A la caída de la tarde, Andréi Razmiótnov disolvió el grupo de ayuda, integrado por campesinos pobres, que había trabajado con él; desde el patio del expropiado kulak Gáiev, envió el último trineo con bienes confiscados a casa de Titok, adonde se transportaban todos los enseres domésticos de los kulaks, y se encaminó hacia el Soviet de la aldea. Por la mañana había quedado con Davídov en que se verían allí una hora antes de la asamblea general, que debería comenzar al obscurecer.
Andréi, desde el zaguán, vio luz en la habitación de la esquina del Soviet y entró, abriendo la puerta de par en par. Al oír el ruido, Davídov alzó de su libreta la cabeza, vendada con un trapo blanco, y sonrió.
—Ya está aquí Razmiótnov. Siéntate, estamos haciendo la cuenta del trigo hallado a los kulaks. ¿Qué tal han marchado tus cosas?
—Bien... ¿Por qué tienes vendada la cabeza?
Nagúlnov, que confeccionaba en aquel instante una pantalla de papel de periódico, para el quinqué, dijo de mala gana:
—Eso se lo ha hecho Titok. Con una varilla de hierro. Ya lo he mandado a la GPU, a disposición de Zajárchenko.
—Aguarda, ahora le contaremos —Davídov acercó el ábaco a Nagúlnov, deslizándolo por la mesa—. Pon ciento quince. ¿Ya está? Ciento ocho…
—¡Espera! ¡No corras tanto! —barbotó Nagúlnov inquieto, empujando cuidadosamente con el dedo las bolitas del ábaco.
Andréi fijó los ojos en ellas y, trémulos los labios, dijo con voz sorda:
—No trabajaré más.
—¿Cómo que no trabajarás? ¿Dónde? —Nagúlnov apartó el ábaco.
—No iré más a expropiar kulaks. ¿Por qué pones esos ojos saltones? ¿Quieres que te dé el ataque?
—¿Estás borracho? —Davídov, alarmado, examinó atentamente el rostro de Andréi, pleno de maligna resolución—. ¿Qué te pasa? ¿Qué es eso de que no irás más?
Su serena voz de tenor puso frenético a Andréi; tartamudeando de agitación, empezó a vociferar:
—¡Yo no sé! ¡Yo… yo… no sé pelear con chiquillos…! En el frente, ¡era otra cosa! Allí, con el sable, con lo que fuese, a cualquiera… ¡A hacer puñetas todos!… ¡No iré más!
La voz de Andréi, como el vibrar de una tensa cuerda de guitarra, se elevaba cada vez más aguda y parecía que iba a quebrarse de un momento a otro. Pero, luego de un ronco suspiro, convirtióse en grave susurro:
—¿Acaso está bien esto? ¿Qué soy yo? ¿Un verdugo? ¿O es que yo tengo el corazón de roca? Llevo la guerra muy dentro… —y volvió a los gritos—: ¡Gáiev tiene once hijos! Nada más llegamos, ¡empezaron a berrear que daba espanto! ¡A mí hasta se me pusieron los pelos de punta! Comenzamos a echarlos del kurén… Y entonces, ¡cerré los ojos, me tapé los oídos y salí corriendo al patio! Unas mujeres rociaban con agua a la nuera, tiesa como una muerta… y a los niños… Bueno, ¡iros al cuerno y dejadme en paz!
—¡Llora! Eso alivia —le aconsejó Nagúlnov, apretándose con fuerza el convulso músculo de la mejilla, hasta inflamársela y sin apartar de Andréi los centelleantes ojos.
—¡Lloraré! Puede que me acuerde de mi hijito… —Andréi calló de pronto, enseñando los dientes prietos, y volvióse con brusquedad de espaldas a la mesa.
Se hizo el silencio.
Davídov se levantó de la silla lentamente… y con igual lentitud, su mejilla no vendada fue tornándose azulenca, como la de un cadáver, mientras su oreja palidecía. Acercóse a Andréi, lo agarró de los hombros y lo volvió hacia él sin esfuerzo. Luego, empezó a hablar, jadeante, clavado en la cara de Andréi su ojo, enorme ahora.
