NOCHE DE FIESTA
Se puso el vestido por primera vez la mañana del 27 de mayo, en su habitación. Había comprado un sujetador especialmente para usarlo con él; levantaba sus pechos en la forma adecuada (aunque no lo necesitaban realmente), pero dejaba descubiertas las mitades superiores. Llevarlo le producía una sensación extraña, irreal, que era mitad vergüenza, mitad desafiante excitación.
Era un vestido de falda amplia, pero ajustado en la cintura. Sentía contra su piel la tela pesada y desconocida; se había acostumbrado a llevar sólo algodón y lana.
La caída del vestido parecía adecuada —o lo sería con los zapatos nuevos—. Se los puso, se ajustó el escote y se dirigió a la ventana. Sólo podía ver un irritante reflejo casi fantasmal, pero parecía que estaba bien. Quizá más tarde pudiera… La puerta se abrió bruscamente detrás de ella, pero sólo escuchó el golpe seco y apagado de la cerradura. Se dio vuelta para enfrentarse a su madre.
Estaba vestida para ir a trabajar; llevaba su jersey blanco, y en una mano sostenía su bolso negro y en la otra la Biblia de su marido.
Se miraron.
Casi sin darse cuenta, Carrie sintió que su espalda se erguía hasta quedar muy derecha en medio del temprano sol de primavera que penetraba por la ventana.
—Rojo —murmuró Mrs. White—. Debí haberme imaginado que sería rojo.
Carrie no dijo nada.
—Alcanzo a verte los bultoscochinos. Todo el mundo los verá. Mirarán tu cuerpo. La Biblia dice…
—Son mis senos, mamá. Toda mujer los tiene.
—Quítate el vestido.
—No.
—Quítatelo, Carrie. Bajaremos juntas y lo quemaremos en el incinerador y luego rezaremos pidiendo perdón. Haremos penitencia. —Sus ojos comenzaron a brillar con ese extraño e inconexo celo que se apoderaba de ella ante sucesos que consideraba como pruebas de fe—. Yo no iré a trabajar y tú no irás a la escuela. Nos quedaremos en casa y rezaremos. Pediremos un signo. Nos arrodillaremos y pediremos el fuego de Pentecostés.
—No, mamá.
Su madre levantó la mano y se pellizcó la cara. Le quedó una marca roja. Miró a Carrie en busca de una reacción, no encontró ninguna; curvó la mano derecha hasta formar una garra y se arañó la mejilla, aparecieron algunos hilos de sangre. Gimoteó y se balanceó hacia atrás sobre los talones. Sus ojos ardían de exaltación.
—Deja de hacerte daño, mamá. Eso tampoco me va a detener.
Su madre dio un alarido. Empuñó la mano derecha y se golpeó en la boca. La sangre le manchó los dedos, la miró aturdida y pasó un dedo ensangrentado por la cubierta de la Biblia.
—Lavados en la sangre del Cordero —susurró—. Muchas veces. Muchas veces él y yo…
—Vete, mamá.
Levantó la vista y miró a Carrie con sus ojos refulgentes. Había una aterradora expresión de ira justiciera grabada en su rostro.
—Nadie se burla del Señor —murmuró—. Ten la seguridad de que tu pecado te descubrirá. ¡Quémalo, Carrie! ¡Arranca de tu cuerpo el color del demonio y quémalo! ¡Quémalo! ¡Quémalo! ¡Quémalo!
La puerta se abrió sola, de un golpe.
—Vete, mamá.
Mrs. White sonrió. Su boca ensangrentada hizo que su sonrisa se viera grotesca, torcida.
—Como Jezabel cayó de la torre, así sucederá contigo —dijo—. Y vinieron los perros y lamieron la sangre. ¡Lo dice la Biblia! Lo dice…
Sus pies comenzaron a deslizarse por el suelo y los miró perpleja. Parecía como si la madera fuese ahora hielo.
—¡Detén eso! —aulló.
Ya estaba en el vestíbulo. Se aferró a uno de los lados de la puerta y aguantó un momento; luego sus dedos se soltaron, aparentemente por sí solos.
—Te quiero, mamá —dijo Carrie con firmeza—. Lo siento.
Se imaginó que la puerta se cerraba y la puerta hizo exactamente eso, como movida por una ligera brisa. Cuidadosamente, para no hacerle daño, desasió las manos mentales con las que había empujado a su madre.
Momentos después, Margaret daba fuertes golpes en la puerta. Carrie la mantuvo cerrada; sus labios temblaban.
—¡Llegará el Juicio Final! —deliraba—. ¡Yo me lavo las manos! ¡Hice lo posible!
—Eso lo dijo Pilatos —murmuró Carrie.
Su madre se alejó. Un minuto después, Carrie la vio bajar por el sendero y cruzar la calle camino de su trabajo.
—Mamá —dijo suavemente y apoyó la frente en el vidrio.
De Explosión en las Sombras, pág. 129:
Antes de comenzar un análisis detallado de lo que ocurrió la misma noche de la fiesta, valdría la pena resumir lo que sabemos de Carrie White como persona.
Sabemos que era víctima de la obsesión religiosa de su madre. Sabemos que tenía una capacidad telequinésica latente, comúnmente designada con las iniciales TC. Sabemos que este así llamado «talento insólito» es, en realidad, un rasgo hereditario producido por un gen normalmente recesivo y que rara vez se lo encuentra. Se sospecha que la capacidad telequinésica pueda tener naturaleza glandular. Sabemos que Carrie hizo por lo menos una demostración de su capacidad cuando era una pequeña, al encontrarse en una situación extrema de culpa y tensión. Sabemos que una segunda situación de este tipo se originó en un confuso incidente en las duchas de la escuela. Algunos han presentado la teoría (especialmente William G. Throneberry y Julia Givens, de la Universidad de Berkeley) de que el resurgimiento de la capacidad telequinésica en ese momento tuvo su origen tanto en factores psicológicos (la reacción de las otras chicas y la de la misma Carrie ante su primer período menstrual) y fisiológico (la llegada de la pubertad).
Y, finalmente, sabemos que la noche del baile de fin de curso, se produjo una tercera situación de tensión que originó los terribles sucesos que empezaremos a analizar ahora. Comenzaremos con…
(no me siento nerviosa no me siento nerviosa en lo más mínimo)
Tommy había pasado más temprano a dejarle las flores para su vestido y en ese momento las estaba prendiendo ella misma en el hombro de su traje. No estaba su madre, por supuesto, para hacerlo por ella y cerciorarse de que quedaban bien colocadas. Su madre se había encerrado en la capilla y había permanecido allí durante las últimas dos horas, rezando en forma histérica. Su voz subía y bajaba en ciclos aterradores, incoherentes.
