Capítulo V

El año 1913, los vecinos del caserío despidieron a Andréi Razmiótnov, que marchaba al servicio militar. Según las normas establecidas por aquel entonces, debía incorporarse a filas con su caballo. Mas Razmiótnov no tenía dinero, no ya para comprar un caballo, sino ni siquiera para adquirir el equipo correspondiente a un cosaco. De su difunto padre había heredado solamente el sable del abuelo, con la vaina despellejada y deslucida. ¡Jamás olvidaría Andréi la amarga humillación! En la asamblea de lastanitsa los ancianos decidieron mandarle al servicio por cuenta de las tropas del Don: le compraron un caballejo barato, alazano, una silla, dos capotes, dos bombachos y un par de botas de caña alta… «Con fondos sociales te equipamos, Andriushka, no olvides nuestra caridad y no dejes mal a la stanitsa, sirve bien al zar…», le dijeron los viejos a Andréi.

En cambio, a veces, los hijos de los cosacos ricos, luciendo su flamante ropa, presumían en las carreras montados en caballos de las centurias, procedentes de la Remonta de Korolkov o de sementales de raza de Provalie, con lujosas sillas y arneses con adornos de plata del lote de tierra de Andréi se incautó la administración de la stanitsa, y durante todo el tiempo que Razmiótnov anduvo por los frentes defendiendo la riqueza y la holgada vida ajenas, lo entregó en arriendo. Andréi se ganó en la guerra con Alemania tres cruces de San Jorge. El dinero de las «cruces» lo envió a su mujer y a su madre. Con él, en unión de la nuera, vivió la anciana, cuya vejez, salobre de las lágrimas, vino a dulcificar Andréi un poco tarde.

A fines de la guerra, la mujer de Andréi trabajó de jornalera en la trilla, juntó algún dinerillo y marchó al frente, a visitar al marido. Pasó allí contados días (el 11º regimiento de cosacos del Don, en el que servía Andréi, estaba entonces de descanso) y yació sobre el brazo del marido. Aquellas noches pasaron fugaces como relámpagos de verano. Mas, ¿acaso se necesita mucho tiempo para que la avecica cometa su pecadillo, para que la mujer sacie su hambre de dicha? Volvió de allá con los ojos más brillantes y, transcurrido el plazo correspondiente, parió como por azar, sin gritos ni lágrimas, en el mismo campo arado, un niño que era el vivo retrato de Andréi.

El año diez y ocho regresó Razmiótnov, por breve tiempo, a Gremiachi Log. En los pocos días que estuvo en el caserío, arregló los arados, los podridos cabrios de los cobertizos, y labró dos desiatinas de tierra. Luego, dedicó un día entero al hijito; lo montaba a cuestas sobre sus hombros, entre los que se hundía el cuello, que exhalaba un acre olor de soldado, corría por la habitación grande, reía, pero su mujer advirtió que en los extremos de sus ojos claros, un poco rencorosos de ordinario, se agolpaban unas lágrimas, y palideció: «¿Te vas otra vez, Andriusha?» —«Mañana. Prepara algo de comida».

Y al día siguiente él, Makar Nagúlnov, el atamanets[28] Liubishkin, Tit Borodín y otros ocho hombres, cosacos del frente, se disponían a emprender la marcha junto a la casa de Andréi. Una vez ensillados, los caballos les llevaron raudos más allá del molino de viento, y durante largo rato, giraron sobre la senda los remolinos del leve polvillo primaveral levantado por los cascos de los brutos, calzados con ligeras herraduras estivales.

Aquel día, sobre Gremiachi Log, sobre las aguas desbordadas y la estepa, sobre todo aquel mundo azul, volaron presurosos de sur a norte bandadas de ánsares de negras alas y de gansos silvestres, hendiendo, sin voces ni gritos, los vírgenes espacios celestiales.

