Andréi Razmiótnov y su grupo llegaron a casa de Frol Damáskov cuando éste almorzaba con su familia. Sentados a la mesa, estaban: el propio Frol, vejete pequeño y magro, de puntiaguda barbita y con la aleta izquierda de la nariz desgarrada (siendo niño, se había desfigurado el rostro al caer de un manzano, y a ello debía su apodo de «el Desgarrado»), su mujer, vieja de buenas carnes y majestuosa presencia; el hijo, Timoféi, muchacho de unos veintidós años, y la hija, una moza ya casadera.
Guapo y apuesto, parecido a la madre, Timoféi se levantó de la mesa. Enjugóse con un trapo los labios, relucientes bajo el sedeño bigote juvenil, entornó los descarados ojos saltones y, con la desenvoltura correspondiente al mejor acordeonista del caserío, preferido de todas las mozas, dijo señalando con la mano:
—¡Pasad, sentaos, queridas autoridades!
—No tenemos tiempo para sentarnos —Andréi sacó la lista de la carpeta—. La asamblea de campesinos pobres ha acordado, ciudadano Frol Damáskov, desalojarte de la casa y confiscar todos tus bienes y el ganado. De modo que… acaba de comer y lía tus bártulos. Ahora mismo vamos a hacer el inventario.
—¿Y eso por qué? —Frol tiró la cuchara y levantóse.
—Te liquidamos como clase kulakista —le explicó Diomka Ushakov.
Frol pasó a la habitación grande, haciendo crujir las altas botas de fieltro, buenas, con suelas de cuero, y trajo de allí un papelito.
—Aquí está el certificado. Tú mismo, Razmiótnov, lo firmaste.
—¿Qué certificado?
—El de que he cumplido mis obligaciones de entrega de trigo.
—El trigo no tiene que ver nada en este caso.
—¿Y por qué se me echa de mi casa y se confiscan mis bienes?
—Los campesinos pobres lo han acordado, ya te lo he dicho.
—¡Tales leyes no existen! —gritó con brusquedad Timoféi—. ¡Estáis cometiendo un robo! Padrecito, ahora mismo voy al Comité Ejecutivo del Distrito. ¿Dónde está la silla?
—Si quieres ir al Comité Ejecutivo, vete a patita. Porque, el caballo no te lo daremos —Andréi se sentó junto a una esquina de la mesa y sacó un lapicero y papel…
A Frol se le amorató la desgarrada nariz, su cabeza empezó a temblequear. Y tal como estaba, rígido, se desplomó sobre el suelo, moviendo con dificultad la lengua hinchada y ennegrecida.
—¡Hijos de…! ¡Hijos de perra! ¡Robadme! ¡Degolladme!
—¡Padrecito, levántese, por los clavos de Cristo! —comenzó a llorar la moza, agarrando al padre por debajo de los sobacos.
Frol se repuso un poco, se levantó, tumbóse en un banco y, ya indiferente a todo, oyó que Diomka Ushakov y el larguirucho y tímido Mijaíl Ignatiónok le iban dictando a Razmiótnov:
—Una cama de hierro con bolas blancas, un colchón de plumas, tres almohadas; otras dos camas, de madera…
—Una vitrina, con vajilla. ¿Hay que mencionar también toda la vajilla? ¡Yo la destrozaría a patadas!
—Doce sillas, una de respaldo alto. Un acordeón de tres filas de teclas.
—¡El acordeón no os lo doy! —Timoféi se lo arrancó a Diomka de las manos—. No te metas conmigo, bizco, ¡mira que te espachurro las narices!
—Yo sí que te las voy a espachurrar de tal forma, ¡que ni tu madre te lavará la sangre!
—¡Danos las llaves de los arcones, ama de la casa!
—¡No se las dé, madrecita! ¡Que salten los candados si tienen derecho a ello!
—¿Tenemos derecho a saltarlos? —preguntó, reanimándose, Demid el Callado, famoso porque sólo hablaba en caso de extrema necesidad; el resto del tiempo, trabajaba callado, callado fumaba con los cosacos que se congregaban en el callejón los días de fiesta, callado permanecía en las reuniones, y sólo de vez en cuando solía contestar a las preguntas de su interlocutor, sonriendo lastimero, con aire de culpa.
