Capítulo IV

Treinta y dos personas —campesinos pobres y activistas de Gremiachi— estaban pendientes de sus labios. Y a Davídov, que no era maestro en el arte de pronunciar discursos, se le escuchó al principio con mayor atención que al más ameno de los narradores.

—Yo, camaradas, soy un obrero de la Fábrica Putílov Roja. Me envían aquí nuestro Partido Comunista y la clase obrera, para que os ayude a organizar un koljós y a liquidar al kulak, que nos chupa la sangre a todos nosotros. Seré breve. Todos vosotros debéis uniros en un koljós, colectivizar la tierra, todos vuestros aperos y ganado. ¿Y por qué en un koljós? Pues porque seguir viviendo así… Bueno, ¡es imposible! Hay dificultades con el pan porque el kulak entierra el grano, para que se pudra; hay que sacárselo a tirones, ¡a viva fuerza! Vosotros lo daríais de buena gana, pero no tenéis bastante para vosotros mismos. Con el pan de los campesinos pobres y medios, no se puede alimentar a la Unión Soviética. Hay que sembrar más. ¿Pero cómo vas a sembrar más con el arado de madera o el de una sola reja? Únicamente el tractor puede ayudar. ¡Eso es la pura verdad! Yo no sé cuánto se ara aquí, en el Don, con un arado, durante el otoño, para la siembra de primavera…

—Empuñando la mancera de sol a sol, labras una docena de desiatinas antes del invierno.

—¡Oh! ¿Una docena? ¿Y si la tierra es dura?

—¿Qué estáis ahí chamullando? —resonó penetrante una voz de mujer—. Para el arado hacen falta tres, si no cuatro, pares de buenos bueyes, ¿y de dónde los vamos a sacar nosotros? Hay, y no todos lo tienen, algún que otro par que no vale una m… Y se ara, sobre todo, con bueyes de los que tienen tetas. Los ricos son los que van siempre viento en popa.

—¡No se trata de eso! Mejor será que te metas la lengua donde te quepa —la interrumpió una ronca voz de bajo.

—¡Habla con más conocimiento! ¡Y enseña a tu mujer, que a mí no hay por qué darme lecciones!

—¿Y con un tractor?…

Davídov esperó a que se hiciera el silencio, y repuso:

—Con un tractor, aunque sea de la Putílov, y unos tractoristas buenos, que conozcan el asunto, se pueden también arar, en veinticuatro horas y dos turnos, doce desiatinas.

Los reunidos lanzaron una exclamación de asombro. A alguien se le escapó:

—¡La p… madre!

—¡Eso sí que está bien! Quien pudiera arar a lomos de un potro de ésos… —y oyóse un silbante suspiro de envidia.

Davídov se pasó la mano por los labios, resecos de la emoción, y prosiguió:

—Y nosotros, en la fábrica, hacemos tractores para vosotros. El campesino pobre y el medio individual no están en condiciones de comprar un tractor: su bolsa es flaca. Por consiguiente, para comprarlo, tienen que juntarse, colectivamente, los braceros, los pobres y los medios. El tractor, ya lo conocéis, es una máquina de tal naturaleza, que, de emplearla, en una pequeña parcela, no da más que pérdidas; necesita ancho campo. Y de los arteles pequeños se saca tanto beneficio como leche de un macho cabrío.

—¡Menos todavía! —atronó contundente otra voz de bajo, en las últimas filas.

—Por consiguiente, ¿qué hacer? —continuó Davídov, sin prestar oído a la réplica—. El Partido prevé la colectivización total para engancharos al tractor y sacaros con él de la pobreza. ¿Qué dijo el camarada Lenin antes de morir? Sólo en el koljós puede el campesino trabajador salvarse de la miseria. De lo contrario, está perdido. El kulak-vampiro le sorberá hasta el tuétano… Vosotros debéis emprender, con entera firmeza, el camino señalado. En alianza con los obreros, los koljosianos acabarán con todos los kulaks y enemigos. Lo que os digo es cierto. Y ahora, pasaré a vuestra sociedad. Es de pequeño calibre, debilucha, y a causa de eso, sus asuntos marchan de mal en peor. Con eso mismo se lleva el agua al molino… En pocas palabras, no es agua lo que da, ¡sino puras pérdidas! Pero nosotros debemos pasar esa sociedad al koljós, convertirla en su osamenta, y en torno a esa osamenta se agrupará el campesino medio…

—Aguarda, ¡voy a interrumpirte un poco! —anunció, levantándose, Diomka Ushakov, un bizco, picado de viruelas, que había sido en un tiempo miembro de la sociedad.

