—¡Ana! ¡Ana! —la agarró con el brazo sano, pero la joven, aterida y medio inconsciente, luchó contra él.
—¡No! —su grito de angustia le heló la sangre.
—¡Ana, tranquila, soy yo, Macnamara! —la estrechó más fuerte contra su pecho y hundió la cara en sus cabellos.
Por fin, sus palabras parecieron penetrar en su cerebro febril y, con un sollozo, Ana alzó los brazos, los enredó alrededor de su cuello y hundió la cara en su garganta.
—Nuño, Nuño, no… puedo creer… que estés aquí…
Al inspector le pareció sentir el roce de unos labios helados en su garganta y eso, y el que ella lo llamara por su nombre, hizo que su pecho se hinchara de puro amor hasta que pensó que estallaría. Con un rápido movimiento, Nuño se desembarazó del cabestrillo que le había colocado el médico y, sin prestarle la menor atención al dolor agudo que lo asaltó, pasó el brazo bajo las piernas de Ana y la alzó como si no pesara nada. El agente Vázquez protestó y dijo que él podía llevarla, pero Macnamara no le hizo el menor caso y siguió avanzando con ella en brazos en dirección a la salida, mientras que el guardia civil iluminaba el camino.
—Te llevaré al hospital —dijo Nuño sin notar el dolor, ni el frío, ni nada que no fuera la emoción de haberla encontrado sana y salva.
—No por favor, Nuño… Quiero ir a casa…, quiero ver a mis… niños. Estarán preocupados. Por favor… —a Macnamara le costó resistirse a sus ruegos, pero estaba muy preocupado por su salud. Su frágil cuerpo no paraba de temblar y, al rozarle la frente con su mejilla, le pareció que tenía algo de fiebre.
—Iremos primero al hospital para que te echen un vistazo y luego te llevaré a casa —respondió con severidad, sin revelar ninguna emoción.
—¿Pro…metido…? —los dientes de Ana castañeteaban con fuerza.
—Tienes mi palabra.
Ana se limitó a asentir sin despegarse de ese cuello fuerte y cálido que le parecía el único refugio posible en el universo. Por fin llegaron al todo terreno y el agente Vázquez se puso en marcha a toda la velocidad que le permitían los agrestes caminos de tierra. El policía se sentó detrás y sostuvo a Ana sobre su regazo. A pesar de que la había cubierto con una manta que el previsor guardia civil también llevaba en el coche, la joven seguía tiritando y parecía medio inconsciente. Macnamara la abrazaba con todas su fuerzas, pero se sentía impotente y, cada vez más preocupado, acució al agente para que fuera más rápido.
Una vez en urgencias, el inspector enseñó su placa y los pasaron a ambos en el acto. A pesar de sus protestas insistieron en enviar a Macnamara al cirujano, mientras a Ana la metían en otro box. Aunque reacio a perderla de vista ni un segundo, el policía se vio obligado a acceder ante la insistencia del médico.
Durante todo el tiempo —para él interminable— que el cirujano tardó en coserle las heridas, Macnamara no paró de gruñir, hasta tal punto que, en un momento dado, el médico amenazó con ponerle anestesia general si no se callaba de una vez. Nuño obedeció de mala gana, aunque cada cinco minutos le pedía a la enfermera que fuera a enterarse de cómo estaba Ana.
—Ya está. Inspector Macnamara, tiene usted el dudoso honor de ser el peor paciente que he tenido en mucho tiempo —declaró el cirujano tras terminar de atenderlo, mientras se despojaba de la mascarilla y los guantes—. A pesar de todo, he hecho un buen trabajo, así que si no surgen imprevistos recuperará por completo la movilidad de sus dedos y…
—Gracias —farfulló Macnamara que, apresuradamente, se puso la cazadora y salió a toda prisa del quirófano, dejando al médico con la palabra en la boca. Enfadado, el doctor no paró de quejarse a la enfermera que lo había ayudado durante la operación de lo desagradecida que era la gente.
Cuando Macnamara entró en el box en el que atendían a Ana, la encontró tumbada en la camilla con los ojos cerrados. Alguien la había desnudado y la había tapado con una manta, pero estaba muy pálida y tenía los labios amoratados. En su mano había una vía conectada a un gotero. Asustado, el policía llamó a gritos al doctor que la atendía.
—¿Qué demonios tiene? —preguntó a bocajarro en cuanto apareció el médico. Su rostro tenía una expresión tan tormentosa, que el doctor no se atrevió a quejarse por su rudeza y le contestó con amabilidad.
