La noche en que vino a ver a Yákov Lukich Ostrovnov su antiguo jefe de centuria, el esaul Pólovtsev, hubo entre ambos una larga conversación. Pese a que Yákov Lukich era tenido en el caserío por hombre de gran inteligencia, con mañas y cautela zorrunas, no supo mantenerse al margen de la lucha que se había desencadenado con furia por los caseríos y que, como un torbellino, le arrastró a los acontecimientos. Desde aquel día, la vida de Yákov Lukich empezó a transcurrir por peligroso camino…
Aquella noche, después de cenar, Yákov Lukich sacó la bolsita del tabaco, sentase en el arcón, abarcando con ambas manos la pierna, ceñida por una gruesa media de lana, y comenzó a verter la amargura que, durante años, se había ido acumulando en su corazón:
—¡Qué le voy a decir, Alexandr Anísimovich! La vida es triste, no da motivos de alegría. Verá usted, los cosaquillos habían empezado a hacerse con un poco de hacienda, a enriquecerse algo. El año veintiséis o el veintisiete, los impuestos, bueno, puede decirse que eran soportables. Pero ahora, vuelve a ocurrir todo lo contrario. Y en su stanitsa, ¿qué? ¿Se habla de la colectivización?
—Se habla —repuso conciso el huésped, humedeciendo con saliva el papel del cigarro y mirando de reojo, atentamente, al dueño de la casa.
—Por lo tanto, ¿en todas partes hace llorar esa misma canción? Bueno, le contaré algo de mí: el año veinte volví yo, después del retroceso[15]. Junto al mar Negro se quedaron dos pares de caballos y todos mis bienes. Regresé al kurén vacío. Desde entonces he trabajado día y noche. Los camaradas me dieron el primer disgusto con la contingentación: arramblaron con todo mi grano. Luego, perdí ya la cuenta de esos disgustos. Aunque se puede hacerla: me dan un disgusto y un recibito, para que no se me olvide —Yákov Lukich se levantó, metió la mano detrás del espejo y sacó, sonriendo bajo el recortado bigote, un legajo de papeles—. Mire, aquí están los recibitos de lo que yo entregué el año veintiuno: di pan, y carne, y mantequilla, y cuero, y lana, y aves de corral, y llevé toros enteros al centro de acopio. Y éstas son las notificaciones para el pago del impuesto rural único, del reparto vecinal voluntario, y de nuevo, los recibitos del seguro… Pagué por el humo de la chimenea, por que el ganado permanecía vivo en el corral. Pronto tendré un saco lleno de estos papelitos. En pocas palabras, Alexandr Anísimovich, he vivido alimentándome yo de la tierra y alimentando a otros de mí mismo. Y aunque me arrancaron el pellejo más de una vez, supe componérmelas para que me volviera a crecer. Al principio adquirí un par de becerretes, que se hicieron grandes. Uno se lo di al Fisco, para carne. Vendí la máquina de coser de mi mujer y compré otro. Al cabo de algún tiempo, el año veinticinco, vino otro par, de mis vacas. Junté, pues, dos pares de toros y dos vacas. No me privaron del voto; más tarde, me clasificaron como campesino medio acomodado.
—¿Y tienes caballos? —inquirió el huésped.
—Espere usted un poco, ya hablaré también de los caballos. Le compré a una vecina una potrilla, hija de una yegua del Don, de pura sangre (no quedaba más que ella en todo el caserío). Creció la yegüecilla, ¡pero era muy chiquitina! De poca alzada, ni medio vershok[16], y no servía para filas[17]; pero en cuanto a fogosidad, ¡no tenía igual! Por ella, como animal de pura raza, recibí, en la exposición de la vida rural que se celebró en la capital de la comarca, un premio y un diploma. Empecé a prestar oído a los consejos de los agrónomos y a cuidar de la tierra igual que de la mujer cuando está enferma. Mi maíz es el primero del caserío; mi cosecha, la mejor de todas. Sulfataba la simiente y retenía la nieve en los campos. Sembraba el trigo de primavera sólo en la tierra labrada en otoño, sin ararla de nuevo; mis barbechos son siempre los primeros. En resumidas cuentas: me he hecho un dueño de hacienda culto y, testimoniando esto, tengo un diploma de la DA, o sea, de la Dirección de Agricultura. Ahí está, véalo.
El huésped, siguiendo al dedo de Yákov Lukich, lanzó una fugaz mirada a una hoja de cartulina, con un sello en lacre, que, metida en un marco de madera, estaba colgada al lado de los iconos, junto a un retrato de Vorochílov.
