Ricardo Daroca, no hizo ningún intento de negar esa afirmación. Esta vez eran sus ojos verdes los que brillaban, burlones, y en el mismo tono, amable y pedagógico, que utilizaría un profesor para explicar un sencillo problema de matemáticas a un niño pequeño y un poco tonto se dirigió al inspector:
—Mi querido inspector Macnamara. Ahora es usted el que desvaría. Ana es amiga mía y jamás haría nada que pudiera hacerle daño. ¡De ninguna manera! Además, ¿dónde cree que la escondo? ¿Aquí en mi casa? —hizo un gesto con los brazos que abarcó lo que había a su alrededor.
—No es un mal lugar, aquí hay sitio de sobra para esconder a varias personas —Macnamara le devolvió la mirada, impertérrito.
—Supongo que si hubiera traído con usted una orden de registro ya me la habría mostrado —Ricardo le miraba con aires de gato que está dispuesto a jugar con el ratón, pero solo hasta que este empiece a aburrirle.
—En efecto, no tengo ninguna orden —Macnamara extendió las palmas vacías hacia arriba y continuó hablando con calma—: Pero imagino que, tratándose de un buen amigo de la señorita Alcázar, a la que conoce desde hace tanto tiempo, no tendría ningún inconveniente en enseñarme su casa.
El hombre frente a él lo miró de arriba abajo con expresión pensativa y, finalmente, asintió sin tratar de reprimir la mueca maliciosa que asomó a sus labios.
—Muy bien, por mí no hay inconveniente. Usted primero, inspector —dijo Daroca, con una elegante inclinación de cabeza.
Tardaron bastante en recorrer la casa en la que el único rastro de la presencia de Ana que encontró el inspector fue un pequeño retrato suyo al carboncillo en el fastuoso dormitorio principal. Tres de las paredes de la habitación eran de cristal, de forma que el cuidado jardín pasaba a convertirse en un espectacular cuadro viviente. La enorme cama en el centro de la habitación, cuyo cabecero hacía las veces de mesillas de noche, era el único mueble visible. Los armarios estaban integrados en la única pared que no era de vidrio de un modo tan perfecto que resultaban casi invisibles. Era como si Ricardo Daroca se acostara todas las noches en mitad de la naturaleza.
Macnamara cogió el pequeño marco y lo examinó con curiosidad. A pesar de los trazos monocromos y sencillos, una Ana de sublime belleza lo miraba desde el papel, con esa luz tierna que a veces aparecía en sus enormes ojos grises, que tenía el poder de derretirlo en menos de dos segundos. Le costó arrancar los ojos del retrato y dirigirlos hacia el hombre que permanecía en silencio a su lado.
—Parece que le gusta la señorita Alcázar, ¿no? Es una mujer muy bella.
Por primera vez, Ricardo pareció perder un poco de su sangre fría y, con un movimiento algo brusco, le arrebató el marco y lo volvió a dejar en su sitio, como si no pudiera resistir que lo tocara alguien que no fuera él. El inspector tomó nota de su comportamiento, trazando planes en su mente sobre la manera de utilizarlo más adelante.
—Verá, conozco a Ana desde hace años. Hemos pasado por muchas cosas juntos y la aprecio, sí. —Era obvio que Ricardo había recuperado el control de sus emociones. Su apariencia volvía a tener ese velo de encanto y amabilidad que parecía la marca de la casa. Le dirigió una agradable sonrisa a Macnamara y agregó—: Bueno. Ya hemos visto todo lo que hay que ver, ahora usted debería empezar a buscar a Ana en serio, me preocupa mucho.
—No me ha enseñado el sótano y los trasteros —lo interrumpió Macnamara con rudeza.
El hombre soltó un suspiro de cansancio, alzó los ojos al cielo y le dijo sin perder ni un ápice de su amabilidad:
—Sígame.
La planta subterránea era enorme a su vez y contenía una piscina cubierta, el garaje, el cuarto de calderas, los trasteros y numerosas habitaciones vacías. Sin embargo, los agudos ojos de Macnamara detectaron algunos elementos que no cuadraban. A pesar de su tamaño, la planta le pareció algo más pequeña que el nivel superior. Se preguntó si eso significaría que había espacios ocultos en algún lado. Para comprobarlo necesitaría un georadar que tendría que pedir en comisaría y que no llegaría antes de un par de semanas, lo que le haría perder un tiempo precioso.
