20

En el interior de las galerías la oscuridad era total y el frío intenso traspasaba el jersey y la fina camisa de Ana. La joven avanzaba con lentitud, palpando las frías paredes de los estrechos pasillos que se bifurcaban a menudo. Trataba de memorizar en su mente la dirección que tomaba cada vez que torcía, pero no sabía si algún día sería capaz de encontrar de nuevo la salida. Sin embargo, la cuestión ahora era alejarse lo más posible de su perseguidor. Cada vez cojeaba más y el dolor en su tobillo empezaba a ser insoportable pero, a pesar de todo, siguió andando. Después de un tiempo que se le antojó interminable, Ana se apoyó contra una de las húmedas paredes y, agotada, se deslizó hasta el suelo y envolvió sus piernas con los brazos. Estaba helada y muy asustada, le aterrorizaba la oscuridad, pero aún le daba más miedo el hombre que la buscaba ahí fuera.

Sus dientes castañeteaban sin que ella pudiera evitarlo, así que apretó aún más los brazos alrededor de sus piernas y rogó a Dios que su perseguidor no la descubriera. Sin saber por qué, se encontró pensando en Nuño Macnamara, en su último encuentro, en la forma en que la había amado aquella noche en la pequeña cama del cuarto de Miriam. De pronto, una idea chocante se abrió paso en su cerebro: si Ricardo la encontraba, ya no podría decirle nunca que lo amaba.

Ese pensamiento la dejó tan estupefacta, que hasta el temblor de su cuerpo cesó de golpe. ¿Lo amaba?, se preguntó. ¿A ese hombre que disfrutaba cuando la hacía perder los estribos? ¿Que a menudo era rudo con ella y la hería con su lengua viperina? ¿A ese hombre que, en cuanto bajaba la guardia, la trataba con una delicadeza y una ternura inmensas? La situación límite en la que se encontraba atrapada no le permitió seguir engañándose y, por segunda vez en menos de un minuto, lo reconoció.

Estaba perdidamente enamorada del arisco policía.

Y al lado de lo que sentía por él, se vio obligada a admitir que su amor por Manu había sido un sentimiento romántico y puro entre dos adolescentes que, si no hubiera sido por la violenta muerte del muchacho, se habría desvanecido suavemente con el paso del tiempo. En cambio, lo que sentía por el inspector estaba muy lejos del idílico amor de los cuentos de hadas; era un amor adulto por completo, entre dos personas que sabían bien lo dura que podía llegar a ser la vida. A pesar de que hacía pocos meses que se conocían, Ana tenía una idea muy clara de los numerosos defectos y de las virtudes —no tan numerosas y, a menudo, bien escondidas en lo más profundo de ese poderoso pecho— de ese pelirrojo cascarrabias, y estaba convencida de que cualquier relación entre ellos no sería una historia plácida y edulcorada al estilo de «fueron felices y comieron perdices». Sin embargo, había una cosa de la que también estaba segura; lo que fuera que hubiera entre ellos no sería algo rutinario y convencional, sino una especie de gigantesca montaña rusa con esas bajadas y subidas vertiginosas y trepidantes, que te ponían la carne de gallina y te hacían gritar de gozo.

—¡Anita! —la voz de su perseguidor, deformada por la reverberación que se producía en los túneles, la sacó de sus ensoñaciones con violencia. Por un instante, había logrado olvidar el peligro en que se encontraba, pero ese grito la devolvió a la espantosa realidad y el terror le atenazó la garganta, impidiéndole respirar—. ¡Anita!

El eco fantasmal repitió su nombre una y otra vez. Asustada de que el castañeteo de sus dientes pudiera delatarla, Ana apretó las mandíbulas con fuerza y se arrimó aún más contra la húmeda pared, deseando poder fundirse en ella y desaparecer.

—Sé que te escondes aquí y, créeme, es imposible que escapes —Ricardo continuó hablando en ese tono persuasivo y razonable que la aterrorizaba aún más, si es que eso era posible—. Venga, Anita, no debes tener miedo de mí. Ya te he dicho que te quiero. Estoy enamorado de ti desde aquella noche memorable en que apareciste bajo el puente de la nacional IV, donde teníamos nuestro cuartel general, empapada por la lluvia y con una bolsa de plástico en cada mano. Recuerdo cómo nos miraste a Manu y a mí, entre asustada y desafiante, y en ese instante supe, sin lugar a dudas, que tú serías para mí.