En Kámenskaia, Andréi se rezagó de sus camaradas. Con una de las unidades de Vorochílov, marchó a la línea Morózovskaia-Tsaritsin. Makar Nagúlnov, Liubishkin y los demás fueron a parar a Vorónezh. Y tres meses más tarde, en las inmediaciones de Krivaia Muzgá, Andréi, herido levemente por un casco de granada, se enteró en el puesto de socorro, por un vecino de la stanitsa que encontró casualmente, de que en Gremiachi Log —después de la derrota del destacamento de Podtiólkov— unos cosacos blancos del caserío, en venganza de que él se había ido con los rojos, habíanse refocilado brutalmente con su mujer, Evdokía. Aquello llegó a oídos de todo el caserío, y ella, no pudiendo soportar la terrible vergüenza, se suicidó.

… Un día de gran frío. Fines de Diciembre. Gremiachi Log. kuréns, cobertizos, empalizadas, árboles, con el blanco plumón de la escarcha. Al otro lado de un lejano otero, se libraba un combate. Oíase el sordo fragor de los cañones del general Gusélschikov. A la caída de la tarde, Andréi, en un caballo cubierto de espuma, llegó al caserío. Y hasta ahora lo recuerda. Le basta cerrar los ojos y lanzar la memoria hacia el pasado en veloz galopada… Rechinó la puertecilla de la cerca. Jadeante, tiró de la rienda y metió en el patio el caballo, que se tambaleaba de cansancio. La madre, sin nada a la cabeza, salió corriendo del zaguán.

¡Oh, cómo le desgarraba los oídos el desgarrador llanto por la difunta!

—¡Hijo de mi alma! ¡Se cerraron para siempre sus ojitos claros!…

Como en un patio ajeno, entró a caballo en el suyo. Razmiótnov, ató las riendas a la baranda de la terracilla y se metió en la casa. Sus ojos hundidos, de muerto, recorrieron la habitación desierta y se posaron en la cuna, también vacía.

—¿Dónde está el niño?

La madre, tapado el rostro con el delantal, meneaba la encanecida cabeza, de ralos cabellos.

Con esfuerzo, le arrancó la respuesta.

—¡Sí, no supe guardar a mi pichoncillo! Una semana después de Dunia…[29] de la gargantita.

—No grites… A mí, ¡a mí me harían falta las lágrimas! ¿Quién forzó a Evdokía?

—Anikéi Deviatkin se la llevó a la fuerza a la era… A mí me dio unos latigazos… Llamó allí a los mozos. Le golpeó con la vaina del sable sus manecitas blancas. Volvió toda negra… Demacrada, no tenía más que ojos…

—¿Está él ahora en el caserío?

—No, se fue.

—¿Hay alguien de su familia en la casa?

—Su mujer y el viejo. ¡No lo mates, Andriusha! Ellos no tienen la culpa del pecado ajeno…

—¿Y eso me lo dices tú? ¿Tú?… —Andréi se puso cárdeno, se ahogaba. De un tirón, arrancóse los corchetes del capote y desgarróse el cuello de la guerrera y de la camisa.

—Echando sobre la tinaja del agua el pecho desnudo, en el que sobresalían las costillas, bebió con ansia y mordió el borde de la vasija. Luego, enderezóse y, sin alzar los ojos, inquirió:

—¡Madrecita! ¿Qué me dejó mandado antes de morir?

La madre metió la mano en el rincón de los iconos y sacó de la repisa un trozo de papel amarillento. Y resonaron las palabras póstumas, como si oyera la voz de la amada: «¡Andriúshenka, querido mío! Esos malditos me han emporcado, se han burlado de mí y del amor que te tengo. Ya no volveré a verte, ni veré más la luz del día. Mi conciencia no me permite vivir con una enfermedad vergonzosa. ¡Andriúshenka de mi alma, florecita mía! Hace un sinfín de noches que no duermo y que empapo la almohada con mis lágrimas. Recuerdo nuestro amor y lo recordaré en el otro mundo. Y sólo me da pena del niño y de ti, de que nuestra vida, nuestro amor, haya sido tan corto. Si traes a otra a la casa, que sea cariñosa, por amor de Dios, con nuestro hijito. Quiere tú también a mi huerfanillo. Dile a la madre que le dé a mi hermanita mis faldas, mis chales y mis blusas. Ella es ya una muchacha casadera, y le hacen falta…»