—Espero, inspector, que admita que ha… patinado, por decirlo suavemente. Dígame, ¿de dónde ha sacado la extraordinaria teoría de que yo soy la persona que retiene a Ana? —la mirada entre arrogante y despectiva que le lanzó, reafirmó al policía en sus sospechas. Ricardo Daroca estaba demasiado tranquilo, demasiado seguro de sí mismo. Olía a culpabilidad por los cuatro costados.
Sin embargo, Macnamara era consciente de que estaba a punto de perder la oportunidad de averiguar lo que necesitaba, así que decidió poner en práctica el plan que había trazado sobre la marcha. Con decisión, irguió sus anchos hombros, cruzó los brazos sobre su pecho y se enfrentó a él con una expresión severa en el rostro.
—Sé que usted la oculta en algún lugar. Sé que está enamorado de Ana desde hace años y que ella no le corresponde. Sé que fue usted el que envenenó al mastín, apuñaló a Natalia hasta la muerte y acabó también con la vida de Dionisio Fuentes.
—Ja, ja, inspector. Perdone que me ría a pesar de que las acusaciones que está formulando son muy serias, pero es que en la vida había oído nada tan peregrino —el hombre lo observaba sin inmutarse con las cejas, negras y espesas, alzadas ligeramente, como si estuviera haciendo acopio de paciencia para escuchar sin enfadarse todas las sandeces que decía el policía.
—Usted es Kusanagi —lo acusó Macnamara.
Por unos segundos, la sorpresa brilló en sus pupilas pero, al instante, Daroca recuperó su expresión serena.
—Se equivoca, inspector, soy Ricardo Daroca, constructor. Jamás he oído ese nombre.
—¿No? ¿De verdad no lo ha oído? —preguntó Macnamara. Despacio, se acercó hasta que sus cuerpos estuvieron a menos de medio metro, empequeñeciendo con su tamaño la figura del otro hombre. Incómodo, Daroca se vio obligado a echar la cabeza para atrás para mirar el rostro implacable del inspector—. Qué raro. Kusanagi es un ingenioso juego de palabras que oculta algo, algo importante.
—No sé de qué me habla —Ricardo dio un paso atrás para alejarse de la agobiante cercanía de aquel cuerpo inmenso.
—Natalia dejó escrito un diario —de nuevo Daroca fue incapaz de ocultar su sorpresa, pero nada en su actitud traicionó el más mínimo matiz de temor ni ninguna otra emoción delatora—. En él hablaba de su idolatrado Kusanagi, del que estaba locamente enamorada. Sin embargo, ese amante infiel la traicionó con otra mujer. Pero aquí viene lo más cómico, la mujer a la que Kusanagi ama con toda su alma, lo desprecia. Nunca le ha mirado como a un posible amante y nunca lo hará.
Esta vez, Ricardo Daroca se quedó rígido y sus párpados se entornaron tratando de ocultar el brillo helado de sus ojos verdes, muy alejado del encanto que derrochaban de manera habitual. Macnamara tomó nota mental de aquellos sutiles signos y prosiguió:
—Anuska, la mujer que se esconde tras el nombre de Kusanagi, nunca será suya porque ya ha encontrado a otro hombre que la satisface más.
—¿Ah, sí? Parece saber mucho del tema, inspector. Me gustaría que me dijera por qué está usted tan bien informado —a pesar de que Ricardo Daroca no había movido ni una pestaña y sonaba perfectamente calmado, el frío fulgor de sus pupilas se había transformado en un destello homicida.
—Mi fuente de información soy yo mismo, señor Daroca, alias Kusanagi. Me he acostado con ella. Un polvo de los que no se olvidan, créame —se jactó Macnamara, al tiempo que le guiñaba un ojo. Su vulgaridad y la sonrisa petulante posada sobre su boca hubieran bastado para que cualquiera se sintiera tentado a borrársela a golpes.
—No me creo que alguien como Ana se haya acostado con un patán como usted. Un policía zafio y palurdo que, ni en mil años, sería capaz de darle a una mujer como ella lo que necesita —Daroca lo miraba, desdeñoso, con las manos metidas en los bolsillos de su batín.