—Padece una hipotermia moderada, le hemos administrado suero previamente calentado y, poco a poco, se va recuperando. También tiene un esguince de tobillo. Debería quedarse esta noche en el hospital, en observación.
—No… —a pesar de su debilidad, la voz de Ana se escuchó con nitidez—. Me lo… prometiste…
—Tranquila —ordenó Macnamara apretando entre sus cálidos dedos su mano helada. Luego se volvió hacia el doctor y añadió—: Me la llevo. ¿Qué es lo que tengo que hacer?
Una vez más, al observar la expresión decidida de aquel colérico gigante, el médico no se atrevió a protestar.
—Debería darle un baño a unos 37 grados como máximo, a mayor temperatura podría provocarle convulsiones. También sería conveniente que bebiera algún líquido caliente; lo más importante en este momento es conseguir que entre en calor. Y para el esguince ya se sabe; mucho reposo, mantener el miembro elevado y que el pie no toque el suelo; vendas de compresión para inmovilizar la lesión y hielo para la inflamación.
—Entendido —Macnamara se volvió de nuevo hacia Ana que lo miraba agradecida y anunció—: Prepárate, señorita Alcázar, nos vamos de aquí.
Con mucho cuidado, el policía la envolvió bien en la manta y la alzó en sus brazos.
—¡Le acaban de operar, no debe cargar con pesos! —le regañó el médico frunciendo el ceño con desaprobación.
—Esta señorita pesa menos que un bebé —afirmó el policía caminando sin detenerse hacia la salida.
El agente Vázquez estaba afuera esperándolos, y sin que Macnamara tuviera que decirle nada, los llevó a toda velocidad a casa de Ana. En cuanto llegaron, un comité de bienvenida salió a recibirlos con entusiasmo. Los niños, en pijama, se aferraron a la mano de Ana, que esbozaba una débil sonrisa, mientras Julia se santiguaba una y otra vez y daba gracias a Dios.
—A ver, chicos, dejadme pasar —ordenó el inspector tras despedirse del guardia civil y agradecerle su ayuda. Rápidamente, subió las escaleras y depositó a Ana sobre la cama con delicadeza.
—Señor Macnamara, no me queda más remedio que volver a casa. Mi marido se cayó el otro día en la calle y tiene una pierna escayolada —la pobre mujer estaba muy agobiada, pero el policía la tranquilizó al instante.
—No se preocupe, Julia. Yo me quedaré aquí esta noche. No sé por qué te sorprendes tanto —le dijo Macnamara al notar como Ana alzaba las cejas, asombrada, y le lanzó una mirada significativa acompañada de su ceño más amenazador. Luego se volvió otra vez hacia Julia y añadió—: Quería pedirle un último favor, Julia, ¿puede prepararle a Ana algo caliente antes de irse y subir una bolsa con hielo?
—Por supuesto, ha sobrado un poco de caldo de la cena, ahora mismo lo caliento en el microondas. —La mujer se puso en marcha con toda la rapidez que le permitía su cuerpo voluminoso.
Entretanto, los niños se habían subido a la cama, uno a cada lado de la joven, y le hablaban a toda velocidad. Aunque Ana estaba demasiado débil para contestarles, el amor que brillaba en sus ojos al mirarlos conmovió al rudo policía hasta lo más profundo y tuvo que aclararse la garganta un par de veces, hasta que estuvo seguro de que su voz sonaría natural.
—Venga chicos, hora de acostarse. Ana tiene que descansar.
Miriam la besó una vez y Pablo cuatro antes de encaminarse hacia la puerta de la habitación donde se cruzaron con Julia que regresaba llevando una bandeja con el hielo y un gran tazón de caldo caliente.
—Muchas gracias, Julia, ya puede marcharse.
—Es que me da apuro dejarlos así.
—No se preocupe, Ana está en buenas manos —le aseguró el policía.
La mujer pareció tranquilizarse al notar la seguridad del inspector, así que se despidió de Ana y salió rezongando sobre lo inoportunos que eran los maridos, que siempre tenían que romperse la pierna en el peor momento.
Cuando se fue, Nuño se quitó la cazadora y se quedó con su magnífico torso al aire. Le lanzó a Ana una mirada de disculpa y comentó:
—No es que pretenda provocarte, pero perdí mi camiseta y sé por experiencia que no me sirven las de Diego.