Aquel mundo, abierto de par en par, parecíale a Demid lleno de demasiado estruendo. El estruendo colmaba la vida; no se apagaba ni durante la noche, impidiendo prestar oído en la calma y turbando ese sabio silencio de que suelen estar plenos el bosque y la estepa en las cercanías del otoño. No le gustaba a Demid el bullicio de las gentes. Vivía apartado, al final del caserío, era laborioso y el más fuerte de toda la comarca. Pero, por ignotas causas, el destino le marcaba con sus agravios, le trataba como a un hijastro… Había trabajado cinco años, de jornalero, con Frol Damáskov; se casó y retiróse a su hacienda, pero apenas hubo construido la jata, se le quemó. Un año más tarde, otro incendio únicamente le dejó, en el patio, los arados de madera, oliendo a humo. Al cabo de poco tiempo, se le fue la mujer, luego de decirle: «He vivido dos años contigo y no he oído ni dos palabras. ¡No puedo más, vive tú solo! Incluso en el bosque, con un lobo solitario, estaría más divertida. Aquí, contigo, acabaría una por perder la chaveta. Ya he empezado a hablar conmigo misma…»
Y sin embargo, la mujer de Demid le había tomado apego al marido. Cierto que los primeros meses lloraba y se metía con él: ¡Demídushka![33] Habla conmigo al menos. ¡Anda, dime siquiera alguna palabrita!» Demid se limitaba a sonreír, con apacible sonrisa de chiquillo, rascándose el velludo pecho. Y cuando ya no podía aguantar más los alfilerazos de la mujer, replicaba con una voz de bajo que le salía de las entrañas: «¡Eres talmente una urraca!», y se marchaba. La murmuración, sin motivo concreto alguno, había calificado a Demid de hombre orgulloso y astuto, de esos que «se guardan todo dentro». Tal vez ello fuese la causa de que él, durante toda su vida, se hubiera aislado de la gente y del mundanal ruido.
Por eso, Andréi irguió la cabeza al oír sobre ella, como un sordo trueno, la voz de Demid.
—¿Derecho? —repitió, mirando al Callado como si lo viese por vez primera—. ¡Sí, lo tenemos!
Con patizambo andar, ensuciando el suelo con sus viejos zapatones mojados, Demid se dirigió hacia la habitación grande. Sonriendo, apartó fácilmente, como a una rama, a Timoféi, que estaba plantado en la puerta, y, pasando frente a la vitrina, cuya vajilla tintineó lastimera a sus recias pisadas, acercóse a un arcón. En cuclillas, dio vuelta con los dedos al pesado candado. Al cabo de un minuto, el candado, con el arquillo roto, yacía sobre el arcón, y Arkashka Menok, mirando al Callado con inocultable asombro, exclamaba entusiasmado:
—¡Con éste me gustaría medir fuerzas!
Andréi no alcanzaba a apuntar. Desde la habitación grande y desde la sala, Diomka Ushakov, Arkashka y la tía Vasilisa —única mujer del grupo de Andréi— gritaban, a cual más fuerte:
—¡Una pelliza de mujer, del Don!
—¡Un tulup[34]!
—¡Tres pares de botas altas, nuevas, con chanclos!
—¡Cuatro cortes de paño!
—¡Andréi! ¡Razmiótnov! Aquí, muchachete, ¡hay mercancías para cargar varios carros! Percal, raso negro y toda clase de zarandajas…
Al ir hacia la habitación grande, Andréi oyó en el zaguán lamentos de la moza, gritos del ama de la casa y la voz persuasiva de Ignatiónok. Andréi abrió de par en par la puerta:
—¿Qué os pasa?
Hinchados los ojos del llanto, apoyada contra otra puerta, la chata hija del ama berreaba a moco tendido. Cerca de ella, la madre correteaba cloqueante, mientras Ignatiónok, todo colorado y sonriendo confuso, tiraba de la falda de la moza.
