Capítulo XI

Kondrat llevaba largo rato golpeteando con una barra de hierro la tierra helada, abriendo hoyos para los pilotes. A su lado, se afanaba Liubishkin. A Pável, bajo la papaja, negra como un nubarrón de tormenta, echada sobre los ojos, le corrían goterones de sudor; el rostro le ardía. Abriendo la boca, dejaba caer la barra con fuerza y furia, y las pellas y partículas de tierra helada saltaban, tamborileando en las paredes. Hicieron a la ligera unos pesebres y metieron en el cobertizo veintiocho pares de bueyes ya tasados por la comisión. Nagúlnov, en mangas de camisa caqui que se le pegaba a las sudorosas paletillas, se metió en el cobertizo.

—No has hecho más que mover el hacha, y ya tienes la camisa chorreando, eh? ¡Mal trabajador eres, Makar! —comentó Liubishkin, meneando la cabeza—. ¡Mira cómo trabajo yo! ¡A-hú! La barra de Titok es buena… ¡A-hú!… Pero ponte pronto la zamarra, que como cojas un resfriado, ¡estirarás la pata!

Nagúlnov echóse la zamarra sobre los hombros. De sus mejillas fue desapareciendo, lentamente, el arrebol de unas chapas rojas como la sangre.

—Esto es del esfuerzo. En cuanto trabajo un poco o subo una cuesta, me ahogo y se me desboca el corazón… ¿El último pilote? ¡Muy bien! ¡«Fíjate qué hacienda tenemos! —y Nagúlnov recorrió con ojos febriles la larga fila de bueyes alineados ante los pesebres nuevos, que olían a madera recién acepillada.

Mientras instalaban a las vacas en el corral, llegó Razmiótnov con Diomka Ushakov. Llamó a Nagúlnov aparte y le dijo, agarrándole la mano:

—Makar, amigo, no te enfades por lo de ayer… Oí gritos infantiles, me acordé de mi hijito, y se me apretó el corazón…

—¡A ti sí que había que apretarte, diablo blandengue!

—¡Desde luego! Por tus ojos veo que ya se te ha pasado el enojo conmigo.

—¡Basta ya, boceras! ¿A dónde vas? Hay que acarrear el heno. ¿Dónde está Davídov?

—En el Soviet, examinando con Menok las solicitudes de ingreso en el koljós. Bueno, me voy… Aun me queda una casa de kulak enterita, la de Semión Lapshinov…

—Cuando vuelvas, ¿empezarás de nuevo?… —Nagúlnov sonrió.

—¡No hablemos de eso! ¿A quién me llevo? ¡La que se ha armado, todo anda revuelto, como en un combate! Tiran de las bestias, transportan el heno. Unos han traído ya semilla. Les he mandado volver. Ya nos ocuparemos de la semilla más tarde. ¿A quién tomo de ayudante?

—Ahí tienes a Kondrat Maidánnikov. ¡Kondrat! Ven aquí. Ve con el presidente a expropiar a Lapshinov. ¿No te dará vergüenza? Porque hay algunos tan vergonzosos como Timoféi Borschiov… Adular no le da lacha, pero para tomar lo que ha sido robado, le remuerde la conciencia…

—¿Y por qué no vaya ir? Iré. Con gusto.

Acercóse Diomka Ushakov. Los tres salieron a la calle. Razmiótnov, observando a Kondrat, le preguntó:

Dime, ¿por qué estás tan fúnebre? Hay que alegrarse; mira cómo se ha animado el caserío, parece un hormiguero en movimiento.

—Es pronto para alegrarse. Pasaremos fatigas —repuso Kondrat secamente.

—¿Cuáles?

—Con la siembra, con el cuido del ganado. ¿Has visto ahí? Tres trabajan, y diez, al pie del seto, echando un cigarro, en cuclillas.

—¡Todos trabajarán! Esto es al principio. Cuando no tengan nada que comer, de seguro que fumarán menos.

En una curva, vieron un trineo volcado. Cerca de él había un montón de heno esparcido y estaban tirados los travesaños rotos de los patines. Los bueyes, desuncidos, comían correhuela, de intenso color verde sobre la nieve. Un mozalbete —hijo de Semión Kuzhenkov, que acababa de ingresar en el koljós— recogía perezoso el heno con un horcón de tres púas.

