que, hasta el presente, sólo se había logrado atraer al koljós a un treinta y dos por ciento, pero que esa labor continuaba a ritmo de choque.

Los kulaks desalojados de sus kuréns se albergaban en las casas de sus parientes e íntimos. Frol el Desgarrado, después de enviar directamente a Timoféi a la capital de la región, para que reclamase ante el Fiscal, se fue a vivir a casa de su amigo Borschiov, el mismo que en la asamblea de campesinos pobres se negara a votar aquella vez. En la angosta jata de Borschiov, de dos habitaciones unidas por un zaguán, reuníase el activo de los kulaks.

De día, generalmente, a fin de resguardarse de escuchas y vigilantes nocturnos, acudían de uno en uno o por parejas a la vivienda de Borschiov, deslizándose cautelosos por la parte de los huertos y las eras, para no caer bajo la mirada de la gente y no llamar la atención del Soviet. Iban allí David Gáiev y el escaldado pícaro Lapshinov, que después de su expropiación se había convertido en «mendigo iluminado»; de tarde en tarde, se presentaba Yákov Lukich Ostrovnov, a tantear el terreno. Visitaban también el «estado mayor» algunos campesinos medios que se habían sublevado resueltamente contra el koljós, como Nikolái Liushniá y otros. Además de Borschiov, incluso había allí dos campesinos pobres: uno de ellos era Vasili Atamánohukov, cosaco alto y sin cejas, siempre taciturno, todo repelado y afeitado, limpio de pelo, como un huevo, la cabeza, y el otro Nikita Joprov, antiguo artillero de una batería de la Guardia —compañero de armas de Podtíélkov—, que durante la guerra civil eludió de continuo el servicio militar y fue a parar sin embargo, el año 1919, al destacamento punitivo del coronel calmuco Ashtímov. Esta circunstancia determinó la vida futura de Joprov bajo el Poder Soviético. Tres personas del caserío —Yakov Ostrovnov, su hijo y el viejo Lapshinov— durante la retirada de 1920, le habían visto en Kuschevka, en el destacamento punitivo con la blanca franja de podjorunzhi[45] a lo largo de las hombreras; habían presenciado como él, en unión de tres cosacos calmucos, conducía a unos obreros detenidos del depósito de locomotoras al interrogatorio por Ashtímov… lo habían visto… ¡Y cuánta vida perdió Joprov desde que supo, al regresar de Novorossiisk a Gremiachi Log, que los Ostrovnov y Lapshinov habían quedado sanos y salvos! ¡Cuántos miedos hubo de pasar el fornido artillero de la Guardia en los años en que la contrarrevolución era objeto de terribles represalias! El, capaz de sostener a cualquier caballo, sujetándole de los cascos traseros, mientras lo herraban, temblaba como una tardía hoja de roble, muerta de frío, cuando se encontraba a Lapshinov, que sonreía pícaro. Era al que más temía. Y al verle, balbuceaba con ronca voz:

—Abuelo, no dejes que se pierda un alma cosaca, ¡no me delates!

Lapshinov, con estudiada indignación, le tranquilizaba:

—¿Qué estás diciendo; Nikita? ¡Dios me libre! ¿Es que no llevo yo la santa cruz sobre la garganta? ¿Qué nos enseñó el Salvador? «Ama al prójimo como a ti mismo». Ni pensarlo, ¡No diré nada! Aunque me den un tajo, no brotará la sangre. Yo soy así. Pero tú… ayúdame también un poco si es menester… En las asambleas, alguien puede meterse conmigo, o haber algún ataque por parte de las autoridades… Defiéndeme, que a lo mejor, en otra ocasión… Una mano lava a la otra. Mientras que el que a hierro mata, a hierro muere. ¿No es así? Además, quisiera pedirte que me ayudases un poco a labrar mi tierra. Dios me ha dado un hijo algo tocado de la cabeza; él no es capaz, y tomar a un hombre cuesta caro…

Año tras año, venía «ayudando un poco» a Lapshinov Nikita Joprov; de balde, le araba, acarreaba y metía el trigo de Lapshinov en la trilladora de Lapshinov. Y luego, volvía a casa, se sentaba a la mesa y, hundiendo en las manos, pesadas como el hierro, la ancha cara de rojizos bigotes, pensaba: «¿Hasta cuándo durará esto? ¡Lo mataré!».

Yákov Lukich Ostrovnov no le abrumaba con peticiones ni le amenazaba, pues sabía que cuando le pidiese incluso algo grande, no ya una botella de vodka, él no se atrevería a negárselo. Y en cuanto a la vodka, la bebía Yákov Lukich con muchísima frecuencia en casa de Joprov, expresando siempre su reconocimiento con las mismas palabras: «Gracias por el convite».

«¡Ojalá se te atragante!», le deseaba mentalmente Joprov, apretando con odio los enormes puños bajo la mesa.

