El Secretario del Comité de Distrito del Partido, hombre miope y de indolentes movimientos, sentóse a la mesa escritorio, miró de soslayo a Davídov —entornando los ojos y contrayendo las abultadas arrugas, como bolsitas, que se extendían bajo ellos— y empezó a leer sus documentos.
Fuera, en la calle, silbaba el viento en los hilos del teléfono; por el lomo de un caballo —atado con el cabestro a la empalizada—, por el mismo espinazo, se paseaba de lado una urraca, picoteando algo. El viento le alzaba la cola y le levantaba el ala, empinándola para volar, pero ella volvía a posarse en el lomo del jamelgo, decrépito, indiferente a todo, y miraba triunfante a derecha e izquierda con su ojillo rapaz. Sobre la stanitsa[5] flotaban bajos unos jirones de nubes. De vez en cuando, por algún claro, caían oblicuos unos rayos de sol iluminando un retazo de cielo —azul, como en verano—, y entonces, un recodo del Don, visible desde la ventana, el bosque, más allá de él, y la lejana altura, con un diminuto molino de viento en el horizonte, adquirían la conmovedora ternura de un dibujo.
—¿De modo que te has retenido en Rostov a causa de una enfermedad? ¡Qué se le va a hacer!… Los otros ocho, de los veinticinco mil[6], llegaron hace tres días. Se celebró un mitin. Los recibieron los representantes de los koljóses —y el Secretario se mordió los labios, pensativo—. Ahora tenemos una situación especialmente complicada. El porcentaje de colectivización en el distrito es de catorce y ocho décimas. En su mayoría, tenemos SLC[7]. En cuanto al sector de los kulaks acomodados, aún nos queda una deuda en el acopio de grano para el Estado. Necesitamos gente. ¡Nos hace muchísima falta! Los koljóses pidieron cuarenta y tres obreros, y sólo os han enviado a nueve.
Y, por entre los abotagados párpados, miró de un modo nuevo a Davídov, inquiridor, largamente, clavando los ojos en sus pupilas, como si calibrase de qué sería capaz aquel hombre.
—¿De modo, querido camarada, que eres mecánico-ajustador? ¡Muy bien! ¿Y hace mucho que trabajas en la Putílov[8]? Toma, fuma.
—Desde la desmovilización. Nueve años —Davídov tendió la mano hacia el cigarrillo, y el Secretario, al captar con la mirada, junto a la muñeca, un desvaído tatuaje azul, sonrió con las comisuras de sus labios fláccidos.
—¿Para ornato y orgullo, verdad? ¿Estuviste en la Flota?
—Sí.
—Ya veo que llevas ahí un ancla…
—Era joven, ¿comprendes?… Y por inexperiencia y necedad, me la hice… —Davídov, con enojo, tiró de la manga hacia abajo, pensando: «Vaya, buena vista tienes para lo que no hace falta. En cambio, lo del acopio de grano para el Estado, ¡se te escapó!».
El Secretario calló y, de pronto, pareció arrancarse del rostro, morbosamente hinchado, la intrascendente sonrisa acogedora.
—Tú, camarada, irás hoy mismo, como delegado del Comité de Distrito del Partido, a realizar la colectivización total. ¿Has leído la última directriz del Comarcal? ¿La conoces? Pues bien, irás al Soviet de la aldea de Gremiachi. Descansarás más tarde, ahora no hay tiempo. Tienes que hacer hincapié en la colectivización cien por cien. Allí hay un artel enano, y nosotros tenemos que crear koljóses gigantes. En cuanto organicemos la columna de agitadores, os la mandaremos también allá. Mientras tanto, vete y, a base de reducir a los kulaks con tiento, crea un koljós. Todas las haciendas de los campesinos pobres y medios deben estar en el koljós. Luego, cread también un fondo colectivizado de semillas para toda la superficie de siembra del koljós en el año mil novecientos treinta. Actúa allí con mucho ojo. A los campesinos medios, ¡ni tocarlos! En Gremiachi hay una célula del Partido, de tres comunistas. El Secretario de la célula y el Presidente del Soviet de la aldea son buenos muchachos, antiguos guerrilleros rojos —y después de morderse otra vez los labios, agregó—: con todas las consecuencias que de ello se derivan. ¿Comprendido? Políticamente están poco preparados y pueden cometer pifias. En caso de que surjan dificultades, ven aquí, a la cabeza del distrito. No hay comunicación telefónica, ¡eso es lo malo! ¡Ah!, otra cosa: el Secretario de la célula de allí está condecorado con la Bandera Roja, es bruscote, muy esquinado y… pincha por todas partes.