—Oye tú, ¿por qué te mueves con tanta parsimonia? Yo, a tus años, ¡saltaba como si tuviese muelles! ¿Qué manera de trabajar es ésa? ¡Venga, dame el horcón! —Diomka Ushakov se lo arrancó de las manos al muchacho, que sonreía, y, con recio jadeo, levantó en vilo toda una hacina.

—¿Cómo te has arreglado para volcar? —preguntó Kondrat, examinando el trineo.

—Choqué con el talud, ¿no sabes cómo ocurre?

—Anda, ve en un vuelo por un hacha, pídesela prestada a los Donetskov.

Levantaron el trineo, arreglaron los travesaños y volvieron a ponerlos en su sitio. Diomka colocó cuidadosamente la carga y la peinó con el rastrillo.

¡Kuzhenkov, eh, Kuzhenkov! Habría que zumbarte con una vara verde y no dejarte ni rechistar. ¡Mira cuánto heno han pisoteado los bueyes! Debías haber cogido una brazadita, echársela junto a un seto, y que comieran. ¿A quién se le ocurre dejarlos sueltos?

El muchacho se echó a reír y aguijó a los bueyes.

—Ahora el heno no es nuestro, es del koljós.

—¿Habéis visto qué hijo de perra? —Diomka, extraviados los ojos, miró a Kondrat y a Razmiótnov y soltó una ristra de ajos.

En tanto se hacía el inventario de los bienes de Lapshinov, se reunieron en el patio unas treinta personas. Predominaban las mujeres, vecinas; cosacos había pocos. Cuando a Lapshinov —viejo alto y canoso, de puntiagudas barbas— le propusieron abandonar la casa, oyéronse entre la gente apiñada en elkurén murmullos y comentarios en voz baja.

—¡La que son las cosas! Ha estado amontonando riqueza toda la vida, y ahora, a morir a la estepa, al túmulo.

—Sí, bien triste es…

—¡Debe darle pena! ¿Verdad?

—A cada uno le duele lo suyo.

—De seguro que no le gustará, pero cuando, en el antiguo régimen, arrambló con lo de Trífonov para cobrarse las deudas, no pensaba en que duele.

—Según te portas tú, así se portan contigo…

—¡Se lo merece el barbas de chivo! ¡Le han sacudido debajo del rabo!

—Es un pecado, mujercitas, alegrarse del mal del prójimo. A cada cual le puede pasar igual.

—¡A mí no! ¡Aunque se empeñe el mismo diablo! Yo no tengo más que hambre, y ésa, ¡no se la lleva nadie!

—El verano pasado, por prestarme la segadora por un par de días, me sacó, con suavidad, dieztselkovis. ¿Eso es tener conciencia?

Lapshinov era considerado, de antiguo, hombre de dinero. Se sabía que antes de la guerra poseía ya no poca fortuna, pues el viejo no tenía ningún reparo en prestar a terribles réditos y comprar por bajo cuerda lo que otros robaban. Hubo un tiempo en que corrieron insistentes rumores de que en sus establos se guardaban caballos robados. Venían a verle de vez en cuando, sobre todo por las noches, gitanos y tratantes en caballerías. Se aseguraba que de sus nervudas manos iban a parar los caballos, por furtivos caminos de cuatreros, a Tsaritsin, Taganrog y Uriúpinskaia. También sabían en el caserío, con certeza, que en los viejos tiempos, unas tres veces al año, llevaba a la stanitsa billetes «catalinos» para cambiarlos por monedas de oro imperiales. El año 1912, incluso habían intentado «aligerarle la bolsa», pero el viejo Lapshinov, fuerte como un roble, rechazó a los salteadores, sin más arma que una estaca, y escapó al golpe. El mismo tampoco se dormía —en varias ocasiones le habían sorprendido en la estepa con gavillas ajenas—, pero eso era de joven; a la vejez, procedía con los bienes del prójimo de un modo más descarado: se llevaba todo lo mal guardado por sus dueños. Era tan avaro, que cuando ponía en la iglesia una vela de un kopek ante la imagen de Nikola[42] Taumaturgo, la apagaba en cuanto ardía un poquito, se santiguaba y se la metía en el bolsillo. De este modo, con una vela le bastaba para el año entero, y a quienes le reprochaban aquella sórdida tacañería y desconsideración para con Dios, les contestaba: «¡Dios es más inteligente que vosotros, imbéciles! El no necesita velas, sino que se le honre. El Señor no tiene interés en que yo haga gastos. El mismo llegó a echar a los mercaderes del templo, ¡a latigazos!»

