A la mañana siguiente, los tres esperaban en el jardín la furgoneta que llevaría a Pablo y a Miriam al colegio. La tarde en que se llevaron a Diego habían preguntado por él, extrañados de que no hubiera llegado todavía, pero Ana tan solo les dijo que había tenido que ir a Madrid a hacer un curso de ebanistería y que pasaría allí unas semanas, viviendo en una residencia. A ellos no les sorprendió en absoluto, ambos estaban acostumbrados a tomar las cosas como venían. La joven detestaba engañar a los pequeños, pero creía que era mejor eso que contarles la verdad y cargarles con una preocupación sobre la que no tenían ningún control y que solo serviría para agobiarlos.
Ella había pasado los últimos días intentando disimular su decaído estado de ánimo y por la noche era aún peor. La angustia y el desasosiego, una vez más, poblaban sus sueños, convertidos en una sucesión de aterradoras pesadillas que no le permitían descansar. Esa mañana, incluso Miriam le había preguntado por la palidez de su rostro y, bajo sus ojos, dos semicírculos grises hablaban a gritos de la agitación de su espíritu.
Ana seguía sin parar de darle vueltas al asunto de Diego, en un vano intento de encontrar una solución. El abogado no le había dado muchas esperanzas; las pruebas contra Diego eran abrumadoras y lo señalaban de manera ineludible. En momentos como aquel era cuando Ana más echaba de menos a Antonio. El psicólogo del centro de menores había sido lo más parecido a una figura paterna que nunca tuvo y lo añoraba terriblemente.
Deseaba poder hacer algo más, pero no sabía qué. Se sentía sola, perdida; tenía la sensación de que cargaba un inmenso peso sobre sus hombros que amenazaba con aplastarla, pero no había nadie con quien compartirlo. Aunque su vida no había sido un camino de rosas, precisamente, tras los últimos acontecimientos Ana notaba que estaba a punto de derrumbarse. Mientras miraba sin ver el vigoroso pino que crecía cerca del columpio, ahora inmóvil, sus pensamientos se volvían cada vez más negros. Sin embargo, como un inesperado ángel de la guarda, Pablo eligió ese preciso instante para aferrarse a su cintura en un espontáneo abrazo, y ese simple gesto la sacó del marasmo de angustia y autocompasión que amenazaba con ahogarla.
Justo entonces, llegó la vieja camioneta y, a pesar de que Ana tuvo que hacer un esfuerzo para despedir a los niños con una sonrisa, en cuanto el vehículo desapareció de su vista la joven sacudió su rubia melena; con decisión, arrumbó los pensamientos negativos en un rincón oscuro de su cerebro y se dijo que superaría esa nueva prueba como había superado tantas otras a lo largo de su vida. Después se sintió más animada y empezó a discurrir nuevas formas de sacar a Diego del aprieto en el que se encontraba. No tenía ninguna duda de la inocencia del chico y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para demostrarla; así, de paso, le enseñaría a ese policía cerril lo equivocado que estaba.
Al pensar en el inspector, una inesperada embestida de deseo la atravesó. ¡Dios, era increíble cómo la hacía sentir ese hombre! Todavía no sabía cómo había logrado resistirse a esas caricias enloquecedoras. Y no solo a sus caricias. Sus palabras, pronunciadas con esa voz áspera y viril, habían penetrado en sus oídos y se habían enredado en su cerebro como el sortilegio de un malvado hechicero. Aquello era lo último que había esperado de él. Desde que lo conoció, consideraba a Macnamara un hombre brutalmente sincero y, de alguna manera, no encajaba en el perfil que había elaborado de él el que fuera capaz de recurrir a un discurso semejante para acostarse con una mujer.
Por un segundo se planteó que él pudiera hablar en serio, que sus sentimientos fueran más allá del mero deseo físico. ¿Podía ser que el arisco inspector Macnamara, el impenitente seductor que trataba a las mujeres como simples pedazos de carne, se hubiera enamorado de ella? La sola idea le dio vértigo. Pero ¿y si fuera así? ¿Qué era lo que ella sentía por él en realidad?
El día que detuvo a Diego, lo había odiado. Su forma de actuar, con esa fría indiferencia de la que hacía gala tan a menudo, había hecho que sintiera ganas de matarlo. La ponzoña de ese sentimiento había estado a punto de sofocarla. Ahora, con la cabeza más fría, reconocía que el policía solo había cumplido con su deber, pero sabía que los prejuicios que ella había albergado toda su vida contra los tipos como él seguían ahí, escondidos bajo esa fina capa de barniz social bajo la que había ocultado ese «yo» algo salvaje de su adolescencia.