(lo siento mamá, pero no lo lamento)
Cuando quedó satisfecha con la forma en que habían quedado las flores, dejó caer los brazos y permaneció un momento inmóvil con los ojos cerrados. No había ningún espejo de cuerpo entero en la casa,
(vanidad de vanidades todo vanidad)
pero pensó que todo estaba bien. Tenía que estarlo. Tenía…
Abrió los ojos. El reloj de cuco de la Selva Negra, comprado con cupones, indicaba las siete y diez,
(vendrá dentro de veinte minutos)
¿Vendría?
Quizá todo fuera sólo una complicada broma, la última burla, el chiste definitivo. Dejarla sentada allí la mitad de la noche con su vestido de gala de terciopelo labrado de corte de princesa, mangas julieta y una sencilla falda recta… y las rosas de té prendidas a su hombro izquierdo.
En la otra habitación, la voz subía en ese momento:
—… en la tierra santificada. Sabemos que tú envías el ojo que vigila, el horrible ojo trilobulado y el sonido de las negras trompetas. Nos arrepentimos de todo corazón…
Carrie sabía que nadie podría comprender el coraje brutal que había necesitado para aceptar eso, hacerse vulnerable a cualquiera de las cosas espantosas que podía traerle la noche. Definitivamente, que la dejaran plantada no era lo peor. De hecho, casi con un deseo furtivo pensó que tal vez sería mejor que…
(no, basta de eso)
Por supuesto que le resultaría más fácil quedarse allí con su madre. Estaría a salvo. Sabía lo que Ellos pensaban de su madre. Bueno, quizá fuera una fanática, una anormal, pero, por lo menos, una sabía a qué atenerse. Lo mismo ocurría con la casa; allí nunca se había encontrado con un montón de chicas que se rieran, gritaran y le arrojaran cosas.
¿Y si él no venía y si ella se echaba atrás y abandonaba la idea? Terminaría sus estudios dentro de un mes. ¿Y después qué? Una existencia subterránea arrastrada y monótona en esa casa, mantenida por su madre; los encuentros deportivos y los novelones de la televisión que vería en casa de Mrs. Harrison cuando fuera a visitarla (Mrs. Harrison tenía ochenta y seis años); las caminatas hasta el Centro después de la cena para beberse un batido en el Kelly Fruit cuando estuviera vacío; engordar, perder las esperanzas, ¿perder incluso la capacidad de pensar?
No. Oh Dios mío, por favor no.
(por favor, que haya un final feliz)
—… protégenos de aquél que tiene la pata hendida y que espera en los callejones y en los patios de estacionamiento de los albergues de carreteras, Oh Salvador…
Las siete y veinticinco.
Inquieta, sin pensarlo, comenzó a levantar cosas con la mente y a volver a ponerlas en su lugar, del mismo modo que una mujer que espera nerviosa en un restaurante doblaría y desdoblaría una servilleta. Podía balancear en el espacio media docena de objetos a la vez sin sentir cansancio ni dolor de cabeza. Se quedó esperando que el poder disminuyera, pero éste se mantuvo con toda su fuerza sin dar señales de debilitamiento. Una noche al volver a casa de la escuela
(Dios mío, por favor, que no sea una broma) había empujado un coche que estaba aparcado en la calle principal y lo había hecho rodar seis metros junto al borde de la acera sin ningún esfuerzo. Los ociosos que había frente al Palacio de Justicia se quedaron mirándolo con los ojos a punto de salírseles de las órbitas y ella, por supuesto, había hecho lo mismo, pero sonreía para sus adentros.
El cuco se asomó de repente y cantó una vez. Las siete y media.
Había empezado a usar su poder con cautela a causa del tremendo esfuerzo que parecía exigir a su corazón, sus pulmones y su termostato interno. Sospechaba que sería muy posible que su corazón literalmente reventara con la tensión. Era como estar en otro cuerpo al que se obliga a correr, a correr y correr y correr. Uno no pagaría las consecuencias, pero el cuerpo sí. Comenzaba a darse cuenta de que tal vez su poder no fuese tan distinto del que posee el faquir indio que camina sobre carbones encendidos, se clava agujas en los ojos o se entierra alegremente durante seis semanas. Cualquier forma de control de la mente sobre la materia acarrea consigo un tremendo desgaste de los recursos del organismo. Las siete y treinta y dos minutos.
(no va a venir)
(no pienses en eso no por mucho madrugar amanece más temprano vendrá)
(no no vendrá en este momento se está riendo de ti con sus amigos y dentro de poco pasarán por aquí en uno de sus ruidosos y veloces coches y escucharás bocinazos gritos y risotadas)
Tristemente comenzó a hacer subir y bajar la máquina de coser y la balanceó en el aire en arcos cada vez más grandes.
—… y protégenos de las hijas rebeldes imbuidas con la testarudez del Malvado…
—¡Cállate! —gritó bruscamente Carrie. Se produjo un silencio de sorpresa durante un momento y luego el murmullo de la salmodia se inició de nuevo.
Las siete y treinta y tres minutos. No viene.
(entonces lo destrozaré todo)
La idea se le ocurrió con toda naturalidad y mucha nitidez. Primero lanzaría la máquina de coser contra una de las paredes de la sala. El sofá desaparecería por una ventana, volarían las mesas, las sillas, los libros y los panfletos. Las cañerías se agitarían al descubierto como arterias liberadas de la carne. En el techo, si estuviera dentro del alcance de su poder, las tejas volarían en un estallido hasta perderse en la noche como palomas asustadas…
Una luz paseó su brillante reflejo por la ventana. Habían pasado otros coches que habían hecho que su corazón diera un vuelco, pero éste avanzaba con mayor lentitud.
(oh)
Corrió hacia la ventana, incapaz de contenerse; era él, Tommy, que en ese momento se bajaba de su coche y que incluso bajo la iluminación de la calle se veía hermoso y vivo y casi… crujiente. La extraña palabra la hizo querer soltar una risita.
Su madre había dejado de rezar.
Cogió el delgado chal de seda que había dejado sobre el respaldo de la silla y se lo puso sobre sus hombros desnudos. Se mordió el labio, se tocó el cabello y hubiese dado su alma por un espejo. En el vestíbulo el timbre hizo oír su sonido discordante.
Se obligó a esperar la segunda llamada. Controló los nerviosos movimientos de sus manos y acudió lentamente, con un suave crujido de seda. Abrió la puerta y ahí estaba él, deslumbrante en su esmoquin blanco y sus pantalones negros. Se miraron y ninguno dijo una palabra.
