Capítulo VI

A eso de las siete de la mañana, Davídov, al llegar al Soviet de la aldea, encontró ya allí; congregados, a catorce hombres, campesinos pobres de Gremiachi.

—Le esperamos hace mucho, desde la madrugada —dijo sonriendo Liubishkin, en tanto tomaba en su manaza la de Davídov.

—Estamos impacientes… —le explicó el abuelo Schukar.

Era el mismo que, envuelto en una blanca zamarra de mujer, había cambiado, el día de la llegada de Davídov, unas bromas con él en el patio del Soviet de la aldea. Desde entonces, se consideraba amigo íntimo de Davídov y, a diferencia de los demás, le trataba con amistosa familiaridad. Antes de que llegara, había dicho: «Lo que decidamos Davídov y yo, eso se hará. Anteayer estuvo mucho rato charlando conmigo. Claro que conversamos en serio y en broma, pero de lo que más discutimos fue de los planes, de cómo hay que organizar el koljós. Es un hombre alegre, como yo…»

Davídov reconoció a Schukar por la blanca zamarra y, sin darse cuenta, le ofendió terriblemente:

—¡Ah! ¿eres tú, abuelo? Ya ves, anteayer parecías apenado al saber a qué había venido yo; en cambio hoy, ya eres tú mismo koljosiano. ¡Muy bien!

—No tenía tiempo… no lo tenía, y por eso me marché —barbotó el abuelo, apartándose, de costado, de Davídov.

Acordaron ir, en dos grupos, a desalojar a los kulaks. El primer grupo debía dirigirse a la parte alta del caserío; el segundo, a la baja. Pero Nagúlnov, al que Davídov había propuesto encabezar el primer grupo, se negó en redondo. Turbóse feamente ante las miradas que se cruzaron y llamó aparte a Davídov.

—¿Qué espectáculo es éste que estás dando? —le preguntó Davídov con frialdad.

—Mejor será que vaya, con el segundo grupo, a la parte baja.

—¿Y qué más da?

Nagúlnov se mordió los labios y, volviéndose, repuso:

—De esto sería… Bueno, ¡de todos modos, te enterarás! Mi mujer… Lushka… vive con Timoféi, el hijo del kulak Frol Damáskov. ¡Y no quiero ir! Habría murmuraciones. Iré a la parte baja, y que Razmiótnov vaya con el primero…

—¡Ay, hermano, temes a las murmuraciones!… Pero no insisto. Ven conmigo, con el segundo grupo.

Davídov recordó de pronto que aquel día había visto sobre la ceja de la mujer de Nagúlnov, cuando ésta les servía el desayuno, un viejo cardenal verde-limón. Torciendo el gesto y moviendo el pescuezo como si se le hubiera metido por el cuello una brizna de heno, inquirió:

—¿Fuiste tú el que le hiciste ese moretón? ¿Le pegas?

—No, yo no.

—¿Y quién, entonces?

—El.

—¿Pero quién es «él»?

—Pues Timoshka…[32] el hijo de Frol…

Davídov, perplejo, guardó silencio unos minutos; luego, se enfureció:

—Bueno, ¡vete al cuerno! ¡No comprendo! En marcha, después hablaremos de esto.

Nagúlnov y Davídov, Liubishkin, el abuelo Schukar y otros tres cosacos salieron del Soviet de la aldea.

—¿Por quién empezamos? —Davídov preguntaba sin mirar a Nagúlnov. Los dos, cada uno a su modo, sentían cierto embarazo después de aquella conversación.

—Por Titok.

En silencio, echaron a andar por la calle. Desde las ventanas, las mujeres les miraban curiosas. La chiquillería ya estaba dispuesta a seguirles pegajosa, pero Liubishkin arrancó una vara del seto, y los chicuelos, adivinando la intención, se quedaron atrás. Cuando llegaban a la casa de Titok, Nagúlnov dijo, sin dirigirse a nadie:

—Esta casa hay que ocuparla para la administración del koljós. Es espaciosa. Y de los cobertizos haremos la cuadra koljosiana.

