19

—¡Maldita sea! —exclamó Macnamara después de la última serie de estornudos. Esta vez había batido su propio récord, había contado más de doce.

—Qué raro, Mac, tú maldiciendo. Llevo un rato buscándote, no se me había ocurrido que estuvieras aquí escondido. Por fortuna, Teresa, que siempre está informada de todo, me ha dado una pista sobre tu paradero —dijo su amigo Morales nada más entrar en la habitación.

El archivo de la comisaría era un cuarto de buen tamaño y sin ventanas, dividido por filas y filas de estanterías metálicas que llegaban hasta el techo, atestadas de polvorientas cajas y carpetas de cartón, que a su vez estaban llenas a reventar de papeles amarillentos.

El inspector, que llevaba un buen rato en cuclillas revisando las cajas de una de las baldas inferiores, se alzó con dificultad y el chasquido de sus rodillas resonó en la estancia.

—Joder, qué mayor estoy. Me crujen todos los huesos.

Bajo la luz mortecina de los fluorescentes su rostro tenía un aspecto macilento y en su mejilla derecha lucía dos negros tiznones de polvo. La camiseta blanca que enfatizaba sus anchos hombros reflejaba también su paso entre esos amenazadores desfiladeros de sucios legajos.

—Sí, viejo, no quería decírtelo, pero creo que estás para sopitas y buen vino. No me extraña que ya no te llame la hermosa señorita Alcázar.

Al oír las guasonas palabras de su compañero, Macnamara no pudo evitar un gruñido. Podía reírse casi de cualquier cosa, pero en lo que se refería a su complicada relación con Ana, no había nada en el asunto que le hiciera maldita la gracia.

Como si fuera consciente de ello, Pedro Morales decidió cambiar de tema.

—¿Se puede saber qué demonios buscas? Lo único que vas a encontrar por aquí serán los huesos roídos por las ratas del último incauto que se atrevió a bajar al archivo.

—Desde luego, la capa de polvo que hay indica que nadie ha limpiado en este agujero al menos desde que Tejero dejó un par de boquetes en el techo del Congreso —otra sucesión de estornudos siguió a sus palabras. Exasperado, Macnamara se retiró el pelo del ojo con los dedos y un nuevo trazo polvoriento apareció sobre su frente.

Al verlo, Morales lanzó una carcajada. Luego levantó la palma de la mano y dijo:

—¡Yo ser Morales, tú Cabeza de Fuego, jau!

—Ja, ja —respondió Macnamara, sarcástico, al tiempo que dirigía una mirada de disgusto a sus manos ennegrecidas, que no tenían nada que envidiar a las de un mecánico al final de una jornada en el taller.

—Venga, en serio. ¿Qué estás buscando? Creía que ya habíais detenido al culpable —Morales le tendió uno de esos pañuelos no muy limpios que siempre llevaba en el bolsillo. El inspector lo aceptó sin remilgos y se limpió las manos con él lo mejor que pudo.

—Sí, tenemos un sospechoso y todas las pruebas están en su contra.

—¿Entonces? —las cejas de su orondo compañero se alzaron, interrogantes.

—No sé, hay algo que no encaja. Sí, puede que el chaval estuviera obsesionado con su psicóloga y perdiera la cabeza. Yo mismo, nada más verlo, me di cuenta de que Ana le gusta más de lo debido, pero… creo que algo no cuadra —Macnamara se encogió de hombros, incapaz de explicar lo que para él tampoco tenía mucho sentido.

—¿Qué es lo que te ronda por la cabeza? —Pedro lo conocía demasiado bien y tenía pruebas más que suficientes de que las corazonadas de ese hombre, que había resuelto más casos que nadie en la brigada, solían ser acertadas.

—Siempre he pensado que los asesinatos están relacionados de alguna manera con el pasado de Ana —Macnamara tamborileó los dedos con impaciencia sobre una de las cajas de cartón más cercanas.

—Bueno, es una posibilidad —respondió Morales, dubitativo, atusándose el bigote—. Además, según me contaste hay un amigo suyo que la conoce desde hace tiempo, ¿no?