—Ah, ¿no? —respondió el policía al tiempo que sacudía su cabello rojizo, desafiante, y pasaba una mano por su entrepierna en un gesto provocativo—. Pues a juzgar por sus gemidos de placer, parece que a ella le gustó bastante que le tocara esos maravillosos pechos, blancos y erguidos. Jamás he visto una piel tan pálida, tan suave y perfecta como la suya. La cara interna de sus muslos es como el terciopelo y, cuando subes un poco más, te das cuenta de que es una zorrita bien enseñada, tan húmeda y dispuesta que…
No pudo acabar la frase. A pesar de que estaba atento al más mínimo movimiento de Ricardo Daroca, el hombre que tenía enfrente consiguió sorprenderlo. Con un gesto fluido que los ojos de Macnamara fueron incapaces de registrar, sacó la mano del batín y trató de clavarle al policía el pequeño pero afilado cuchillo que empuñaba. Por fortuna, Nuño consiguió reaccionar en el último segundo y alzó el brazo izquierdo para cubrirse, así que el tajo que iba destinado a su garganta, acabó desgarrándole el antebrazo. Al instante, sintió un dolor lacerante y empezó a sangrar con abundancia pero, a pesar todo, no se distrajo y siguió esquivando el ataque de Daroca como pudo. El hombre tenía una espectacular habilidad en la lucha con cuchillos y sus movimientos, rápidos y certeros, obligaban a Macnamara a esquivar una puñalada tras otra. El policía maldijo en silencio. La afilada hoja debía haberle seccionado algún músculo o tendón; los dedos no le respondían y no podía echar mano de su pistola.
Herido y desarmado, estaba en clara desventaja frente a su oponente, así que Nuño recurrió a la única defensa que en una situación como aquella le quedaba a un tipo de su envergadura. Con un valor rayano en la temeridad, se abalanzó sobre su atacante, lo agarró como pudo de la muñeca, tratando de detener las cuchilladas que le lanzaba sin pausa, y con su cuerpo lo arrinconó contra la pared de hormigón del sótano. Sin embargo, no consiguió desarmarlo pues, a pesar de que Ricardo era bastante más bajo y menos pesado que Macnamara tenía una fuerza sorprendente, incrementada por el odio enloquecido que brillaba en sus pupilas.
Mientras forcejeaban por la posesión del cuchillo, cuya afilada hoja quedaba en ese momento a menos de dos centímetros del rostro de Macnamara, Ricardo jadeo:
—Ana es mía… La has tocado y vas a morir…
Macnamara no perdió el tiempo con chácharas inútiles. Como tenía la mayor parte del brazo izquierdo inutilizado, aplastó a Ricardo con su hombro contra la pared hasta que consiguió inmovilizarlo, mientras que con la otra mano seguía apretando la muñeca de su atacante con todas sus fuerzas. Milímetro a milímetro, logró alejar el punzante acero de su cara y siguió retorciéndole la muñeca hasta que los dedos de su enemigo se abrieron y soltó el cuchillo. Sin embargo, Daroca, entrenado en infinidad de peleas callejeras, no se dio por vencido.
Con un rápido movimiento, metió la mano que tenía libre bajo la chaqueta del inspector y le arrebató la pistola de su funda. Apuntó con ella hacia el estómago del policía, pero, antes de que pudiera apretar el gatillo, Nuño consiguió volver el cañón hacia él y cuando el disparo retumbó de forma ensordecedora en el inmenso sótano, el policía no habría sido capaz de decir si estaba herido o no. Fue al notar que el peso de su agresor sobre su hombro aumentaba, cuando Macnamara comprendió que era a Daroca al que le había alcanzado la bala.
Con cuidado, lo ayudó a deslizarse hasta que quedó tendido sobre el frío suelo de cemento, apartó el batín de seda, cuyos colores se iban apagando a medida que la mancha de sangre aumentaba sin pausa, y vio que la cosa no pintaba nada bien. A toda prisa, Macnamara se deshizo de su cazadora, se quitó la camiseta, hizo con ella un revoltijo y presionó con fuerza sobre la herida. Con la otra mano sacó su móvil del bolsillo trasero de su pantalón y llamó al 112 para pedir una ambulancia y refuerzos policiales.
—No… te molestes. Estoy… jodido.
Ricardo Daroca lo miraba con el rostro muy pálido pero, a pesar de la situación, lucía una mueca retorcida en su boca. El policía no sintió ninguna lástima de él y con brusquedad preguntó:
—¿Dónde está Ana?
—Ja, ja… —la inoportuna risa le provocó un ataque de tos y un esputo sanguinolento le salpicó la barbilla. Sin embargo, le dirigió una mirada llena de odio y, aunque le faltaba el aire, añadió—: Nunca la encontrarás… si no es… mía, no… lo será de… nadie.
El inspector le agarró por las solapas y lo sacudió sin importarle que estuviera herido.
—¡Dímelo, hijo de puta! —gritó. Macnamara tenía miedo; si ese bastardo moría sin hablar quizá no volvería a ver a Ana—. La tienes escondida en esta casa, ¿no es así? Seguro que tienes una habitación del pánico o como demonios se llame.