La voz parecía aproximarse y alejarse indistintamente, y Ana no era capaz de distinguir si el hombre estaba más cerca de ella o no, así que se limitó a permanecer inmóvil y en completo silencio rogando, desesperada, que no la descubriera.

—Pero tú no solo no te fijaste en mí, sino que te liaste con Manu. ¡Manu! —escupió su nombre con odio—. Aún no sé qué demonios viste en él. Me imagino que te deslumbró su bello rostro y no te paraste a pensar en lo que había debajo. Manu no era más que un niñato inconsciente, que confundía insensatez con valentía y que no tenía dos dedos de frente. Pensé que tú, que eres tan inteligente, te darías cuenta enseguida de cómo era en realidad y lo olvidarías, pero cuando vi que seguías loca por él tuve que tomar cartas en el asunto.

Al escuchar sus palabras, Ana tuvo una corazonada de lo que seguiría después y se estremeció con tanta violencia que le dolió todo el cuerpo.

—Sí, fui yo el que lo delató a la policía. Su mejor amigo, ja, ja, ja —su risa siniestra rebotó por las paredes de piedra, amenazadora—. Y algo más… ¿no lo adivinas? No, claro que no, eres demasiado ingenua, Anita, demasiado confiada. Pero esa es una de las cosas que más me gustan de ti.

El tono aterciopelado y acariciador de su voz, hizo que Ana sintiera ganas de taparse los oídos para no seguir escuchando. Sin embargo, abrazó sus piernas con más fuerza aún y metió sus manos —que no paraban de temblar— bajo sus rodillas para no caer en la tentación; estaba decidida a saber de una vez por todas la verdad.

—A Manu no lo mató la policía. No fue víctima de una bala perdida en mitad de la refriega como dijeron. Lo mató su propia estupidez, ¿sabes? Ni siquiera iba armado aquel día. Idiota, ¿a quién se le ocurre ir a dar un golpe con las manos vacías? —sus palabras rebosaban un desprecio casi palpable al relatar los acontecimientos de aquella noche.

A pesar de que no veía nada, Ana percibió que se estaba acercando. Nerviosa, consideró la posibilidad de abandonar la relativa protección de ese pequeño hueco en la pared de piedra en el que se había refugiado, pero lo pensó mejor y decidió que no sería una buena idea deambular a oscuras y desorientada por esos tortuosos pasadizos.

Entretanto, Ricardo seguía con su confesión, convencido de que en la delicada situación en la que Ana se encontraba podía hacer y decir lo que le diera la gana. Y esa firme seguridad, fue lo que terminó de aterrorizarla.

—Parece que lo estoy viendo, la policía había rodeado la nave y Manu, en vez de mostrar temor, afirmaba que conseguiríamos salir de allí sanos y salvos. Los otros le creyeron como los fanáticos que siguen a un iluminado, pero yo disparé a los agentes y empezó el tiroteo hasta que, en un momento de confusión, me acerqué a él, lo llamé por su nombre y, cuando se volvió hacia mí, descargué la última bala que me quedaba en mitad de su pecho —Ana se mordió la rodilla con saña para no gritar, mientras el dolor de aquel día la bañaba de nuevo y las lágrimas, ardientes y silenciosas, brotaban incontenibles empapando sus mejillas—. Recuerdo bien cómo esos bellos ojos azules que te sorbieron el seso me miraron con un asombro vacío. Seguro que te preguntas si he sentido remordimientos alguna vez, ¿a que sí? Pues ahí va mi respuesta: jamás. Manu recibió lo que se merecía.

A Ana le pareció detectar el levísimo resplandor de un mechero y, temblorosa, hundió la cara por completo entre sus rodillas. La angustia empapó su frente con un sudor frío que la hizo tiritar aún más.