—Pide primero la palabra, y desembucha luego —le aleccionó severo Nagúlnov, que estaba sentado a la mesa junto a Davídov y Andréi Razmiótnov.

—Hablaré sin necesidad de peticiones —repuso Diomka, zafándose de la advertencia y bizcando los ojos de tal modo, que parecía mirar, al mismo tiempo, a la presidencia y a los reunidos—. ¿Por qué razón, y perdonad, se ha llegado a las pérdidas y a poner al Poder Soviético en un brete? ¿Por qué razón, os pregunto yo, hemos vivido como parásitos, pegados a esa sociedad de crédito? ¡Por culpa del queridísimo presidente de la SLC! ¡Por culpa de Arkashka Menok!

—¡Mientes como un elemento! —se alzó de las últimas filas una aflautada voz de gallo. Y Arkashka, a codazos, abrióse paso hacia la mesa de la presidencia.

—¡Lo demostraré! —replicó pálido Diomka, mientras sus ojos se juntaban en el entrecejo. Sin hacer caso de que Razmiótnov golpeaba en la mesa con el huesudo puño, volvióse hacia Arkashka—. ¡No te escabullas! No hemos llevado a la miseria a nuestro koljós porque éramos pocos, sino gracias a tus cambalaches. Y por eso de «elemento», ya me las pagarás con toda severidad. ¿No cambiaste, sin contar con nadie, el toro de raza por la motocicletita? ¡Lo cambiaste! ¿Y a quién se le ocurrió cambiar las gallinas ponedoras por…

—¡Otra vez estás mintiendo! —defendióse Arkashka sin detenerse.

—¡No fuiste tú el que nos convenciste para que vendiéramos tres carneros castrados y una vaquilla virgen para comprar una tachanka[24]? ¡Un negociante del c…! ¡Eso, eso es lo que eres tú! —exclamó triunfante Diomka.

—¡Más decencia! ¿Qué es eso de pelearse como gallos? —trataba de apaciguarlos Nagúlnov, pero un músculo de su mejilla sobresalía ya, convulso, bajo la enrojecida piel.

—Dadme la palabra como corresponde —pidió Arkashka, que había logrado llegar hasta la mesa.

Iba ya a recogerse en el puño la barbita rubia, disponiéndose a hablar, pero Davídov lo apartó:

—Ahora termino, haz el favor de no molestar… Pues como os decía, camaradas, sólo con el koljós se puede…

—¡No nos hagas propaganda! Nosotros con el alma y la vida iremos al koljós —le atajó el guerrillero rojo Pável Liubishkin, que estaba sentado más cerca de la puerta que ninguno.

—¡Estamos de acuerdo con el koljós!

—Con el artel, hasta al pope se le puede pegar bien.

—Pero hay que administrar con cabeza.

Apagó las voces el propio Liubishkin: levantóse de la silla, se quitó la sombría papaja negra y, alto, ancho de espaldas, taponó toda la puerta.