—No… me molesta… al contrario… —Ana le guiñó un ojo con picardía y Macnamara, notó que, por segunda vez en su vida, se ponía como un tomate.
Se pasó una mano por el pelo, tratando de disimular su agitación y se acercó a la cama. Con cuidado, la incorporó y la apoyó contra el cabecero. Ana ya no tiritaba, pero estaba tan débil, que era incapaz de moverse por sí misma. El policía se sentó a su lado sobre el colchón y, tras probar el caldo y comprobar que no quemaba, le dijo:
—Abre la boca.
Obediente, Ana entreabrió los labios y, despacio, el inspector empezó a darle cucharada tras cucharada de caldo.
—Ya —susurró la joven a pesar de que llevaba menos de la mitad.
—Me gustaría que te lo tomaras todo —protestó Macnamara. Trató de darle una más, pero Ana mantuvo los labios apretados y volvió ligeramente la cara. El policía la miró contrariado y declaró—: Eres muy testaruda.
—Tú…también.
—Hmm. Está bien —cedió al fin—. Te prepararé el baño.
Desde la cama Ana lo oía afanarse en el cuarto de baño, abriendo y cerrando grifos, rebuscando en el botiquín, maldiciendo porque no encontraba un termómetro para comprobar la temperatura del agua,… y no sabía por qué, pero saber que aquel malhumorado pelirrojo se quedaría a su lado esa noche le hacía sentir una extraña sensación de felicidad.
Macnamara regresó por fin a la habitación, se acercó a ella y empezó a desenrollar la venda del tobillo. Cuando terminó le dijo un tanto azorado:
—Ahora voy a quitarte la manta.
Ana se limitó a mirarlo con fijeza, sin decir nada. Nuño le quitó la manta despacio, la levantó y se dirigió hacia el cuarto de baño con su cuerpo desnudo entre los brazos. Con delicadeza, la sumergió en el agua tibia, hasta que la delgada capa de espuma tapó sus bonitos senos. Trató de recoger su cabello en un moño alto pero, entre que los dedos de la mano izquierda no le obedecían y su falta de habilidad, al final había más mechones sueltos que sujetos por la goma. De todas formas, al policía le pareció que Ana estaba preciosa.
—Voy a frotarte con la esponja para estimular la circulación —anunció con voz ronca. Una vez más, los ojos grises se clavaron en él y Macnamara, turbado por su misteriosa expresión, se vio obligado a tragar saliva.
Echó un poco de gel sobre la esponja y, muy despacio, la deslizó con suavidad por sus brazos, su cuello, luego bajó por sus pechos, su abdomen. La incorporó ligeramente para frotarle la espalda, pasó con rapidez por sus nalgas y se concentró en los muslos, sus pálidas pantorrillas y los pequeños pies. En el cuarto del baño solo se oía el chapoteo del agua y la acelerada respiración del policía. En un momento dado, Nuño alzo la mirada de su tarea y percibió un leve rubor en las mejillas femeninas; cerró los ojos un segundo y aspiró con fuerza. Estaba excitado, sí. Ahí estaba la mujer que amaba; contemplar su maravilloso cuerpo desnudo y tocar la tersa piel, cremosa y perfecta, era más de lo que podía resistir. Le daban ganas de abrazarse a ella y hacerle el amor hasta no poder más. Sin embargo, bajo ese deseo enloquecedor latía una emoción aún más intensa, si es que eso era posible, que había tardado un rato en reconocer.
Una honda ternura.
Ver a una mujer valiente y luchadora como Ana, indefensa y por completo a su merced, le revolvía algo en las entrañas. De repente, solo quería protegerla de cualquiera que pudiera hacerle daño, incluido él mismo. Por primera vez en su vida, estaba dispuesto a anteponer el bienestar de una persona —una mujer, para más señas— al suyo propio y la idea le deslumbraba.
Macnamara terminó de enjuagarla, la sacó de la bañera con cuidado, asegurándose de que el pie de Ana no tocaba el suelo, y la envolvió en una enorme toalla. Por unos segundos, sus ojos chocaron y se enredaron, y entre ellos se estableció una comunicación que iba mucho más allá de las palabras. Solo la preocupación porque Ana pudiera enfriarse, logró despertar al policía de su ensueño. Sin aparente esfuerzo, la alzó en brazos una vez más y la depositó de nuevo sobre la cama.
—No deberías cargar conmigo, se te pueden saltar los puntos —susurró Ana, sin que le temblara la voz.