Al galope de su caballo, llegó Andréi a la casa de los Deviatkin; echó pie a tierra y, desenvainando el sable, subió corriendo a la terracilla. Al verle, el padre de Anikéi Deviatkin —un viejo alto y canoso— se santiguó y se puso de rodillas, bajo los iconos.

—¡Andréi Stepánich! —exclamó, postrándose a sus plantas, y no dijo ni una palabra más, ni alzó del suelo la cabeza calva, rosácea.

—¡Vas a responderme por tu hijo! ¡Yo me cisco en vuestros dioses, en vuestra cruz!… —con la mano izquierda, agarró al viejo por la barba cana, abrió la puerta de una patada y sacó a Deviatkin a rastras, con estruendo, a la terracilla.

La vieja yacía junto al horno sin conocimiento, pero la nuera de los Deviatkin —Avdotia, mujer de Anikéi— juntó a los chiquillos en apretado haz —eran seis las criaturas— y salió llorando a la terracilla. Andréi, blanco como un hueso oreado por los vientos, encogióse y alzó el sable sobre el cuello del viejo, pero en aquel momento se echó a sus pies, dando gritos y alaridos, un enjambre de chiquillos mocosos, de diversos calibres.

—¡Mátalos a todos! ¡Todos ellos son cachorrillos, crías de Anikéi! ¡Mátame a mí también! —vociferaba Avdotia, la mujer de Anikéi, avanzando hacia Andréi, desabrochada la camisa rosa, balanceando, como una perra prolífera, los pechos exhaustos, rugosos.

Y entre tanto, a los pies de Andréi, hormigueaban los chicos, a cual más pequeño…

Retrocedió, esparciendo en derredor una mirada de salvaje, envainó el sable y, dando tropezones, aunque el suelo era llano, dirigióse hacia el caballo. Hasta la misma puertecilla de la empalizada, le siguió el viejo, llorando de alegría y del miedo pasado e intentando de continua postrarse para besar los estribos, pero Andréi, torciendo el gesto con repugnancia, retiraba el pie, mientras decía, bronca la voz:

—¡Por suerte para ti!… Estaban los chiquillos…

Tres días seguidos permaneció en casa, atiborrándose de vodka, llorando borracho; la segunda noche, le prendió fuego al pajar por la viga maestra en que se había ahorcado Evdokía, y al cuarto día, hinchado, espantoso, se despidió en silencio de la madre, y ésta, al apretar contra su pecho la cabeza del hijo, vio por vez primera, en el rubio tupé de Andréi, unos cabellos blancos, como hilos de estipa plumosa.

Dos años más tarde, Andréi volvió a Gremiachi desde el frente polaco. Estuvo un año vagando por tierras del Alto Don con una unidad de requisa de productos alimenticios, y luego se dedicó a su hacienda. A los consejos de la madre de que volviera a casarse, respondía siempre con evasivas. Pero un día, ella le pidió insistente una respuesta concreta.

—¡Cásate, Andriusha! Yo ya no tengo fuerzas ni para remover los pucheros. Cualquier moza aceptará con el alma y la vida. ¿A quién vamos a pedir en matrimonio?

—No me casaré, madrecita, ¡déjame en paz!

—¡Siempre me dices lo mismo! Mírate al espejo, ya tienes nieve en la cabeza. ¿A qué esperas? ¿A que se te ponga todo el pelo blanco? Y tu madre, no te importa un bledo. Yo que creía que iba a cuidar de los nietos. Hasta junté lana, de dos cabras, para hacerles unos calcetinillos… Mi obligación debe ser lavarlos, bañarlos. Esa debe ser. Pues me cuesta trabajo ordeñar la vaca, los dedos no me obedecen ya —y pasó a las lágrimas y los lamentos—: ¿A quién habrá salida este cernícalo? Agacha la cabeza, como un toro, y resopla. ¿Por qué callas? ¡Barrabás!