—Oye tú, estrafalario, ¿a qué nos haces propaganda del Poder Soviético? Nosotros, en la guerra, lo pusimos en pie, y nosotros mismos arrimamos el hombro para que no se tambaleara. Sabemos lo que es el koljós, e ingresaremos en él. Dadnos máquinas —y tendió la agrietada palma—. El tractor es algo, que no hay palabras para alabarlo, pero vosotros, los obreros, habéis hecho pocos, ¡y por esto sí os censuramos! No tenemos a donde agarramos, ésa es nuestra desgracia. Y arar con bueyes, que es arrear con una mano y enjugarse las lágrimas con la otra, se puede hacer sin necesidad del koljós. Antes del viraje hacia los koljóses, yo mismo quise escribirle una carta a Kalinin para que ayudasen a los labradores a emprender una vida distinta, nueva. Pues en los primeros años era lo mismo que en el antiguo régimen: paga los impuestos, y vive como puedas. ¿Y para qué estaba el PCR[25]? Habíamos conquistado el Poder, ¿y luego qué? Vuelta a lo viejo, marcha tras el arado, si es que tienes algo para engancharlo a él. ¿Y el que no tenga nada, qué? ¿A pedir limosna a la puerta de la iglesia? ¿O a trabajar de remendón, con una aguja de madera, cosiendo cuellos, bajo el arco de un puente, para los negociantes soviéticos, para esos tipos de las cooperativas? Se permitía a los ricos tomar tierras en arriendo; se les permitía tomar jornaleros. ¿Era eso lo que había mandado la revolución el año diez y ocho? ¡Le habíais tapado los ojos a la revolución! Y cuando uno dice: «¿para qué hemos luchado?», esos empleadillos, que no han olido la pólvora en su vida, se ríen de estas palabras, y les hacen coro, a carcajadas, ¡toda clase de canallas blancos! Mira, ¡no nos vengas con paños calientes! Ya hemos oído muchas palabras bonitas. Danos una máquina a crédito, o a pagar con grano, pero no un cacharro cualquiera, sino, ¡una máquina buena! ¡Danos un tractor como ese de que nos has hablado! ¿Para qué recibí yo esto? —y alzando los pies por encima de las rodillas de los que estaban sentados, empezó a desabrocharse diligente, sobre la marcha, los rotos pantalones bombachos. Al llegar a la mesa, levantóse el faldón de la camisa y lo sujetó apretándolo bajo la barbilla. En el vientre moreno y en la cadera aparecieron sumisas unas terribles cicatrices, que contraían la piel—. ¿Para qué recibí yo estos trozos de metralla, este regalo de los cadetes?

—¡Diablo sinvergüenza! ¡Tú eres capaz de bajarte los pantalones por completo! —gritó indignada, con aguda voz, Anisia, una viuda que estaba sentada al lado de Diomka Ushakov.

—¿Y a ti te gustaría? —inquirió Diomka, lanzándole, de soslayo, una mirada de desprecio.

—¡Calla la boca, tía Anisia! A mí no me da vergüenza enseñarle aquí mis heridas a un trabajador. ¡Que las vea! Además, si vamos a seguir viviendo así, ¡puñeta!, ¡no tendré con qué taparme todas estas zarandajas! Los calzones que llevamos ahora no tienen de tales más que el nombre. Con ellos, no se puede pasar de día delante de las mozas, se morirían del susto.

En las filas de atrás estallaron carcajadas y fuertes murmullos, pero Liubishkin esparció en derredor una severa mirada y volvió a hacerse un silencio en el que se oía el leve chisporroteo de la mecha del quinqué.

—Por lo visto, ¿yo peleé con los cadetes para que los ricos volvieran a vivir mejor que yo. ¿Para qué comieran buenas tajadas, y yo, pan y cebolla? ¿No es eso, camarada obrero? Tú, Makar, ¡no me hagas señas! Yo no hablo más que una vez al año, y tengo derecho a hacerlo.

—Continúa —dijo. Davídov, asintiendo con la cabeza.

—Continuaré. Yo he sembrado este año tres desiatinas de trigo. Tengo tres hijos pequeños, una hermana tullida y mi mujer, enferma. ¿Y he cumplido, Razmiótnov, mi plan de entrega de grano?

—Lo has cumplido. Pero no des voces.

—¡Las daré! En cambio, ¡al kulak Frol Rvani habría que sacarle el alma, retorciéndole los c…!

—¡Bueno, bueno! —le atajó Nagúlnov, dando un puñetazo en la mesa.

—¿Ha cumplido Frol Rvani su plan de entrega? ¿No?

—Por eso el tribunal le ha multado, y le han quitado el grano —terció Razmiótnov, centelleantes los enfurecidos ojos, que escuchaba a Liubishkin con manifiesta complacencia.

«¡Aquí quisiera yo verte, mosca muerta!» —pensó Davídov, recordando al Secretario del Comité de Distrito del Partido.

—¡Este año, él será otra vez Frol Ignátievich! ¡Y en la primavera me volverá a tomar de bracero! —y con rabia, tiró a los pies de Davídov la papaja negra—. ¿A qué me hablas del koljós? Cortadle las venas al kulak, ¡y entonces ingresaremos! Dadnos sus máquinas, sus bueyes, su fuerza, ¡y entonces tendremos la igualdad! Pero vosotros no hacéis más que darle a la lengua: «hay que liquidar al kulak», y él crece de año en año como la bardana, y no nos deja ver el sol.

—Danos los bienes de Frol, que ya se encargará Arkashka de cambiarlos por un airoplano —intercaló Diomka.