Satisfecho al comprobar que el baño y el caldo caliente habían surtido efecto, Nuño frotó la pálida piel con la toalla hasta secarla por completo. Después volvió a vendarle el tobillo con cuidado de no apretar en exceso.
—¿Dónde guardas los pijamas?
—En el segundo cajón de la cómoda —contestó Ana recostada en el cabecero, sin quitarle la vista de encima.
—¿No tienes nada más abrigado? —Macnamara se volvió hacia ella con el ceño fruncido; en el cajón no había más que sugerentes camisones de raso y encaje con finos tirantes. Solo de imaginarla vestida con uno de ellos, su autodominio amenazaba con saltar por los aires.
—Como no quieras que me ponga un chándal —respondió con malicia. Sí, se dijo Macnamara, definitivamente, se estaba recobrando a toda prisa.
—Un chándal, buena idea, ¿dónde los guardas?
La joven se lo dijo de mala gana. El policía eligió un grueso chándal gris y una sudadera a juego pensando que así Ana estaría más abrigada y él correría menos peligro.
—A ver, sube los brazos —obediente, Ana los alzó por encima de su cabeza y la toalla se deslizó hacia abajo.
Procurando no mirar, Macnamara le introdujo la sudadera por los brazos y la cabeza y la fue bajando con cuidado, pero, sin querer, el dorso de sus manos rozó los pechos femeninos y su cuerpo se incendió con la misma rapidez que una antorcha sumergida en aceite. El policía reprimió un gemido y, sin levantar la vista, se apresuró a coger los pantalones de algodón con manos algo temblorosas, le introdujo las perneras por los tobillos y tiró de la cinturilla hacia arriba. De nuevo trató de no mirar, pero no pudo evitar que sus dedos, como si tuvieran vida propia, acariciaran con disimulo la satinada piel de sus caderas. Cuando terminó de vestirla, resollaba igual que un paciente con disnea.
—Ahora descansa —su voz sonó tan áspera que incluso a él le costó reconocerla. Envolvió la bolsa de hielo con una toalla y la puso junto a su tobillo.
Ana apoyó la cabeza en la almohada. Estaba agotada y esa intensa sesión de baño con el inspector Macnamara había absorbido la poca energía que le quedaba. Sin embargo, hizo un esfuerzo para mantener los párpados abiertos y le preguntó en un susurro:
—¿Te quedarás?
—Me quedaré —prometió el policía mirándola con dulzura.
—¿Aquí, conmigo? —insistió Ana.
Macnamara no contestó; simplemente, se quitó las botas y el cinturón, se tumbó junto a la joven, pasó su brazo sano por debajo de sus hombros de forma que la rubia cabeza, ahora libre de la goma que sujetaba sus cabellos, descansó en el hueco de su brazo y apagó la luz. El policía oyó el suspiro de satisfacción que lanzó Ana y, girando un poco la cabeza, la besó en la frente.
—Duérmete —ordenó.
Y en el refugio seguro de aquellos brazos vigorosos, Ana cerró los ojos y se quedó dormida en el acto.
La luz inundaba la habitación cuando Ana se despertó, con todo el jaleo, habían olvidado cerrar las contraventanas. Contempló al hombre que aún dormía tumbado a su lado; su semblante estaba mucho más relajado que de costumbre y parecía más joven. Un mechón de su espeso cabello rojizo caía sobre su frente y los dedos de Ana cosquillearon por las ganas de retirárselo de la cara. Su mirada curiosa se deslizó por el musculoso pecho desnudo, cuya piel era mucho más pálida que la de su rostro.
«Cualquiera que lo viera así», se dijo Ana, «pensaría que hemos pasado una noche de loca pasión, si no fuera por el espantoso chándal gris que llevo puesto, claro está».
Sus ojos volvieron a escudriñar el rostro del policía, encantada de tener la oportunidad de observarlo sin que él se diera cuenta. Ana aprovechó para examinar a placer esos rasgos firmes y masculinos que la volvían loca, diciéndose que quizá no tuviera otra ocasión para hacerlo. Lo amaba, se dijo. Y aún más después de la ternura que mostró la noche anterior. Se preguntó qué sentiría él por ella. Sabía que la deseaba, eso sí; pudo verlo en sus ojos durante cada segundo que duró ese baño tan especial. Pero ¿era eso suficiente?