Pólovtsev continuaba viviendo en casa de Yákov Lukich, en el pequeño cuarto que antes ocupara la vieja madre de Ostrovnov. Esta se había trasladado a lo alto del horno, y Pólovtsev, en el cuartucho de ella, se pasaba casi el día entero fumando, tumbado en la corta litera y apoyando los nervudos pies descalzos en la piedra caliente. Por las noches, paseaba con frecuencia por la casa dormida, en la que no chirriaba ni una sola puerta, pues sus goznes habían sido cuidadosamente untados de grasa de ganso. A veces, luego de echarse la zamarra sobre los hombros y de apagar el cigarro, iba a ver al caballo, oculto en el cobertizo del salvado. Y el bruto, entumecido de la prolongada quietud, le acogía con un relincho temblante y sofocado, como si comprendiera que no eran tiempos de expresar sus sentimientos en voz alta. El amo lo acariciaba, palpándole las rodillas con sus dedos férreos, inflexibles. Una no. che, singularmente obscura, lo sacó del cobertizo y, fustigándolo, partió al galope por la estepa. Volvió cuando empezaba ya a clarear. El caballo venía todo bañado en sudor, le palpitaban con frecuencia los ijares y estaba estremecido por un temblor penoso, lento. Por la mañana, Pólovtsev le dijo a Yákov Lukich:

—He estado en mi stanitsa. Me buscan allá… Los cosacos ya están preparados y sólo esperan la orden…

Por instigación suya, cuando se reunió por segunda vez la asamblea general de los vecinos de Gremiachi, para tratar de la cuestión del koljós, Yákov Lukich hizo un llamamiento a entrar en él, dándole a Davídov un alegrón memorable con su sensata y constructiva intervención, como asimismo con el hecho de que, después de las palabras de Ostrovnov, hombre de prestigio en el caserío, declarando que entraba en el koljós, se presentasen de golpe treinta y una solicitudes de ingreso.

Bien habló del koljós Yákov Lukich, y al día siguiente, recorrió varias casas, convidando, con dinero de Pólovtsev, a campesinos medios de confianza, predispuestos contra el artel agrícola; achispado él mismo, se pronunciaba ya de otra manera:

—¡Qué cosas tienes, hermano! A mí me hace mucha más falta que a ti entrar en el koljós, y no puedo hablar mal de él. Vivía holgadamente, y me pueden declarar kulak, pero tú, ¿qué necesidad tienes de meterte allí? ¿No has visto el yugo? En el koljós, hermano, te uncen con la coyunda de tal manera, ¡que no vuelves a ver la luz del día! —y empezaba a contar en voz queda lo que ya se sabía de memoria, respecto a la próxima sublevación, sobre la colectivización de las mujeres… y cuando el interlocutor resultaba ser hombre propicio, rencorosamente dispuesto a todo, trataba de convencerle, le rogaba, le amenazaba con la represión cuando llegasen del extranjero «los nuestros» y acababa por salirse con la suya: se marchaba llevándose el consentimiento de ingreso en la «Alianza».

Todo marchaba de primera, viento en popa. Había ya reclutado Yákov Lukich cerca de treinta cosacos, advirtiéndoles, del modo más severo, que no le contasen a nadie su ingreso en la «Alianza» ni su conversación con él. Pero cuando se dirigió al «estado mayor» de los kulaks para dar cima al asunto (como en los expropiados y las personas que se agrupaban en torno a ellos tenían Pólovtsev y él plena confianza, su incorporación se había dejado para lo último, por considerarla empresa fácil, le falló el tiro por vez primera… Yákov Lukich, envuelto en su anguarina, llegó a casa de Borschiov al anochecer. En un deshabitado camaranchón ardía una estufa pequeña y baja. Todos se habían congregado ya. El dueño de la casa, Timoféi Borschiov, de rodillas ante la estufa, metía por la portezuela ramillas secas, muy partidas; en los bancos y sobre unas calabazas, amontonadas en un rincón, de rayas anaranjadas y negras como cintas de cruces de San Jorge, estaban sentados Frol el Desgarrado, Lapshinov, Gáiev, Nikolái Liushniá, Vasili Atamánchukov y el artillero Joprov. En pie, de espaldas a la ventana, se encontraba el hijo de Frol el Desgarrado, Timoféi, que acababa de llegar aquel día de la capital de la región. Contaba lo muy ásperamente que le había recibido el Fiscal y que, en vez de examinar la queja, había querido detenerle y mandarlo de nuevo a la cabeza del distrito. Al entrar Yákov Lukich, Timoféi calló, pero el padre le animó a seguir:

—Es de los nuestros, Timosha. No le temas.

Timoféi terminó su relato; centelleantes los ojos, dijo:

—La vida se ha puesto de tal modo, que si hubiera ahora una banda, ¡montaría a caballo y empezaría a liquidar comunistas!

—Dura se ha vuelto la vida, dura…-confirmó Yákov Lukich.

Y si quedara en esto la cosa, aún habría que darle gracias a Dios…

—¿Qué mayores males cabe esperar? —enfurecióse Frol el Desgarrado—. Como a ti no te han tocado, te sientes tan ricamente, pero a mí empieza a faltarme el pan. En tiempos del zar vivíamos tú y yo casi igual, pero ahora tú vas tan limpito y decente, mientras que a mí me han quitado hasta las últimas botas de fieltro.

—Yo no me refiero a eso; lo que temo es que vaya a ocurrir algo…

—¿Qué puede ocurrir?