—Sí, me mandaron el diploma, y el agrónomo hasta se llevó a Rostov un hacecillo de mi trigogarnovka, para enseñárselo a las autoridades —prosiguió, con orgullo Yákov Lukich—. Los primeros años, yo sembraba cinco desiatinas[18]; luego, cuando conseguí afianzarme, empecé a doblar el espinazo de firme: sembraba a razón de tres, cinco y hasta siete krugs[19]. ¡Ya ve usted! Trabajábamos yo, mi hijo y mi mujer. Solamente dos veces, en el tiempo de más faena, tomé un jornalero. ¿Qué mandaba en aquellos años el Poder Soviético ¡Siembra todo lo más que puedas! Y yo sembraba tanto, que me quedé sin trasero, ¡lo juro por Cristo! Y ahora, Alexandr Anísimovich, bienhechor mío, créame, ¡tengo miedo! Tengo miedo de que por esos siete krugs sembrados me hagan pasar por el ojo de la aguja, que me declaren kulak. Nuestro Presidente del Soviet, el guerrillero rojo camarada Razmiótnov, o, más llanamente, Andriushka, me tentó a cometer ese pecado, ¡maldita sea su madre…! «Siembra —solía decirme—, Yákov Lukich, la máxima, cuanto puedas, échale una mano al Poder Soviético. ¡Ay, ahora el pan le hace muchísima falta!» Yo tenía ya mis dudas, y ahora parece que esa máxima me ata los pies al cogote, con nudo corredizo, ¡bien lo sabe Dios!
—¿Se apunta aquí la gente en el koljós? —preguntó el huésped. Estaba en pie, junto a la litera del horno, las manos a la espalda, ancho de pecho, de cabeza grande y cuerpo macizo como un talego, repleto de grano.
—¿En el koljós? Hasta el presente, no nos han dado mucho la lata, pero mañana habrá una asamblea de campesinos pobres. Han ido por las casas, antes del anochecer, anunciándolo. Vienen pregonando desde la Nochebuena, a grito pelado: «¡Ingresa, anda, ingresa!», pero la gente se niega en redondo, no se ha apuntado nadie. ¿Quién se hace mal a sí mismo? Mañana, deberán ajustar ese casorio. Dicen que esta tarde ha venido un obrero, de la cabeza del distrito, que encorralará a todos en el koljós. Nuestra vida toca a su fin. He estado amontonando, me he llenado las manos de callos, he echado hasta joroba, ¿y ahora, qué?, ¿entrega todos tus bienes al fondo común, el ganado y el pan, las aves de corral y la casa? Viene a resultar: dale la mujer a un amigo y vete tú a…; eso es lo que resulta. Juzgue usted mismo, Alexandr Anísimovich, yo llevaré al koljós un par de bueyes (el otro par tuve tiempo de vendérselo a la Cooperativa de la Carne), la yegua y su potrillo, todos mis aperos y el pan, y otro, la pretina llena de piojos. Nos juntaremos los dos y nos repartiremos las ganancias por igual. ¿Acaso no será ofensivo para mí?… Puede que él se haya pasado toda la vida tumbado a la bartola, en lo alto del horno, pensando en una buena tajada, mientras que yo… Pero, ¿a qué gastar saliva? ¡Estoy hasta aquí! —y Yákov Lukich se pasó por la garganta el canto de la áspera mano—. Bueno, dejemos esto. ¿Qué tal vive usted? ¿Presta servicio en alguna empresa o trabaja en algún oficio?
El huésped acercóse a Yákov Lukich, se sentó en un taburete y empezó de nuevo a liar un cigarro. Miraba concentrado a la bolsita del tabaco, y Yákov Lukich, al estrecho cuello de la viejecilla blusa tolstoyana de Alexandr Anísimovich, que se incrustaba en el pardo pescuezo, congestionado de la opresión y con abultadas venas a ambos lados, bajó la nuez.