En ese instante, los párpados de espesas pestañas castañas se agitaron y el policía abrió los ojos. Al ver las pupilas femeninas clavadas en él, una devastadora sonrisa que mostraba sus dientes perfectos apuntó en sus labios y Ana sintió que todos los huesos de su cuerpo se derretían.
—Buenos días, preciosa —susurró con su acariciadora voz de bajo.
—¿Preciosa? No pareces tú, inspector. Además de la herida del brazo, no te habrás dado un golpe en la cabeza, ¿verdad? —al ver las chispas traviesas en sus pupilas, Macnamara dobló el codo y apoyó la cabeza en su mano.
—Veo que estás mucho mejor, preciosa, y no, no he recibido ningún golpe en la cabeza. Así que hazte a la idea, porque no retiro una sola letra: eres preciosa… —Macnamara extendió su brazo vendado y sus dedos rozaron con suavidad la mejilla femenina y bajaron hasta posarse en los sensuales labios de la joven.
Ana dio gracias al cielo por estar tumbada en la cama, estaba segura que si hubiera estado de pie sus articulaciones hubieran cedido y habría acabado en el suelo, en especial, cuando el índice del policía empezó a trazar el contorno de su boca. Sin querer, sus labios se entreabrieron en una súplica inconsciente que el inspector fue incapaz de resistir. Con un rápido movimiento, se incorporó un poco más y besó con ardor esa boca jugosa que parecía diseñada para recibir sus caricias. El contacto provocó un chispazo de tal envergadura, que las mentes de ambos se quedaron en blanco.
Sin embargo, en ese preciso instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe. De milagro, Ana consiguió recuperar una mínima parte del dominio de sí misma y, con rapidez, se apartó todo lo que pudo de Macnamara, sin que a este se le escapara el furioso tono rojo que coloreó sus mejillas.
—Buenos días, Ana —Pablo saltó sobre el colchón y besó a Ana, cariñoso, mientras que Miriam se quedó parada al pie de la cama, mirando a Macnamara con desconfianza.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó la niña señalándolo con el dedo.
Antes de que Ana —con el cerebro embotado aún por el beso que acababa de recibir—, pudiera pensar en una respuesta, el inspector contestó:
—Ana tuvo ayer una mala experiencia y no se encontraba bien. Así que me quedé con ella para vigilar que no surgiera ningún problema —Nuño parecía tan seguro de lo que decía, que Miriam aceptó la explicación sin cuestionarla.
—¿La salvaste tú? —preguntó Pablo mirándolo con admiración con sus vivos ojos color caramelo.
—Pues claro que la salvé, soy un tipo muy valiente —lo dijo tan serio, que Ana fue incapaz de reprimir una carcajada.
—En fin, será mejor que deje de vaguear y me levante de una vez, tengo muchas cosas pendientes —Macnamara se puso en pie y, al verlo vestido tan solo con sus desgastados pantalones vaqueros, Ana suspiró pensando que era el hombre más atractivo del mundo. Mientras se calzaba las botas y se ponía la cazadora continuó dirigiéndose a los niños—: Ana tiene que descansar, no puede levantarse de la cama. Si lo intenta, vuestro deber es hacerla desistir, aunque para ello tengáis que emplear la violencia, ¿entendido? —el policía clavó sus pupilas severas en el pequeño Pablo, que, instintivamente, se cuadró y contestó:
—Sí, señor.
—Tendréis que prepararle el desayuno y traérselo a la cama, lo mismo ocurrirá con la comida, ¿podrás hacerlo? —en esta ocasión su mirada se dirigió a Miriam, quien se la devolvió con desdén antes de responder:
—Pues claro que puedo hacerlo, poli marimandón.
Sin hacer caso de las protestas de Ana, Macnamara prosiguió:
—Perfecto, en ese caso me voy tranquilo sabiendo que vosotros dos estáis al mando —Ana contempló divertida como los dos pequeños se esponjaban, orgullosos, al escuchar sus palabras—. Ahora iré a mi casa a ducharme y cogeré algo de ropa. Luego tengo que hacer unas gestiones. Por la tarde regresaré y me quedaré aquí durante unos días.
El inspector no le dio opción a Ana a replicar pues, en cuanto terminó de hablar, se acercó a la cama, depositó un beso ansioso en los labios de la joven y se marchó a toda prisa.
Al salir de la habitación aún pudo escuchar a una irritada Miriam preguntar:
—¿Por qué te ha besado?
Macnamara sonrió con malicia; ahora le tocaba a Ana dar las explicaciones.