—La guerra, por ejemplo…

—¡Dios nos la mande! ¡Ayúdanos, San Jorge Victorioso! ¡Aunque sea ahora mismo! En las Actas de los Apóstoles se dice…

—¡Iríamos con estacas, como los de Vióshenskaia[46] el año diez y nueve!

—Les arrancaría las venas vivos, ¡zas, zas!…

Atamánchukov, herido en la garganta en la stanitsa de Filonovskaia, hablaba como si tocase un caramillo: con voz aguda y poco clara:

—La gente está enfurecida, ¡dará dentelladas!…

Yákov Lukich, con tiento, insinuó que en las stanitsas vecinas había intranquilidad y que, al parecer, en algún que otro lugar, se estaba ya dando a los comunistas más de una leccioncita, para que aprendiesen a ser más sensatos. Procedíase al modo cosaco, como en la antigüedad con los atamanes indeseables, afectos a Moscú, y la lección era bien sencilla: meterlos de cabeza en un saco, ¡y al agua con ellos! Hablaba bajo, mesurado, sopesando cada palabra. De pasada, señaló que en la región del Cáucaso del Norte todo andaba revuelto; en las stanitsas del llano ya habían sido colectivizadas las mujeres, y los comunistas eran los primeros en acostarse con las hembras ajenas sin ninguna clase de tapujos. Añadió que, para la primavera, se esperaba un desembarco. Todo aquello, según él, se lo había dicho un oficial conocido suyo, compañero de su antiguo regimiento, que había pasado por Gremiachi hacía una semana. Yákov Lukich tan sólo ocultó un detalle: que el oficial aquél continuaba hasta el presente escondido en su casa.

Nikita Joprov, que había permanecido callado todo el tiempo, inquirió:

—Yákov Lukich, dinos una cosa. Todo eso está muy bien: nosotros nos sublevamos, liquidamos a nuestros comunistas, ¿y luego qué? Con las milicias podremos también, pero, ¿y cuando nos manden, en trenes, las tropas del ejército? ¿Quién nos va a dirigir contra ellos? No hay oficiales, nosotros somos ignorantes, adivinamos por las estrellas el camino a seguir… Y en la guerra, las unidades no se mueven al buen tuntún; ellos buscan el camino en los planos, hacen cartas en los estados mayores… Tendremos manos, pero no cabeza.

—¡También habrá cabeza! —afirmó Yákov Lukich con calor—. Ya aparecerán los oficiales. Ellos son más instruidos que los jefes rojos. Proceden de los antiguos cadetes y dominan las nobles artes de la guerra. Mientras que los rojos, ¿qué jefes tienen? Tomemos, por ejemplo, a nuestro Makar Nagúlnov. Ese sabrá cortar cabezas con el sable, ¿pero acaso puede mandar él una centuria? ¡En la vida! ¿Entiende él mucho de cartas y planos?

—¿Y de dónde van a aparecer los oficiales?

—¡Ya los parirán las mujeres! —se enfadó Yákov Lukich—. ¿Por qué, Nikita, te pegas a mí como la cardencha al rabo de la oveja? «De dónde, de dónde»… ¿Y yo qué sé de dónde?

—Del extranjero vendrán. ¡Vendrán sin falta! —afirmó Frol el Desgarrado, y, saboreando de antemano la gran revuelta y el placer sanguinario de la venganza, aspiró con fruición, a sorbetones, dilatando la única aleta de su nariz, el aire saturado de humazo de tabaco.

Joprov se levantó, dio un puntapié a una calabaza y, atusándose los bigotazos rojizos, dijo aleccionador:

—Puede que sea así… Sólo que ahora los cosacos están ya escarmentados. Les han golpeado de muerte por sublevarse. Ellos no irán. El Kubán no apoyará…

Yákov Lukich, con una risilla burlona bajo el bigote entrecano, afirmó:

—¡Irán, como un solo hombre! También el Kubán se encenderá todo en llamas… Y en la pelea, ya se sabe lo que pasa: ahora, yo estoy debajo, aplastando la tierra con mis espaldas, pero, dentro de algún tiempo, podré estar encima de mi enemigo, pisoteándolo con furia.

—No, hermanos, podéis decir lo que queráis, ¡pero yo no estoy de acuerdo con esto! —replicó Joprov, sintiendo frío ante su propio arranque—. Yo no me alzaré en armas contra el Poder, ni se lo aconsejaré a los demás. Y tú, Yákov Lukich, haces mal en arrastrar a la gente a semejantes bromas… El oficial que ha pasado la noche en tu casa es un hombre ajeno a nosotros, sospechoso. Nos enredará, y luego, él se quedará a un lado y nosotros tendremos otra vez que salir solos del lío. En esta guerra ellos nos empujaron contra el Poder Soviético; a los cosacos les cosieron unos galoncillos en las hombreras y los hicieron oficiales de prisa y corriendo, y ellos se quedaron en la retaguardia, en los estados mayores, a refocilarse con las señoritas de piernas finas… Y cuando llegó la hora del ajuste de cuentas, ¿recuerdas quiénes pagaron? En Novorossiisk, en los muelles, los rojos les cortaban la cabeza a los calmucos, mientras los oficiales y otras «excelencias» se iban en los barcos a países extraños, templados. Todo el Ejército del Don se amontonaba en Novorossiisk como un rebaño de ovejas, ¿y los generales?… ¡Puaf! Y a propósito de esto, yo quería preguntarte si ese «excelencia» que ha pasado la noche contigo no se oculta ahora en tu casa para salvarse de la quema. Un par de veces observé que llevabas una cubeta de agua al cobertizo del salvado… Y me dije: ¿a qué diablo irá a dar de beber allí? Más tarde, oí un relincho de caballo.