—¡Ja, ja, ja!…

—¡Eso lo haría él en un periquete!

—¡Vosotros sois testigos del insulto!

—¡Huf! ¡Cállate, que no nos dejas oír!

—¿Es que no tenéis freno, malditos?

—¡Ea, silencio!

A duras penas, Davídov consiguió poner fin al alboroto.

—¡En eso precisamente consiste la política de nuestro Partido! ¿A qué llamar a la puerta cuando está abierta? Hay que liquidar a los kulaks como clase y entregar sus bienes a los koljóses. ¡Eso es la pura verdad! Y tú, camarada guerrillero, has hecho mal en tirar el gorro debajo de la mesa, aún te hará falta para la cabeza. ¡Ahora, ya no será posible tomar tierras en arriendo ni braceros! Hemos tolerado al kulak por necesidad, porque daba más pan que los koljóses. Pero ahora, es al contrario. El camarada Stalin ha hecho exactamente esos cálculos aritméticos y ha dicho: ¡hay que apartar de la vida al kulak! Hay que entregar sus bienes a los koljóses… Lloras pidiendo máquinas… Quinientos millones de tselkovis[26] se entregan a los koljóses, para que se repongan, ¿qué te parece? ¿Has oído hablar de eso? Entonces, ¿a qué alborotas? Primero, hay que parir el koljós, y luego, preocuparse de las máquinas. Y tú quieres comprar primero la collera, y, con arreglo a ella, mercar luego el caballo. ¿Por qué te ríes? ¡Así es, así es!

—¡Liubishkin ha echado a andar de culo!

—Ji, ji, ji…

—¡Nosotros iremos al koljós con mil amores!

—En eso de la collera… ha estado muy bueno…

—¡Aunque sea esta misma noche!

—¡Apúntanos ahora!

—Conducidnos para aniquilar a los kulaks.

—El que quiera apuntarse en el koljós, que levante la mano —propuso Nagúlnov.

Y al contar las manos alzadas, resultaron treinta y tres. Alguien, en su azoramiento, había levantado una de más.

El sofocante calor obligó a Davídov a quitarse el abrigo y la chaqueta. Se desabrochó el cuello de la camisa y, sonriente, esperó a que se restableciera la calma.

—Tenéis buena conciencia. ¡Eso es la pura verdad! ¿Pero os figuráis que con entrar en el koljós, ya está resuelto todo? ¡No, eso es poco! Vosotros, los campesinos pobres, sois un puntal del Poder Soviético. Vosotros, gente de reaños, debéis ingresar en el koljós y arrastrar tras de vosotros a la figura vacilante del campesino medio.

—¿Y cómo vas a arrastrarlo, si no quiere? ¿Acaso es él un toro para llevarlo atado de los cuernos? —preguntó Arkashka Menok.

—¡Convéncelo! ¿Qué clase de luchador por nuestra verdad eres tú, si no eres capaz de contagiar a otro? Mira, mañana se celebrará la asamblea. Vota tú a favor y convence a tu vecino, campesino medio, para que haga lo mismo. Y ahora, vamos a tratar de la cuestión de los kulaks. ¿Adoptamos una resolución expulsándolos del territorio del Cáucaso del Norte o qué hacemos?

—¡La firmaremos!

—¡Hay que talarlos bien bajo!

—No, mejor será que los arranquemos de raíz —corrigió Davídov. Y añadió dirigiéndose a Razmiótnov—: Lee la lista de los kulaks. Vamos a confirmar su expropiación.

Andréi sacó la lista de una carpeta y se la entregó a Davídov.

—Frol Damáskov. ¿Merece ese castigo proletario?

Las manos alzáronse unánimes. Pero al contarlas, Davídov observó que uno se había abstenido de votar.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó arqueando las cejas, cubiertas de sudor.

—Me abstengo —repuso conciso el que no había votado, un cosaco tranquilo en apariencia y de aspecto corriente.

—¿Y por qué? —insistió Davídov.

—Porque él es vecino mío, y me ha hecho mucho bien. Por eso yo no puedo levantar la mano contra él.

—¡Largo de la asamblea ahora mismo! —ordenó Nagúlnov con voz trémula, alzándose como sobre los estribos.

—¡No, camarada Nagúlnov, así no se puede proceder! —le atajó severo Davídov—. ¡No te vayas, ciudadano! Explica tu línea. ¿Damáskov es kulak o no, según tú?