El Secretario tamborileó con los dedos en el cierre metálico de la cartera y, al ver que Davídov se levantaba, dijo con viveza:
—Aguarda, quiero advertirte otra cosa más: todos los días, con un correo a caballo, mándame los partes; endereza bien a esos muchachos. Ahora ve a ver al encargado de la sección de organización, ¡y en marcha! Diré que te envíen en un trineo del Comité Ejecutivo del Distrito. Así pues, aumenta la colectivización hasta llegar al cien por cien. Precisamente por el porcentaje calificaremos tu trabajo. Crearemos un koljós gigante, abarcando los diez y ocho soviets de aldea del distrito. ¿Te imaginas? Se llamará el artel agrícola «Putílov Rojo» —y satisfecho de la comparación, se sonrió a sí mismo.
—¿Qué me has dicho respecto al tiento con los kulaks? ¿Cómo hay que interpretar eso? —preguntó Davídov.
—De la siguiente manera —repuso el Secretario, sonriendo protector—: hay el kulak que ha cumplido la tarea de entrega de grano para el Estado, y hay el que no la cumple sistemáticamente. Con el segundo, la cosa está clara: se le aplica el artículo ciento siete[9], y sanseacabó. En cuanto al primero, la cuestión es más complicada. ¿Qué harías tú con él, aproximadamente?
Davídov quedó un momento pensativo.
—Yo le daría una nueva tarea…
—¡Buena salida! No, camarada, así no se va a ninguna parte. De ese modo, se quebrantaría toda confianza en nuestras medidas. ¿Y qué diría entonces el campesino medio? Diría lo siguiente: «¡Ahí tienes lo que es el Poder Soviético! Juega con el mujik». Lenin nos enseñó a tener muy en cuenta el estado de ánimo de los campesinos, y tú me sales con una «segunda tarea». Eso, hermano, es infantilismo.
—¿Infantilismo? —Davídov se puso cárdeno—. Por lo visto, según tú… Stalin se equivoca, ¿no es eso?
—¿Qué tiene que ver Stalin en este caso?
—¿Has leído su discurso en la conferencia de esos marxistas, ¿cómo se llaman?… Bueno, de los que se ocupan de la cuestión del campo… ¿Cómo se llaman, demonio? Bueno, agrícolas o algo por el estilo…
—¿Agrarios?
—¡Eso, eso es!
—Bien, ¿y qué?
—Pide la «Pravda»[10] que trae ese discurso.
El administrador trajo la «Pravda». Davídov rebuscó con ansia, girando los ojos.
El Secretario, sonriendo expectante, le miraba con fijeza a la cara.
—Aquí está. ¿Cómo hay que interpretar esto?… «La expropiación de los kulaks no era posible mientras manteníamos el punto de vista de la reducción…» Bueno, y más adelante… mira lo que dice: «¿Y ahora? Ahora es otra cosa. Ahora tenemos ya la posibilidad de llevar a cabo la ofensiva decisiva contra los kulaks, de romper su resistencia, de liquidarlos como clase…» Como clase, ¿te enteras? Entonces, ¿por qué no se puede darle una segunda tarea respecto al grano? ¿Por qué no se puede echarles la zarpa por completo?
El Secretario borróse del rostro la sonrisa y se puso serio.
—Más adelante, se dice ahí que las masas de campesinos pobres y medios que afluyen al koljós expropian a los kulaks. ¿No es así? Lee.
—¡Ay, calamidad!
—Mira, ¡déjate de exclamaciones! —irritóse el Secretario, y hasta le tembló la voz—. ¿Y tú qué es lo que propones? Una sanción administrativa para todos los kulaks sin distinción. Y lo propones en un distrito donde sólo se ha conseguido un catorce por ciento de colectivización y donde los campesinos medios solamente se disponen a ingresar en el koljós. En este asunto se puede estropear todo en un momento. Y viene gente como tú, que no conoce las condiciones locales… —el Secretario se contuvo y prosiguió, ya en voz más baja—: Con tales puntos de vista puedes meter la pata infinidad de veces.
—Eso ya lo veremos…
—¡Estate tranquilo! Si fuese necesaria y oportuna semejante medida, el Comité Comarcal nos ordenaría sin rodeos: «¡Aniquilad al kulak!…» Y nosotros, ¡no faltaría más! Lo haríamos en un dos por tres. Las milicias, todo el aparato estaría a vuestra disposición… Pero por ahora, sólo actuamos parcialmente: a través del tribunal popular, con arreglo al artículo ciento siete, sancionamos al kulak que oculta el grano.