No podía negar que el inspector Macnamara, a pesar de sus salidas de tono, le gustaba. Si era sincera consigo misma debía admitir que la palabra «gustar» se quedaba muy corta en ese contexto. Nunca se había acostado con un hombre por el mero hecho de que le gustase. Su amigo Ricardo también le gustaba y jamás se le había pasado por la cabeza irse a la cama con él. Físicamente, Macnamara resultaba un hombre perturbador, con ese porte de guerrero celta que la atraía como un imán a una limadura de hierro, pero también era hombre rudo, insensible, que no se cortaba lo más mínimo a la hora de emplear esa lengua hiriente que era otra de sus señas de identidad.
Por otro lado, había sido capaz de mostrarle una reticente ternura en varios momentos difíciles. Tuvo la suficiente empatía para comprender que, cuando ella se le había ofrecido entre las ruinas de la casa de su madre, no era dueña de sus actos. Sabía —y lo admitía sin falsa modestia— que, si bien el inspector la había rechazado, no había sido por falta de deseo; sin embargo, él no se había aprovechado de ese momento de debilidad, como hubiera hecho casi cualquier otro hombre. Ternura y empatía eran rasgos que, a primera vista, nadie asociaría con el hosco gigante pelirrojo, pero ahí estaban; escondidos, pero muy presentes.
Y cuando hicieron el amor lo había notado de nuevo. Nuño Macnamara se había entregado a ella por completo y le había dado un placer que nunca antes había imaginado siquiera. Sus manos, generosas y tiernas, al recorrer su cuerpo con una sensibilidad prodigiosa, la habían hecho gozar hasta el límite. A pesar de su escasa experiencia en esos asuntos, Ana sabía que esa increíble sensación de estar fuera de la realidad no había sido originada por una simple cuestión de técnica amatoria.
Y de nuevo la pregunta ¿qué era lo que ella sentía por ese hombre?
Pero antes de que Ana pudiera dar una respuesta a su propio interrogante, una voz sonó a su espalda y cortó en seco sus elucubraciones.
—Hola, Ana, ¿cómo estás?
—¡Ricardo! No te he oído llegar —Ana le dirigió una dulce sonrisa al hombre que la miraba con un rastro de desazón en sus bonitos ojos verdes.
Al ver que era bien recibido, Ricardo le devolvió la sonrisa y la enlazó por la cintura antes de depositar un beso en cada una de sus mejillas.
—Temía que siguieras enfadada conmigo.
—No seas tonto, me imagino que te pudo tu instinto protector. Al fin y al cabo, los amigos están para intentar salvarnos de nosotros mismos, ¿no? Anda, ayúdame a llevar estas garrafas de aceite a la despensa —la sonrisa de Ana se hizo más amplia y le guiñó un ojo. Acto seguido, empezó a sacar la compra que había olvidado la tarde anterior en el maletero del coche, así que no se dio cuenta de la expresión irritada que apareció en los ojos de Ricardo al oírla descartarlo como a un simple amigo.
Entre risas, descargaron el coche y el ambiente amistoso que habitualmente reinaba entre ellos volvió a la normalidad. Cuando terminaron Ricardo le propuso dar un paseo. Ana aceptó, encantada, corrió a coger su abrigo y unos guantes, y salió con él a caminar por la sierra. A pesar de que el sol brillaba en lo alto del cielo, el día era gélido y tenues espirales de vapor salían de sus bocas al hablar.
Durante más de una hora anduvieron por los abruptos caminos de tierra, en los que la lluvia caída el día anterior había excavado grandes grietas. La fragancia de los pinos abría sus pulmones y los limpiaba de las toxinas acumuladas tras su paso por la gran ciudad. Se alejaron bastante de la casa, caminando despacio, enfrascados en una amigable conversación. De repente, Ricardo se detuvo en un claro del espeso bosque en el que las zarzas, ahora limpias de moras, crecían salvajes y la tomó de la mano.
—Ana, quería preguntarte algo… —su amigo se detuvo titubeando, de pronto parecía un muchacho tímido que no supiera muy bien qué decir. A Ana le sorprendió su vacilación pues Ricardo era el hombre más seguro de sí mismo que había conocido en su vida, así que se apiadó de él, lo miró a los ojos con cariño y dijo:
—Venga, pregunta. Nos conocemos desde siempre y puedes decirme lo que sea, ya lo sabes.
—Verás, quería preguntarte si tienes… si entre tú y el inspector Macnamara hay algo más que una relación digamos… profesional —sus ojos verdes la examinaban con fijeza y no le pasó desapercibido el leve rubor que apareció en las mejillas femeninas, ya de por sí coloreadas por el aire frío y cortante. Ana se mordió el labio inferior, turbada, y al notar su azoramiento, Ricardo se apresuró a añadir—: Ya sé que piensas que no es asunto mío, pero estoy preocupado por ti. No me fío de ese hombre y tú, mejor que nadie, sabes que fue la policía la que no dudó en disparar contra Manu a pesar de que iba desarmado.