—Yo no entiendo de eso. Soy un analfabeto y pido que se me deje abandonar la asamblea.

—No, explícanos, ten la bondad: ¿qué favores te ha hecho él?

—Siempre me ha ayudado; me dejaba los bueyes, me prestaba semilla… no importa lo que me daba… Pero yo no traiciono al Poder. Yo estoy a favor del Poder…

—¿Te ha pedido ése que lo defiendas? ¿Con qué le ha comprado, con dinero, con pan? ¡Confiésalo sin miedo! —metió baza Razmiótnov—. Venga, dilo: ¿qué es lo que te ha prometido? —y avergonzado por la conducta de aquel hombre y de sus propias preguntas descarnadas, sonrió confuso.

—Puede que nada. ¿Cómo lo sabes tú?

—¡Mientes, Timoféi! Tú eres un vendido y, por lo tanto, ¡un partidario de los kulaks! —gritó alguien en las filas.

—Llamadme lo que os dé la gana, es vuestro derecho…

Davídov le preguntó, como si le pusiera un cuchillo en la garganta:

—¿Tú estás por el Poder Soviético o por el kulak? Mira, ciudadano, no cubras de oprobio a la clase de los campesinos pobres y di sin rodeos, a la asamblea, a favor de quién estás tú.

—¿A qué perder el tiempo con él? —interrumpió indignado Liubishkin—. A ése, por una botella de vodka, se le puede comprar con harapos y todo—. Ay, Timoféi, da asco mirarte, ¡hasta duelen los ojos!

Al fin, el abstenido Timoféi Borschiov repuso con fingida resignación:

—Yo estoy por el Poder. ¿Por qué os metéis conmigo? Mi ignorancia me ha hecho equivocarme… —pero al efectuarse la segunda votación, su mano alzóse con manifiesta mala gana.

Davídov anotó brevemente en su libreta: «Timoféi Borschiov, elemento ofuscado por el enemigo de clase. Hay que trabajarlo».

La asamblea, por unanimidad, aprobó la incautación de otras cuatro haciendas de kulaks.

Mas cuando Davídov dijo:

—Tit Borodín. ¿Quién vota a favor? —la asamblea guardó un angustioso silencio. Nagúlnov, turbado, cambió una mirada con Razmiótnov. Liubishkin empezó a enjugarse con la papaja la sudorosa frente.

—¿Por qué calláis? ¿Qué pasa? —inquirió Davídov, observando perplejo las filas de los que permanecían sentados, y al no encontrar los ojos de nadie, volvió los suyos hacia Nagúlnov.

—Verás lo que pasa —empezó a decir éste, indeciso—. Ese Borodín, al que vulgarmente le llamamos Titok, el año diez y ocho fue con nosotros, voluntario, a la Guardia Roja. Como procedía de una familia de campesinos pobres, se batió con firmeza. Tiene unas heridas y una recompensa: un reloj de plata, por sus servicios revolucionarios. Estuvo en el destacamento de Dumenkov. ¿Y tú sabes, camarada obrero, qué puñalada nos dio en el corazón? Cuando volvió a casa, se aferró con los colmillos a la hacienda, como un perro a la carroña… Y, a pesar de nuestras advertencias, empezó a enriquecerse. Trabajaba día y noche, se cubrió todo de pelo y greñas, igual que una fiera, iba en invierno y en verano con unos pantaloncillos de lino. Se hizo con tres pares de bueyes y con una hernia, de levantar pesos grandes, y todo le parecía poco. Empezó a tomar jornaleros, dos, tres por temporada. Adquirió un molino de viento, y luego, un motor de cinco caballos de fuerza, y comenzó a montar una almazara. Compraba y vendía ganado. El mismo solía comer malamente y mataba de hambre a sus jornaleros, aunque éstos trabajaban veinte horas al día y se levantaban cinco veces por la noche para echar pienso a los caballos y a los bueyes. Le llamamos varias veces a la célula y al Soviet y le abochornamos de firme, diciéndole: «¡Deja esas cosas, Tit, no te interpongas en el camino de nuestro querido Poder Soviético! Pues tú también padeciste por él, peleaste en los frentes, contra los blancos…» —Nagúlnov tomó aliento y abrió los brazos, impotente—. ¿Pero qué se puede hacer cuando un hombre está endemoniado? ¡Vemos que la propiedad se lo come! Le volvemos a llamar, le recordamos los combates y las fatigas que pasamos juntos, tratamos de convencerle, le amenazamos con pisotearle, ya que se cruza en nuestro camino, se está convirtiendo en un burgués y no quiere esperar la llegada de la revolución mundial.