La casa era en efecto espaciosa. Titok la había comprado en el veintidós, año de hambre, por una vaca estéril y tres puds de harina, en el cercano caserío de Tubianskói. Toda la familia de los antiguos propietarios había muerto. Nadie pudo pleitear luego con Titok por la leonina transacción. Trasladó la casa a Gremiachi, la techó de nuevo y edificó unos almacenes y una cuadra, de buenos troncos, construyendo sólidamente, para toda la vida… Desde la cornisa, pintada de ocre, miraba a la calle una inscripción con muchos ringorrangos, obra de un pintor de brocha gorda, en caracteres eslavos: «T. K. Borodín. R. J. 1923».

Davídov examinaba el edificio con curiosidad. Nagúlnov fue el primero en penetrar por la puertecilla del seto. Al chasquido del picaporte, saltó del granero un perrazo guardián, de pelaje de lobo. Se abalanzó sin ladrar, alzóse sobre las patas traseras, brillante el blanco vientre lanoso, y, ahogándose, emitiendo ronquidos, a causa del collar que le apretaba la garganta, gruñó sordamente. Lanzóse varias veces hacia adelante y se tiró de espaldas al suelo, tratando de romper la cadena, pero como no le bastaron las fuerzas para ello, corrió hacia la caballeriza, y sobre él empezó a tintinear sonora la argolla al deslizarse por el alambre tendido hasta la cuadra.

—Como ese barrabás hinque los colmillos, no habrá manera de soltarse —balbuceó el abuelo Schukar mirando de reojo temeroso y manteniéndose, a prevención, lo más cerca posible del seto.

Irrumpieron en tropel en el kurén. La mujer de Titok, alta y flaca, estaba dando de beber a un ternero en una cubeta. Con maligno recelo, miró a los inesperados visitantes. A su saludo, respondió mascullando algo semejante a «malos diablos os traen por aquí».

—¿Está Tit en casa? —preguntó Nagúlnov.

—No.

—¿Y dónde está?

—No lo sé —contestó tajante.

—¿Sabes tú, Perfílievna, a qué venimos? Pues venimos… —empezó a decir, enigmático, el abuelo Schukar, pero Nagúlnov le dirigió tal mirada, que el vejete tragó convulso saliva, carraspeó y sentóse en un banco envolviéndose con gravedad en su blanca zamarra sin curtir.

—¿Están aquí los caballos? —inquirió Nagúlnov, como si no hubiera advertido el poco afectuoso recibimiento.

—Aquí están.

—¿Y los bueyes?

—No. ¿A qué venís?

—Contigo no podemos… —metió baza de nuevo el abuelo Schukar, pero esta vez Liubishkin, reculando hacia la puerta, tiró de él agarrándole del faldón, y el abuelo, rápidamente arrastrado al zaguán, no tuvo tiempo de terminar la frase.

—¿Dónde están los bueyes?

—Tit los enganchó al trineo y se fue con ellos.

—¿A dónde?

—¡Ya te he dicho que no lo sé!

Nagúlnov le hizo una seña a Davídov y salió de la habitación. Sin detenerse, le metió por las barbas el puño a Schukar y le aconsejó:

—¡Tú cállate la boca, mientras no te pregunten! —y dirigiéndose a Davídov, comentó—: ¡Mal asunto! Hay que averiguar dónde están metidos los bueyes. Tal vez se haya desembarazado de ellos…

—Nos arreglaremos sin los bueyes…

—¡Cómo! —exclamó alarmado Nagúlnov—. Sus bueyes son los mejores del caserío. No se les llega a los cuernos con la mano. ¿Cómo es posible? Hay que encontrar a Titok y a los bueyes.

Cuchicheó con Liubishkin y ambos se dirigieron al corral; desde allí, al henil y a la era. Al cabo de unos cinco minutos, Liubishkin, armado de una estaca, obligaba al perrazo a retroceder bajo el granero, mientras Nagúlnov sacaba de la cuadra un alto caballo gris, le ponía la cabezada y, agarrándose a las crines, montaba a pelo en él.