Andréi tomó el gorro y se fue en silencio de la jata[30]. Pero la vieja no dio su brazo a torcer: conversaciones con las vecinas, cuchicheos, consejos…

—Después de Evdokía, no traeré a nadie a la jata —se mantenía en sus trece, sombrío, Andréi.

Y el rencor de la madre se trasladó a la difunta nuera.

—¡Me lo ha embrujado esa víbora! —decía a las viejas que encontraba en el camino al pastizal o sentada a la puerta de su jata, al atardecer—. Ella misma se ha ahorcado y no le dejará vivir. El no quiere casarse con otra. ¿Y te figuras que yo no paso penas? ¡Ay, querida! Nada más ver a los nietos ajenos, se me llenan de lágrimas los ojos, pues otras viejas tienen alegrías, consuelo, mientras que yo estoy sola, como una rata del campo en su madriguera…

Aquel mismo año Andréi se juntó con Marina, viuda de Mijaíl Poiárkov, un suboficial de Caballería muerto en Novocherkassk. Aunque la viuda había cumplida los cuarenta aquel otoño, se conservaba bien; su cuerpo fuerte, de buenas carnes, y su cara morena guardaban una belleza apacible, esteparia.

En Octubre, Andréi le techó la jata con cañizo. A la caída de la tarde, ella le llamó a la casa y, después de poner la mesa con prontitud, le sirvió una escudilla de sopa de coles, echó sobre las rodillas de Andréi una limpia toalla bordada y se sentó frente a él, apoyada en la mano la mejilla, de pómulo saliente. Andréi examinaba de reojo su arrogante cabeza, agobiada por un moño de lustrosos cabellos negros. Eran espesos, ásperos en apariencia como las crines de un caballo, pero cerca de las diminutas orejas se ensortijaban, rebeldes y suaves, como los de los niños. Marina le miraba fijamente, a la cara, entornando el ojo, almendrado, negro, un poquitín estrábico.

—¿Te echo más? —preguntó.

—Bueno, echa —accedió Andréi, y enjugóse con la palma de la mano el rubio bigote.

Iba ya a emprenderla otra vez con la sopa de coles —Marina, sentada frente a él, le observaba de nuevo con recelosa y expectante mirada de fiera—, cuando, de pronto, casualmente, vio en su carnoso cuello una vena azul que palpitaba impetuosa, y, turbado por algún motivo ignoto, apartó la cuchara.

—¿Qué te pasa? —inquirió ella, alzando, como negras alas, las cejas.

—Ya estoy harto. Gracias. Mañana temprano vendré a dar remate al techado.

Marina bordeó la mesa. Dejando al descubierto, en lenta sonrisa, los dientes, muy prietos, y apretando contra Andréi sus pechos, grandes y muelles, preguntó en un susurro:

—¿Por qué no te quedas a pasar la noche conmigo?

—Puedo quedarme —no encontró otra respuesta el desconcertado Andréi.

Y Marina, en venganza de las necias palabras inclinó en una reverencia su cuerpo opulento.

—¡Vaya, vaya, gracias, sostén de mi casa! Le haces un favor a una pobre viuda… Y yo, pecadora de mí, que temía y creía que ibas a negarte…

Diligente, apagó el candil de un soplo; a obscuras, preparó el lecho, corrió el pestillo de la puerta del zaguán y dijo con desprecio y un enojo apenas perceptible:

—No tienes de cosaco más que una miserable gota. A ti te hizo algún hojalatero de Tambov.

—¿Cómo? —ofendióse Andréi, y hasta dejó de quitarse la alta bota.