Ella sintió que se le rompería el corazón si él llegaba a producir siquiera un sonido de desaprobación, y si se reía, ella se moriría. Sintió —en forma real, física— que toda su desdichada vida se estrechaba hasta llegar a un punto que podía ser el final o el comienzo de un rayo de luz.
Finalmente, impotente, preguntó:
—¿Te gusto?
—Eres muy bella.
Y lo era.
De Explosión en las Sombras, pág. 131:
Mientras los que asistían al baile de gala empezaban a llegar a la escuela o acababan de abandonar alguna de las cenas frías que se habían ofrecido antes de la fiesta, Christine Hargensen y William Nolan se reunían en una habitación en el piso superior de una taberna, situada en los límites de la ciudad, llamada The Cavalier. Sabemos que hacía ya algún tiempo se reunían allí; está señalado en los informes de la Comisión White. Lo que no sabemos es si acaso sus planes habían sido preparados en forma irrevocable o si los llevaron a cabo por un capricho momentáneo…
—¿Es la hora ya? —preguntó ella en la oscuridad.
Él consultó su reloj.
—No.
A través del piso de madera llegaba débilmente el estrépito del tocadiscos automático. Ray Price cantaba She’s Got to Be a Saint. The Cavalier, pensó Chris, no había cambiado sus discos desde la primera vez que ella estuvo allí con una tarjeta de identidad falsificada, hacía dos años. Por supuesto, entonces ella había estado en el bar, no en uno de los «cuartos especiales» de Sam Deveaux.
El cigarrillo de Billy parpadeaba a intervalos en la oscuridad, como el ojo de un demonio inquieto. Ella lo observó pensativa. No le había dejado acostarse con ella hasta el lunes anterior, cuando le prometió que él y algunos de sus sucios amigos la ayudarían a darle su merecido a Carrie, si realmente se atrevía a asistir al baile con Tommy Ross. Pero ellos ya habían estado allí antes y habían tenido unas ardientes sesiones de besuqueo (lo que ella describía como amor a la escocesa y que él, con su inagotable capacidad para señalar precisamente lo vulgar, llamaba joderse en seco).
Ella había pensado hacerlo esperar hasta que hubiese hecho algo concreto.
(claro que había hecho algo tenía la sangre)
pero todo el asunto había empezado a escapársele de las manos, y eso la preocupaba. Si ella no hubiese cedido de buena gana el lunes, él la habría poseído por la fuerza.
Billy no había sido su primer amante, pero era el primero que no conseguía manejar a su antojo. Los muchachos anteriores habían sido marionetas inteligentes sin granos en la cara y con padres bien relacionados y tarjetas del Club de Campo. Conducían sus propios Volkswagen o Javelins o Dodge Chargers. Iban a la Universidad de Massachusetts o al Boston College. Llevaban chaquetas cortas en otoño y camisetas sin mangas, a rayas de colores brillantes, en el verano. Fumaban marihuana con mucha frecuencia y hablaban de las extrañas cosas que les ocurrían cuando estaban «volando». Comenzaban tratándola con un compañerismo protector (todas las chicas de secundaria, por muy bonitas que fuesen, eran consideradas unas nalgas locas) y siempre terminaban trotando detrás de ella con una jadeante lujuria canina. Si trotaban bastante y gastaban lo suficiente en el proceso, normalmente los dejaba acostarse con ella. Con frecuencia adoptaba una actitud pasiva durante el acto, sin ayudar ni entorpecer el desarrollo, hasta que todo había terminado. Más tarde, ella llegaba sola al climax mientras veía el incidente como un episodio aislado, incrustado en su memoria.
Se había encontrado con Billy Nolan poco después de un allanamiento en un apartamento de Cambridge. Cuatro estudiantes, incluyendo el muchacho que acompañaba a Chris esa noche, habían sido detenidos por posesión ilegal de drogas. Chris y las otras chicas fueron acusadas de participación ilícita.
Su padre se hizo cargo del asunto con discreta eficacia y le preguntó si sabía qué le ocurriría a su prestigio y al ejercicio de su profesión si una hija suya se veía implicada judicialmente en un asunto de drogas. Ella le respondió que dudaba de que hubiese algo que pudiera causarle daño en esos aspectos, y él le quitó el coche.
Una semana después, una tarde a la salida de la escuela, Billy le ofreció llevarla a casa, y ella aceptó.
Él era lo que los otros chicos llamaban un zángano, un grasiento de medio pelo. Sin embargo, algo en él la había atraído y en ese momento, en que yacía soñolienta en esa cama ilícita (aunque, al mismo tiempo, sentía que se despertaba en ella cierta excitación y un temor que le resultaba agradable), pensó que podría haber sido su coche… por lo menos al comienzo.
Estaba a kilómetros de distancia de los anónimos vehículos fabricados en serie que conducían sus acompañantes y que tenían ventanas de una sola pieza, volantes plegables y un olor a forros de plástico y disolvente para el parabrisas vagamente desagradable.
El coche de Billy era viejo, oscuro, en cierto modo siniestro. El parabrisas tenía un aspecto lechoso en los bordes, como si empezara a formar una catarata. Los desvencijados asientos no estaban fijos en ninguna parte. Botellas de cerveza vacías entrechocaban y rodaban en la parte de atrás (sus acompañantes de los clubes estudiantiles bebían la marca Budweiser; Billy y sus amigos, Rheingold), y ella tenía que colocar los pies a los lados de una enorme caja de herramientas cubierta de grasa y sin tapa. Las herramientas que contenía eran de distintas marcas, y sospechaba que muchas de ellas eran robadas. El coche olía a aceite y gasolina. El ruido de los tubos llegaba estrepitoso y estimulante a través de las delgadas tablas del piso. Una hilera de esferas colgadas bajo el tablero indicaban: «amperios», «presión de aceite», «tacómetro» (sea eso lo que fuere). Las ruedas traseras estaban medio salidas y el capó parecía llegar hasta el suelo.
Y, por supuesto, conducía a gran velocidad.
La tercera vez que la llevó a casa, uno de los gastados neumáticos delanteros reventó cuando iba a cien kilómetros por hora. El coche dio un chirriante resbalón y ella gritó, súbitamente segura de que iba a morir. Una imagen cruzó por su mente: su cuerpo quebrado y cubierto de sangre que había sido lanzado contra la base de un poste de teléfonos, la fotografía en un periódico mostraba sus restos y parecían un montón de trapos. Billy soltó una palabrota y llevó rápidamente el volante hacia uno y otro lado.
Finalmente, el coche se detuvo en el borde izquierdo de la carretera. Ella se bajó y sus rodillas amenazaban doblarse a cada paso. Habían dejado una serpenteante huella de goma quemada a lo largo de veinte metros.
Billy ya abría el portaequipajes y sacaba el gato mientras refunfuñaba para sus adentros. No se le había movido un pelo.