—¿Cómo te atreves, Makar, a disponer en corral ajeno sin pedir permiso? —empezó a dar voces la dueña, asomándose en jarras, presurosa, a la terracilla—. ¡En cuanto venga mi marido, ya le diré yo!… ¡El hablará contigo unas palabritas!

—¡No grites! Que yo mismo ya hablaría con él unas palabritas si estuviera en casa. ¡Camarada Davídov, ven aquí!

Davídov, desconcertado por la conducta de Nagúlnov, se acercó.

Desde la era, van hacia la senda unas huellas recientes de bueyes. Por lo visto, Tit se ha olido algo y se ha ido a venderlos. Pero el trineo sigue en el cobertizo. ¡Miente esa tía! Id, mientras tanto, a liquidar lo de Kóchetov, y yo me acercaré a Tubianskói de una galopada. No ha podido llevarlos a otra parte. Córtame una vara para arrear.

Derecho, a través de la era, partió Nagúlnov hacia la senda. Tras él se alzaban nubes de blanco polvillo que se iba posando lentamente en los setos y en la maleza, refulgente, con cegadores destellos de plata y cristal. Las huellas de bueyes, junto a otras de caballo, llegaban hasta la senda y se perdían allí. Nagúlnov galopó unos doscientos metros en dirección a Tubianskói. Por el camino, sobre los aluviones de nieve, vio de nuevo las mismas huellas, un poco borradas por la baja ventisca, y, tranquilizado de que llevaba buen rumbo, siguió más despacio. Habría recorrido así cosa de versta y media, cuando de pronto, en un nuevo aluvión, observó que ya no había huellas. Volvió grupas bruscamente y saltó del caballo para mirar con atención, no fuera a ser que las hubiese tapado la nieve. La blanca capa estaba intacta, conservando su virginal albura. En su parte más baja se divisaban las crucecillas dejadas por unas patitas de urraca. Soltando ternos y maldiciones, Nagúlnov dio la vuelta y emprendió el regreso, ya al paso,mirando hacia los lados. Pronto, encontró otra vez las huellas. Resultaba que los bueyes habían dejado la senda no lejos del pastizal. Al trote ligero, Nagúlnov no reparó en sus huellas. Y dedujo que Titok se había dirigido al caserío de Voiskovói, a campo traviesa, remontando el otero. «Ha debido ir a casa del algún conocido», pensó, en tanto guiaba el caballo siguiendo aquel rastro y refrenando su carrera. Al otro lado del otero, junto al barranquillo del Muerto, advirtió una boñiga y se detuvo: la boñiga era reciente, tan sólo la cubría una fina película de hielo. Nagúlnov palpó en el bolsillo la fría culata del revólver. Bajó al barranquillo al paso. Cabalgó una media versta más, y únicamente entonces vio cerca de allí, tras unos robles sin hojas, a un hombre a caballo y un par de bueyes, atados de los cuernos por una soga. El jinete, volteando la soga sobre ellos, se inclinaba en la silla. De sus hombros, se alzaba un humillo azul de tabaco, que se desleía viniendo al encuentro.

—¡Da la vuelta!

Titok detuvo la relinchante yegua, miró atrás, escupió el cigarro; despacio, se puso delante de los bueyes y dijo en voz baja:

—¿Qué pasa? ¡Só-o, quietos!

Nagúlnov acercóse. Titok le recibió con una larga mirada.

—¿A dónde vas?

—Quería vender los bueyes, Makar. No me oculto —Titok se sonó. Limpióse cuidadosamente con la manopla los bigotes rojizos, caídos, de mongol.

Estaban parados, sin echar pie a tierra, el uno frente al otro. El caballo y la yegua se olfatearon resonantes. El rostro de Nagúlnov, atezado por los vientos, encendido, tenía una expresión de coraje. Titok, en apariencia, estaba tranquilo y sereno.

—¡Dale la vuelta a los bueyes y llévalos a casa! —le ordenó Nagúlnov, apartándose a un lado.

Durante un minuto, Titok vaciló… Removía las riendas, gacha la cabeza, como amodorrado, entornados los ojos, y con su anguarina gris, de paño casero, y la capucha echada sobre el andrajoso gorro de orejeras, parecía un buitre dormitando. «Si lleva algo bajo la anguarina, ahora mismo se desabrochará», sin quitarle ojo, pensaba Nagúlnov del inmóvil Titok. Pero éste, como si se despertase, volteó la soga. Los bueyes emprendieron el camino de regreso.