—Tú serviste en mi centuria, Lukich… ¿Recuerdas que una vez, en Ekaterinodar[20], me parece que cuando retrocedíamos, tuve una conversación con los cosacos acerca del Poder Soviético? Entonces, ya advertí a los cosacos, ¿te acuerdas? «¡Os equivocáis amargamente, muchachos! Los comunistas os estrujarán, os retorcerán como cuernos de carnero. Recapacitad; luego, será tarde» —calló un instante, en sus ojos azulencos se contrajeron las pupilas, diminutas como cabezas de alfiler, y sonrió sutil—. ¿No ha ocurrido lo que yo decía? De Novorossiisk no me fui con los míos. No pudo ser. Entonces nos hicieron traición, nos abandonaron los voluntarios y los aliados[21]. Yo ingresé en el Ejército Rojo; mandaba un escuadrón, camino del frente polaco… Tenían una comisión depuradora, para comprobar la lealtad de los antiguos oficiales… Aquella comisión me destituyó del cargo, me detuvo y me mandó a un tribunal revolucionario. Y, ni que decir tiene, los camaradas me habrían liquidado o metido en un campo de concentración. ¿Adivinas por qué? Un hijo de perra, un cosaquillo de mi stanitsa, denunció que yo había participado en la ejecución de Podtélkov[22]. Cuando me llevaban al tribunal, me escapé… Estuve oculto mucho tiempo, viviendo bajo nombre falso, y el año veintitrés volví a mi stanitsa. Me las había arreglado para conservar el documento de que yo había sido jefe de escuadrón, pues encontré buenos muchachos; en pocas palabras: quedé con vida. Al principio, me llevaban a menudo a la capital de la comarca, al Buró Político de la Cheka del Don. Me zafé como pude y empecé a trabajar de maestro. He estado dando clases hasta hace poco. Pero ahora… Ahora es otra cosa. Voy a Ust-Jopérskaia a unos asuntos, y me he acercado a verte, como antiguo compañero de regimiento que eres.
—¿Ha sido usted maestro? Bien… Usted es hombre instruido, ha dominado la ciencia de los libros. ¿Qué va a pasar en adelante? ¿A dónde nos llevarán los koljóses?
—Al comunismo, hermano. Al comunismo auténtico. Yo he leído también a Carlos Marx y el célebre manifiesto del Partido Comunista. ¿Sabes en qué terminará el asunto de los koljóses? Al principio, el koljós; luego, la comuna, la liquidación absoluta de la propiedad. Te quitarán no sólo los bueyes, sino también los hijos, para que los eduque el Estado. Todo será de todos: los hijos, las mujeres, las tazas, las cucharas. Si tú quieres comerte una sopa de fideos con menudillos de ganso, te quedarás con las ganas; te alimentarán con kvas[23]. Serás un siervo de la gleba.
—¿Y si yo no quiero?
—No te preguntarán tu opinión.
—¿Cómo puede ser eso?
—Siendo. Y así, todo.
—¡No está mal pensado!
—¿Y qué te figurabas? Ahora, yo te pregunto a ti: ¿se puede seguir viviendo así?
—No, no es posible.
—Y puesto que no es posible, hay que actuar, que luchar.
—¿Qué dice usted, Alexandr Anísimovich? Ya probamos, ya luchamos… Y no hubo manera. ¡No me cabe en la cabeza!
—Pues prueba a que te quepa —el huésped aproximóse a su interlocutor, miró a la puerta de la cocina, herméticamente cerrada, y, palideciendo de pronto, le comunicó, en un susurro—: Te diré sin rodeos que confío en ti. En nuestra stanitsa los cosacos se disponen a sublevarse. Y no vayas a creer que así como así, a lo que salga. Estamos en contacto con Moscú, con generales que ahora sirven en el Ejército Rojo, con ingenieros que trabajan en las fábricas, e incluso tenemos ligazón más lejos: con el extranjero. Sí, sí, la tenemos. Si nos organizamos todos a una y empezamos a actuar precisamente ahora, para la primavera próxima, con ayuda de las potencias extranjeras, el Don estará ya limpio. Y tú podrás hacer la siembra con tu propio grano y para ti solo… Aguarda, luego hablarás. En nuestro distrito hay muchos que simpatizan con nosotros. Es preciso reunirlos y agruparlos. A eso mismo voy a Ust-Jopérskaia. ¿Te incorporas a nosotros? En nuestra organización contamos ya con más de trescientos cosacos sujetos al servicio militar. En Dubrovski, en Voiskovói, en Tubianski, en Mali Oljovatski y en otros caseríos, tenemos grupos nuestros de combate. Hay que formar un grupo igual aquí, en Gremiachi… Bueno, habla.
—La gente murmura contra los koljóses y contra la entrega de grano…
—¡Aguarda! No se trata de la gente, sino de ti. A ti te pregunto. ¿Qué contestas?
—¿Acaso se puede resolver de golpe un asunto como ése?… Se juega uno la cabeza.