—Les compadeces… Te da lástima de ellos. ¿Y ellos, se compadecían de nosotros? ¿Lloraban los enemigos al ver las lágrimas de nuestros hijos? ¿Se compadecían de los niños que habían dejado huérfanos? ¿Qué me contestas? A mi padre, después de una huelga, le despidieron de la fábrica y lo deportaron a Siberia… Mi madre quedó con cuatro hijos… Yo, el mayor, tenía entonces nueve años… No había qué comer, y mi madre se echó… ¡Mírame a la cara! Mi madre se echó al arroyo, ¡para que no nos muriéramos de hambre! Traía a nuestro cuartucho, vivíamos en un sótano, a sus huéspedes. No nos quedaba más que una cama… Nosotros nos acostábamos detrás de la cortina… en el suelo… Y yo tenía nueve años… Llegaban con ella borrachos. Y yo les tapaba la boca a mis hermanitas chiquitinas para que no llorasen… ¿Quién limpiaba nuestras lágrimas? ¿Me oyes?… Por las mañanas, cogía yo aquel maldito rublo… —Davídov acercó a la cara de Andréi la encallecida palma de la mano, rechinando dolorosamente los dientes—, aquel rublo ganado por mi madre, e iba por pan… —y de pronto, tomando impulso, descargó sobre la mesa, como una gran taba de plomo, su puño negro, gritando—: ¡¡¡Tú!! ¡¿¡Cómo puedes tú compadecerte?!
Y de nuevo se hizo el silencio. Nagúlnov había hincado sus uñas en el tablero, aferrándose como un milano a su presa. Andréi callaba. Con respirar fatigoso, entrecortado, Davídov estuvo un minuto paseando por la habitación; luego, echó el brazo por los hombros de Andréi, se sentó con él en un banco y dijo con voz trémula:
—¡Ay, qué de sandeces nos has soltado! Llegas, y te pones a vociferar: «no trabajaré más… los niños… la lástima…» ¿Tú te das cuenta de lo que has dicho? Anda, vamos a conversar un rato. ¿Te da lástima de que se eche a las familias kulaks? ¡Valiente cosa! Los echamos para que no nos impidan construir una nueva vida, una vida sin gente como ésta… para que en el futuro no se repita… Tú eres el Poder Soviético en Gremiachi, ¿tengo yo que hacerte propaganda encima? —y con dificultad, esbozó una forzada sonrisa—. Bueno, mandaremos a los kulaks al diablo, los expulsaremos a Solovkí. Pero no se van a morir. Trabajarán, les daremos de comer. Y cuando construyamos, esos hijos no serán ya hijos de kulaks. La clase obrera los reeducará —sacó la cajetilla y, durante largo rato, sus dedos temblorosos no pudieron coger el cigarrillo.
Andréi miraba con fijeza a la cara de Nagúlnov, que iba adquiriendo una rigidez mortal. Cuando menos lo esperaba Davídov, Razmiótnov levantóse rápido, y al instante, saltó Nagúlnov, como impulsado por un trampolín.
—¡Reptil! —masculló en vibrante susurro, apretando los puños—. ¿Así sirves tú a la revolución? ¿Conque te da lástima, eh? Pues mira, yo… ponme delante ahora miles de viejos, niños y mujeres… Dime que es preciso hacerlos polvo… Que es preciso para la revolución… Y yo, con la ametralladora, ¡los segaré a todos ellos! —gritó de pronto Nagúlnov con furia salvaje, mientras en sus pupilas, enormes, dilatadas, danzaba la rabia y hervía la espuma en las comisuras de sus labios.
—¡Pero no grites! ¡Siéntate! —se alarmó Davídov.
Andréi, derribando la silla, avanzó precipitadamente hacia Nagúlnov, pero éste, apoyándose contra la pared, echó hacia atrás la cabeza y, con los ojos en blanco, lanzó un alarido penetrante, prolongado:
—¡Te degüello-o-o! —y caía ya al suelo, de costado, cerrando en el aire la mano izquierda en busca de la vaina y tanteando convulso, con la derecha, la invisible empuñadura del sable.