Pasó junto a ella. Un cigarrillo le colgaba del extremo de la boca.
—Tráeme la caja de las herramientas, ricura.
Ella quedó estupefacta. Abrió y cerró la boca dos veces, como un pescado fuera del agua, antes de que le salieran las palabras.
—¡No…, no pienso hacerlo! Casi me… eres un… casi… ¡bestia! ¡Y además está sucio!
Él se dio vuelta y la miró de manera inexpresiva.
—La traes, o mañana no te llevo a las peleas.
—¡Me revientan las peleas!
Nunca había estado en una, pero su indignación le exigía pronunciar frases terminantes. Sus otros acompañantes la llevaban a conciertos de música rock, que ella odiaba. Siempre terminaban sentados junto a alguien que no se había bañado hacía varias semanas.
Él se encogió de hombros, se dirigió hacia la parte delantera del coche y comenzó a elevarlo.
Ella le llevó el cajón de las herramientas, con lo cual cubrió de grasa su jersey nuevo. Él gruñó sin darse vuelta. La camiseta se había salido del pantalón tejano. La piel de su espalda era lisa, bronceada, había vida en sus músculos. Se sintió fascinada y advirtió que su lengua se deslizaba hacia un extremo de su boca. Le ayudó a sacar la rueda y le quedaron las manos negras. El coche se balanceó peligrosamente sobre el gato. La rueda de repuesto estaba gastada.
Cuando volvió a subirse al coche, una vez terminada la operación, tenía grandes manchas de grasa en el jersey y en la falda roja que llevaba.
—Si te imaginas… —comenzó ella, en cuanto él se puso al volante.
Billy se acercó y la besó mientras movía pesadamente sus manos sobre sus pechos y su cintura. Su aliento olía a tabaco, también sintió olor a sudor y a brillantina. Ella finalmente apartó el rostro y bajó la vista mientras trataba de recuperar el aliento. Las manchas del jersey eran ahora de tierra y grasa de la carretera. Le había costado veintisiete dólares con cincuenta centavos en Jordan Marsh, y ahora ya no iba a servir sino para tirarlo a la basura. Sentía una excitación intensa, casi dolorosa.
—¿Cómo vas a explicar eso? —le preguntó, y volvió a besarla.
Chris sintió el contacto de su boca y le pareció que sonreía.
—Tócame —le dijo al oído—. Tócame entera. Ensúciame.
Él lo hizo. Una de sus medias se rajó con un ruido semejante al crujido de una mandíbula. Billy le subió violentamente la falda hasta la cintura. La manoseó vorazmente, sin delicadeza alguna. Y algo —quizá eso, quizá porque había visto la muerte muy cerca— le provocó un orgasmo repentino, estremecedor. Había ido a las peleas con él.
—Las ocho menos cuarto —dijo Billy. Se sentó en la cama, encendió la lámpara y comenzó a vestirse.
Su cuerpo todavía la fascinaba. Pensó en la noche del lunes anterior y cómo había sido. Él había…
Habría tiempo suficiente para pensar en eso más adelante, quizá cuando hiciera por ella algo más que causar excitaciones inútiles. Lanzó las piernas por encima del borde de la cama y se colocó unas delgadísimas bragas.
—Tal vez sea una mala idea —dijo ella, sin saber si lo estaba poniendo a prueba a él o a sí misma—. Quizá lo que deberíamos hacer es volver a la cama y…
—La idea es buena —replicó él, y una sombra de humor cruzó su rostro—. Sangre de puerco para dos puercos.
—¿Qué?
—Nada. Vamos, vístete.
Se vistió y, cuando salieron por la escalera trasera, sintió una enorme excitación que crecía en su vientre como una vid nocturna y rapaz.
De Me llamo Susan Snell, pág. 45:
No lamento tanto todo lo que pasó, como la gente parece pensar que debería hacerlo. No es que me lo digan directamente; ellos son los que siempre me están diciendo cuánto lo sienten. Lo que generalmente hacen un poco antes de pedirme un autógrafo. Pero esperan que una lo sienta. Esperan que una llore por cualquier cosa, que se vista con muchos trapos negros, que beba un poquito más de la cuenta o que consuma drogas. Dicen cosas como: «Oh, eso fue una pena». Pero ustedes saben lo que le pasó… etc., etc.
Pero ese «lo siento» es la gaseosa desvaída de las emociones humanas: lo que uno dice cuando derrama una taza de café o cuando da el mazo jugando a la canasta en el club. El pesar auténtico es tan escaso como el amor auténtico. Ya no siento dolor por la muerte de Tommy. Para mí se parece, cada vez más, a algo que soñé despierta alguna vez. Probablemente, piensan que eso es cruel, pero mucho ha llovido desde aquella noche del baile de gala. Y no me arrepiento de lo que dije ante la Comisión White; era la verdad…, toda la parte de verdad que yo sabía.
Pero lo siento por Carrie.
La han olvidado, ¿saben? La han convertido en alguna especie de símbolo y olvidado que era un ser humano, tan real como tú, lector, que lees estas líneas, con esperanzas, sueños, etc., etc. Supongo que será inútil decirte estas cosas. Nada puede hacer ahora que algo que fue una creación de la prensa vuelva a convertirse en una persona. Pero ella existió y sufrió, probablemente mucho más de lo que sabemos.
Y por eso lo siento y espero que ese baile haya sido una experiencia positiva para ella. Antes de que comenzara el horror, espero que haya sido bueno, hermoso, maravilloso, mágico…
Tommy se detuvo en el patio de estacionamiento junto a la nueva ala de la escuela, dejó marchar el motor un segundo y luego cerró el contacto. Carrie permaneció en su asiento. Sus manos sostenían el chal que le cubría los hombros. De pronto le pareció que estaba viviendo una pesadilla de intenciones ocultas y que acababa de darse cuenta de ello. ¿Qué podía estar haciendo allí? Había dejado sola a su madre.
—¿Nerviosa? —preguntó él, y ella dio un salto.
—Sí.
Él se rio y se bajó. Ella iba a abrir su puerta cuando se la abrió él.
—No tienes por qué estar nerviosa. Eres como Galatea.
—¿Quién?
—Galatea. Leímos algo sobre ella en el curso de Mr. Evers. Una chica desdichada que se convirtió en una hermosa mujer y nadie la reconoció.
Ella pensó un momento.
—Quiero que me reconozcan —dijo finalmente.
—Te comprendo. Vamos.