—Entonces, según tú, ¿los braceros, los campesinos pobres y medios están contra la expropiación de los kulaks? ¿A favor de ellos? ¿Hay que conducirlos o no contra los kulaks?
El Secretario chasqueó bruscamente el cierre metálico de la cartera y repuso con sequedad:
—Tu puedes interpretar cada palabra del Jefe como te plazca, pero del distrito responde el Buró del Comité Distrital del Partido, yo personalmente. Procura, allí donde te mandamos, aplicar nuestra línea, y no la inventada por ti. En cuanto a mí, perdona, pero no dispongo de tiempo para discutir contigo. Tengo otras cosas que hacer —y se levantó.
. La sangre volvió a afluir copiosa a las mejillas de Davídov, pero éste supo contenerse y replicó:
—Yo aplicaré la línea del Partido, y a ti, camarada, te diré en la cara, al modo obrero: tu línea es equivocada, políticamente injusta, ¡eso es la pura verdad!
—Yo respondo de mis actos, y en cuanto a eso del «modo obrero», es tan viejo como…
Sonó el timbre del teléfono. El Secretario agarró el auricular. En la habitación empezó a congregarse gente, y Davídov se fue a ver al encargado de la sección de organización.
«Cojea del pie derecho…[11] ¡Eso es la pura verdad! —pensaba al salir del Comité de Distrito del Partido—. Volveré a leer de cabo a rabo el discurso a los agrarios. ¿Será posible que yo esté equivocado? ¡No, hermanete, perdona! Pero, con tu tolerancia en cuestiones de fe, has dado rienda suelta al kulak. Y aun decían en el Comité Comarcal: “es un muchacho capaz”… Sin embargo, los kulaks tienen deudas de grano. Una cosa es reducirlos, y otra arrancarlos de cuajo como saboteadores. ¿Por qué no conduces a las masas contra ellos?» —continuó la mental discusión con el Secretario. Como siempre, los argumentos más convincentes se le ocurrían a posteriori. Allí, en el Comité de Distrito, en su acaloramiento y agitación se había aferrado a la primera objeción que encontrara a mano. Debía haber tenido más calma. Y caminaba quebrando con los pies el hielo de los charcos y tropezando con las boñigas de vaca, endurecidas por el frío, en la plaza del mercado.
—Lástima que hayamos terminado tan pronto; de lo contrario, te habría puesto en un aprieto —afirmó Davídov en voz alta. Y al advertir que una mujer esbozaba una sonrisa al pasar junto a él, calló enojado.
Davídov entró presuroso en la «Casa del Cosaco y del Campesino», tomó su maletín y sonrió al recordar que su equipaje fundamental lo constituían —aparte de dos mudas, unos calcetines y un traje—, destornilladores, alicates, una lima, un cortafrío agudo, un compás de calibres, una llave inglesa y otras herramientas sencillas, de su pertenencia, que había cogido en Leningrado al partir. «¡Maldita la falta que me van a hacer! Creía que tal vez me sirvieran para echar un parche a algún tractorcillo, pero aquí no hay ni tractores. Por consiguiente, tendrás que andar dando tumbos por el distrito, como delegado. Se las regalaré a cualquier herrero koljosiano, ¡que se vayan al cuerno!» —decidió, echando en el trineo su maletín.
Los caballos del Comité Ejecutivo del Distrito, bien cebados con avena, tiraban raudos, fácilmente, del gran trineo tabriano[12] con respaldo pintado de colores chillones. Apenas salieron de la stanitsa, Davídov empezó a sentir frío. Se tapó en vano el rostro, levantándose el raído cuello —de piel de cordero— del abrigo y se encasquetó la gorra, pues el viento y la gélida humedad penetraban por el cuello y se metían por las mangas, haciéndole dar tiritones. Sobre todo, se le quedaban helados los pies, calzados con unos zapatos viejecillos de la «Skorojod»[13].
Desde la stanitsa hasta Gremiachi Log hay veintiocho kilómetros de altozano desierto. Por la cumbre del altozano va una senda, parda de la bosta que comienza a deshelarse. En derredor, hasta donde la vista abarca, se extienden impolutos los campos nevados. Artemisas y cardos borriqueños inclinan lastimeros sus blancas cabezuelas. Tan sólo desde las vertientes de las cañadas, la tierra mira al mundo con sus arcillosos ojazos; la nieve, barrida por el viento, no se mantiene allí; en cambio, cubre hasta arriba las hondonadas y los anchos barrancos, formando compactos, firmes montones.