Joprov observaba con deleite cómo la cara de Yákov Lukich iba tomando el mismo color grisáceo de su bigote canoso. La turbación y el miedo se habían apoderado de todos. Y una alegría salvaje ensanchaba el pecho de Joprov, que lanzaba sus palabras como desde fuera y oía su voz como si fuese otro el que hablara.

—Yo no tengo en mi casa a ningún oficial —repuso Yákov Lukich con voz sorda—. El relincho era de mi yegua, y yo no llevé agua al cobertizo del salvado; algunas veces llevo las mondas… Tenemos un cerdo allí…

—¡No me engañas, yo conozco bien la voz de tu yegüecita! Aunque, después de todo, ¿a mí qué? Yo no soy participante en vuestros asuntos, arreglaos vosotros…

Joprov se puso la papaja y, mirando receloso a los lados, se dirigió hacia la puerta, Lapshinov le cerró el paso. Sus barbas blancas temblaban; agachóse de un modo extraño y le preguntó, abriendo los brazos:

—¿Vas a delatarnos, Judas? ¿Te has vendido? ¿Y si les decimos que tú estuviste en el destacamento punitivo, con los calmucos?

—¡Mira, abuelo, no eches baba! —contestó Joprov con fría rabia, alzando hasta las barbas de Lapshinov su puño macizo—. Primeramente, me denunciaré yo mismo; les diré: estuve en los destacamentos punitivos, fui podjorunzhi, juzgarme… ¡Pero vosotros andaos también con ojo! Tú, viejo bribón de la yegua… Y tú… —a Joprov le faltó el aliento, y en su ancho pecho resonó un bronco ronquido, de fuelle de fragua—. ¡Tú me has chupado toda la sangre! Ahora voy a darme el gustazo de vengarme, ¡aunque no sea más que una vez!

Sin tomar impulso, asestó a Lapshinov un puñetazo en la cara, y se marchó dando un portazo, sin mirar al viejo, que había caído junto al umbral. Timoféi Borschov trajo un cubo vacío. Lapshinov incorporóse y se inclinó sobre el cubo, de rodillas. La sangre brotaba negra de sus narices, como de una vena abierta. En el silencio de desconcierto, oíanse tan sólo los sollozos de Lapshinov y el castañeteo de sus dientes, mientras unos chorrillos de sangre se filtraban por sus barbas y caían repiquete ando en las paredes del cubo.

—¡Ahora sí que estamos perdidos! —dijo el expropiado y cargado de hijos Gáiev.

Al instante, se levantó de un salto Nikolái Liushniá y, sin despedirse ni ponerse el gorro, salió disparado de la jata. Le siguió, gravemente, Atamáchukov, diciendo al marchar con su vocecilla aguda y cascada:

—Hay que separarse, aquí no nos espera nada bueno.

Durante algunos minutos, Yákov Lukich permaneció sentado en silencio. Su corazón parecía haberse hinchado y subido a la garganta. Le costaba trabajo respirar. La sangre le palpitaba impetuosa en la cabeza y su frente se había cubierto de un sudor frío. Cuando ya se habían marchado muchos, se levantó, apartándose con asco de Lapshinov, que seguía inclinado sobre el cubo, y le susurró al hijo del Desgarrado:

—¡Ven conmigo, Timoféi!

El mozo, sin rechistar, se puso la chaqueta y el gorro. Salieron. En el caserío se iban apagando las últimas luces.

—¿A dónde vamos? —preguntó Timoféi.

—A mi casa.

—¿Para qué?

Luego lo sabrás; anda, date prisa…

Con toda intención, Yákov Lukich pasó frente al Soviet de la aldea; allí no había luz, las ventanas se destacaban en las tinieblas. Entraron en el patio de Yákov Lukich. Este se paró ante los escalones de la terracilla y tocó la manga de la chaqueta de Timoféi.

—Aguarda aquí un momento. Yo te llamaré.

—Bien.

Yákov Lukich dio unos golpecitos en la puerta, la nuera descorrió el cerrojo.

—¿Eres tú, padre?

—Sí —y cerró bien tras él; antes de entrar, llamó a la puerta del cuartucho. Le respondió una bronca voz de bajo:

—¿Quién es?

—Soy yo, Alexandr Anísimovich. ¿Se puede?

—Adelante.

Pólovtsev, sentado a una pequeña mesa, ante la ventana cubierta con un chal negro a guisa de cortina, escribía algo. Tapó con la nervuda manaza la hoja escrita y volvió la cabeza, de frente grande.

—¿Qué? ¿Cómo va el asunto?