George Dawson y Frieda Jackson estaban junto a la expendedora de Coca-Cola. Frieda llevaba una curiosa invención de tul anaranjado y parecía una tuba. Donna Thibodeau junto con David Bracken recogían las entradas. Ambos eran miembros de la National Honor Society, formaban parte de la Gestapo personal de Miss Geer y estaban vestidos con pantalones blancos y chaquetas deportivas rojas —los colores de la escuela—. Tina Blake y Norma Watson repartían los programas y sentaban a la gente según la distribución que aparecía en el plano. Ambas estaban vestidas de negro, y Carrie supuso que se creerían muy chic, pero para ella parecían dos vendedoras de cigarrillos de una vieja película de gángsters.
Todos se volvieron a mirar a Tommy y Carrie cuando entraron y por un momento se produjo un silencio denso, incomodo. Carrie sintió un intenso deseo de humedecerse los labios, pero se controló. En ese momento, George Dawson dijo:
—Vaya, qué aspecto tienes, Ross.
Tommy sonrió.
—¿Por qué abandonaste las copas de los árboles, Bomba?
Dawson avanzó tambaleándose con los puños en alto y, por un momento, Carrie fue presa del terror. Sobresaltada, estuvo a punto de cogerlo y lanzarlo por el vestíbulo. Luego se dio cuenta de que para ellos era sólo un antiguo juego, practicado a menudo, recordado con afecto.
Ambos fintearon girando en un círculo y gruñendo. Luego, George, que había sido alcanzado dos veces en las costillas, comenzó a lanzar chillidos y a gritar:
—¡Maten a los Congs! ¡Que no se escapen, Gooks! ¡Atraviésenlos con las lanzas! ¡A la jaula de los tigres!
Tommy se rio y bajó la guardia.
—No te espantes —dijo Frieda, mientras inclinaba su nariz de abridor de cartas y se acercaba—. Si se matan, yo bailaré contigo.
—Parecen demasiado tontos como para eso —aventuró Carrie—. Como dos dinosaurios.
Y cuando Frieda sonrió, sintió que algo muy antiguo y enmohecido se aflojaba dentro de ella. Y con ello sintió cierto calor. Alivio. Tranquilidad.
—¿Dónde compraste el vestido? —preguntó Frieda—. Me encanta.
—Lo hice yo.
—¿Lo hiciste tú misma? —exclamó Frieda. Sus ojos se abrieron con sorpresa desprovista de afectación—. ¡Anda!
Carrie sintió que enrojecía violentamente.
—Sí, lo hice yo. Yo…, me gusta coser. Compré la tela en John’s, en Westover. Realmente es un modelo muy fácil de hacer.
—Vamos —dijo George, dirigiéndose al grupo. La orquesta va a empezar.
—Hizo girar los ojos y comenzó una ágil y jocosa danza tribal—. Vibra, vibra, vibra. A nosotros, los Gooks, nos encantan las vi-i-ibraciones.
Mientras entraban, George imitaba a Flash Bobby Pickett y hacía fintas, Carrie le hablaba a Frieda de su vestido y Tommy sonreía con las manos metidas en los bolsillos. Vas a arrugar tu esmoquin, le habría dicho Sue en ese momento, pero al diablo, parecía que la cosa iba a salir bien. Hasta ese momento, todo iba muy bien.
A él, a George y a Frieda les quedaban menos de dos horas de vida.
De Explosión en las Sombras, pág. 132:
La posición de la Comisión White respecto al elemento desencadenante del suceso —dos baldes de sangre de cerdo colocados en una viga sobre el escenario— parece ser sumamente débil y vacilante, incluso a la luz de las escasas pruebas concretas de que dispone. Si uno decide aceptar el testimonio verbal del círculo de amigos más íntimos de Nolan (para decirlo con despiadada franqueza, no parecen tener la inteligencia suficiente como para mentir en forma tan convincente), entonces Nolan se hizo cargo de esta parte de la conspiración y dejó totalmente fuera de ella a Chris Hargensen; actuó según su propia iniciativa…
No hablaba cuando conducía; le gustaba conducir. Esa actividad le daba una sensación de poder que nada era capaz de superar, ni siquiera hacer el amor.
El camino pasaba ante ellos como una serie de fotografías en blanco y negro y el velocímetro indicaba con un temblor que superaban los cien kilómetros.
El procedía de lo que las asistentes sociales llaman un hogar deshecho. Su padre había desaparecido cuando Billy tenía doce años, después de fracasar en una empresa relacionada con una gasolinera mal administrada, y su madre tenía cuatro amantes la última vez que los había contado. Brucie era el favorito en ese momento. Un hombre dedicado al Seagram’s 7. Ella también se estaba convirtiendo en un mamarracho horrible.
Pero el coche, el coche le transmitía gloria y poder de sus propias místicas líneas de fuerza. Lo convertía en alguien a quien había que tener en cuenta, alguien con mana. No era una casualidad que la mayoría de las veces que se acostaba con una chica lo hiciera en el asiento de atrás. El coche era su esclavo y su dios. Otorgaba, pero también podía arrebatar. Muchas veces, Billy lo había utilizado para arrebatar. En largas noches de insomnio en que su madre y Brucie se peleaban, Billy se preparaba palomitas de maíz y salía a perseguir perros extraviados. Algunas mañanas guardaba el coche —lo hacía rodar con el motor apagado— en el garaje que había construido detrás de la casa, con el parachoques delantero chorreando sangre.
A esas alturas, ella conocía bien sus costumbres y no se molestó en iniciar una conversación que, de todos modos, hubiese sido ignorada. Se había sentado sobre una pierna y se mordisqueaba los nudillos. Las luces de los coches que los adelantaban a gran velocidad en la 302 destellaban suavemente en su cabello y le daban visos plateados.
El se preguntaba cuánto duraría su historia con ella. Quizá no más allá de esa noche. En cierto modo, todo había conducido a eso, incluso el comienzo, y, cuando todo hubiese terminado, aquello que los había mantenido unidos podría debilitarse y disolverse; y se preguntarían cómo había llegado a suceder todo eso. Pensó que ella empezaría a dejar de parecerse a una diosa y a asemejarse a la típica zorra de sociedad, y eso lo incitaría a vapulearla un poco. O quizá mucho. Restregárselo por las narices.
Pasaron Brickyard Hill y divisaron la escuela allá abajo, los patios de estacionamiento repletos de los brillantes y aparatosos coches de los papás. Sintió que el asco y el odio subían por su garganta. Les daremos algo
(una noche para el recuerdo)
que no olvidarán. Nos encargaremos de eso.
Las alas de las salas de clases estaban oscuras, desiertas, en silencio; en el vestíbulo había la luz amarilla de siempre. El lado este del gimnasio era una pared de vidrio que brillaba con una suave luz anaranjada, etérea y casi fantasmal. Le acometió nuevamente su hondo resentimiento y la necesidad de arrojar piedras.