Al pensar en el atractivo y siempre impecable Ricardo Daroca, Nuño apretó los dientes con fuerza. Detestaba a ese hombre.

—Sí, Ricardo Daroca. Por supuesto que lo he investigado, tiene una coartada bastante sólida. Al parecer, estuvo en Valencia el fin de semana que desapareció Natalia. He hablado con testigos que afirman haber estado con él el viernes, el sábado y el domingo. Otra cosa es que ese mismo viernes pudiera haber cogido un coche para venir a Madrid, asesinase a Natalia y regresara a Valencia de madrugada. La hora de la muerte de la chica queda tan abierta, que resulta algo enrevesado, aunque no imposible. Además, hay varias furgonetas blancas a nombre de su empresa de construcción, podría haber camuflado el rótulo de alguna manera.

—Joder, Mac, ¿se puede saber a qué esperas para ponerle unas esposas? —lo interrumpió su compañero, perplejo.

—No tengo una sola prueba de todo esto. Ni siquiera logré una orden para inspeccionar las furgonetas. El tipo está completamente limpio; no tiene antecedentes. Por no tener, no tiene ni una simple multa de tráfico. Algo bastante sorprendente si piensas que formaba parte de la pandilla de Ana, un grupo de muchachos cuyo único modo de subsistencia era pegar un palo pequeño y no tan pequeño de vez en cuando. Quería ver el informe de la operación en la que murió el novio de Ana Alcázar. Como bien sabes, en nuestra base de datos no están registrados la mitad de los expedientes con una antigüedad superior a quince años, así que pensé que lo encontraría aquí. Llevo dos horas en esta ratonera, he buscado en todas las cajas con fecha de ese año y no he encontrado nada. Debe haberse traspapelado.

Furioso, Macnamara le dio una patada a la estantería más próxima que osciló peligrosamente.

—¡Cuidado, chaval! —exclamó su compañero—. Como derribes una de estas te veo recogiendo papeles hasta Semana Santa. ¿Y qué crees que tiene que ver esa operación con los asesinatos actuales?

—Estoy convencido de que hay alguna relación. Es un presentimiento.

—Tío, das miedo, no me digas que se te está pegando lo de tu novia —soltó Morales, burlón.

—¡No empieces con ese tema otra vez! Sabes perfectamente que Ana Alcázar no es mi novia —respondió el inspector, malhumorado, aunque pensó para sí que la idea no le desagradaba en absoluto. Sentía que había encontrado una mujer con la que le gustaría pasar una buena temporada y, por primera vez desde que habían hecho el amor aquella noche memorable, la idea no lo asustaba lo más mínimo—. Así que no vuelvas a nombrarla.

Su compañero se pasó el índice y el pulgar unidos por los labios, como si cerrara una cremallera. Luego repitió el gesto en sentido contrario y abrió la boca para sugerir:

—Oye, Mac, vámonos de este antro tétrico de una vez y nos tomamos una caña en algún lado, necesito comer algo.

A Macnamara la idea le pareció de perlas, él tampoco había comido, pero lo peor era la espantosa sed que tenía. El polvo de ese lugar se había pegado a su garganta y la sentía rasposa al tragar. Además, su búsqueda parecía destinada al fracaso. Si después de más de dos horas no había logrado nada, no creía que ese maldito informe estuviera dispuesto a aparecer ahora por arte de birli birloque. Con un suspiro, sacudió sus pantalones con energía —lo que levantó una polvareda importante— y siguió a su amigo escaleras arriba.

Minutos después, tras haber despachado una jarra de cerveza cada uno casi sin respirar, Macnamara y Morales devoraban ansiosos una ración de pulpo y otra de huevos estrellados con jamón sentados en una de las mesas de madera del restaurante que hacía la competencia al bar de Pintxo, sin que la delirante decoración del local, que se debatía con ferocidad entre una mezcla de estilos muy distintos —Pub inglés, loft minimalista y bar cutre de toda la vida—, les quitara el apetito.

