Capítulo VIII

Nagúlnov y Titok regresaron al caserío cuando ya era mediodía. Durante su ausencia, Davídov había hecho el inventario de los bienes en dos haciendas de kulaks y desalojado de ellas a sus dueños; luego, volvió al patio de Titok y, en unión de Liubishkin, midió y pesó el trigo hallado en el cobertizo del kiziak[35]. El abuelo Schukar echó de comer a las ovejas en el pesebre y, al ver venir a Titok, se retiró del establo con presteza.

Titok caminaba por el patio con la anguarina toda desabrochada y sin nada a la cabeza. Iba a dirigirse a la era, pero Nagúlnov le gritó:

—¡Vuélvete ahora mismo, o te encierro en el granero!…

Estaba de mal talante, agitado, y su mejilla estremecíase convulsa, más bruscamente que de ordinario… No había visto, pese a su vigilancia, dónde y cuándo había tirado Titok el trabuco. Y solamente al llegar a caballo a la era, preguntó:

—¿Me das el trabuco? De lo contrario, te lo quitaremos.

—¡Déjate de bromas! —Titok sonrió—. Has debido verlo ensueños…

Tampoco apareció bajo la anguarina. Volver atrás a buscarlo no tenía objeto, porque, de todos modos, en la profunda nieve y entre la maleza no lo encontraría. Nagúlnov, enojado consigo mismo, le contó el caso a Davídov, y éste, que había estado todo el tiempo observando con curiosidad a Titok, acercóse a él:

—¡Entrega el arma, ciudadano! Te quedarás más tranquilo.

—¡Yo no tenía armas! Eso es que Nagúlnov está enrabiado conmigo —Titok sonrió, moviendo pícaro los ojos de hurón.

—Bueno, entonces habrá que detenerte y llevarte conducido a la cabeza del distrito.

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Qué te figurabas? ¿Qué íbamos a tener en cuenta tu pasado? Ocultas el trigo, querías…

—¿A mí?… —repitió Titok con respirar silbante, encogiéndose como para dar un salto.

La fingida alegría, la moderación, el dominio de sí mismo, todo le abandonó en aquel instante. Las palabras de Davídov fueron el impulso para la explosión del furioso coraje acumulado y contenido. Avanzó hacia Davídov, que dio un paso atrás, tropezó con el yugo de los bueyes, tirado en medio del patio, y, agachándose, sacó de un tirón la varilla de hierro. Nagúlnov y Liubishkin se abalanzaron en ayuda de Davídov. El abuelo Schukar echó a correr para salir del patio, pero quiso la mala fortuna que se le enredaron los pies en los larguísimos faldones de su zamarra, y cayó al suelo dando salvajes alaridos:

—¡So-co-rro, buena gente! ¡Que nos matan!

Titok, al que Davídov había agarrado de la muñeca izquierda, tuvo tiempo de asestarle con la mano derecha un varillazo en la cabeza. Davídov vaciló, pero se mantuvo en pie. La sangre de la profunda herida corrió espesa a los ojos, cegándole. Soltó la mano de Titok, y, tambaleándose, se tapó los ojos con la diestra. Un segundo golpe le derribó sobre la nieve. En aquel instante, Liubishkin agarró de través a Titok y lo alzó en vilo. Mas, a pesar de sus muchas fuerzas, no pudo retenerlo. Arrancándose bruscamente de sus brazos, Titok corrió a grandes saltos hacia la era. Nagúlnov le dio alcance junto al portón y le golpeó con la culata del revólver en la nuca, lisa, cubierta de espesos cabellos. La mujer de Titok vino a aumentar el alboroto. Al ver que Liubishkin y Nagúlnov corrían tras su marido, se lanzó al granero y soltó de la cadena al perrazo. Este, tintineante el collar de hierro, dio raudo la vuelta al patio y, atraído por los gritos de espanto del abuelo Schukar y la zamarra extendida sobre la nieve, arremetió contra él… De la blanca zamarra volaron, crujientes, entre polvo, jirones de piel de oveja. Schukar se levantó de un brinco y, coceando con furia al perrazo, intentó arrancar una estaca de la empalizada. Recorrió unos cinco metros llevando sobre sus espaldas al enfurecido can, que se le había aferrado al cuello, y balanceándose de sus poderosos tirones. Por fin, en un esfuerzo supremo, consiguió sacar la estaca. El perrazo, aullando, retrocedió de un salto, pero, sin embargo, tuvo tiempo, como despedida, de desgarrarle al abuelo la zamarra, partiéndola por gala en dos.

—¡Dame el rivólver, Makar!… —clamó a voz en cuello, desencajados los ojos, el enrabiado abuelo Schukar—. ¡Dámelo antes de que se me pase el coraje! A ése y a su ama, ¡les quitaré-e la-a vida-a!…

Entre tanto, ayudaron a Davídov a ir al kurén y le cortaron los cabellos en torno a la herida, de la que seguía brotando, burbujeante, una sangre negra. En el patio, Libushkin enganchó al trineo dos caballos de Titok. Nagúlnov, sentado a la mesa, escribía a vuela pluma:

«Al camarada Zajárchenko, delegado de la GPU en el distrito. Pongo a su disposición al kulak Borodín, Tit Konstantínovich, como vil elemento contrarrevolucionario. Mientras se hacía el inventario de sus bienes, este kulak atentó oficialmente contra la vida del camarada Davídov, enviado de los veinticinco mil, y logró sacudirle dos veces en la cabeza con la varilla de un yugo de bueyes.

Además, declaro por el presente que vi que Borodín tenía un trabuco de tipo ruso, el cual no se lo pude quitar a causa de las circunstancias, encontrándome en el otero y temiendo un derramamiento de sangre. El trabuco, sin que yo me apercibiera, lo hundió en la nieve. Cuando lo encontremos, se lo enviaremos como prueba de convicción.

M. Nagúlnov,

Secretario de la célula de Gremiachi del PC (b) de la URSS y condecorado con la Orden de la Bandera Roja».

A Titok lo montaron en el trineo. Pidió agua y que llamaran a Nagúlnov. Este, desde la terracilla, gritó:

—¿Qué quieres?

—¡Makar! ¡Recuérdalo! —empezó a dar voces Titok, como un borracho, agitando las atadas manos—. Recuérdalo: ¡Aún nos veremos las caras! Tú me has pisoteado, ya me llegará a mí la vez. De todos modos, te mataré. Ponle la cruz a nuestra amistad.

—¡Vete, contrarrevolucionario! —y Nagúlnov agitó la mano.

Los caballos, impetuosos, partieron del patio.