El hombre percibió la tristeza en los ojos grises al recordar el dolor desgarrador que sintió aquel día, hacía ya casi quince años. Sin embargo, ella le contestó en un tono sereno:
—Lo sé muy bien, Ricardo. Pero quizá no debemos juzgar a todos por lo que hizo uno de ellos. Creo que ya va siendo hora de perdonar y dejar salir el veneno de esa herida que todavía supura dentro de nosotros.
A pesar del tono sosegado que Ana había empleado, sus palabras parecieron sacarlo de quicio. Con su pelo negro en un insólito desorden y los ojos chispeando de rabia, Ricardo la agarró por los hombros y replicó, furioso:
—Yo no olvidaré jamás y tú traicionarías la memoria de Manu si te enredaras con ese tipo.
Ana se revolvió, molesta, y trató de liberarse de esos dedos que ahora se clavaban de un modo doloroso en su piel.
—Suéltame, me haces daño —ordenó con firmeza, pero él no solo no la obedeció, sino que la sujetó más fuerte.
—¿Te has acostado con él? —a Ana le resultaba difícil reconocer en ese rostro colérico, al fiel amigo que conocía desde hacía tanto tiempo, pero sin acobardarse ante su actitud agresiva contestó, desafiante:
—Eso no es asunto tuyo. Ya te dije que no le debo ninguna explicación sobre mi conducta, ni a ti ni a nadie.
—¡Por supuesto que me la debes! ¡Eres mía y no permitiré que otro te toque! —exclamó antes de abalanzarse sobre su boca y besarla con dolorosa pasión.
La forma de actuar de Ricardo estaba tan alejada de su comportamiento habitual, que Ana, atónita, tardó un rato en reaccionar y se quedó inmóvil, recibiendo el doloroso impacto de esos labios violentos. Entretanto, una parte de su cerebro analizaba con frialdad la falta de respuesta de su cuerpo ante esa caricia, en contraposición con las arrebatadoras emociones que había experimentado al recibir los besos del inspector Macnamara. Finalmente, Ana reaccionó y empujó el pecho masculino con todas sus fuerzas hasta que consiguió escapar de ese contacto indeseado.
—¿Qué haces, Ricardo? ¿Has perdido el juicio?
—Hace tiempo que… quería decírtelo, Ana. Estoy enamorado de ti… Desde siempre —declaró entre jadeos; su frente estaba perlada de sudor y su expresión era turbulenta y suplicante a la vez.
—No sigas, Ricardo, por favor. Sabes bien que siempre te he considerado un buen amigo, pero nada más —respondió Ana en cuanto logró sobreponerse a la sorpresa que le había causado su declaración. Le apenaba causarle dolor a su amigo, pero pensaba que era mejor arrancar de cuajo cualquier esperanza que él pudiera albergar respecto a ella.
Al escuchar sus palabras, Ricardo la miró casi con odio y Ana no pudo evitar retroceder un paso, asustada. En nada se parecía ese hombre de coléricos ojos verdes, frente sudorosa y mejillas y labios cenicientos a su amigo de toda la vida, elegante, alegre y encantador. Era como estar frente a un extraño. Ana miró a su alrededor, alarmada. Salvo por el alegre piar de los pájaros y el rumor distante de un riachuelo, parecía que estuvieran solos en el mundo.
—Cálmate, Ricardo, por favor —rogó intentando tranquilizarlo.
Al percibir el miedo que latía bajo esa súplica, la actitud del hombre cambió por completo. Una mueca irónica deformó los finos labios de Ricardo, que ahora la miraba divertido y con un ligero aire de suficiencia. Segundos después, empezó a hablar en un susurro amenazador que a Ana le puso la carne de gallina:
—En fin, no era así exactamente como lo había planeado, pero quizá ha llegado el momento de que hablemos con sinceridad. Creo que ya va siendo hora de poner las cartas sobre la mesa, así que alabaré un poco tu ego y te confesaré algo: desde el primer momento en que te vi, tan bella, tan inteligente, tan valiente supe que tú eras la única mujer digna de mí, Anita querida.
Al escuchar la forma en que pronunciaba su nombre, entre socarrona y despectiva, un violento estremecimiento sacudió el cuerpo de la chica.
—No entiendo lo que pasa, Ricardo… tú… no pareces tú —tartamudeó Ana, que retrocedió una vez más. El frondoso paisaje que unos minutos antes le había parecido tan bello, ahora se le antojaba siniestro. Detrás de cada uno de los gigantescos pinos parecía esconderse una amenaza. Incluso el sol se había ocultado de repente; ahora unas espesas nubes grises ocupaban su lugar y el aire se había tornado sofocante.