—Como yo era el soplón de la madera y ellos mismos me habían proporcionado el arma, al final escribieron en su informe que a Manu le alcanzó una bala rebotada. Estuve una semana en el calabozo y, más tarde, el policía con el que colaboraba me dijo que sería mejor que desapareciera durante unos años hasta que el asunto se enfriase. Muy a mi pesar, tuve que irme sin ti. Como bien sabes, pasé varios años viajando por distintos países de Sudamérica, fue una época muy instructiva y aproveché para hacer lucrativos negocios. Conocí a otras mujeres, pero ninguna te llegaba a la suela del zapato, así que las usé hasta que me cansé de ellas y luego las olvidé —frenética, Ana oía el rumor de sus pasos cada vez más cerca. Su corazón palpitaba a tal velocidad que pensó que estallaría. El temblor de su cuerpo se había transformado en una tiritona constante y, si en ese momento hubiera tenido que salir huyendo, sus piernas no la habrían sostenido—. No puedes imaginar cuánto pensé en ti durante ese tiempo. Por fin, cuando pensé que ya era seguro regresar, no paré hasta encontrarte. Después, no me resultó difícil convencerte de que aceptaras mi ayuda en la reforma de la casa; fue entonces cuando encontré la trampilla de la leñera que me resultó tan útil, como bien sabes, para acceder al interior. Te ofrecí mi ayuda porque deseaba estar cerca de ti, hacerme imprescindible, pero tú me tratabas como a un amigo y nada más, y ahí es cuando apareció Natalia.

»Ella sí vio en mí lo que tú pareces incapaz de percibir. Se enamoró con locura, la pequeña estúpida. Para mí no fue más que un pasatiempo, pero, sobre todo, un instrumento para llegar hasta ti. Natalia me introducía a escondidas en tu casa, en tu dormitorio… Una vez incluso me la follé en tu propia cama, con la almohada impregnada con esa fragancia tuya que me enloquece, pensando que eras tú. Como trofeo me llevé ese absurdo león que te regaló Manu y por el que estuvieron a punto de atraparlo. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos para cautivarte, seguías mirándome con indiferencia, barajé la idea de envenenar a esos mocosos que habías recogido en la calle a los que parecías querer más que a mí. Al final lo descarté aunque, a cambio, convencí a tu protegida para que pusiera veneno en la comida de ese viejo perro. Después, no sé por qué, Natalia adivinó que era de ti de quien en realidad estaba enamorado. Se puso hecha una hiena, me amenazó con contártelo todo y, bueno, ya sabes lo que ocurrió.

La voz masculina pareció alejarse de nuevo y Ana suspiró con alivio. Sin embargo, el entresijo de pasadizos parecía funcionar como una caja de resonancia, porque seguía escuchando sus palabras con claridad. Se arrebujó más en su jersey como si ese gesto, más que resguardarla de la gélida atmósfera, la protegiera de la maldad de ese discurso enloquecido.

»Luego tuve que dar un escarmiento a ese hombre repugnante que osó manosear lo que era mío. Te confesaré una cosa; no me gusta perderte de vista durante mucho tiempo, así que a menudo te vigilo con mis prismáticos mientras haces ejercicio, me encanta observar la agilidad de tu delicioso cuerpo. Ese día lo vi todo. Y más tarde… —de pronto, la voz de Ricardo se elevó con repentina violencia—. ¡¿Qué parte de «solo yo puedo tocarte» no entendiste, joder?! Desoíste mi advertencia. He visto como miras a ese poli. No sé si esa mañana en que lo sorprendí en tu casa tan temprano había pasado la noche contigo, pero lo averiguaré y, si descubro que te ha puesto la mano encima…, ¡te juro que él también recibirá su merecido!

Esa amenaza tan poco sutil multiplicó por tres el terror de Ana. Estaba claro que Ricardo era capaz de cualquier cosa y ni siquiera un policía estaba a salvo de él. El pensamiento de Macnamara herido o muerto a manos de ese loco le revolvió el estómago y le entraron ganas de vomitar.

—Vaya, parece que mi mechero se está quedando sin gas. Sal ahora mismo, Ana, o te dejaré aquí encerrada hasta que vuelva mañana a buscarte. Sé que te aterroriza la oscuridad, Natalia me enseñó la lamparita que enciendes todas las noches en tu habitación y me pareció enternecedor. Anita, querida, el desenlace será el mismo si te entregas ahora o si te encuentro mañana cuando vuelva con una linterna y, créeme, te ahorrarás un montón de horas de sufrimiento. ¡Ana, sal de tu escondite o será peor para ti! —el hombre esperó un rato en silencio, pero al ver que ella no respondía se encogió de hombros y a la, cada vez más débil, luz del encendedor se dirigió hacia la salida. Sin embargo, antes de traspasar el umbral se volvió por última vez y gritó en dirección a la oscuridad—: ¡Tú lo has querido! Este será tu pequeño castigo por dejarte deslumbrar por un tipo como Macnamara. Disfruta de tus últimas horas de libertad. Mañana serás mía. Para siempre.

Horrorizada, Ana escuchó el ruido de la pesada puerta de hierro al cerrarse.