—Como a otros por el estilo. Por tus ojos pareces arrojado, pero te da vergüenza pedírselo a las mujeres. ¿Por qué te habrán dado esas cruces en la guerra? —sus palabras no eran claras, pues tenía unas horquillas apretadas entre los dientes, mientras se destrenzaba los cabellos—. Mi Misha[31], ¿te acuerdas de él?, tenía menos estatura que yo. Tú eres de mi misma talla, y él era un poco más bajo. Pues bien, yo le quería sólo por su audacia. Cuando estaba en la taberna no cedía ni ante el más pintado; aunque chorrease sangre por las narices, nunca se daba por vencido. Puede ser que muriera por eso mismo. Y él sabía bien por qué le quería yo —concluyó con orgullo.

Andréi recordó los relatos de cosacos del caserío que sirvieran en el mismo regimiento que el marido de Marina y habían sido testigos de su muerte: en una exploración del terreno, lanzó a su sección al ataque contra una patrulla de soldados rojos de Caballería, dos veces superior en número. Estos, con su «Lewis», los pusieron en fuga; derribaron de sus caballos, en plena carrera, a cuatro cosacos e intentaron dar alcance al propio Mijaíl Poiárkov, al que habían aislado de los suyos. Disparando al galope, a quemarropa, Poiárkov mató a tres de los soldados rojos que le perseguían, y como era el mejor jinete del regimiento en el volteo a caballo, empezó a voltear para salvarse de los disparos; habría logrado escapar, pero su potro metió una pata en un bache hondo y, al caer, le rompió una pierna a su amo. Y allí le llegó el fin al bravo suboficial…

Al recordar el relato de la muerte de Poiárkov, Andréi sonrió:

Marina se acostó; con respirar anheloso, aproximóse a Andréi.

Media hora más tarde, continuando la conversación iniciada, ella le susurraba:

—A Misha le quería por su audacia; en cambio, a ti… te quiero porque sí, por nada —y apretó contra el pecho de Andréi su ardiente orejita. Y a él, en la penumbra, le pareció que el ojo de ella se encendía fogoso e indómito como el de una yegua rebelde, sin domar.

Cuando despuntaba ya el alba, ella le preguntó:

—¿Vendrás mañana a terminar de techarme la jata!

—Claro, ¡cómo no! —se asombró Andréi.

—No vengas…

—¿Y eso por qué?

—¿Pero qué clase de techador eres tú, alma mía? El abuelo Schukar lo hace mejor que tú —y rió a carcajadas—. ¡Te llamé adrede!… ¿Con qué te iba a atraer si no? ¡Y me has causado perjuicios! Pues, de todos modos, la jata hay que volver a techarla de punta a punta…

Dos días más tarde, el abuelo Schukar techaba la jata, maldiciendo, ante la dueña, del pésimo trabajo de Andréi.

Y Andréi, desde entonces, empezó a visitar a Marina todas las noches. Dulce le parecía el amor de aquella mujer que le llevaba diez años, dulce como una manzana silvestre, tocada por las primeras heladas…

Pronto, se enteraron en el caserío de sus relaciones; y cada cual las comentó a su manera. La madre de Andréi lloriqueaba, lamentándose ante las vecinas: «¡Qué vergüenza! Se ha liado con una vieja». Pero luego se resignó y apaciguóse. Niurka, una moza, hija del vecino, con la que Andréi, cuando se presentaba la ocasión, bromeaba y retozaba, estuvo mucho tiempo eludiendo el encuentro con él. Pero una vez, cuando ella iba por el sendero, no cubierto aún de nieve, a cortar ramas secas, tropezó de manos a boca con él y palideció.

—¿Te ha puesto el freno la vieja? —preguntó sonriendo con labios trémulos, sin intentar esconder las lágrimas que brillaban bajo sus pestañas.

—¡No me deja ni respirar! —respondió Andréi, tratando de zafarse con una broma.

—¿Y no has podido encontrar una más joven? —le dijo Niurka, apartándose.

—¿Y yo mismo? Fíjate lo que soy —Andréi quitóse la papaja y le mostró sus cabellos veteados de canas.