Andréi tuvo tiempo de sujetarlo en sus brazos, percibiendo que todos los músculos del cuerpo de Makar, más pesado ahora, se ponían espantosamente tensos y que las piernas se estiraban elásticas, como un muelle de acero.
—Le ha dado el ataque… ¡Sujétale las piernas! —alcanzó a gritar Andréi a Davídov.
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Cuando llegaron a la escuela, ya estaba abarrotada de la gente que había acudido a la asamblea. En el local no cabían todos. Cosacos, mujeres y mozas permanecían de pie, apretujados en el pasillo y en la terracilla de entrada. Por la boca de la puerta, abierta de par en par, salía un vaho mezclado con humo de tabaco.
Nagúlnov, pálido, coagulada la sangre en los labios partidos, iba el primero por el pasillo. Bajo sus martilleantes pisadas, crujían las cascarillas de las pepitas de girasol. Los cosacos le miraban reservados, apartándose para dejarle paso. Al ver a Davídov, empezaron a cuchichear.
—¿Ese es Davídov? —preguntó en voz alta una moza de floreado chal, señalándole con el pañuelo, repleto de pepitas.
—Lleva abrigo… Y no es alto…
—No es alto, pero sí recio; fíjate qué cuello tiene, ¡como el de un toro robusto! Nos lo mandan de semental —rió una, haciéndole guiñas a Davídov con sus redondos ojos grises.
—Y es ancho de espaldas, este hombre de los veinticinco mil. Debe abrazar bien, mozuelas —dijo, desvergonzada, Natalia la del Soldado, arqueando las pintadas cejas.
Un muchacho, con voz un poco bronca, de fumador, comentó maligno:
—Para nuestra Natalka[36], que a todos se lo da, con que lleve pantalones, no hace falta más.
—¿Le habrán picoteado en la cresta? Tiene la cabeza vendada…
—Le dolerán las muelas…
—No. Ha sido Titok…
—¡Muchachas! ¡Tontainas! ¿Por qué os coméis con los ojos a un forastero? ¿Valgo yo menos que él? —dijo un cosaco bien afeitado, ya maduro, y, riendo a carcajadas, abarcó con los largos brazos a todo un rebaño de mozas y las apretó contra la pared.
Resonaron fuertes chillidos. Los puños de las muchachas repiquetearon en las espaldas del cosaco.
Davídov sudó la gota gorda hasta llegar a la puerta de la clase. La multitud olía a aceite de semillas de girasol, a cebolla, a tabaco fuerte campesino y a eructos de pan de trigo. Las mozas y las mujeres jóvenes exhalaban el intenso aroma de sus galas, guardadas en los arcones largo tiempo, y de las pomadas. Un zumbido de colmena se expandía por la escuela. Y la misma gente, que se removía en bullicioso montón negro, parecía un enjambre desgajado de una colmena.
—Son bravías vuestras mozas —dijo turbado Davídov, cuando subían ya al tablado.
En el tablado, había dos pupitres de escolar, juntos. Davídov y Nagúlnov tomaron asiento. Razmiótnov abrió la sesión. La presidencia fue elegida sin demora alguna.
—Tiene la palabra, para hablar del koljós, el camarada Davídov, delegado del Comité de Distrito del Partido —la voz de Riazmiótnov, calló, y el fragor de las conversaciones rehuyó, como una ola, para extinguirse bruscamente.
Davídov se puso en pie y arreglóse la venda de la cabeza. Durante media hora estuvo hablando, enronquecido al final. La asamblea guardaba silencio. El sofocante calor se sentía cada vez más. A la mortecina luz de dos lámparas, Davídov veía las caras, relucientes de sudor, de los que estaban en las primeras filas; más allá, todo se ocultaba en la penumbra. No le interrumpieron ni una sola vez, pero cuando acabó y tendió la mano hacia el vaso de agua, llovieron las preguntas:
—¿Hay que colectivizar todo?
—¿Y las casas también?
—¿Esto del koljós es temporal o para siempre?
—¿Y qué se hará con los campesinos individuales?
—¿No se les quitará la tierra?
—¿Y comeremos juntos?