Agarrado a un saliente de la delantera, Davídov corrió largo rato, para calentarse los pies; luego, saltó al trineo y, acurrucado, empezó a dormitar. Chirriaban silbantes los patines, de acanaladas llantas; hincábanse en la nieve, con seco crujido, las púas de las herraduras, mientras tintineaba el balancín junto al caballo de diestro. A veces, Davídov, por entre los párpados cubiertos de escarcha, veía fulgurar al sol, como relámpagos violáceos, las alas de los grajos que levantaban impetuosamente el vuelo, apartándose del camino, y de nuevo, un dulce sopor le cerraba los ojos.
Le despertó el frío, que le atenazaba el corazón, y al abrir los ojos, vislumbró, a través de las lagrimillas, que brillaban con irisados destellos, un sol gélido, la majestuosa, inmensa llanura de la estepa en silencio, un cielo gris de plomo en el horizonte y, sobre el albo capirote de un túmulo no lejano, una zorra amarillo-rojiza con reflejos de fuego. La zorra trataba de atrapar un ratón. Alzábase de manos; retorciéndose, daba saltos para caer sobre las patas delanteras y escarbar con ellas envolviéndose en refulgente polvillo de plata, mientras su cola, luego de deslizarse suave y leve, extendíase sobre la nieve como la roja lengua de una llama.
Llegaron a Gremiachi Log al atardecer. En el amplio patio del Soviet de la aldea estaba parado un trineo vacío de dos caballos. Junto a la escalera de la terracilla, fumando, había un compacto grupo de unos siete cosacos. Los caballos, de áspero pelaje apelotonado por el sudor, se detuvieron cerca de la escalerilla.
—¡Buenas tardes, ciudadanos! ¿Dónde está aquí la cuadra?
—¡Salud tengan! —repuso por todos un cosaco, ya entrado en años, llevándose la mano al borde de lapapaja de piel de liebre—. La cuadra, camarada, es ésa, la techada de cañizo.
—Tira para allá —ordenó Davídov— al cochero y, achaparrado, fornido, saltó del trineo. Restregándose las mejillas con el guante, echó a andar en pos del vehículo.
Los cosacos también se dirigieron hacia la cuadra, sorprendidos de que aquel forastero, con aspecto de funcionario, que hablaba recalcando la «g» al modo ruso, fuese tras el trineo, en vez de entrar en el Soviet.
Por las puertas de la cuadra salía, en tibias nubecillas, el vaho del estiércol. El cochero del CED paró los caballos. Davídov, con seguros movimientos, empezó a liberar el balancín de los nudos corredizos de los tirantes. Los cosacos, agolpados junto a él, se miraron unos a otros. Un abuelo con blanca zamarra de mujer, entornó pícaro los ojos, en tanto se arrancaba los carámbanos del bigote.
—¡Cuidado, camarada, no te vaya a soltar una coz!
Davídov sacó la retranca de debajo de la cola del caballo y volvióse hacia el abuelo, dilatando los ennegrecidos labios en una sonrisa que mostraba la mella de un incisivo.
—Yo, padrecito, fui de ametralladoras, ¡y tuve que entendérmelas con caballitos mucho más bravos que éstos!
—¿Y el diente ese, no te lo sacó, por un casual, alguna yegua? —preguntó un hombre, negrote como un grajo, con una barba rizosa que le llegaba hasta las mismas narices.
Los cosacos rieron sin malicia, mas Davídov, quitando con destreza la collera, replicó chancero:
—No; me quedé sin diente hace mucho, por culpa del vino. Pero mejor es: así las mujeres no temerán que las muerda. ¿No es verdad, abuelo?
La broma fue aceptada, y el viejo meneó la cabeza con fingida aflicción.
—Pues yo, muchacho, ya no muerdo. Hace una porción de años que mi diente mira para abajo…
El cosaco de la barba negra relinchó igual que un potro en una yeguada, abriendo la bocaza de blanca dentadura y sin cesar de agarrarse la faja roja que ceñía fuertemente su chekmén[14], como si temiera reventar de risa.
Davídov dio a los cosacos unos cigarrillos, encendió el suyo y encaminóse hacia el Soviet de la aldea.