Lapshinov había recibido con tranquilidad la noticia de su expropiación como kulak. No tenía nada que temer. Todo lo de valor había sido ya escondido o puesto en buenas manos. El mismo ayudaba a hacer el inventario, dando amenazador patadas en el suelo para que se callara la rezongona vieja, y al cabo de un minuto, decía con humildad:

—No grites, madre, Dios tendrá en cuenta nuestros padecimientos. El Señor misericordioso todo lo ve…

—¿Y no ha visto dónde has metido tú el tulup nuevo de piel de oveja? —preguntó Diomka, serio, en tono de amo.

—¿Qué tulup?

—El que llevabas el domingo pasado, cuando ibas a la iglesia.

—Yo no llevaba ningún tulup nuevo.

—¡Lo llevabas, y ahora estará a salvo en alguna parte!

—¿Qué estás diciendo, Dementi[43]? ¡Te juro por Dios que no!

—¡Dios te va a castigar, abuelo! ¡Te dará en la cabeza!

—Te lo juro delante de Cristo, haces mal en decir eso… Lapshinov se santiguó.

—¡Estás echando un pecado sobre tu conciencia! —Diomka guiñó el ojo a la gente, provocando una sonrisa en las mujeres y en los cosacos.

—No soy culpable ante Dios, ¡palabra!

—¡Has escondido el tulup! ¡Responderás por él el día del Juicio Final!

—¿Por mi propio tulup!? —exclamó, en su acaloramiento, Lapshinov.

—¡Por haberlo escondido, responderás!

—¿Te figuras que Dios tiene tan poco talento como tú, mentecato? ¡En estos asuntos no se mezclará siquiera! ¡Yo no tengo ningún tulup! ¿No te da vergüenza burlarte de un viejo? ¡Deberías avergonzarte ante Dios y ante los hombres!

—¿Ya ti no te dio vergüenza cuando me obligaste a que te entregara tres medidas de mijo, por las dos que me habías prestado para la siembra? —preguntó Kondrat.

Su voz, débil y ronca, apenas se oía en el alboroto general, pero Lapshinov volvióse hacia él con ligereza de chicuelo:

—¡Kondrat! Tu padre era un hombre honrado, y tú… Aunque no fuera más que por respeto a su memoria, ¡no debías pecar! En las Sagradas Escrituras se dice: «No hagas leña del árbol caído», ¿y tú, qué es lo que haces? ¿Cuándo te tomé yo tres medidas por dos? ¿No tienes temor de Dios? ¡Pues él lo ve todo!…

—¡Ese mastuerzo andrajoso hubiera querido que le dieses el mijo de balde! —gritó furiosa la Lapshinija[44].

—¡No des voces, madre! El Señor padeció y nos mandó que padeciéramos. El mismo, el mártir, llevó una corona de espinas y lloró lágrimas de sangre… —Lapshinov se enjugó con la manga una lagrimilla turbia.

El rumoreo de las mujeres acallóse; suspiraron. Razmiótnov, cuando hubo terminado de escribir, dijo:

—Bueno, abuelo Lapshinov, lárgate de aquí con viento fresco. Tus lágrimas no inspiran gran compasión. A mucha gente hiciste daño, y ahora nosotros, sin necesidad de Dios, te damos tu merecido. ¡Marcharos!

Lapshinov tomó de la diestra a su hijo, muchacho tartajoso y bobalicón, le puso el trieuj en la cabeza y salió de la casa. La gente les siguió en masa compacta. En el patio, el viejo se hincó de rodillas, luego de tender sobre la nieve el borde de la zamarra. Se santiguó la fruncida frente e inclinóse hacia los cuatro costados, hasta tocar el suelo.

—¡Largo! ¡¡Largo! —le ordenaba Razmiótnov.

Pero la multitud agitóse en sordo rumor; resonaron voces:

—¡Dejadle al menos que se despida de la casa en que nació!

—¡No hagas tonterías, Andréi! El hombre tiene ya un pie en la sepultura, y tú…

—Por su vida, ¡se merecía tener los dos en ella! —gritó Kondrat.