Davídov contestó largo rato y con tino. Cuando se trataba de complicadas cuestiones de la agricultura, le ayudaban Nagúlnov y Andréi. Se dio lectura a los Estatutos tipo, mas, a pesar de ello, las preguntas no cesaron. Por último, de las filas de en medio se levantó un cosaco con un trieuj[37] (Antiguo gorro de piel, con orejeras y cogotera. N. del t.) de piel de zorra y la negra zamarra toda desabrochada. Pidió la palabra. Una lámpara colgante lanzaba su oblicua luz sobre el gorro, encendiendo sus cerdas rojizas, que parecían humear.
—Yo soy labrador medio, y os diré, ciudadanos, que eso del koljós es una buena cosa, claro está, no hay palabras para elogiarlo. Pero, en este caso, ¡hay que pensarlo muy bien! Esto no es hacer una ensalada de cualquier manera y zampársela a la ligera. El camarada Davídov viene a decirnos: «Con que juntéis simplemente vuestras fuerzas, saldréis ganando. Así, según él, lo ha dicho el propio Lenin». El camarada delegado entiende poco de cosas del campo; debido a su vida obrera, parece que no ha ido nunca detrás del arado y, de seguro, no sabe por qué lado hay que arrimarse a los bueyes. De ahí que se equivoque de medio a medio. A mi entender hay que juntar la gente en los koljóses de la siguiente manera: los que son trabajadores y tienen ganado, en un koljós; los pobres, en otro; los acomodados, también aparte, y los más vagos, al destierro, para que la GPU les enseñe a trabajar. No basta con juntar a la gente en un mismo montón, nada se sacará en limpio con eso, pasará como en el cuento: el cisne mueve las alas y quiere volar, pero el cangrejo le ha agarrado del trasero y tira para atrás, y el lucio mira para el agua queriendo en ella entrar…
La asamblea acogió estas palabras con contenidas risitas. Atrás, una mozuela lanzó un penetrante chillido, y al momento alzóse una voz airada:
—¡Eh, los de la carne flaca! A magrear al patio. ¡Largo de aquí!
El del trieuj de piel de zorra enjugóse con un pañuelito la frente y los labios, y prosiguió:
—La gente hay que escogerla como escoge los bueyes un buen amo de hacienda. Pues él elige bueyes que sean iguales por su fuerza y alzada. Y si se uncen diferentes, ¿qué pasará? El más fuerte tirará para adelante, y el débil se quedará atrás, y por su culpa, el fuerte tendrá que detenerse también, a cada paso. ¿Qué labranza resultará con ellos? El camarada nos ha regalado aquí el oído: todo el caserío a un solo koljós, menos los kulaks… y tendremos que pedir: ¡Tit y Afanás, separadnos, que nos vamos a matar!
Liubishkin se levantó, movió desaprobatorio los negros bigotes, de abundantes guías, y volvióse hacia el que hablaba:
—¡Qué palabritas tan dulces y bonitas dices a veces, Kuzmá! Si yo fuera mujer, me pasaría la vida escuchándote (se oyeron unas risillas, como un susurro de seda). Tratas de seducir a la asamblea como a Palaga Kuzmichiova…
Restalló atronadora una salva de carcajadas. La llama de la lámpara dilatóse fugaz, como una aguda lengua de serpiente. Toda la asamblea había comprendido la indirecta, que debía encerrar algo gracioso y obsceno. Hasta a Nagúlnov le asomó a los ojos una sonrisa. Cuando Davídov iba a preguntarle las causas de aquella hilaridad, Liubishkin apagó con sus gritos el fuerte rumorea:
—La voz es tuya; pero la canción, ¡ajena! A ti te conviene que se elija así a la gente. Por lo que se ve, aprendiste eso cuando estabas con Frol el Desgarrado en la sociedad de maquinaria. El año pasado os quitaron el motor. Y ahora, ¡nosotros hemos desplumado a tu Frol al fuego y al humo! Vosotros os agrupasteis en torno al motor de Frol, también como en un koljós, pero de kulaks. ¿No se te ha olvidado lo que nos llevabais por la trilla? ¿No era un pud por cada ocho? Y ahora puede que quieras hacer lo mismo: arrimarte a los ricos…
Se armó tal escándalo, que Razmiótnov sólo pudo restablecer el orden a duras penas. Y durante largo rato, como una granizada de primavera, desatóse la cólera en indignadas exclamaciones:
—¡Os habéis hecho ricos con ese arte!!