Morales hizo una seña al camarero y le pidió una nueva ración, esta vez de morcilla. Mientras se la traían rompió su muda promesa de no hablar de ciertos asuntos y le preguntó al hombre que devoraba tentáculos de pulpo frente a él:

—Venga, tío, te conozco desde hace casi veinte años y estás raro, muy raro. Hace siglos que no miras a una mujer que no sea esa preciosidad rubia y no parece que ella te haga mucho caso. ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que hay entre la psicóloga y tú?

El pelirrojo alzó la vista de la comida y le miró con uno de sus ceños de las grandes ocasiones. Otro cualquiera se hubiera levantado de la incómoda silla blanca con asiento de plástico fucsia en el acto y habría salido corriendo, despavorido, pero Morales permaneció sentado, sin inmutarse, con los ojos fijos en el rostro de su amigo.

—¡Te he dicho que no quiero hablar de ese tema! —exclamó Nuño de malos modos.

—Sí, me lo has dicho —respondió el otro con paciencia.

Macnamara lanzó un bufido y dejó su tenedor sobre el plato. De repente había perdido el apetito. Contempló a su amigo durante un minuto. Pocas veces le había ocultado nada. Morales y él se habían sacado mutuamente de apuros tantas veces, que habían perdido la cuenta y ya no sabían quién estaba en deuda con quién. El inspector se llevó su segunda jarra cerveza a la boca y bebió hasta que solo quedó un rastro de espuma en el fondo, la alzó para indicarle al camarero que le trajera otra y volvió de nuevo la mirada hacia su amigo.

—No sé qué me ocurre con ella, Pedro. A su lado no soy el mismo —con dedos nerviosos se retiró el pelo de la cara. Hablar de lo que rondaba su cabeza a todas horas fue una liberación y, una vez que empezó, Macnamara no pudo parar—. Escucho su voz y ya estoy perdido. Me pone de los nervios y a la vez me encanta cómo es; su dulzura, su entrega a unos muchachos que no son nada suyo, el valor con que se ha enfrentado y, aún lo hace, a la vida. Es una fiera leona y, al mismo tiempo, a veces parece más frágil que las alas de una mariposa; me embruja y me saca de quicio a partes iguales. En tres palabras: me vuelve loco.

—Nunca hubiera imaginado que fueras un poeta… —el estupor de Morales ante la confesión de su amigo, que desde que lo conocía había jurado, una y otra vez, que jamás se dejaría atrapar por una mujer, era genuino.

—Ya te lo he dicho, esa mujer me vuelve loco —el policía clavó los codos en la mesa y hundió la cabeza en sus manos, alborotando aún más sus cabellos.

—¿Y tú crees que es mutuo?

Nuño se limitó a sacudir la cabeza en una silenciosa negativa. Morales aprovechó que su amigo no lo veía y le dirigió una mirada de conmiseración. Siempre había sospechado —aunque jamás se lo dijo, por supuesto—, que el día en que Nuño Macnamara conociera a la mujer que le hiciera sentir algo más que un mero deseo sexual, su amigo se enamoraría con la misma intensidad con que lo había hecho su padre. Era algo que estaba escrito en su ADN. Morales desconocía por qué estaba tan seguro, pero lo sabía con certeza y también estaba convencido de que, si esos sentimientos de ternura que habían permanecido encapsulados durante tanto tiempo no eran correspondidos, su amigo lo pasaría tan mal como lo pasó su padre cuando su esposa les abandonó.

Finalmente, el inspector alzó la cabeza y, con una expresión salvaje y decidida que a Morales le puso los pelos de punta, declaró:

—No, no me ama, pero me desea y ese es su punto débil. Lo utilizaré hasta que caiga rendida a mis pies. No le daré tregua. No habrá compasión.

—Eres un capullo —fue todo lo que pudo decir su compañero de fatigas.

—Lo sé —afirmó Macnamara y su atractiva sonrisa brilló con intensidad, eclipsando la rebuscada iluminación del local.