—Frío, frío… —los iris verdes no dejaban de observarlo, burlones—. Está bien… has acertado… aunque se trata… más bien…de un pequeño apartamento. Lo preparé… para Anita… en el caso… de que no quisiera… al principio… estar conmigo.
—¡¿Dónde está?! ¡¿Dime cómo llego hasta él?! —el inspector tenía la frente perlada de sudor.
—¿Ves… esa… palanca…?
Nuño giró la cabeza y vio una pequeña palanca roja, muy parecida a las llaves del gas de las calderas. Con rapidez, se levantó y la giró primero en una dirección y, al ver que no ocurría nada, en la otra. De repente, un pesado mueble de acero que contenía un montón de herramientas y que parecía que llevaba siglos anclado en ese mismo lugar, empezó a deslizarse con suavidad hacia un lado dejando a la vista una puerta oculta. Con el corazón latiéndole alocadamente en los oídos, Macnamara se abalanzó sobre el pomo y lo giró impaciente, pero estaba cerrada con llave. Sin perder ni un segundo, el policía se echó hacia atrás, cogió impulso y aterrizó con el hombro sobre la madera. La puerta se abrió de golpe y Nuño accedió a un apartamento. Una habitación, un baño y una cocina, todo en tamaño diminuto y sin ventanas. Por supuesto, estaba vacío. Angustiado, el inspector salió, se arrodilló junto al herido y apretó la camiseta contra su estómago una vez más.
—¿Dónde está? —esta vez, las palabras del policía sonaron como una súplica.
Las pupilas cada vez más turbias de Ricardo Daroca bebieron extasiadas la desesperación del, hasta hace pocos minutos, arrogante inspector Macnamara.
—Así… que… la amas… —el esfuerzo por pronunciar esas palabras hizo que Daroca tosiera más y un hilillo de sangre se deslizó por la comisura de su boca.
—Sí, amo a Ana. La quiero como jamás pensé que podría querer a una mujer —confesó el inspector. Al escucharse pronunciar esas palabras en voz alta, Nuño se sintió extrañamente reconfortado y, por una milésima de segundo, olvidó las difíciles circunstancias que lo rodeaban.
—Me… alegro… así… sabrás… lo que… es… quererla… sin… esperanza —al terminar la frase, Ricardo Daroca sufrió una violenta convulsión y murió.
—¡Hijo de puta! —gritó Macnamara, al tiempo que acercaba los dedos índice y corazón a su cuello, pero fue inútil, no encontró el pulso de la arteria carótida. Desesperado, se tiró de los pelos; tenía que encontrar a Ana antes de que fuera demasiado tarde.
Nuño bajó la vista una vez más hacia el hombre que yacía en el suelo con los ojos muy abiertos y tuvo que contener el fuerte impulso de soltarle una patada. Sin parar de maldecir, recogió su cazadora del suelo y se la fue poniendo mientras subía por la escalera. Necesitaba aire fresco para poder pensar. Al salir al exterior notó que había empezado a caer una fría llovizna. Justo entonces, escuchó el ruido de un motor y vio las luces de las sirenas en el camino que conducía hasta a la casa. Además de la ambulancia, dos todoterrenos de la Guardia Civil se detuvieron a su lado.
—Inspector —saludó el agente nada más bajarse del coche y Macnamara lo reconoció al instante, era el mismo que lo había llevado hasta el depósito de agua en el que apareció el cadáver de Fuentes.
—Me temo que es demasiado tarde, el hombre está muerto.
El guardia civil, acostumbrado a las malas noticias, se encogió de hombros y comentó como si pensara en alto:
—Por qué será que todo lo malo ocurre en las noches oscuras y húmedas —y, sin esperar respuesta, se alejó en dirección a la casa en pos de sus compañeros.
Las palabras de aquel hombre trajeron a la memoria de Macnamara otras palabras:
…Me encuentro en un lugar húmedo en el que la oscuridad es absoluta. Estoy hecha un ovillo y trato de fundirme con esa oscuridad porque, a pocos metros de donde yo estoy, alguien me busca. La sensación es opresiva, casi asfixiante, y la maldad que percibo en ese «alguien» que me acecha, me llena de terror…
Macnamara salió corriendo detrás del agente Vázquez.
—¡Agente! —gritó
El guardia civil que acababa de subir los tres escalones de la entrada se volvió en el acto.
—¿Sí, inspector?
—Usted es de la zona ¿verdad?
—Sí, yo nací en el pueblo de al lado y desde crío…
Macnamara lo interrumpió, impaciente.
—Necesito saber si existe una cueva por los alrededores o algo parecido.