—Solamente los piojos, ¡no los aplastas ni con un tractor!
—¡Los kulaks te han endurecido el corazón!
—¡Zúmbale!
—¡Tu cabezota es buena para machacar girasoles! Pidió la palabra Nikolái Liushniá, un campesino medio de poca hacienda.
—Pero sin discusiones. La cosa está clara —le advirtió Nagúlnov.
—¿Cómo es eso? Tal vez yo desee discutir precisamente. ¿O es que yo no puedo hablar en contra de tu opinión? Yo digo lo siguiente: el koljós es cosa voluntaria; si quieres, entra; si no quieres entrar, quédate a un lado a observar. Y nosotros queremos quedamos a un lado, a observar.
—¿Quiénes son esos «nosotros»? —inquirió Davídov.
—Pues los labradores.
—Tú habla por ti, padrecito. Que cada uno tiene su lengua para hacerlo.
—Puedo hablar por mí. Es decir, precisamente hablo por mí. Yo quiero observar qué tal resulta la vida en el koljós. Si es buena, me apuntaré; si no, ¿para qué voy a meterme allí? No somos peces bobos para meternos solitos en la nasa…
—¡Bien dicho!
—¡Esperemos a ver!
—¡Que tanteen otros la nueva vida!
—¡Arrímate con amor! ¿Se trata de una moza para andar con tientos?
—Tiene la palabra Ajvatkin. Habla.
—Yo, queridos ciudadanos, voy a hablar de mí. Mi hermano Piotr y yo vivimos juntos. ¡Y no nos pudimos entender! Unas veces, las mujeres se enzarzaban, y no se las podía despegar ni con agua caliente; había que tirarles de los pelos para separarlas; otras, Piotr y yo no nos poníamos de acuerdo. ¡Y queréis arrejuntar el caserío entero! Será un lío de mil demonios. Cuando vayamos a arar a la estepa, habrá peleas, no fallará. Que si Iván me ha reventado los bueyes, que si yo no he cuidado de sus caballos… Tendrán que quedarse a vivir aquí las milicias, sin remisión. Todo serán murmuraciones. Que si uno trabaja más, que si otro trabaja menos. Nuestras faenas son muy diferentes, esto no es estar en la fábrica al lado de la máquina. Allí, terminas tus ocho horitas, y a la calle, dándole vueltas al bastoncito…
—¿Has estado tú en la fábrica alguna vez?
—Yo, camarada Davídov, no he estado, pero lo sé.
—¡Tú no sabes nada del obrero! Y si no has estado ni lo has visto, ¿por qué le das a la lengua? ¡Eso del obrero y el bastoncito son conversaciones de kulaks!
—Bueno, aunque sea sin bastoncito; terminas de trabajar, y te largas. Mientras que en el campo… Se levanta uno antes de que amanezca, y a labrar. Hasta la noche, sudas a mares, se te hacen ampollas de sangre en los pies, del tamaño de un huevo. Y por la noche, hay que apacentar los bueyes, y no te duermas, porque si el buey no se harta, no tira luego del arado. Yo me afanaré en el koljós, y otro, como nuestro Kolibá, por ejemplo, dormirá en el surco a pierna suelta. ¡Aunque el Poder Soviético dice que entre los campesinos pobres no hay vagos y que eso son invenciones de los kulaks, no es verdad. Kolibá se ha pasado la vida tumbado a la bartola en lo alto del horno. Todo el caserío sabe que, una noche de invierno, estando allí, estiró las piernas hasta la puerta para salir de un aprieto. Y a la mañana siguiente, tenía los pies escarchados y el costado quemado de los ladrillos. Resulta que el hombre se ha vuelto tan gandul, que no puede levantarse del horno ni para hacer sus necesidades. ¿Cómo voy yo a trabajar con hombres como ése ¡No me apuntaré en el koljós!