—Pues yo, tonta de mí, ¡hasta canoso te quería, perro! Bueno, adiós para siempre —y se fue, irguiendo ofendida la cabeza.

Makar Nagúlnov dijo conciso:

—¡No lo apruebo, Andriuja! Esa te hará suboficial de Caballería y pequeño propietario. Bueno, bueno, es una broma, ¿no lo estás viendo?

—Cásate con ella legalmente —se ablandó cierta vez la madre—. Déjala que sea mi nuera.

—¿Para qué? —repuso evasivo Andréi.

Marina parecía haberse quitado veinte años de encima. Recibía por las noches a Andréi, conteniendo el fulgor de sus ojos, un poco estrábicos, le abrazaba con fuerza viril y, hasta el alba, no desaparecía de sus mejillas morenas, de pómulos salientes, el vivo arrebol cereza. ¡Diríase que había vuelto a sus tiempos de soltera! Con retalillos de seda de colores, le hacía a Andréi bordadas bolsitas para el tabaco, captaba devota cada uno de sus gestos y ademanes, se mostraba obsequiosa; luego, con terrible violencia, despertáronse en ella los celos y el temor de perder a Andréi. Empezó a ir a las reuniones, sólo para vigilarle, para ver si flirteaba con las mujeres jóvenes o miraba a alguna. Al principio, a Andréi le agobiaba aquella tutela llegada tan inesperadamente, regañaba a Marina, e incluso le pegó en más de una ocasión, pero luego se fue acostumbrando, y aquella circunstancia hasta llegó a halagar su amor propio de hombre. Ella, enternecida, le dio toda la ropa del marido. Y Andréi, que hasta entonces iba hecho un andrajoso, empezó a presumir por Gremiachi —sin avergonzarse, en sus derechos de heredero— con los bombachos de paño y las camisas del difunto suboficial, cuyos cuellos y mangas le venían a las claras estrechos y cortas.

El ayudaba a su amor en los trabajos de la hacienda; cuando volvía de caza, le traía alguna liebre o un atado de perdices. Pero Marina nunca hacía abuso de su poder ni mostraba desafecto a la madre de Andréi, aunque guardaba un sentimiento de animosidad hacia ella.

Sin embargo, la propia viuda gobernaba no mal su hacienda y habría podido pasarse fácilmente sin la ayuda de un hombre. Más de una vez, Andréi había observado, con recóndita satisfacción, cómo alzaba en la horquilla una hacina de trigo de tres puds enredado con rosácea correhuela, o cuando, sentada en la segadora, abatía con las chasqueantes aletas las olas de cebada, plena de hermosas espigas. Tenía mucho del vigor y el arranque masculinos. Hasta al caballo lo enganchaba hombruna; apoyando el pie en los extremos de la collera, ceñía la correa de un solo tirón.

Con los años, el amor a Marina fue afianzándose, echando sólidas raíces. De tarde en tarde, Andréi recordaba a su primera mujer, pero el recuerdo no le causaba ya la punzante pena de antaño. Únicamente, cuando encontraba al hijo mayor de Anikéi Deviatkin, que había emigrado a Francia, palidecía: tan grande era el parecido entre el padre y el hijo.

Y después, de nuevo, en el trabajo, en la lucha por el pedazo de pan, en el ajetreo cotidiano, desleíase el rencor e iba desapareciendo aquel dolor sordo, continuo, semejante al que sentía a veces en la cicatriz de la frente, señal que le dejara un día el largo sable de un oficial magiar.

Desde la asamblea de campesinos pobres, Andréi se fue derecho a casa de Marina. Ella hilaba lana, esperándole. En la habitacioncilla, muy caldeada y baja de techo, zumbaba monótona la rueca, incitando al sueño. Un travieso cabritilla, de rizoso pelaje, golpeteaba rítmico con sus diminutas pezuñas en el suelo sin embaldosar, dispuesto a saltar a la cama.