—Mal… ¡Ha ocurrido una desgracia!…

—¿Eh? ¡Habla más aprisa!… —Pólovtsev se levantó bruscamente, metióse en el bolsillo la hoja escrita, se abrochó con precipitación el cuello de la blusa tolstoyana y, poniéndose cárdeno, inyectado de sangre el rostro, se encorvó todo él, como una gran fiera dispuesta a dar el salto.

De forma embrollada, Yákov Lukich empezó a contarle lo ocurrido. Pólovtsev le escuchaba sin decir palabra. Sus ojillos azulencos miraban fijos a Yákov Lukich desde sus profundas cuencas. Se iba enderezando despacio, en tanto apretaba y aflojaba los puños; por último, torció los rasurados labios en espantosa mueca y avanzó hacia Yákov Lukich.

—¡Ca-na-lla! ¿Qué es lo que quieres? ¿buscarme la ruina, viejo asqueroso? ¿Quieres hacer fracasar nuestra empresa? Aunque casi la has hecho ya fracasar con tu falta de cuidado. ¿Qué fue lo que te ordené? ¿Qué fue lo que te or-de-né? ¡Había que tantear previamente, uno a uno, el estado de ánimo de todos! ¿Y tú qué hiciste? ¡Embestir ciego, como un toro furioso!… —su sofocado y bronco barboteo hizo palidecer a Yákov Lukich, aumentando aún más su espanto y confusión—. ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Lo ha comunicado ya ese Joprov? Di. ¿No? ¡Pero dilo de una vez, pedazo de alcornoque gremiachino! ¿No? ¿A dónde ha ido? ¿Le seguiste?

—No… ¡Ay, Alexandr Anísimovich, bienhechor mío, ahora estamos perdidos! —Yákov Lukich se llevó las manos a la cabeza. Por su mejilla castaña rodó cosquilleante, hasta el bigote gris una lagrimilla.

Pero Pólovtsev se limitó a rechinar los dientes.

—¡Oye tú, marica! Hay que actuar, en vez de…

—¿Está tu hijo en casa?

—No lo sé… pero he traído un hombre conmigo.

—¿A quién?

—Al hijo de Frol el Desgarrado.

—¿Sí, ah? ¿Y para qué lo has traído?

Sus ojos se encontraron, y ambos se comprendieron sin palabras. Yákov Lukich fue el primero en volver la mirada hacia otro lado, y a la pregunta de Pólovtsev: «¿Es de confianza el muchacho?», contestó asintiendo con la cabeza. Pólovtsev, con furia, arrancó del clavo su zamarra, sacó de debajo de la almohada un revólver recién limpiado, hizo girar el tambor, y en sus orificios brilló, en refulgente círculo, el níquel de las puntas de las balas empotradas en sus casquillos. Abrochándose la zamarra, ordenó con nítida voz, de mando, como en un combate:

—Toma el hacha. Llévame por el camino más corto. ¿Cuántos minutos hay que andar?

—No está lejos, unas ocho casas más allá…

—¿Tiene familia?

—Sólo la mujer.

—¿Y vecinos cerca?

—A un lado está la era; al otro, el huerto.

—¿Y el Soviet?

—Está lejos…

—¡Vamos!

En tanto Yákov Lukich iba por el hacha a la leñera, Pólovtsev, apretando con la mano izquierda el brazo de Timoféi, le dijo quedo:

—¡Obedéceme sin rechistar! Vamos allí; tú, muchachito, cambia la voz y di que eres el recadero del Soviet y que le traes un papel. Hace falta que abra la puerta él mismo.

—Tenga cuidado, camarada… no sé cómo llamarle… no le conozco… Ese Joprov es fuerte como un toro, y si no se guarda usted, puede atizarle un puñetazo que… —empezó a decir Timoféi con desenvoltura.

—¡A callar! —le interrumpió Pólovtsev, y tendió la mano hacia Yákov Lukich—; Dame eso. Llévanos.

Metió bajo la zamarra, tras el cinturón de los bombachos, el mango de fresno del hacha, cálido y húmedo de la mano de Yákov Lukich, y se levantó el cuello.

Iban en silencio por el callejón. Junto a la figura maciza y corpulenta de Pólovtsev, Timoféi parecía un adolescente. Caminaba al lado del esaul, que avanzaba bamboleándose, mirándole con insistencia a la cara. Pero la oscuridad y el cuello alzado le impedían ver…

Saltando el seto, entraron en la era.

—Pisa donde yo, para que sólo haya unas huellas —le ordenó en un susurro.

Por la impoluta nieve, uno tras otro, como lobos en hilera echaron a andar. Cerca de la puertecilla del patio, Yákov Lukich se llevó la mano al costado izquierdo y murmuró apenado:

—Señor…

Pólovtsev señaló a la puerta de la jata.

—¡Llama!… —adivinó, más que oyó, por el movimiento de sus labios, Timoféi.

Empujó levemente, haciendo sonar el picaporte, y al instante oyó que aquel forastero de la papajablanca que estaba plantado a la derecha de la puerta, se desabrochaba la zamarra, arrancándose los corchetes con furiosos tirones. Timoféi volvió a llamar. Yákov Lukich observaba con espanto al perrillo que había salido de su garita, situada en el centro del patio. Pero el helado cachorrete ladró débilmente, empezó a aullar lastimero y se dirigió hacia la cueva, cubierta de juncos.