—Tiene la palabra Kondrat Maidánnikov. Habla.
Durante largo rato, un cosaco con anguarina gris se abrió paso hacia el tablado desde las filas de atrás. Su descolorida budiónnovka[38] se balanceaba sobre los gorros de los hombres —papajas y trieujs— y los multicolores chales y pañuelos de las mujeres.
Llegó, se puso de espaldas a la presidencia y empezó a hurgarse cachazudo en el bolsillo de los bombachos.
—¿Vas a leer el discurso? —le preguntó Diomka Ushakov, sonriendo.
—¡Quítate el casco!
—¡Habla de memoria!
—¡Ese apunta toda su vida en el papel!
—¡Ja-ja! ¡Qué leído y escribido eres!
Maidánnikov sacó una grasienta libreta, y empezó a buscar precipitadamente las hojas surcadas de garrapatos.
—No os riáis tan pronto, ¡que puede que tengáis que llorar!… —dijo enfadado—. Sí, apunto con qué cómo. Y ahora voy a leéroslo. Aquí se han alzado diferentes voces, y todas ellas desatinadas. Poco pensáis acerca de la vida…
Davídov se escamó. En las primeras filas, vislumbráronse unas sonrisas. Por la escuela se expandió ondulante un murmullo.
—Mi hacienda es de campesino medio —comenzó Maidánnikov, sin inmutarse, con firmeza—. El año pasado sembré cinco desiatinas. Tengo, como sabéis, un par de bueyes, un caballo, una vaca, la mujer y tres hijos. Brazos para el trabajo, sólo éstos. De lo sembrado, he recogido: noventa puds de trigo, diez y ocho de centeno, y veintitrés de avena. Yo necesito sesenta puds para alimentar a la familia; para las aves de corral, hacen falta unos diez puds; la avena queda para el caballo. ¿Qué le puedo yo vender al Estado? Treinta y ocho puds. A un rublo y diez kopeks cada uno, resultan, en números redondos, cuarenta y un rublos de beneficio líquido. Bueno, venderé aves de corral, llevaré los patos a la stanitsa, recibiré unos quince rublos —y, apenados los ojos, alzó la voz—: ¿Puedo yo con ese dinero calzarme, vestirme, comprar petróleo, fósforos y jabón? ¿Y herrar las cuatro patas del caballo no cuesta dinero? ¿Por qué calláis? ¿Puedo yo seguir viviendo así? Cuando hay cosecha, escasa o abundante, es buena cosa. ¿Pero y si, de pronto, no la hay? ¿Qué será de mí? ¡Seré un pordiosero, y nada más! ¿Y qué derecho tenéis vosotros, la madre que os ha parido, a disuadirme de que entre en el koljós, a apartarme de él a empujones? ¿Es que me va a ir peor allí? ¡Mentís! Y a todos los que sois campesinos medios os pasará igual. Ahora os voy a decir por qué os oponéis vosotros mismos y trastornáis la cabeza a los demás.
—¡Sacúdeles a esos hijos de gata, Kondrat! —vociferó entusiasmado Liubishkin.
—¡Les sacudiré, a ver si se espabilan! Estáis contra el koljós porque vuestra vaca, vuestra casita de estorninos no os dejan ver el mundo. Os decís: esto no vale un pimiento, pero es mío. El PC de la URSS os empuja a la nueva vida, y vosotros hacéis como un ternerillo ciego: cuando lo ponen debajo de la teta, cocea y da topetazos. ¡Y el ternero que no mama, no vive! ¡He terminado! Hoy mismo presentaré la solicitud para que me apunten en el koljós, y llamo a los demás a que hagan lo mismo. Y el que no quiera, que no moleste a los otros.
Razmiótnov se levantó.
—¡El asunto está claro, ciudadanos! Nuestras lámparas se apagan, y ya es tarde. Los que estén por el koljós, que levanten la mano. Votan, únicamente, los dueños de cada hacienda.
De doscientos diez y siete dueños de hacienda presentes en la asamblea, sólo sesenta y siete levantaron la mano.
—¿Quién está en contra?