Razmiótnov torció irritado el gesto.

—¡Deja ya de darle a la rueda!

Marina retiró del pedal el pie, calzado con una pantufla de aguda punta, y estiróse con fruición echando hacia atrás la espalda, ancha como la grupa de una yegua.

—¿Qué ha habido en la reunión?

—Mañana empezaremos a destripar kulaks.

—¿De veras?

—Hoy, todos los campesinos pobres de la asamblea han ingresado en el koljós —Andréi, sin quitarse la chaqueta, se echó en la cama y tomó en brazos al cabritilla, tibio ovillo de lana—. Presenta tú mañana la solicitud.

—¿Qué solicitud? —preguntó asombrada Marina.

—Pidiendo el ingreso en el koljós.

Marina enrojeció de pronto y arrimó la rueca al horno, de un fuerte empujón.

—¿Has perdido la chaveta? ¿Que tengo yo que hacer allí?

—Mira, Marina, no discutas acerca de este asunto. Tú tienes que estar en el koljós. De lo contrario, dirían de mí: «Tira de los otros, y a su Marina la deja a salvo». No tendría tranquila la conciencia.

—¡Pues yo no iré! ¡De todos modos, no iré! —Marina pasó junto a la cama, envolviéndole en el tufillo de su sudor y de su cuerpo ardiente.

—Entonces, ten en cuenta que habrá que liar los bártulos, y si te he visto, no me acuerdo.

—¡Valiente amenaza!

—Yo no amenazo, pero no puedo proceder de otra manera.

—Bueno, ¡pues márchate! Si les llevo mi vaquita, ¿con qué me quedaré yo? ¡Tú mismo vendrías a pedirme de comer!

—La leche será de todos.

—¿Y las mujeres, serán también de todos? ¿Quieres asustarme con eso?

—Debería zurrarte, pero no tengo ganas —Andréi tiró al suelo el cabritilla, alargó la mano para coger el gorro y se anudó al cuello, como un dogal, la bufandilla de lana de angora.

«¡Hay que convencer y suplicar a cada uno de estos diablos! Hasta Marina se pone de manos. ¿Qué ocurrirá mañana en la asamblea general? Si apretamos mucho, nos molerán a palos» —pensaba con rabia, camino de su jata. Luego, estuvo mucho rato dando vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño; oyó que su madre se levantaba por dos veces para echar un vistazo a la masa del pan. En el henil, cantaba un gallo, alborotando como un demonio. Andréi pensaba con zozobra en el mañana, en la reorganización de toda la agricultura, en puertas ya. Le asaltó el temor de que Davídov, hombre seco y duro a su parecer, apartase del koljós, con alguna imprudencia, a los campesinos medios. Pero rememoró su figura fornida, recia como un bloque, de anchos hombros y estatura mediana; su rostro, contraído, todo él en tensión, con rígidas arrugas junto a las sienes y unos ojos inteligentes y burlones; recordó también que en la asamblea, Davídov, inclinándose hacia él tras la espalda de Nagúlnov y echándole a la cara el aliento —puro como el de un niño, mas con un acerbo olor a vinillo— de su boca mellada, le había dicho, mientras hablaba Liubishkin: «Ese guerrillero es un buen muchacho, pero le habéis tenido abandonado, no le habéis educado, ¡eso es la pura verdad! Hay que trabajarlo». Hizo memoria de todo y decidió gozoso: «No, éste no nos fallará. ¡Al que hay que tirarle de la rienda es a Makar! No vaya a ser que, en su acaloramiento, nos haga alguna trastada. Cuando a Makar se le sube la retranca bajo la cola, hace cisco el carro a coces. Luego, no hay quien lo componga…» ¿Y qué no se puede componer? El carro… ¿Qué tiene que ver aquí el carro? Makar… Titok… mañana… El sueño, furtivo, le apagó la razón. Andréi quedóse dormido, y de sus labios, lentamente cómo gotas de rocío de una hoja, fue desprendiéndose una sonrisa.