Unas horas después, el policía cenaba sus habituales bocadillos repanchingado en el sofá del salón. La tele estaba encendida y, como de costumbre, los pensamientos de Macnamara estaban muy lejos de lo que emitía en ese momento. Acababa de empezar «Pasa palabra», un programa que la mayoría de las veces le entretenía, pero esta vez lo miraba, indiferente, hasta que aparecieron los paneles de la primera prueba sobreimpresionados en la pantalla. Esa prueba se llamaba «Letra a letra»; el concursante debía adivinar la primera palabra de un panel de cinco, y las demás tenía que acertarlas cambiando una de las letras de la palabra anterior y, a veces, incluso el orden del resto. De repente, el inspector se quedó tan quieto que hasta se olvidó de masticar el último trozo de bocadillo que tenía en la boca y su atención se centró por completo en el concurso televisivo.

—¡Pues claro, joder! —exclamó en voz alta.

De un salto se levantó del sofá y corrió a su dormitorio en busca del portátil. Sus dedos volaron por el teclado mientras consultaba en Google. Descargó varias aplicaciones en su disco duro y empezó a probar, pero el resultado distaba de ser satisfactorio. Desencantado, chasqueó la lengua mientras miraba las numerosas páginas de Internet que permanecían abiertas en la pantalla del ordenador. Sin embargo, en ese instante se encendió una bombilla en su cerebro, sacó su móvil del bolsillo trasero y llamó a un colaborador habitual que era un crack de la informática. No estaba en la nómina de la policía, pero su ayuda había sido inestimable en muchos casos relacionados con la pederastia en la Red.

—Ricky, soy Macnamara. Necesito un trabajito para ya.

—¡Joder, tío, te he dicho mil veces que ya no soy Ricky! Me he rebautizado con mi nuevo nick, ahora debes llamarme «motherhacker» —la voz, masculina pero muy aguda, resonó al otro lado del teléfono.

—Vamos, Ricky, ni siquiera es original. Además, ya sabes que a los viejos como yo nos cuesta mucho cambiar de costumbres.

—Eres un cabrón, Macnamara —respondió el tipo, enfadado. El inspector recogió velas; no le convenía cabrearlo, se dijo, esos genios de la informática tenían alma de diva.

—Venga, Ricky, no te enfades. Necesito la impagable ayuda de una mente brillante como la tuya.

Halagado, Ricky respondió en un tono más calmado:

—No puedo ayudarte, tronco, iba a salir —Macnamara tapó el emisor del teléfono y lanzó un juramento. Esa bola de sebo tenía que elegir, precisamente, esa noche para salir de su guarida.

—En serio Ricky, esto te va a gustar, es un desafío a tu inteligencia. Además, no sé qué demonios puede llamarte ahí fuera, hace un día de perros; estarás más calentito frente a tu ordenador que rondando por esas calles llenas de gentuza.

—Había quedado… con… con una chica que he conocido por Internet —su titubeo delató que las palabras del inspector le habían llegado a lo más hondo.

—Mala idea, créeme, no hay nada peor que romper el misterio —Macnamara esperó un momento para que su nueva andanada surtiera efecto y luego añadió—: Está bien, si lo que te apetece es helarte las pelotas ahí fuera para ver a una tía que seguro que luego no merece nada la pena, se lo pediré a ese colega tuyo, ¿cómo se llamaba?

—¿A «Gollum2.0»? ¡¿Estás de coña?! Ese no encontraría tu tesoro ni en un millar de años. Está bien, ¿qué es lo que quieres?

—Necesito que me digas todas las posibles combinaciones de las letras de un nombre: Kusanagi.

—Kusa… ¿qué? —preguntó Ricky, extrañado.

—Kusanagi, coge algo para escribir —ordenó Macnamara y se lo deletreó despacio.

—Esto es un problema combinatorio en toda regla. No creo que sea difícil encontrar un algoritmo adecuado pero, te lo advierto, para una palabra de ocho letras existen unas 40 320 permutaciones…

—Bueno, ese es mi problema no el tuyo —lo interrumpió Macnamara que no podía soportar a los «cerebritos» cuando empezaban a parlotear en esa jerigonza ininteligible—: Tú encárgate de encontrar cuales son esas palabras lo antes posible, genio. Es urgente.

—Está bien. Te demostraré que «Gollum2.0» es un friki patético a mi lado.