Le interrumpió el viejo Gladilin, guarda de la iglesia:

¿Halagas al Poder, eh? ¡Los tipos como tú se merecen unos buenos garrotazos.

—Como te atice yo uno, majadero, ¡no volverás a casa!

Lapshinov se inclinaba, se persignaba y decía en voz alta y sonora, para que le oyeran todos, conmoviendo el corazón de las mujeres, siempre propenso a la compasión:

—¡Adiós, cristianos ortodoxos! ¡Adiós, queridos míos! Que el Señor os dé mucha salud… Para disfrutar de mis bienes. Vivía yo aquí, trabajaba honradamente…

—¡Comprabas lo que otros robaban! —le apuntó Diomka desde la terracilla.

—…me ganaba, con el sudor de mi frente, el pan de cada día…

—¡Arruinabas a la gente, les cobrabas réditos, tú mismo robabas! ¡Arrepiéntete! ¡Habría que cogerte del cogote, perro descarriado, y estrellarte contra la tierra!

—…el pan de cada día, repito, y ahora, a la vejez…

Las mujeres empezaron a dar sorbetones y a llevarse a los ojos las puntas de los pañuelos. Razmiótnov se disponía a alzar a Lapshinov para retirarle del patio y gritaba ya: «No soliviantes a la gente, mira que…», cuando en la terraza, donde se encontraba Diomka, arrimado a la barandilla, se armó de pronto un gran barullo…

La Lapshinija había salido disparada de la cocina con un cesto de huevos empollados en una mano y una gansa encogida, cegada por la nieve y el sol, en la otra. Diomka le quitó con facilidad el cesto, pero la mujer se aferró a la gansa con ambas manos.

—¡No la toques, maldito! ¡No la toques!

—¡La gansa es ahora del koljós!…-vociferó Diomka, agarrándose insistente al estirado cuello del ánade.

La mujer tenía sujeta al ave por las patas. Y ambos tiraban hacia sí con furia, arrastrándose mutuamente por la terracilla.

—¡Dámela, bisojo!

—¡Yo sí que te voy a dar!

—¡Te digo que la sueltes!

—¡Ella es koljosiana! —gritaba, jadeante, Diomka—. Para la primavera… ¡tendremos gansitos! Apártate, vieja, o te endiño una patada en la espinilla… Nos dará… ¡gansitos!…

A vosotros se os acabó la buena vida…

La Lapshinija, toda desgreñada, daba tirones, afianzándose en un escalón con la bota de fieltro y salpicando saliva. El ave, que al principio emitía desafinados graznidos, callaba ahora —por lo visto, Diomka le había cortado el resuello—, pero seguía agitando las alas con rapidez vertiginosa. El blanco plumón y las plumas revoloteaban sobre la terracilla como copos de nieve. Parecía que, de un momento a otro, Diomka iba a vencer, arrancando la medio muerta ánade de las ganchudas manos de la vieja, mas en aquel instante el feble cuello de la gansa crujió débilmente, por las vértebras, y se rompió. La mujer, alzadas las faldas sobre la cabeza, rodó con estruendo escaleras abajo, contando los peldaños con sordos golpes. Y Diomka, lanzando una exclamación de sorpresa, sólo con la cabeza del ave en las manos, cayó sobre, la cesta, que estaba detrás de él, aplastando los empollados huevos de gansa. La tonante carcajada general desprendió unos carámbanos del tejado. Lapshinov se puso en pie, encasquetóse el gorro, tiró con rabia de la mano del hijo, baboso e indiferente a todo, y, casi corriendo, lo sacó del patio. La Lapshinija se levantó, cárdena de coraje y de dolor luego de sacudirse la falda, tendió las manos hacia la descabezada ave, que se debatía junto a las escalones, pero un galgo amarillo que rondaba la terracilla, al ver el chorro de sangre que brotaba del cuello, dio un salto de pronto, erizados los pelos del lomo, y, ante las mismas narices de la Lapshinija, apoderóse del ánade y la arrastró por el patio entre los silbidos e incitantes gritos de los chiquillos.

Diomka tiró en pos de la Lapshinija la cabeza de la gansa —que seguía mirando al mundo con su ojo anaranjado, sorprendido— y entró en la jata. Y durante largo rato, en el patio y el callejón, continuaron resonando, en diversos tonos, atronadoras carcajadas que asustaban a los gorriones, ahuyentándolos de las ramas secas.