—Ya se ven las luces —murmuró—, las luces de la fiesta.
Ella se volvió hacia él, arrancada con un sobresalto de sus propios pensamientos.
—¿Qué?
—Nada —dijo él, y le acarició la nuca—. Creo que te voy a dejar tirar de la cuerda.
Billy lo hizo solo, porque sabía perfectamente que no podía confiar en nadie. Era una lección que le había costado aprender, mucho más que las que le enseñaban en la escuela, pero la había aprendido bien. Los muchachos que lo habían acompañado a la granja de Henty la noche anterior ni siquiera sabían para qué quería la sangre. Probablemente sospechaban que tenía algo que ver con Chris, pero tampoco estaban seguros de eso.
Se había dirigido a la escuela pocos minutos después de que la noche del jueves se convirtiera en la mañana del viernes. Pasó dos veces delante de ella en el coche para cerciorarse de que no había nadie y de que ninguno de los dos vehículos de la policía se encontraban en el sector.
Entró en el patio de estacionamiento con las luces apagadas y giró hasta colocarse detrás del edificio. Más atrás, el campo de fútbol brillaba con una luz tenue bajo la delgada capa de niebla que se arrastraba sobre la superficie.
Abrió el portaequipajes y quitó el pestillo a la nevera. La sangre era una masa helada y sólida, pero estaba bien; tendría veinticuatro horas para derretirse.
Puso los baldes en el suelo y sacó algunas herramientas del cajón, se las metió en el bolsillo trasero y cogió una bolsa de papel del asiento. Los tornillos produjeron un ruido seco en el interior.
Trabajaba sin prisa, con la tranquila concentración del que es incapaz de concebir una interrupción. El gimnasio en el que se iba a realizar el baile era también el auditorio de la escuela, y la pequeña hilera de ventanas que daban al lugar en que había aparcado el coche correspondían a la sección de almacenamiento situada detrás del escenario.
Eligió una herramienta plana que tenía un extremo en forma de espátula y la deslizó por una pequeña grieta entre los vidrios superior e inferior de una de las ventanas de guillotina. Era una buena herramienta; la había hecho él mismo en el taller de fundición de Chamberlain. La movió rápidamente hasta que descorrió el pestillo. Subió la ventana y se deslizó hacia el interior.
Estaba muy oscuro. Predominaba el olor a pintura de los bastidores del Club de Arte Dramático. Las delgadas siluetas de los atriles y las cajas de los instrumentos se erguían como centinelas. El piano de Mr. Downer estaba en un rincón.
Billy sacó de la bolsa una pequeña linterna, se dirigió hacia el escenario y pasó entre las cortinas de terciopelo rojo. El piso del gimnasio, con su rayado para la práctica del baloncesto y su superficie barnizada, brilló ante él como una laguna de ámbar. Paseó la luz por el escenario, frente a la cortina. Allí, con fantasmales líneas de tiza, alguien había señalado la ubicación de los tronos del rey y la reina para el día siguiente. Todo el escenario estaría sembrado de flores de papel… vaya, sólo Dios sabía.
Echó la cabeza hacia atrás y dirigió el rayo de luz hacia las tinieblas de la parte superior. Arriba, las vigas entrelazaban sus difusos contornos. Las que quedaban sobre la pista de baile habían sido cubiertas con papel crepé, pero no habían decorado las que estaban directamente sobre el escenario. Una pequeña cortina ocultaba esas vigas, y no se las podía ver desde el piso del gimnasio. La cortina también escondía un haz de luces que iluminarían el mural veneciano.
Billy apagó la linterna, se dirigió hacia el lado izquierdo del escenario y subió por una escalera de peldaños de acero que estaba atornillada a la pared. El contenido de su bolsa de papel, que había metido en su camisa para asegurarla, tintineó con sordo y extraño regocijo en el gimnasio desierto.
En el extremo superior de la escalera había una pequeña plataforma. Al volverse hacia el escenario, las bambalinas quedaron a su derecha y el gimnasio a la izquierda. En la parte superior se amontonaba el atrezo, parte del cual se conservaba allí desde los años veinte. Un busto de Palas, utilizado en alguna antigua versión dramática de El cuervo, de Poe, lo miraba con ojos ciegos, huidizos, desde un enmohecido somier. Delante de él había una viga de acero que cruzaba el escenario. Las luces que iluminarían el mural estaban atornilladas en su parte inferior. Con un paso estuvo sobre ella y se desplazó sin mayor esfuerzo y sin ningún temor sobre el escenario. En voz baja tarareaba una melodía de moda. La viga estaba cubierta por una gruesa capa de polvo, y dejó largas huellas al arrastrar los pies. A mitad de camino se detuvo, se arrodilló y miró hacia abajo. Sí. Con ayuda de la linterna podía distinguir el dibujo de tiza exactamente debajo de donde se encontraba. Soltó un silbido apagado.
(lancen las bombas)
Hizo una marca sobre el polvo en el lugar preciso y luego volvió a la plataforma. Nadie subiría a ese lugar entre ese momento y el baile; la iluminación del mural y la del lugar del escenario donde se coronaría
(ésa sí que iba a ser coronación)
al rey y la reina se controlaban desde un cubículo en la parte posterior del escenario. Esas mismas luces cegarían a quien mirara desde abajo ocultándolo todo. Sólo verían sus preparativos si alguien subía a la parte superior a buscar algo. No creía que pudiera ocurrir. Era un riesgo aceptable.
Abrió la bolsa y sacó un par de guantes, se los puso y luego cogió una de las dos poleas que había comprado el día anterior. Por precaución, las había adquirido en una ferretería de Boxford. Con un gesto rápido se colocó algunos clavos en la boca, como si fueran cigarrillos, y cogió el martillo. Sin dejar de tararear, a pesar de que tenía la boca llena de clavos, fijó la polea cuidadosamente en el rincón a unos 30 cm de la plataforma. Junto a ella colocó un pequeño tornillo de ojo. Bajó hasta el escenario, lo atravesó y subió por otra escalera, no lejos del lugar por donde había entrado. Se encontró en el desván de la escuela, una especie de ático donde iban a parar los trastos. Allí había pilas de viejos anuarios, uniformes deportivos comidos por las polillas y antiguos textos escolares roídos por los ratones. Se volvió hacia la izquierda, dirigió el rayo de luz hacia las bambalinas y localizó la polea que acababa de instalar. Desde la derecha le llegaba el fresco aire de la noche que penetraba por un respiradero. Sin dejar de tararear, sacó la segunda polea y la clavó en la pared.