—¿Una cueva? —el joven agente pareció sorprendido por la pregunta, pero enseguida contestó—: Bueno, está la mina de plata cerca de Bustarviejo, pero queda lejos de aquí. A unos cincuenta kilómetros más o…
El inspector lo interrumpió de nuevo con brusquedad.
—No, demasiado lejos no puede ser.
—A ver, déjeme pensar —el guardia civil se rascó la cabellera por debajo de la gorra verde—. Está también la cueva del monje.
—¿Es grande? ¿Muy oscura y húmeda? —preguntó el policía a toda velocidad con los ojos chispeando de esperanza.
—Para nada, como mucho sirve de refugio a unas cuantas personas si cae una buena tormenta, hay gente que piensa que es un dolmen, aunque… —al percibir la mirada de desesperación de Macnamara, el joven se detuvo, pensó a toda prisa y añadió—: Puede que se refiera usted a unas viejas galerías excavadas durante la guerra civil. Las usaban los combatientes para refugiarse de los ataques aéreos. Son un pequeño laberinto y la última vez que estuve con mis sobrinos, alguno de ellos se llevó un buen susto a pesar de que íbamos con linternas.
Como si hubiera tenido uno de esos presagios de los que tanto se burlaba antaño, Macnamara supo sin ninguna duda que ese era el lugar que buscaba.
—Necesito que me lleve hasta allí, agente, la vida de una mujer está en juego.
El médico de la UVI móvil, que llevaba un rato curándole la herida del antebrazo comentó:
—Ya no sangra y le he inmovilizado el brazo, pero necesita cirugía. Debería venir conmigo al hospital.
—Gracias, ahora no puedo. Vamos, agente Vázquez, que sus compañeros vayan haciendo el atestado. ¿Tiene una linterna?
—Sí, siempre llevo un foco en el coche —respondió el joven, contento de poder ser útil; desde que conocía al inspector Macnamara su vida se había vuelto mucho más emocionante.
—Perfecto. Pise fuerte.
El guardia civil condujo a toda velocidad por los caminos sin asfaltar. Sin embargo, la impaciencia del inspector por llegar hacía que no le pareciera que iban lo suficientemente rápido. En silencio, hizo algo que no recordaba haber hecho desde que era niño: rogó a Dios que Ana se encontrara sana y salva.
El agente Vázquez detuvo el coche en un claro apenas iluminado por la luz de la luna y rebuscó en la guantera.
—¡Aquí está! —sacó un foco de buen tamaño y lo encendió—. Desde aquí tendremos que ir andando, inspector Macnamara, las galerías están como a un kilómetro y medio.
Avanzaron con rapidez por el bosque, solo el bullicio de las criaturas nocturnas y el sonido de sus pasos apresurados interrumpían el silencio nocturno. La temperatura era gélida, pero Macnamara no lo notaba, tampoco se daba cuenta del dolor que sentía en el brazo a pesar del analgésico que se había tomado. Tan solo se concentraba en seguir la luz del foco con atención para no tropezar con una raíz o una piedra. En su mente solo tenía cabida una idea: llegar hasta Ana cuanto antes.
Después de lo que le pareció un siglo el agente Vázquez anunció por fin:
—Casi hemos llegado. La entrada está detrás de ese montículo —el hombre se detuvo frente a lo que a Macnamara tan solo le pareció un amasijo de zarzas y exclamó—: ¡Alguien ha bloqueado la puerta con unas piedras!
El agente dejó el foco a un lado y empezó a quitarlas. Al momento, el inspector estuvo a su lado ayudándolo a mover las pesadas rocas que obstruían el acceso a las galerías, sin pensar en su brazo herido. Cuando consiguieron despejar la entrada, Macnamara cogió el farol y empujó la puerta. A la luz del potente foco, las tinieblas retrocedieron.
—¡Ana! ¡Ana! —su voz profunda resonó con fuerza y el eco retumbó por los diferentes pasadizos, pero no hubo respuesta—. ¡Ana, soy yo, Macnamara, contesta por favor!
Nada.
Si no hubiera sido por los gritos del inspector el lugar habría sido una tumba. Fuera de sí, el policía recorrió los túneles uno a uno, dejando marcas con una piedra afilada para reconocer las galerías por las que ya había pasado. Empezaba a desesperar cuando la luz del foco alumbró algo de un color más claro que las paredes. Con el corazón a cien latidos por segundo, Macnamara se acercó y reconoció la figura de Ana hecha un ovillo contra la pared. El inspector calló de rodillas a su lado y sus ojos se llenaron con una insólita humedad.