Macnamara colgó y se paseó nervioso por el salón de su apartamento. Miró el móvil a ver si tenía algún mensaje nuevo, pero no había nada. Una vez más, marcó el número de Ana y, como siempre, una educada voz femenina le indicó que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Era la quinta vez que la llamaba, pero ella no se había dignado a contestar. El policía masculló una sarta de imprecaciones y se tumbó de nuevo en el sillón; estaba agotado, y la tensión de los últimos días le estaba pasando factura. Sin dejar de pensar en Ana, sus ojos se cerraron despacio y, a pesar de que la luz y el televisor seguían encendidos, se quedó profundamente dormido.

Le pareció que solo habían pasado unos segundos cuando sonó el escandaloso tono que había elegido para su móvil y lo despertó de golpe. Miró el reloj, eran las nueve y media, apenas habían pasado cuarenta minutos desde que cerró los ojos, pero al ver en la pantalla el nombre de Ricky se espabiló en el acto y descolgó. Sin perder el tiempo en preámbulos de ningún tipo el hacker le ordenó:

—Dame tu email y te paso la lista con todas las combinaciones posibles —Macnamara se lo dijo y, pocos segundos después, un ruido de campanillas le indicó que había recibido un nuevo correo.

—Gracias, tío, te debo una.

—Si se lo hubieras pedido a «Gollum2.0», no te habría llegado la respuesta hasta mañana. Soy el mejor —afirmó con esa voz aguda que sonaba satisfecha y cargada de vanidad. Macnamara le dio la razón y colgó con rapidez.

Decidió imprimir la lista, que ocupó un alarmante montón de hojas y, con la ayuda de una regla y un lápiz, fue punteando todas las posibles combinaciones de la palabra kusanagi que aparecían en las columnas.

ksanagiu ksanagui ksanaugi ksanuagi

ksaunagi ksuanagi uksanagi usanagik

usanagki usanakgi usankagi usaknagi

Después de casi una hora, cuando las palabras empezaban a bailotear frente a sus ojos y bizqueaba por culpa de esa letra tan pequeña, Macnamara leyó uno de los nombres y su corazón empezó a latir con violencia.

auskagin auskagni auskangi ausknagi

ausnkagi aunskagi anuskagi Nauskagi

Allí estaba lo que había estado buscando sin saberlo: «ANUSKAGI». Por fin tenía la respuesta; si le quitaba la g y la i, la palabra se convertía en ANUSKA. Anuska, el nombre cariñoso que Manu utilizaba para llamar a su novia. Ana Alcázar no iba contándole a todo el mundo ese detalle tan íntimo. El tal Kusanagi que se había liado con Natalia no podía ser otro que Ricardo Daroca. Él era el único que estaba al tanto del apodo de Ana; Macnamara se había enterado por pura casualidad al leer la dedicatoria en esa tira de fotos de fotomatón.

Nuño estaba eufórico. Tenía la clave de la verdadera identidad del asesino y algo dentro de él le decía que no se equivocaba. A pesar de la antipatía que sentía por ese tipo, Macnamara no se dejaba llevar por sus sentimientos personales en estos casos. Tenía ganas de gritar, de saltar, de bailar pero, de pronto, un pensamiento cruzó su mente y su entusiasmo se apagó de golpe.

Ese «juego de palabras» no le serviría para que ningún juez le diera una orden de registro; se limitarían a decirle que no era un indicio suficiente y se lo sacudirían de encima con una palmadita en la espalda. Soltó una ristra de maldiciones mientras se tiraba de los pelos. ¡Maldición, estaba como al principio! Sabía quién era el asesino, sí, pero no podía probarlo de manera fehaciente.

En ese instante, su móvil sonó de nuevo. Disgustado por la interrupción de sus negros pensamientos, miró el número que salía en pantalla; era un teléfono fijo y no lo reconoció.

—¡Macnamara! —contestó con brusquedad.

—Señor Macnamara, soy Julia ¿se acuerda de mí? —al escuchar la respuesta afirmativa del policía, la buena mujer siguió hablando con voz temblorosa—: Es la señorita Alcázar… ¡Ha desaparecido!