Volvió a bajar, salió por la ventana que había forzado y examinó los dos baldes de sangre; a pesar de que había transcurrido una media hora desde el comienzo de la operación no daba señales de que fuera a deshelarse. Cogió los recipientes y volvió en dirección hacia la ventana; su silueta parecía la de un granjero que vuelve de ordeñar sus primeras vacas. Los colocó en el interior y luego se introdujo por el hueco.
Resultaba más fácil caminar por la viga con un balde en cada mano; se conseguía un mejor equilibrio. Cuando llegó a la X que había marcado sobre el polvo, colocó los baldes sobre la viga, volvió a examinar las marcas de tiza en el escenario, hizo un gesto de asentimiento y volvió a la plataforma. Había pensado limpiar los baldes cuando tuviese que volver hasta ellos por última vez —tenían las huellas digitales de Kenny y también las de Don y Steve—, pero era mejor no hacerlo. Quizá se llevaran una pequeña sorpresa el sábado por la mañana.
El último artículo que contenía la bolsa era un rollo de cuerda de yute. Volvió junto a los baldes y ató las asas de ambos con un nudo corredizo. Hizo pasar la cuerda por el ojo del tornillo y por la polea, luego arrojó el resto del rollo hacia el desván e hizo lo mismo con el tornillo y la polea de ese lado. Probablemente no le hubiese resultado divertido saber que, en las tinieblas de la parte superior del auditorio, cubierta con el polvo de sucesivas décadas, y rodeado de pequeñas mariposillas que volaban imprecisas en torno de su desordenado cabello, parecía un Rube Goldberg[1] jorobado y medio loco, absorto en la creación de la mejor de las trampas para ratones.
Amontonó lo que quedaba de la cuerda sobre una pila de cajones, de modo que se pudiera alcanzar desde el respiradero. Bajó por última vez y se sacudió las manos. Ya estaba hecho.
Miró por la ventana, luego se deslizó por el alféizar y cayó al suelo con un ruido sordo. Cerró la ventana, volvió a introducir la palanqueta y cerró el pestillo hasta donde pudo. Volvió a su coche.
Chris decía que había muchas posibilidades de que Tommy Ross y la zorra de la White se encontraran bajo esos baldes; había llevado a cabo una discreta promoción entre sus amigos. Sería bueno, si llegara a suceder. Pero, para Billy, cualquiera daría lo mismo. Estaba comenzando a pensar que incluso le daría igual que fuese la misma Chris.
Hizo andar el coche y se alejó.
De Me llamo Susan Snell, pág. 48:
Carrie habló con Tommy el día anterior al baile. Lo esperó a la salida de una de sus clases y, según él, se sentía realmente desgraciada, como si pensara que él le iba a gritar que dejara de molestarlo y que desapareciera de una vez.
Le dijo que tenía que estar de vuelta a más tardar a las once, o de lo contrario su madre estaría preocupada. Agregó que no quería estropearle la fiesta ni nada parecido, pero no sería justo inquietar a su madre.
Tommy sugirió que a la salida pasarían por el Kelly Fruit para tomar una root beer y una hamburguesa. Todos los demás chicos irían a Westover o a Lewinston, y tendrían todo el lugar para ellos solos. El rostro de Carrie se iluminó por lo que dijo Tommy. Ella le contestó que le parecía estupendo, sencillamente estupendo.
Ésta es la chica que todo el mundo sigue considerando un monstruo. Quiero que graben eso en sus mentes. La chica que se contentaba con una hamburguesa y una root beer de veinte centavos después del único baile estudiantil de su vida para que su madre no se inquietara…
Lo primero que impresionó a Carrie cuando entraron fue el Glamour. No el glamour, sino el Glamour. Hermosas figuras se paseaban de un lado a otro vestidas de gasa, encaje, seda, raso. El roce de sus vestidos producía un suave crujido. Se sentía en el aire el perfume de las flores; el olfato se asombraba constantemente. Las muchachas llevaban vestidos de espaldas rebajadas, corpiños ajustados que mostraban una verdadera hendidura, trajes estilo Imperio, faldas largas, elegantes zapatos de fiesta, deslumbrantes esmóquines blancos, fajas, zapatos negros que brillaban como espejos.
Había unas pocas personas en la pista de baile, no muchas todavía, y en la suave y cambiante oscuridad parecían espectros. Ella no quería realmente verlos como sus compañeros de curso; quería que todos fuesen bellos desconocidos.
Sentía la mano de Tommy firme sobre su hombro.
—El mural está bastante logrado —comentó él.
—Sí —asintió ella con voz débil.
Una suave luz se desprendía de los lugares en que había sido pintado color naranja mientras el gondolero se apoyaba con eterna indolencia en la caña del timón. El crepúsculo resplandecía a su alrededor, y los edificios conspiraban sobre las aguas. Ella comprendió, en forma súbita y tranquila, que ese momento estaría siempre presente en su memoria. Se preguntó si los demás tendrían una sensación parecida —ellos eran gente de mundo—, pero incluso George se quedó en silencio durante un minuto mientras miraban y la escena, los perfumes, incluso el sonido de la orquesta que tocaba una melodía de una película en una versión que apenas permitía reconocerla, todo eso quedó para siempre dentro de ella y se sintió en paz consigo misma. Su alma experimentó un momento de calma, como si hubiese sido estirada bajo una plancha y quedado suave y tersa.
—Viiibraciones —gritó de repente George, y arrastró a Frieda a la pista de baile.
Comenzó a hacer una burlona imitación de un charleston siguiendo el ritmo de estilo antiguo que marcaba la orquesta, y alguien lo silbó. George lloriqueó, sonrió maliciosamente y, cruzando los brazos, se lanzó en un breve y desaforado baile cosaco que estuvo a punto de dejarlo sentado en el suelo.
Carrie sonrió.
—Ese George es un tipo simpático —dijo.
—Sí que lo es, una buena persona. Hay muchas buenas personas aquí. ¿Quieres que nos sentemos? —dijo Tommy con suavidad.
—Sí —respondió ella, agradecida.
Se dirigió a la puerta y volvió con Norma Watson, que para esa ocasión se había cardado el pelo, de modo que formaba una especie de enorme explosión sobre su cabeza.
—Vosotros estáis al OTRO lado —les informó, y sus ojos brillantes y codiciosos examinaron a Carrie de arriba abajo en busca de algún tirante fuera de lugar, una erupción de granos, cualquier noticia que pudiese llevar de vuelta a la puerta, una vez terminada su misión—. Ese vestido es PRECIOSO, Carrie. ¿De DÓNDE lo sacaste?
Carrie se lo explicó mientras rodeaban la pista en dirección a la mesa. Norma exudaba olor a jabón Avon, perfume de Woolworth’s y goma de mascar Juicy Fruit.