—Querida Anita, eso es porque al cabo de tantos años todavía no sabes nada de mí. Tú, la brillante psicóloga, no has sido capaz de desentrañar la compleja personalidad de la persona que tenías más cerca —sus ojos se entornaron hasta convertirse en estrechas rendijas tras las que centelleaban inquietantes destellos esmeralda—. Claro que nunca te has tomado la más mínima molestia en conocerme. Al principio estaba Manu y no tenías ojos más que para él. Bien, lo acepté, permanecí durante años alejado de ti para darte tiempo para superarlo, pero ahora que he vuelto a tu lado a reclamar, por fin, lo que me pertenece, ¿qué es lo que encuentro? —Esa forma de hablar, imparable y acelerada, y la cólera que rezumaban todos y cada uno de sus gestos le hizo comprender que Ricardo no estaba en sus cabales y, de nuevo, Ana dio un paso atrás—. Me encuentro que has estado revolcándote a mis espaldas con ese fantasmón pelirrojo. Un maldito poli ni más ni menos. No eres mejor que la puta de Natalia…
Al darse cuenta de lo que acababa de decir, el hombre se calló de golpe, pero ya era demasiado tarde; Ana lo miraba, paralizada, y con las pupilas muy dilatadas. Como si alguien le hubiera dado al pause, el tiempo se congeló en un fotograma y Ricardo y ella permanecieron mirándose con fijeza durante un instante que a Ana se le hizo eterno, aunque no debió durar más de unos pocos segundos. En seguida, el hombre frente a ella se recobró y, aprovechando que Ana no se había alejado mucho de él, alargó el brazo y la agarró de la gruesa chaqueta que llevaba. Por fortuna, el instinto de supervivencia que la había servido bien durante aquellos meses que pasó en las calles vino en su ayuda y Ana, sobreponiéndose al horror que sentía, reaccionó con presteza. Con un ligero movimiento, sacó los brazos de las mangas y abandonó su abrigo entre las manos masculinas antes de echar a correr a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Ricardo blasfemó con violencia, al tiempo que arrojaba a un lado la prenda y salía en su persecución.
La realidad y las pesadillas se mezclaban en su mente, sin que Ana fuera capaz de distinguir cuál era cuál. Corría con toda la rapidez de la que era capaz, tratando de no pensar en el ruido de los pesados pasos de Ricardo que resonaban a su espalda. En un momento dado, le pareció que el hombre empezaba a rezagarse y dio gracias a Dios por su afición a correr por las tardes pero, justo en el instante en que empezaba a pensar que lograría escapar de él, pisó sobre una piedra suelta y notó que su pie se desplazaba hacia adentro. El agudo dolor le provocó un gemido. Maldijo varias veces entre dientes y, con lágrimas en los ojos, siguió con su loca carrera, pero su velocidad había bajado bastante y cada vez cojeaba más. Sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse, así que apretó los dientes, decidida a huir aunque se desmayara de dolor.
A pesar de que había corrido sin rumbo, en un momento dado, le pareció reconocer la zona en la que se encontraba. Sin detenerse, Ana miró a su alrededor y al ver un pino, seco y retorcido, junto a una enorme roca, estuvo segura de que había estado en ese lugar con anterioridad. De pronto, recordó unas antiguas galerías que había cerca de allí, excavadas en la montaña por uno de los bandos combatientes durante la Guerra Civil. Hacía varios meses, los chicos y ella habían hecho una excursión con picnic incluido, y al descubrir la entrada a los túneles decidieron explorarlos con sus linternas. Ella los esperó afuera —la idea de meterse en un sitio estrecho y oscuro no la atraía lo más mínimo—, pero le hizo jurar a Diego que cuidaría bien de los pequeños y que no irían mucho más allá de la entrada. Si no recordaba mal, según le contaron después, el lugar era un pequeño laberinto, así que quizá podría esconderse allí antes de que Ricardo lograra atraparla.
Ana jadeaba y el tobillo le latía como un segundo corazón. A pesar del frío reinante, la fina camisa que llevaba bajo el jersey de lana se le pegaba a la espalda con el sudor. Consciente de que no aguantaría ese ritmo mucho más tiempo, se dirigió renqueando hasta donde creía que se encontraba el acceso a la galería. Al principio no la vio y el pánico casi le cerró la garganta impidiéndole respirar, pero al fin, casi oculta tras unas zarzas, apareció la entrada. Apartó la maleza con la mano, sin importarle que las espinas le desgarrasen la suave piel, hasta que consiguió llegar a la gruesa puerta de metal que estaba atascada por los restos de hojas y tierra que se habían acumulado en el umbral. Frenética, Ana forcejeó con ella hasta que por fin consiguió desplazarla un poco. Entonces, aprovechó la estrecha apertura para colarse por ahí y la volvió a cerrar a su espalda. Al instante, una espesa negrura la envolvió. A tientas, temblando y sin dejar de cojear, se adentró en el lóbrego túnel hasta que se perdió en la oscuridad.