Macnamara giró el acelerador hasta el límite; si en vez de una moto hubiera llevado un caballo entre sus piernas, lo habría espoleado hasta reventarlo. Casi pegado al depósito de gasolina para oponer menos resistencia al viento, Nuño volaba esquivando el escaso tráfico nocturno. Miriam había llamado a Julia a eso de las ocho de la tarde, preocupada porque Ana no hubiera llegado aún. En cuanto se enteró, la fiel cocinera condujo hasta la casa para ocuparse de ellos. La mujer descartó en el acto la idea de Miriam de que Ana hubiera sufrido una avería con el coche. Si hubiera sido así, se dijo, lo primero que habría hecho Ana habría sido avisarla a ella o Pilar. Además su móvil estaba apagado, cosa rarísima tratándose de la joven; la conocía desde hacía años y sabía cómo se preocupaba por los pequeños. Así que buscó en la consola del recibidor hasta que dio con la tarjeta del inspector. En cuanto la mujer le dijo que Ana había desaparecido, Macnamara supo lo que tenía que hacer. Con resolución, empujó la angustiosa preocupación que sentía hasta el último rincón de su cerebro; iba a necesitar toda su concentración si quería rescatarla sana y salva, así que en esos momentos no podía darse el lujo de distraerse con sus propias emociones.

Si algún agente de tráfico se hubiera tomado la molestia de cronometrar el tiempo que tardó en llegar a la casa de Ricardo Daroca, Macnamara hubiera necesitado un par de generaciones para recuperar los puntos del carné. El chalé distaba apenas quince kilómetros de la casa de Ana y al apagar la llave de contacto, el inspector permaneció examinando el alto muro de hormigón, rematado con puntiagudos trozos de vidrio, que rodeaba la enorme parcela. La casa del amigo Daroca parecía una auténtica fortaleza.

Con decisión, se quitó el casco y lo dejó sobre el asiento de la moto, se bajó la cremallera de la cazadora y palpó la empuñadura de su pistola, que llevaba en una funda sobaquera en el lado derecho —Macnamara era diestro para todo, salvo a la hora de disparar—; se ajustó la prenda para que no se notara el bulto del arma y, en dos zancadas, llegó hasta la cancela y pulsó el timbre del portero automático con insistencia. Al cabo de un buen rato, una voz metálica preguntó:

—¿Quién es? —a pesar de que al inspector no se le había escapado la cámara de seguridad que le apuntaba directamente contestó con serenidad.

—Soy el inspector Nuño Macnamara. Me gustaría hacerle unas preguntas, señor Daroca.

—¿A estas horas? ¿Ocurre algo, inspector?

—Si no le importa, me gustaría hablarlo dentro con usted.

Al instante, el sonido chirriante de la verja de hierro al abrirse interrumpió la quietud nocturna y dio paso a un camino empedrado con adoquines rústicos que conducía a la entrada principal. Macnamara observó la sólida construcción de hormigón y cristal que se levantaba ante él y calculó que no tendría menos de mil metros construidos. Era evidente que, a pesar de la crisis, las cosas no le iban mal a Pepe Gotera, se dijo, sarcástico. En cuanto subió los tres peldaños de la entrada, la inmensa puerta de bronce se deslizó hacia uno de los lados con suavidad.

—Buenas noches, inspector, me disponía a cenar. No esperaba una visita suya a estas horas.

El hombre lo recibió vestido con un elegante batín de seda que cubría sus pantalones oscuros y la camisa blanca, y unas zapatillas negras de terciopelo con un elaborado monograma bordado en hilo de oro. A Macnamara se le antojó un atuendo excesivo para un hombre de sus oscuros orígenes; estaba claro que Ricardo Daroca se esforzaba mucho por ocultar a los ojos de los demás su humilde procedencia.

—Verá, ha surgido un asunto urgente…

El amigo de Ana lo interrumpió con un gesto y comentó con amabilidad:

—Venga conmigo al comedor, inspector, así hablaremos con más tranquilidad. ¿Quiere tomar algo? Puedo ofrecerle una tabla de quesos con una copa de Ribera de Duero.

—Se lo agradezco, señor Daroca, pero no deseo tomar nada.

Ricardo lo condujo por una serie de amplios salones, de suelos de mármol y mullidas alfombras persas, que comunicaban unos con otros. Saltaba a la vista que no se había reparado en gastos a la hora de decorar la vivienda, en la que abundaba el lujo hasta resultar un poco agobiante. Macnamara no pudo evitar compararla con la casa de Ana, mucho más pequeña y sencilla, pero que, sin embargo, a él se le antojaba un auténtico hogar. Por fin llegaron a un comedor de grandes dimensiones, cuyo punto focal era una enorme mesa inglesa de caoba del s. XIX con sillas a juego.