La mesa estaba adornada con el inevitable papel crepé, de los colores de la escuela, y las sillas, plegables, tenían cintas y lazos del mismo material. Sobre la cubierta había una vela colocada en una botella, un ejemplar del programa de la fiesta y dos recuerdos del baile de gala; dos góndolas llenas con almendras.
—Todavía no me REPONGO —decía Norma—. Estás tan DIFERENTE. —Le dirigió una extraña mirada furtiva que hizo que Carrie se pusiera nerviosa—. Estás ESTUPENDA. ¿Cuál es tu SECRETO, Carrie?
—Soy la amante secreta de Don MacLean.
Tommy se rio con disimulo, pero rápidamente se contuvo. La mandíbula de Norma bajó un centímetro, y Carrie quedó asombrada de su propio ingenio y de su audacia. De modo que ése era el aspecto que tenía una cuando era víctima de una broma, como si una abeja le hubiese picado el trasero. Carrie descubrió que le gustaba que Norma tuviera esa expresión. Era muy poco cristiano.
—Bueno, tengo que volver a mi puesto —dijo ella—. Tommy, ¿no es EMOCIONANTE?
Su sonrisita era compasiva: ¿No sería más emocionante si…?
—Ríos de sudor helado corren por mis muslos —dijo Tommy solemnemente.
Norma se alejó con una curiosa sonrisa de perplejidad. Las cosas no habían salido como esperaba. Todo el mundo sabía cómo debían salir las cosas con Carrie.
Tommy volvió a sonreír y preguntó:
—¿Bailamos?
Ella no sabía bailar, pero no estaba preparada para confesar eso todavía.
—¿Por qué no nos quedamos sentados un momento?
Mientras él le retiraba la silla, vio la vela y le pidió que la encendiera. Así lo hizo. Sus ojos se encontraron por encima de la llama. Él alargó el brazo y le cogió la mano. La orquesta seguía tocando.
De Explosión en las Sombras, págs. 133-134:
Quizá algún día se lleve a cabo un estudio exhaustivo de la personalidad de Margaret White, un día en que Carrie se haya convertido en un tema más académico. Quizá yo mismo lo intente, aunque sólo sea para poder investigar el árbol genealógico de la familia Brigham. Resultaría sumamente interesante descubrir los fenómenos extraños que podrían haberse dado en dos o tres generaciones…
Y sabemos, por supuesto, que Carrie volvió a casa la noche del baile. ¿Por qué? Es difícil determinar el grado de cordura de los motivos de Carrie en ese momento. Puede que fuera en busca de absolución y perdón, o con el propósito expreso de cometer un matricidio. En todo caso, parece desprenderse del informe forense que Margaret White la estaba esperando…
En la casa, el silencio era completo. Se había ido. De noche. No estaba.
Margaret White salió lentamente de su cuarto en dirección a la sala. Lo primero había sido el flujo de la sangre y las sucias fantasías que el demonio despierta en ella. Luego ese poder infernal que el Diablo le había dado. Había venido junto con la sangre y junto con el vello en el cuerpo, por supuesto. Oh, ella conocía el poder del Demonio. Su propia abuela lo había tenido. Ella podía encender el fuego de la chimenea sin moverse de su mecedora. Hacía que sus ojos centellearan con
(no permitirás que una bruja viva)
una especie de luz maléfica. Y a veces, durante la cena, el azucarero se ponía a girar locamente como un poseído. Cuando sucedía, la abuela lanzaba unas risotadas agudas como una demente y babeaba y hacía la señal contra el mal de ojo a su alrededor. Algunas veces jadeaba como un perro en un día de calor. Cuando murió de un ataque al corazón a los sesenta y seis años, incluso a esa temprana edad la vejez la había debilitado hasta convertirla en una idiota. Carrie ni siquiera tenía un año. No habían pasado cuatro semanas después del funeral de la abuela cuando Margaret había encontrado a su pequeña hija tendida en su cuna, entre risas y gorjeos, entretenida mirando una botella que oscilaba en el aire sobre su cabeza.
Margaret había estado a punto de matarla en ese momento. Su madre la había detenido.
No debería haberle permitido impedírselo.
Margaret se había quedado inmóvil en medio de la sala. El Cristo en el Calvario la miraba con ojos heridos, sufrientes, acusadores. La manecilla del reloj de la Selva Negra se movió. Eran las ocho y diez.
Había sentido, había sentido realmente el poder del Demonio que actuaba en Carrie. Había recorrido todo su cuerpo, la había levantado y empujado en medio del cosquilleo diabólico de unos dedos invisibles. Nuevamente había intentado cumplir su deber cuando Carrie tenía tres años y la había sorprendido pecando con la vista al mirar a la zorra del Demonio en el patio vecino. Luego habían caído las piedras y había flaqueado. Y el poder había surgido de nuevo después de trece años. Nadie puede burlarse de Dios.
Primero la sangre, luego el poder
(escribe tu nombre, escríbelo con sangre)
y ahora un muchacho y un baile, la llevaría después a un albergue de carreteras y al patio de estacionamiento y al asiento trasero y…
Sangre, sangre fresca. La sangre estaba en la raíz de todo aquello, y sólo la sangre podía expiarlo.
Era una mujer alta y fuerte, con brazos macizos que habían convertido sus codos en dos hoyuelos, pero su cabeza se veía curiosamente pequeña en el extremo de su poderoso cuello. Había sido un rostro hermoso alguna vez. Conservaba todavía una belleza extraña, apasionada. Pero sus ojos habían adquirido una curiosa expresión distraída y las arrugas se habían ahondado cruelmente alrededor de su boca, firme aunque extrañamente débil. Su cabello, casi completamente negro un año atrás, aparecía ahora casi blanco.
La única manera de matar el pecado, el verdadero y negro pecado, es ahogarlo en la sangre de
(tiene que ser sacrificada)
un corazón que se arrepiente. Sin duda era eso lo que Dios quería y la había señalado con el dedo. ¿No había sido el mismo Dios el que había pedido a Abraham que quitara la vida a su hijo sobre la montaña?
Se dirigió a la cocina arrastrando sus viejas y deformadas zapatillas. Abrió el cajón de los utensilios. El cuchillo carnicero era largo y aguzado, y en el centro mostraba la curva que le había producido el constante afilado. Se sentó en un taburete junto a la mesa, sacó el trozo de piedra de afilar de su pequeño envase de aluminio y comenzó a restregarlo por el centelleante filo de la hoja, con la atención concentrada y apática de los condenados.
El tictac del cucú de la Selva Negra continuó imperturbable hasta que, finalmente, el pájaro salió impulsado hacia adelante para dar un solo gritito y anunciar que eran las ocho y media.
Margaret sintió en la boca un sabor a aceitunas.