Ni una sola mano se alzó.
—¿No queréis apuntaros en el koljós? —preguntó Davídov—. Entonces, ¿tenía razón el camarada Maidánnikov?
—No que-re-mos —repuso una voz gangosa de mujer.
—¡Tu Maidánnikov no es ley para nosotros!
—Nuestros padres y abuelos vivían así…
—¡No nos coacciones!
Y cuando ya se habían acallado los gritos, en las últimas filas, en la oscuridad esclarecida por la lumbre de los cigarros, oyóse una voz tardía, preñada de rencor:
—¡A nosotros no se nos encorrala así como así! Titok ya te ha hecho sangre una vez. Pueden hacértela otra…
Fue como si a Davídov le hubieran dado un latigazo. En medio del espantoso silencio, permaneció un minuto en pie, callado, pálido, entreabierta la mellada boca; luego, gritó ronco:
—¡Eh, tú! ¡Voz enemiga! ¡Me han hecho derramar poca sangre! Todavía viviré hasta que aniquilemos a todos los bicharracos como tú. Pero si es preciso, por el Partido… por mi Partido, por la causa de los obreros, ¡daré toda mi sangre! ¿Me oyes, kulak canalla? Toda, ¡hasta la última gota!
—¿Quién ha alborotado ahí? —inquirió Nagúlnov poniéndose en pie.
Razmiótnov se tiró del tablado. En las últimas filas crujió un banco, una veintena de hombres salió al pasillo en fragoroso tropel. En las filas de en medio también empezó a levantarse la gente. Chasqueó tintineante un cristal al hacerse añicos: le habían saltado un ojillo a la ventana. Por el agujero irrumpió una ráfaga de aire puro, que se rizó en volutas de blanco vaho.
—¡Ese ha tenido que ser Timoshka![39] El hijo de Frol el Desgarrado…
—¡Echadlos del caserío!
—No, ha sido un amigo de Akim. Aquí hay unos cosacos de Tubiansk.
—A los perturbadores, un tajo en la vena. ¡A la calle!…
—Muy pasada la medianoche, terminó la asamblea. Hablaron a favor y en contra del koljós hasta enronquecer, hasta que se les nubló la vista. En algunos sitios, e incluso junto al tablado, los enemigos se encontraban y agarrábanse del pecho tratando de demostrar su razón. A Kondrat Maidánnikov le desgarró la camisa, hasta el ombligo, su propio compadre y vecino. Estuvieron a punto de llegar a las manos. Diomka Ushakov iba ya a lanzarse en ayuda de Kondrat, saltando por encima de los bancos y las cabezas de los que estaban sentados, pero Davídov separó a los compadres. Y el mismo Diomka fue el primero en zaherir a Maidánnikov:
—¡Anda, Kondrat, devánate los sesos y calcula cuántas horas tendrás que arar para comprarte otra camisa!
—Calcula tú cuántos pelos tiene tu mujer en el c…
—¡Bueno, bueno! Si seguís con esas bromas, os expulsaré de la asamblea.
Demid el Callado dormía plácidamente bajo un banco de las últimas filas; como una bestezuela, estaba tumbado con la cabeza expuesta al viento que entraba por debajo de la puerta; para protegerse de superfluos ruidos, se la había tapado con el faldón de la anguarina. Las mujeres ya entradas en años, que habían venido a la asamblea con su calceta a medio hacer, dormitaban como gallinas en el palo, dejando caer los ovillas y las agujas; Muchos se habían marchado ya. Y cuando Arkashka Menok, que había intervenido varias veces, quiso decir algo más en defensa del koljós, escapó de su garganta un sonido semejante al bufar de un ganso enfurecido. Arkashka se llevó la mano a la nuez y la bajo con amargura, pero, a pesar de todo, no pudo contenerse y, al sentarse en su sitio, le mostró a Nikolái Ajvatkin, enemigo acérrimo del koljós, lo que sería de él después de la colectivización total: sobre la uña del pulgar, amarillenta de nicotina, puso la del otro dedo gordo y apretó fuertemente. Nikolái se limitó a escupir con desprecio, soltando un terno por lo bajo.