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Llegó Joprov a casa agobiado por sus pensamientos; por el camino se había tranquilizado un poco. La mujer le sirvió la cena.

Cenó de mala gana y dijo con tristeza:

—Me comería ahora, María, una raja de sandía salada.

—¿Para quitarte la resaca? —indagó ella, sonriendo.

—No, hoy no he bebido. Mañana, Mashutka[47], les declararé a las autoridades que estuve en los destacamentos punitivos. No tengo fuerzas para seguir viviendo así.

—¡Vaya una ocurrencia! ¿Por qué estás hoy tan revuelto? No lo comprendo.

Nikita sonrió a su vez, tirándose de los anchos bigotes rojizos.

Y cuando se acostaba ya, volvió a decirle, seriamente:

—Prepárame unas rebanadas de pan tostado o hazme unos bollos ázimos para el camino. Vaya la cárcel.

Y luego, durante largo rato permaneció en el lecho, abierto los ojos sin oír las exhortaciones de su mujer y pensando: «Comunicaré lo mío y lo de Ostrovnov, ¡que encierren también a esos diablos! ¿Qué me puede pasar a mí? No me van a fusilar… Estaré en presidio unos tres añitos, partiré leña en los Urales, y saldré de allí limpio. Nadie me reprochará entonces mi pasado. Ni trabajaré más para nadie por mi pecado viejo. Diré, honradamente, cómo fui a parar a manos de Ashtímov. Así lo declararé: procuré salvarme del frente, ¿a quién le gusta poner la cabeza bajo las balas para que le metan una dentro? Que me juzguen; por los muchos años pasados, me aliviarán la pena. ¡Lo contaré todo! Yo mismo no fusilé gente, pero en lo tocante al látigo… Bueno, ¿y qué? Les aticé latigazos a los cosacos desertores y a alguno que otro por su bolchevismo… Yo era entonces más oscuro que la noche, un ignorante, y no sabía distinguir lo que era malo ni lo que se debía hacer».

Quedóse dormido. Pronto, le sacó del primer sueño una llamada a la puerta. Siguió acostado unos instantes… «¿A quién se le habrá roto alguna tripa?» Se repitió la llamada. Nikita, carraspeando enojado, empezó a levantarse y fue a encender la lamparita, pero María despertóse y murmuró:

—¿Otra vez a una reunión? ¡No enciendas! No nos dejan tranquilos ni de día ni de noche… ¡Se han vuelto locos los malditos!

Nikita, descalzo, salió al zaguán.

—¿Quién llama?

—Soy yo, tío Nikita; vengo del Soviet.

La voz era desconocida, de chiquillo… Una incierta inquietud, semejante a un mal presentimiento, acometió a Nikita, haciéndole preguntar:

—¿Pero quién es? ¿Qué quieres?

—Soy yo, Nikolái Kuzhenkov. Te traigo un papel del Presidente; dice que vayas ahora mismo al Soviet.

—Mételo por debajo de la puerta.

… Un segundo de silencio al otro lado de la puerta… Una mirada amenazadora, apremiante, bajo la blanca papaja de piel de cordero, y Timoféi, desconcertado por un instante, encuentra la salida:

—Tienes que firmar el recibí; abre.

Oye los pasos inquietos de Joprov, el roce de sus pies descalzos por el piso sin embaldosar del zaguancilla. Ya ha chasqueado el cerrojo negro. En el cuadrado de la puerta, sobre un fondo lúgubre, aparece la blanca figura de Joprov. En ese mismo momento Pólovtsev pone el pie izquierdo en el umbral, alza el hacha y la descarga sobre Nikita, más arriba del entrecejo.

Como el toro aturdido por el mazazo, antes de ser degollado, cae Nikita de rodillas y se derrumba de espaldas, suavemente.

—¡Entrad! ¡Echad el cerrojo! —ordena Pólovtsev con un hilillo de voz. Palpa la manija, sin soltar de la mano el hacha, y abre de par en par la puerta de la jata.

Desde el rincón donde está la cama, llega un susurro de lienzo y una alarmada voz de mujer:

—¿Has tirado algo, Nikita?… ¿Quién anda ahí?…

Pólovtsev deja caer el hacha y, tendidos los brazos hacia adelante, se abalanza hacia el lecho.

—¡Ay, buena gente!… ¿Quién es?… ¡Soco…!

Timoféi, dándose un doloroso golpe en la cabeza contra el dintel, irrumpe en la estancia. Oye unos estertores y un alboroto en el rincón. Pólovtsev ha caído sobre la mujer, le ha apretado la cara con una almohada y le ata las manos enrollándole a ellas una toalla. Sus codos resbalan sobre los movedizos pechos de la mujer, que ceden muelles, mientras bajo él va hundiéndose flexible la caja torácica. Percibe el calor del cuerpo fuerte, de la hembra, que se debate intentando liberarse y el palpitar de su corazón, violento como el de un pájaro atrapado. Y de súbito, le acomete un deseo agudo, quemante, de poseerla; pero sólo dura un segundo; dando un rugido, mete con rabia la mano bajo la almohada y, como a un caballo, le dilata a la mujer la boca. A la presión de su ganchudo dedo, se va estirando el labio, igual que la goma, y acaba por deslizarse suavemente, desgarrado; el dedo está lleno de sangre tibia, pero la mujer no emite ya su grito sordo, prolongado: le ha metido en la boca, hasta la garganta, el retorcido borde de la falda. Pólovtsev deja a Timoféi junto a la atada dueña de la casa y se dirige al zaguancilla con bronco resuello de caballo muermoso.