—Ve, allí, allí está el Presidente. Y el Secretario de nuestro Partido también —decía el abuelo, siguiendo pertinaz a Davídov.
Los cosacos, fumándose los cigarrillos de dos chupadas, iban a su lado. Les había gustado grandemente que el forastero procediese de un modo distinto a como se comportaba de ordinario cualquier jefe de la cabeza del distrito, pues en vez de saltar del trineo, pasar de largo ante la gente y meterse en el Soviet de la aldea, apretando la cartera bajo el brazo, había empezado él mismo a desenganchar los caballos, ayudando al cochero y mostrando un viejo conocimiento y habilidad en el modo de tratar a tales bestias. Mas, al propio tiempo, aquello también les asombraba.
—¿Cómo es, camarada, que no te da reparo en ocuparte tú mismo de los caballos? ¿Acaso corresponde eso a un funcionario? ¿Para qué está el cochero entonces? —inquirió, sin poderse contener, el de la barba negra.
—Eso nos ha dejado pasmados —reconoció sincero el abuelete.
—¡Pero si es un herrero! —exclamó decepcionado un mozuelo cosaco, de amarillo bigote, señalando a las manos de Davídov, encallecidas y plomizas en las palmas, del roce con el metal, y Con viejas hendiduras en las uñas.
—Soy mecánico-ajustador —le enmendó Davídov—. Bueno, ¿y por qué vais vosotros al Soviet?
—Por curiosidad —repuso el abuelo, en nombre de todos, parándose en el peldaño inferior de la escalerilla—. Nos interesa saber para qué has venido. ¿No será otra vez para lo del acopio de grano?…
—Vengo a lo del koljós.
El abuelete lanzó apenado un largo silbido y fue el primero en volverse de la escalerilla.
De la habitación, baja de techo, venía el fuerte y acre olor que exhalaban las zamarras en deshielo y la ceniza de la leña. Ante la mesa, girando el tornillo de la mecha del quinqué, de cara a Davídov, estaba en pie un hombre alto, de pecho erguido. En su guerrera caqui relucía bermeja la Orden de la Bandera Roja. Davídov adivinó que él, precisamente, era el Secretario de la célula del Partido en Gremiachi.
—Soy delegado del Comité de distrito del Partido. ¿Tú, camarada, eres el Secretario de la célula?
—Sí, soy el Secretario de la célula, Nagúlnov. Siéntese, camarada, ahora viene el Presidente del Soviet —Nagúlnov dio con el puño unos golpes en la pared y acercóse a Davídov.
Era ancho de pecho y tenía combadas las piernas, como los de Caballería. Sobre sus amarillentos ojos, de pupilas desmesuradas, endrinas, alzábanse unas grandes cejas negras. Habría sido guapo, de una ruda belleza viril, no muy perceptible, pero impresionante, de no haber tenido una nariz de aletas rapaces, como el pico de un buitre, y una turbia neblina en los ojos.
De la habitación contigua salió un cosaquillo macizo, con papaja gris de piel de cabra echada hacia atrás, una cazadora de paño de capote y unos bombachos con franjas en las perneras, remetidas en unos altos calcetines blancos, de lana.
—Este es el Presidente del Soviet, Andréi Razmiótnov.
El Presidente, sonriendo, se atusó el bigote, rubio y rizoso, y tendió con dignidad la mano a Davídov.
—¿Y usted quién es? ¿Un delegado del Comité de distrito del Partido? Deme sus documentos… ¿Los has visto, Makar? ¿Usted, seguramente, vendrá por el asunto del koljós? —miraba a Davídov con ingenua desenvoltura, entornando frecuentemente los ojos, claros como un cielo de verano. Su rostro moreno, sin afeitar hacía tiempo, con una cicatriz azul que le surcaba oblicua toda la frente, reflejaba a las claras la impaciencia de la espera.
Davídov tomó asiento junto a la mesa, habló de las tareas planteadas por el Partido para realizar una campaña de dos meses en pro de la colectivización total y propuso que al día siguiente mismo se celebrase una asamblea de campesinos pobres y de activistas.
Nagúlnov, aclarando la situación, empezó a hablar de la SLC de Gremiachi.
Razmiótnov le escuchaba con igual atención, intercalando de vez en cuando alguna frase y sin apartar la mano de la mejilla, cubierta de un arrebol castaño.