—Abrevia —le pidió Davídov impaciente.

La voz de Nagúlnov tembló y se hizo más queda.

—En este asunto no se puede abreviar. Duele tanto, que mana sangre… Bueno, él, es decir, Titok, nos contesta: «Yo cumplo la orden del Poder Soviético, aumento los sembrados. Y si tengo jornaleros, es con arreglo a la ley, pues mi mujer está mala, enfermedades de mujeres. Yo no era nada y lo soy todo, de todo tengo, y para eso peleé precisamente. Además, dice, el poder Soviético no se apoya en vosotros. Yo, con mis propias manos, le doy qué comer, mientras que vosotros no hacéis más que llevar la cartera bajo el brazo. Os desprecio». Y cuando le hablamos de la guerra y de las calamidades que pasamos juntos, alguna vez que otra le brilla una lágrima en los ojos, pero él no le da legítima suelta: se vuelve, se endurece el corazón y responde: «¡Lo pasado, pasó ya!» Y nosotros le privamos del derecho al voto. El empezó a peregrinar de un lado para otro, a escribir papelitos a la capital de la comarca y a Moscú. Pero yo creo que en las instituciones centrales, en los principales cargos, hay viejos revolucionarios que comprenden así las cosas: puesto que has traicionado, eres un enemigo, ¡y no hay que tener ninguna compasión contigo!

—Tú, de todos modos, sé más breve…

—Ahora termino. Allí no le restablecieron su derecho, y hasta hoy sigue lo mismo, aunque verdad es que ha despedido a los jornaleros…

—Bueno, ¿y qué es lo que pasa? —Davídov miró a Nagúlnov con fijeza, a la cara.

Pero éste, cubriéndose los ojos con las cortas pestañas, quemadas por el sol, contestó:

—Por eso precisamente la asamblea calla. Yo me he limitado a explicar lo que fue en los buenos tiempos pasados Tit Borodín, hoy kulak.

Davídov apretó los labios, su rostro se ensombreció:

—¿A qué nos vienes con cuentos de lástima? Fue guerrillero, honor a él por eso; se ha hecho kulak, se ha convertido en un enemigo, ¡hay que aplastado! ¿Qué dudas puede haber en este caso?

—Yo no lo digo por lástima. ¡Y tú, camarada, no me levantes falsos testimonios!

—¿Quién está a favor de que se expropie a Borodín como kulak? —Davídov paseó la mirada por las filas.

Aunque no a un tiempo ni inmediatamente, las manos se levantaron.

Después de la asamblea, Nagúlnov invitó a Davídov a pasar la noche en su casa.

—Y mañana, ya le encontraremos vivienda —dijo, en tanto salía a tientas del oscuro zaguán del Soviet.

Siguieron juntos, por la crujiente nieve. Nagúlnov, abriéndose la zamarra, empezó a decir, en voz baja:

—Yo, querido camarada obrero, respiro mejor desde que sé que es preciso reconcentrar en el koljós la propiedad campesina. La odio desde niño. Todos los males provienen de ella, bien lo dijeron los sabios camaradas Marx y Engels. Pues incluso bajo el Poder Soviético, la gente, como los marranos ante la gamella, se pelea, gruñe, da empujones, todo por culpa de esa peste maldita. Y antes, bajo el antiguo régimen, ¿qué ocurría? ¡Un verdadero espanto! Mi padre era un cosaco acomodado; tenía cuatro pares de bueyes y cinco caballos. Nuestros sembrados eran enormes: sesenta, setenta y hasta cien desiatinas.La familia, numerosa, trabajadora. Nos arreglábamos nosotros mismos. Y yo tenía, fíjese bien, tres hermanos casados. Se me quedó grabado en la memoria el siguiente caso, que hizo que yo me sublevase contra la propiedad. Un día, un cerdo del vecino se metió en nuestro huerto y estropeó varias matas de patatas. Mi madre lo vio, tomó con un cazo agua hirviendo de la olla y me dijo: «Echalo, Makarka, yo esperaré al lado de la puertecilla». Yo tenía entonces doce años. Bueno, eché del huerto, claro está, al malhadado cochino. Y mi madre lo roció de agua hirviendo. ¡Cómo le humeaba el pelo al animal! Era verano, y el cerdo empezó a llenarse de gusanos; luego, se agusanó más, hasta que la espichó. El vecino guardó su rencor, escondido. Al cabo de una semana, en la estepa nos ardieron veintitrés hacinas de trigo. Mi padre sabía de quién era obra aquello, no pudo contenerse y denunció el caso al juzgado. Y entre los dos, surgió una enemistad tan grande, ¡que no se podían ni ver el uno al otro! En cuanto empinaban el codo, ya estaban peleándose. Así siguió la cosa unos cinco años, hasta que ocurrió una desgracia mortal… Un día de Carnaval, al hijo del vecino lo encontraron muerto en una era. Alguien, con un horcón, le había atravesado el pecho por varias partes. Y yo, por algunos indicios, adiviné que aquello era obra de mis hermanos. Se hicieron diligencias y no se encontró a los asesinos… Levantaron acta de que había muerto de una borrachera. Entonces yo me marché de casa de mi padre, a trabajar de jornalero. Fui a parar a la guerra. Estaba uno cuerpo a tierra y los alemanes te zumbaban con proyectiles pesados que levantaban hacia el cielo nubes de humo negro. Allí, tumbado, pensaba uno: «¿Por quién, por la propiedad de quién paso yo estos miedos y arrostro la muerte?» Y para protegerme de los disparos, le entraban a uno ganas de convertirse en clavo, ¡de clavarse en la tierra hasta la misma cabeza! ¡Ay, madre santa! Respiré gases y me envenené. Ahora, en cuanto empiezo a subir alguna cuesta, me entra la fatiga, me golpea la sangre en la cholla y no llego arriba. En el frente, personas inteligentes me apuntaron ya algo, y volví bolchevique. Y en la guerra civil, ¡oh, corté sin piedad cabezas de reptiles! Cerca de Kastórnaia, recibí una contusión; luego, me empezaron los ataques. Y aquí tengo esta condecoración —Nagúlnov puso la manaza sobre la Orden, y en su voz se percibieron nuevas inflexiones, de una emoción cálida, singular—. Ahora, ella me da afectuoso aliento. Porque yo ahora, querido camarada, me siento como en los días de la guerra civil, como en las posiciones. Aunque haya que atrincherarse en la tierra, hay que llevar a todos al koljós. Llevados cada vez más cerca de la revolución mundial.

—¿Conoces tú bien a Tit Borodín? —le preguntó, Davídov, en tanto caminaba pensativo.

—¡Cómo no lo voy a conocer! Fuimos amigos, pero su extremado apego a la propiedad nos separó. El año veinte, él y yo participamos en el aplastamiento de una sublevación en un distrito de la región del Donetz. Dos escuadrones y una sección especial nos lanzamos al ataque. Muchos jojoles[27] quedaron muertos a sablazos más allá del pueblo. Por la noche, Titok se presentó en la vivienda con unos talegos. Los sacudió y esparció por el suelo ocho pies cercenados… «¡La madre que te parió! ¿Te has vuelto loco? —le dijo un camarada—. ¡Lárgate con eso ahora mismo!» Y el Titok le contestó: «¡No se sublevarán más, los m…! Ya a mí estos cuatro pares de botas me harán avío. Calzaré a toda la familia». Los puso sobre el horno y, cuando se hubieron deshelado, se puso a dar tirones para sacar de los pies aquellas botas altas. Tomó el sable y empezó a cortar con él las costuras de las cañas. Llevóse los pies descalzos y los hundió en un almiar. «Ya los he enterrado», dijo. Si entonces hubiéramos sabido, ¡le habríamos fusilado como a un perro! Pero los camaradas no le delataron. Más tarde, le sondeé: «¿Es verdad que hiciste eso?» «Es verdad —me respondió—, yo no podía quitarles las botas, las piernas estaban tiesas, duras de la helada, y les corté los pies a sablazos. Me dolía, como zapatero, que unas botas buenas se pudrieran en la tierra. Pero ahora —confesó—, a mí mismo me da horror. A veces, hasta me despierto por la noche y le pido a la mujer que me deje ponerme al lado de la pared, pues en el borde de la cama, siento espanto…» Bueno, ya hemos llegado a mi vivienda —Nagúlnov entró en el patio haciendo chasquear el picaporte.