—¡Una cerilla!

Yákov Lukich la enciende. A su mortecina luz, Pólovtsev se inclina sobre Joprov, que sigue derribado de espaldas. El artillero yace con las piernas torpemente vueltas hacia un lado y apretada la mejilla contra la tierra. Respira; su pecho enorme, abultado, se alza con movimiento irregular, y a cada espiración, el bigote rojizo desciende al charco escarlata. Se apaga la cerilla. Pólovtsev, a tientas, palpa en la frente de Joprov el lugar del hachazo… Bajo sus dedos, cruje levemente el hueso partido.

—Déjame marchar… Soy débil ante la sangre… —murmura Yákov Lukich.

Está estremecido por un temblor febril, las piernas se le doblan, pero Pólovtsev, sin responder a su ruego, le ordena:

—Trae el hacha. Está allí… junto a la cama. Y agua.

El agua hace recobrar el conocimiento a Joprov. Pólovtsev le aprieta fuertemente el pecho con la rodilla; con silbante susurro, le pregunta:

—¿Nos has delatado, traidor? ¡Habla! ¡Eh, tú, enciende otra cerilla!

La cerilla, por unos segundos, ilumina de nuevo el rostro de Joprov, su ojo medio cerrado. La mano de Yákov Lukich tiembla, y tiembla también la tímida llamita. En el pequeño zaguán por los haces de juncos que cuelgan del techo, danzan unos reflejos amarillos. La cerilla se extingue y quema las uñas de Yákov Lukich, pero él no siente el dolor. Pólovtsev repite por dos veces la pregunta; luego, empieza a retorcerle los dedos a Joprov, que gime, pero de pronto, se vuelve sobre el vientre y con dificultad, se pone a cuatro patas y se levanta. Pólovtsev jadeando del esfuerzo, intenta derribarlo nuevamente de espaldas, más las hercúleas fuerzas del artillero le ayudan a mantenerse en pie. Con la mano izquierda agarra de la faja a Yákov Lukich y con el brazo derecho rodea el cuello de Pólovtsev. Este hunde la cabeza entre los hombros, ocultando la garganta, hacia la que tiende los dedos fríos de Joprov, y grita:

—¡Luz!… ¡Maldito seas! ¡Te digo que luz! —vocifera al no encontrar el hacha en la oscuridad.

Timoféi, asomándose desde la cocina, sin recelar lo que ocurre, aconseja en fuerte susurro:

—¡Ay, calamidades!… Dadle con el filo del hacha en las espinillas, ahí, en las espinillas, ¡y ya veréis como canta!

El hacha está en manos de Pólovtsev; haciendo un supremo esfuerzo, logra desprenderse del abrazo de Joprov y le golpea, ya con el filo, una vez, dos. El artillero se derrumba y, al desplomarse, su cabeza choca contra un banco. Del banco cae un cubo al suelo, con estruendo de cañonazo. Pólovtsev, rechinando los dientes, remata al que yace en tierra; con el pie busca la cabeza, da un hachazo y oye el gorgoteo y el murmullo de la sangre, que brota libre. Luego, a empellones, mete a Yákov Lukich en lajata, cierra tras él la puerta y dice a media voz:

—¡Tú, jo…, baboso! Sujeta a la mujer por la cabeza; necesitamos saber si ése ha tenido tiempo de delatamos o no. Y tú, muchacho, ¡agárrale bien las piernas!

Pólovtsev se abate sobre la atada mujer, oprimiéndola con todo su cuerpo. Exhala un acre olor de macho sudoroso. Y le pregunta, articulando despacio cada palabra:

—Tu marido, cuando volvió de la reunión, ¿fue al Soviet o a alguna otra parte?

En la penumbra de la jata, ve dos ojos enloquecidos de espanto, hinchados de las contenidas lágrimas, y un rostro amoratado por la asfixia. Siente gran malestar y un ansia de salir cuanto antes de allí, al aire puro. Con coraje y repugnancia, aprieta los dedos tras las orejas de ella. El terrible dolor la hace retorcerse y perder el conocimiento por unos instantes. Luego, al volver en sí, se saca de pronto, empujándola con la lengua, la mordaza, cálida de la saliva, pero no grita, suplica en entrecortada y queda imploración:

—¡Queriditos!… ¡Tened piedad de mí, queriditos! ¡Lo diré todo!

Reconoce a Yákov Lukich. Pues es su compadre; hace siete años bautizaron juntos al hijo de su hermana. Con dificultad, como una tartamuda, mueve los labios deformes, desgarrados: —¡Compadre!… ¡Querido mío!… ¿Por qué?…

Pólovtsev, asustado, se apresura a taparle la boca con la ancha palma de su manaza. Ella, en un arranque de esperanza, intenta aún besársela, con sus labios sanguinolentos, para inspirarle compasión. ¡Quiere vivir! ¡Siente horror!