—¿Me los vais a quitar? ¿Queréis expropiarme como kulak? —preguntó Titok, después de un largo silencio, tornando hacia Nagúlnov, bajo la capucha, arremangada sobre las cejas, las azules córneas.

—¡A lo que has llegado! ¡Te conduzco como a un reptil prisionero! —gritó Nagúlnov, sin poder contenerse.

Titok encogióse. Y hasta el mismo otero no dijo palabra. Luego, indagó:

—¿A dónde vais a llevarme?

—Te desterraremos. ¿Qué es lo que te abulta ahí, bajo la anguarina?

—Un cachorro —Titok miró de soslayo a Nagúlnov y se desabrochó la anguarina.

Por el amplio bolsillo de la guerrera asomaba, como un hueso blanco, la culata, mal acepillada y grasienta, de un trabuco.

—Dame eso —Nagúlnov tendió la mano, pero Titok se la apartó sereno.

—¡No, no te lo doy! —y sonrió, dejando al descubierto, bajo los bigotes caídos, unos dientes negros, de fumador, mientras miraba a Nagúlnov con ojos penetrantes como los de un hurón, pero alegres—. ¡No te lo doy! Os lleváis los bienes, ¿y queréis quitarme también hasta el trabuco? El kulak debe tener trabuco, así lo describen en los periódicos. Sí, debe tenerlo, forzosamente. Es posible que me busque con él el pan de cada día; ¿No te parece? Yo no necesito para nada los corresponsales rurales de prensa…

Reía, meneando la cabeza, sin retirar las manos del arzón, y Nagúlnov no insistió en que le entregara el arma. «Allí, en el caserío, ya te domaré yo», decidió.

—Seguramente, Makar, pensarás: ¿para qué se marchó con el trabuco? —continuó Titok—. Es un castigo… Lo tengo al maldito desde que me lo traje de la sublevación de los jojoles. ¿Recuerdas? Luego, estuvo inactivo y se cubrió de herrumbre. Lo he limpiado y engrasado, con el debido respeto, pensando que tal vez me sirva para defenderme de alguna fiera o de alguna mala persona. Y ayer, me enteré de que os disponíais a sacudir a los kulaks… Pero no se me ocurrió que ibais a poneros hoy en camino… De lo contrario, me habría largado con los bueyes anoche mismo…

—¿Por quién te enteraste?

—¡Cualquiera sabe! La tierra está llena de rumores. Sí, llena, y anoche, después de consultar a la mujer, resolví dejar los bueyes en buenas manos. Agarré el trabuco porque quería enterrarlo en la estepa, no fueran a encontrarlo en el corral; pero me dio lástima de él, ¡y tú te presentaste de sopetón! ¡Hasta me hormiguearon las piernas! —decía animadamente, moviendo zumbón los ojos y apretando el pecho de su yegua contra el caballo de Nagúlnov.

—¡Deja las bromas para luego, Titok! Y ahora, compórtate con más seriedad.

—¡Ja, ja! Ahorita precisamente es cuando debo bromear. Supe ganarme una vida buena, defendí a un Poder justiciero, y este mismo Poder me agarra del pescuezo… —a Titok se le quebró la voz.

Desde aquel instante, cabalgó en silencio, refrenando la yegua, temeroso de adelantar a Makar, aunque no fuera más que en medio cuerpo, pero éste, también a causa del temor, se rezagaba igualmente. Los bueyes les habían sacado mucha ventaja y caminaban lejos de ellos.

—¡Más de prisa, más de prisa! —apremiaba Nagúlnov, observando atentamente a Titok y apretando el revólver en el bolsillo. ¡Bien conocía él al Titok! Mejor que nadie—. ¡No te quedes atrás! Si piensas disparar, es inútil, no tendrás tiempo.

—¿Te has vuelto cobardón! —Titok sonrió y, fustigando a la yegua, adelantóse al galope.