—Aquí tenemos una de esas llamadas sociedades para el laboreo conjunto de la tierra. Y le diré, camarada obrero, que esto no es más que una burla de la colectivización y puras pérdidas para el Poder Soviético —afirmaba Nagúlnov, visiblemente agitado—. De ella forman parte diez y ocho familias, todas de campesinos pobres a más no poder. ¿Y qué es lo que resulta de ello? Tiene que resultar una risión. Se juntaron, y entre sus diez y ocho haciendas, sólo tienen cuatro caballos y un par de bueyes, mientras que las bocas son ciento siete. ¿Cómo van a hacer frente a la vida? Claro que les dan créditos a largo plazo para que compren máquinas y tracción animal. Toman dinero a crédito, pero no podrán pagarlo ni a largo plazo. Ahora le explicaré: si tuvieran un tractor, la cosa variaría, pero no se lo han dado, y arando con los bueyes no se hace uno rico. Además, le diré que llevan una política viciosa, y yo los habría disuelto hace ya tiempo, por haberse pegado al Poder Soviético como el ternero ruin a la vaca; como mamar, maman, pero no crecen. Y entre ellos hay la siguiente opinión: «¡Bah, de todos modos nos darán! Y como no tenemos nada, nada pueden quitarnos para pagar las deudas». De ahí proviene el relajamiento de la disciplina entre ellos, y esa SLC será un cadáver en el mañana. Eso de reunir a todos en un koljós, es una gran idea. ¡Su vida será un verdadero encanto! Pero le diré que los cosacos son gente dura de roer, yesos huesos habrá que quebrarlos…
—¿Alguno de vosotros es miembro de esa sociedad? —preguntó Davídov, mirando alternativamente a sus interlocutores.
—No —contestó Nagúlnov—. Yo, el año veinte, entré en la comuna. Más tarde, ésta se deshizo, porque cada uno barría para dentro. Yo renuncié a la propiedad. Como estoy contagiado del odio a ella, entregue los aperos y los bueyes a la comuna vecina, a la número seis, que existe hasta la fecha; mi mujer y yo no tenemos nada. Razmiótnov no podía dar tal ejemplo, pues es viudo y no tiene más que a su viejecita madre. De ingresar, no habría escapado de las murmuraciones: «Nos ha endosado a la vieja, que nos hace tanta falta como al gitano la madre, y él mismo no trabaja en el campo». Este asunto es muy delicado. Y el tercer miembro de nuestra célula, que ahora está de viaje, es manco. Una trilladora le arrancó el brazo. Y, claro, le da lacha ingresar en el artel. Ya hay allí, dice, bastantes bocas.
—Sí, esa SLC nuestra es una desgracia —confirmó Razmiótnov—. Su presidente, un tal Arkashka Lósiev, es un mal administrador. ¡A quién han ido a elegir! Hay que reconocer que en este asunto nos hemos colado. No había que haberle permitido ocupar ese cargo.
—¿Por qué? —inquirió Davídov, examinando la relación de bienes de las haciendas de los kulaks.
—Pues porque —repuso Razmiótnov sonriendo— se trata de un enfermo. Nació para negociante. Esa es su enfermedad: cambiar y vender. Ha arruinado la SLC, ¡la ha dejado limpia! Compró un toro de raza, y se le ocurrió cambiado por una motocicleta. Engañó a los miembros de la sociedad, no nos pidió consejo a nosotros, y cuando quisimos damos cuenta, ya traía de la estación la motocicleta. ¡Pusimos el grito en el cielo y nos llevamos las manos a la cabeza! Pues bien, la trajo y nadie sabía conducida. Y además, ¿para qué la necesitaban? Daba risa y pena. La llevó a la stanitsa. Y allí, la gente entendida la examinaba y decía: «Es más barato pintarla y tirarla». Le faltaban piezas que sólo pueden hacerse en la fábrica. Debía ser su presidente Yákov Lukich Ostrovnov. ¡Ese sí que tiene meollo! Escribió a Krasnodar para que le mandaran un trigo nuevo, de la especie llamada «mielonopúsnaia», que crece por grande que sea la sequía, sujeta la nieve en los campos y su cosecha es siempre la mejor. Ha criado ganado de raza. Aunque las pía un poco cuando le apretamos con algún impuesto, es un buen administrador de su hacienda y tiene un diploma de honor.
—Es como un ganso silvestre entre los de corral; siempre se mantiene aparte, alejado de los demás —dijo Nagúlnov, meneando dudoso la cabeza.
—¡Qué va! Es uno de los nuestros —manifestó Razmiótnov con convencimiento.