—¡¿Qué haces tú aquí?! —Andréi, sin comprender de qué se trataba, ahogándose de coraje, dio un empellón a Ignatiónok. Este cayó de espaldas, alzando las largas piernas y las destrozadas botas de fieltro—. Por todas partes, ¡política! ¡Ofensiva contra el enemigo! Y mientras tanto, tú… ¡¿palpando mozas por los rincones?! Te llevaré al tribunal, cabronazo…
—Aguarda, ¡para el carro! —Ignatiónok se levantó asustado, de un salto—. ¿Para qué p… me hace falta a mí ésa? ¡Palparla! Mírala, ¡se está poniendo la novena falda! Yo no se lo permito, y tú me empujas encima…
Únicamente entonces advirtió Andréi que la moza —que aprovechando el barullo había sacado de la habitación grande un lío de galas femeninas— habíase puesto ya, en efecto, una porción de trajes de lana. Metida en un rincón, se tiraba de los bajos de las faldas, pesadota, extrañamente gorda por aquel sinfín de ropa que le impedía moverse. A Andréi le parecieron míseros, repugnantes, sus ojos húmedos, rojos como los de un conejo. Dio un portazo y le dijo a Ignatiónok:
—¡No se te ocurra dejarla en cueros vivos! Lo que se haya puesto, que se lo quede y le haga buen provecho, pero el lío recógelo.
El inventario de los bienes hallados en la casa tocaba a su fin.
—Vengan las llaves del granero —exigió Andréi.
Frol, negro como un tizón, agitó la mano.
—¡Yo no tengo llaves!
—Ve y salta el candado —ordenó Andréi a Demid.
Este dirigióse hacia el granero y, de paso, le quitó a la carreta una pezonera.
El macizo candado, de cinco libras de peso, se resistió con furia a los golpes del hacha.
—¡No partas el marco! Ahora el granero es nuestro, cuídalo como dueño. ¡No tan fuerte! ¡No tan fuerte! —aconsejaba Diomka al jadeante Callado.
Empezaron a medir el grano.
—¿Y si lo sembráramos ahora mismo? Ahí, en el arca, hay una criba —propuso Ignatiónok, ebrio de alegría.
Riéronse de él y, durante largo rato, estuvieron gastándole bromas, en tanto echaban en las medidas los gruesos granos de trigo.
—Se podían llevar, además, al almacén de acopios sus buenos doscientos puds —decía Diomka Ushakov, que iba y venía hundido en grano hasta las rodillas. Tiraba con la pala el trigo hasta la compuerta de la cámara, lo cogía a puñados y lo dejaba escapar entre los dedos.
—Por el tiento, debe pesar una enormidad.
—¡Desde luego! Este triguillo es oro de ley, pero se nota que ha estado enterrado. ¿Ves? Ya empieza a echar tallitos.
Arkashka Menok y otro mozo del grupo campaban por sus respetos en el corral. El primero, alisándose la barbita rubia, señaló con el dedo una boñiga de buey, salpicada de granos de maíz, medio digeridos.
—¡Cómo no van a trabajar! Comen grano puro, mientras que nosotros, en la sociedad, ni siquiera tenemos una brizna de heno.
Del granero llegaban alegres voces, carcajadas, el aromoso polvillo del trigo y el restallar de algún taco rotundo… Andréi volvió a la casa. El ama y la hija habían metido en un saco los pucheros y la vajilla. Frol, cruzadas las manos sobre el pecho, como un difunto, yacía en el banco, sin botas ya, con los altos calcetines puestos. Timoféi, sometido, lanzó una mirada de odio y se volvió hacia la ventana.
En la habitación grande, Andréi vio al Callado en cuclillas. Habíase calzado las botas nuevas —de fieltro, con suelas de cuero— de Frol… Sin ver que entraba Andréi, sacaba con una cuchara miel de un gran bote y, entornando los ojos y chasqueando los labios con fruición, la comía vertiendo sobre la barba sus gotas alargadas y amarillas…