—¿Fue tu marido a alguna parte o no?

Ella deniega con la cabeza. Yákov Lukich se aferra a las manos de Pólovtsev:

—Su… Su Excelencia… ¡Alexandr Anísimovich!… No la toque… Si la amenazamos, ¡no hablará!… ¡No hablará jamás!

Pólovtsev le rechaza de un empellón. Por vez primera en estos penosos momentos, se enjuga el rostro con el dorso de la mano y piensa: «¡Mañana mismo nos delatará! Pero es una mujer, una cosaca, ¡qué vergüenza para un oficial!… Bueno, ¡al cuerno!… Le taparé los ojos para que no vea lo último…»

Le enrolla por encima de la cabeza los faldones de la camisa de lienzo. La mirada del macho se detiene por un instante en el hermoso cuerpo de esta hermosa hembra, de treinta años, que no ha parido nunca. Yace de costado, encogida una pierna, como una gran ave blanca abatida… Pólovtsev ve de pronto, en la penumbra, que el surco entre los pechos de la mujer y su vientre moreno empiezan a relucir, perlándose rápidamente de sudor. «Ha comprendido para qué le he tapado la cabeza. Bueno, ¡al cuerno!…» Con un jadeo, descarga el filo del hacha sobre el rostro cubierto por la camisa.

De súbito, Yákov Lukich presiente el largo temblor convulso que agita el cuerpo de su comadre. A su nariz sube el olor dulzón de la sangre fresca… Tambaleándose, Yákov Lukich llega hasta el horno; unas terribles arcadas le estremecen, revolviéndole dolorosamente las entrañas.

… En la terracilla, Pólovtsev dio unos traspiés, como un borracho, e inclinóse sobre la barandilla para sorber con ansia la nieve, reciente y esponjosa, que la cubría. Salieron por la portezuela del seto. Timoféi el Desgarrado quedóse atrás; luego de dar vuelta a la manzana, se dirigió hacia los vibrantes sones de unacordeón que llegaban del lado de la escuela. Ante ella se cantaba y bailaba. Timoféi, pellizcando a las mozas, penetró en el corro y le pidió al acordeonista que le dejase su instrumento.

—¡Anda, Timosha, tócanos la Gitanilla, ¡con fIoreos! —rogó una moza.

Timoféi quiso tomar el acordeón que le tendía su dueño, pero lo dejó caer al suelo. Rio por lo bajo, tendió otra vez las manos y lo dejó caer de nuevo sin alcanzar a colgarse, del hombro izquierdo, la correa. Sus dedos no le obedecían. Los movió, echóse a reír y devolvió el instrumento.

—¡Buena la ha agarrado!

—Fijaos, muchachas, ¿verdad que está borrachete?

—¡Hasta se ha vomitado la chaqueta! ¡Cómo se ha puesto!…

Las mozas se apartaron de Timoféi. El dueño del acordeón sopló malhumorado sobre los pliegues del fuelle para quitarles la nieve, y empezó a tocar la Gitanilla con inseguridad. Uliana Ajvátkina, la más grandullona de todas las mozas —”buena novia para uno de la guardia», como decían en el caserío— salió a bailar, los brazos en jarras, crujientes las botinas, de bajos tacones. «Hay que quedarse aquí hasta el amanecer —pensó Timoféi, como si se refiriese a otra persona—. Así, en caso de que se hagan pesquisas, nadie averiguará nada». Se levantó e imitando, ya con toda intención, los andares de un beodo, acercóse tambaleante a una muchacha, que estaba sentada en los escalones de la escuela, y descansó la cabeza sobre sus cálidas rodillas:

—¡Búscame los piojos, amor mío!

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Entre tanto, Yákov Lukich, verde como una hoja de col, se había derrumbado sobre la cama, apenas entrara en su kurén, y no levantaba la cabeza de la almohada. Oyó que Pólovtsev, inclinado sobre la tina, se enjabonaba las manos, chapoteaba en el agua, resoplaba y retirábase después al cuartucho. Cuando era ya medianoche, Pólovtsev despertó al ama de la casa:

—¿Tienes compota fresca, patroncita? Échame un buen vaso, quiero beber…

Bebió (Yákov Lukich, hundida la cabeza en la almohada, le observaba con un ojo), sacó del vaso una blanda pera cocida, la masticó sonoramente y se alejó envuelto en el humo de su cigarro, pasándose la mano por el pecho, abultado y terso como el de una mujer.

… En el cuartucho, Pólovtsev ha tendido los pies descalzos hacia la piedra, que conserva todavía el calor. Le gusta calentárselos por la noche, pues le duelen sordamente, del reuma. Se los enfrió el año 1916 al cruzar a nado, en invierno, el Bug, para servir fielmente, con la fe y la razón, a Su Majestad el Emperador y defender la patria. Desde aquel entonces, el esaul Pólovtsev busca el calor y procura calzarse con botas de fieltro, que abrigan bien…