—Piénsalo… A una orden, nos lanzaremos al mismo tiempo desde todos los caseríos. Nos apoderaremos de la stanitsa, cabeza de vuestro distrito; a los milicianos y a los comunistas les echaremos el guante en sus casas, uno a uno, y el fuego se extenderá sin necesidad de viento.
—¿Y con qué?
—¡Ya encontraremos! A ti, seguramente, ¿te quedará también algo?
—¡Vaya usted a saber!… Me parece que, por alguna parte, anda tirado un cacharrete… Creo que de tipo austriaco…
—No tenemos más que empezar, y, al cabo de una semana, los barcos extranjeros nos traerán armas y fusiles. Hasta aeroplanos habrá. ¿Qué contestas?
—¡Déjeme pensarlo, señor esaul! No me obligue a contestar de repente.
. El huésped, pálido aún el rostro, apoyóse contra la litera del horno y dijo con sorda voz:
—Nosotros no llamamos al koljós, y no obligamos a nadie. Eres libre para decidir, pero no te vayas de la lengua… ¡mucho cuidado, Lukich! Toma seis balas, y la séptima puede ser para ti… —e hizo girar levemente, con el dedo, el tambor del revólver, que chasqueó en el bolsillo.
—Respecto a la lengua, esté usted tranquilo. Pero su empresa es arriesgada. Y no lo oculto: da miedo meterse en un fregado como ése. Mas, por otra parte, el camino de la vida está cortado —e hizo una pausa—. Si no se persiguiese a los ricos, puede que yo fuese hoy, por mi diligencia y celo, la primera figura del caserío. En una vida libre, ¡quizás tuviese ahora hasta automóvil! —exclamó con amargura el dueño, luego de un instante de silencio. Además, ir uno solo a semejante… Me retorcerían el pescuezo en un dos por tres.
—¿Por qué solo? —le interrumpió su huésped con enojo.
—Bueno, es un decir… Pero, ¿y los demás? La gente, el pueblo, ¿qué hará?
—El pueblo es como un rebaño de ovejas. Hay que conducirlo. ¿De modo que te decides?
—Ya le he dicho, Alexandr Anísimovich…
—Necesito saberlo con seguridad: ¿te decides o no?
—Como no me queda otra salida, me decido. Pero, de todos modos, déjeme consultar a la mollera. Mañana le diré mi última palabra.
—Además de eso, tú debes convencer a los cosacos de confianza. Busca a los que tengan algún motivo de disgusto contra el Poder Soviético —dijo Pólovtsev, ordenando ya.
—Con una vida como ésta, cada uno lo tiene.
—¿Y tu hijo, qué?
—¿Se puede separar el dedo de la mano? Adonde vaya yo, irá él.
—¿Qué tal muchacho es, tiene firmeza?
—Es un buen cosaco —repuso el dueño con sereno orgullo.
Al huésped le prepararon un lecho, en la habitación grande, extendiendo junto a la litera del horno una manta gris, con una marca a fuego, y una zamarra. Pólovtsev se quitó las botas altas, pero no se desnudó, y quedóse dormido inmediatamente, apenas hubo rozado su mejilla la fresca almohada, olorosa a plumón.
… Antes del amanecer, Yákov Lukich despertó a su madre, una anciana de ochenta años, que dormía en la habitacioncilla lateral. Le contó brevemente los motivos de la llegada del ex jefe de la centuria. La vieja le escuchó sentada en la litera —colgantes las piernas, de venas negras y articulaciones deformadas por un enfriamiento—, doblando con la mano la amarilla oreja.
—¿Me da usted su bendición, madrecita? —preguntó Yákov Lukich, poniéndose de rodillas.
—¡Ve, ve contra ellos, contra esos enemigos malos, hijito mío! ¡El Señor te bendice! Cierran las iglesias… No dejan vivir a los popes… ¡Ve!…
Por la mañana temprano, Yákov Lukich despertó al huésped.
—¡Ya he decidido! Mande usted.
—Lee y firma —Pólovtsev sacó un papel del bolsillo superior.
—«¡Dios está con nosotros! Yo, cosaco de las gloriosas tropas del Don, ingreso en la “Alianza para la liberación del Don querido” y me comprometo a batirme —hasta verter la última gota de sangre, con todas mis fuerzas, por todos los medios y cumpliendo las órdenes de mis jefes— contra los comunistas-bolcheviques, enemigos jurados de la fe cristiana y opresores del pueblo de toda Rusia. Me comprometo a obedecer incondicionalmente a mis jefes y mandos. Me comprometo a llevar todos mis bienes al altar de la Patria ortodoxa. Y lo suscribo».