Daroca se sentó en la cabecera en la que, sobre el mantel de hilo con la servilleta a juego, había dispuesto un servicio de porcelana y cubiertos de plata que resplandecían bajo la luz de la enorme araña de cristal. El hombre se sirvió de una bandeja que había a su lado, luego cogió con delicadeza una altísima copa de cristal de Bohemia llena de vino y dio un trago.

—¿Seguro que no quiere nada? —le preguntó al policía, mirándolo con amabilidad.

—No gracias —a Nuño no le agradaba semejante derroche de suntuosidad, había algo que no encajaba en todo aquello; tenía la sensación de que Ricardo Daroca estaba representando un papel. Pues bien, si creía que iba a distraerlo con todas esas estupideces iba listo, se dijo el inspector—. Mire, señor Daroca, iré al grano. Ana Alcázar ha desaparecido.

—¡¿Ana?! ¡No puede ser! ¿Cómo que ha desaparecido? —la preocupación que expresaba su rostro parecía genuina y hubiera engañado a cualquier otro que no hubiera estado tan pendiente de cada uno de sus gestos como el policía. A Macnamara, sin embargo, no se le escapó la falta de reacción en sus pupilas al conocer la noticia. La dilatación o contracción de las pupilas era un reflejo involuntario que, como la mayoría de ellos, indicaba a menudo que un sospechoso decía la verdad. Daroca hizo amago de levantarse de la mesa, como si estuviera dispuesto a salir a buscarla adonde fuera necesario.

—Tranquilo, siga comiendo —las palabras de Macnamara, pronunciadas con un leve toque de hastío le desconcertaron y, con lentitud, Ricardo tomó asiento de nuevo y se llevó el tenedor a la boca. Después de unos cuantos bocados, lo dejó en el centro del plato, como si de pronto se le hubiera quitado el apetito.

El contraste entre ambos hombres no podía ser más agudo. Ricardo sentado muy erguido en la silla sin que su espalda rozara el respaldo; con su elegante atuendo; su refinada forma de comer, con los codos bien pegados a ambos costados de su cuerpo, y ni un pelo de sus engominados cabellos fuera de su sitio. El inspector, en cambio, se había retrepado cómodamente sobre una de las sillas que parecía demasiado pequeña para abarcar su poderoso cuerpo con las largas piernas bien estiradas frente a él y los tobillos cruzados, mostrando sus desgastadas botas cubanas que no parecía quitarse ni para dormir. Su brazo izquierdo, apoyado sobre la mesa, servía de apoyo a esa cabeza coronada por una espesa mata de pelo revuelto a la que la intensa luz de la lámpara arrancaba destellos cobrizos. Su cazadora, entreabierta con descuido, mostraba una descolorida camiseta de color oscuro.

Al ver la expresión relajada y ligeramente divertida del rostro del policía, como si estuvieran hablando de asuntos triviales y él estuviera allí solo para entretenerlo, Ricardo Daroca apretó las mandíbulas con fuerza.

—Verá, tengo una idea clara de dónde puede encontrarse la señorita Alcázar, aunque quizá esté equivocado —a pesar de la gravedad de sus palabras, el policía parecía indiferente por completo a la urgencia del asunto; una actitud que parecía sacar a su anfitrión de sus casillas.

—Entonces, ¿por qué no va a buscarla? ¡Quizá esté en peligro! Yo le acompañaré. —Una vez más, Daroca se levantó con tanta brusquedad que estuvo a punto de derribar la silla.

Al ver sus aspavientos, la mirada de Macnamara se tornó burlona.

—Igual no es necesario que nos alejemos mucho de aquí —sugirió Macnamara, que daba la sensación de estar jugando con él. En vista de su actitud desenfadada, Ricardo recobró su sangre fría y respondió con serenidad:

—No sé lo que está insinuando, inspector Macnamara, le ruego que hable con claridad.

—Muy bien, si es claridad lo que desea, eso es lo que le daré.

Esta vez Macnamara se levantó con lentitud, irguió su cuerpo vigoroso en toda su estatura, como una sutil amenaza, y en un tono muy suave, declaró:

—Creo que es usted la persona que retiene a la señorita Alcázar.