17

Apenas hacía diez minutos que la furgoneta del colegio de los niños se había marchado, cuando dos coches, sin ningún tipo de distintivo o identificación, aparecieron en el camino a toda velocidad con los neumáticos salpicando grandes terrones de barro en todas las direcciones. Ambos vehículos se detuvieron frente a la entrada de la casa con un aparatoso chirriar de frenos. Las puertas se abrieron y dos hombres descendieron de cada uno de ellos con rapidez.

Macnamara apoyó el dedo en el timbre hasta que la puerta se abrió y apareció Ana al otro lado con una mirada interrogante. Al ver al inspector, que lucía su expresión más adusta, y a tres hombres más detrás de él, la joven supo que algo iba rematadamente mal.

—¿Qué ocurre? —trató de que su voz sonara calmada, pero Nuño advirtió que estaba asustada. Muy asustada.

—Déjanos pasar, Ana. Tenemos una orden de registro.

Ana sintió como si un puño enorme apretara su estómago, pero se hizo a un lado y los dejó pasar sin protestar.

—No sé a qué viene lo de la orden de registro. Nunca te he puesto ninguna traba para entrar en esta casa —su tono era suave, a pesar de que lo que más le hubiera gustado en ese momento habría sido cerrarles la puerta en las narices.

—Hoy es diferente —respondió Macnamara con sequedad, sin que su rostro impasible traicionara ninguna de las numerosas y contrapuestas emociones que se agitaban en su interior.

—Ana, ¿qué ocurre? —preguntó Diego bajando los escalones de dos en dos, mientras se abrochaba el cinturón de los vaqueros. Acababa de ducharse cuando oyó el alboroto y ni siquiera le había dado tiempo a ponerse la camiseta que llevaba colgada sobre el hombro.

—Tranquilo, chaval, siéntate aquí —uno de los agentes lo agarró del brazo y lo llevó en dirección a la banqueta del recibidor. Diego se revolvió tratando de liberarse, pero el hombre era mucho más fuerte que él y le dijo amenazador—: Estate quieto, chico, o será peor para ti.

—Vosotros dos, subid a la segunda habitación a la derecha y registradla de arriba abajo. Tú, quédate aquí y vigila al muchacho —ordenó Macnamara a sus hombres, al tiempo que agarraba el brazo de Ana y la arrastraba hasta el salón. La metió dentro y cerró la puerta a sus espaldas y luego se volvió hacia la joven, que lo miraba entre asustada y desafiante.

—Dime de una vez qué está pasando. ¿Por qué has dicho a tus hombres que registren la habitación de los chicos? —Macnamara admiró el control que Ana ejercía sobre sí misma. Notó cómo temblaban sus manos, sin embargo, ella lo miraba a los ojos y se dirigía a él en un tono firme y seguro que le impresionó.

—Siéntate, ¿quieres? —le dijo el policía tratando de suavizar su tono autoritario.

—No quiero sentarme. Dime qué demonios estáis buscando y luego podéis largaros todos de mi casa con viento fresco —a pesar de sus intentos de mantener la calma, la rabia que sentía ante lo que consideraba un atropello estaba ganando terreno.

El hombre se dirigió hacia la chimenea en la que solo quedaban restos de ceniza y, sin poder evitarlo, evocó aquella noche fatídica en que las llamas ardían en el hogar, mientras que otras llamaradas aún más abrasadoras se desataban también fuera de él. Nuño sacudió la cabeza para liberarse de esos inoportunos recuerdos, apoyó el brazo a lo largo de la repisa de piedra y se volvió hacia ella con toda la frialdad que consiguió aparentar.

—Ayer me llamaron del laboratorio, tenían los resultados de unas muestras que mandé analizar. Un polvillo pardo que apareció junto al cadáver de Dionisio Fuentes y también junto a la nota que dejaron sobre tu cama… —Ana no desviaba la vista de su rostro, como si quisiera asegurarse de que le estaba diciendo toda la verdad. Irritado por la desconfianza que adivinaba en sus ojos grises, Macnamara le soltó la noticia en un tono áspero que la hizo ponerse aún más a la defensiva—. Es serrín. La misma clase de serrín que encontramos en el taller de carpintería donde trabaja Diego.

A Macnamara no le pasó desapercibida la súbita rigidez del cuerpo de Ana y la manera en que se mordió el labio inferior hasta casi hacerlo sangrar para evitar que temblara, a pesar de lo cual alzó la cabeza retadora y declaró:

—¿Y qué? Eso no prueba nada. Cualquiera puede haber entrado allí para coger un poco y dejarlo al lado del cadáver y sobre mi cama para incriminar a Diego. No me parece una prueba concluyente, Sherlock —contestó Ana, despectiva.

—Tal vez no, tal vez sí —contestó el policía con la misma expresión impasible, a pesar de que por dentro luchaba entre las ganas de sacudirla por su desdén y el deseo de abrazarla con todas sus fuerzas—. Recapitulemos: uno, la persona que buscamos tiene fácil acceso a la casa; dos, esa mañana en que sentiste la presencia de alguien en tu cuarto al despertar, luego encontraste en el suelo un punzón de carpintero; tres, Diego está loco por ti y las personas obsesionadas reaccionan a menudo de forma extraña.

—¡Eso es pura especulación, no son más que pruebas circunstanciales! —exclamó Ana llena de rabia.

—Pruebas circunstanciales. Hay que ver cuánto daño han hecho las películas americanas. Cualquiera ve un par de ellas y ya se cree detective o juez —su sarcasmo en esos momentos era más de lo que Ana podía resistir.

—¡Márchate de aquí! No tienes ningún derecho a hacer lo que estás haciendo —gritó Ana echando chispas por los ojos. Con rapidez, se acercó a él y lo empujó con ambas manos, pero a pesar de que lo tomó por sorpresa, el inmenso cuerpo de Macnamara no se desplazó ni un milímetro.

El inspector reaccionó al instante, la agarró de los brazos y la sacudió un par de veces con violencia.

—¡Estate quieta!

Ana obedeció, jadeante, y se quedó inmóvil intentando recuperar el control. En ese momento, uno de los agentes que había subido al piso de arriba entró en el salón con una bolsa de plástico en la mano.

—Mire lo que hemos encontrado, jefe.

Macnamara tomó la bolsa, la examinó y, despacio, se la tendió a Ana para que viera su contenido. Durante unos segundos Ana observó con estupor el extraño cuchillo que había en el interior. Era un arma de buen tamaño; la hoja, de unos tres centímetros de ancho, lucía un complicado grabado y acababa en una curva no muy cerrada. El mango, en cambio, era muy sencillo; una simple empuñadura de madera con numerosas muescas, causadas sin duda por el paso del tiempo. Ana no necesitaba ninguna explicación del inspector para darse cuenta de que aquel era el famoso corvo chileno del que le hablara el policía. El mismo cuchillo que acabó con la vida de Natalia. Incrédula, la joven desvió la mirada del contenido de la bolsa, para clavarla en las pupilas masculinas y sacudió la cabeza.

—Tiene que haber un error. que ha habido un error —afirmó mirándolo suplicante. Al ver el insoportable dolor que expresaban sus ojos, el inspector notó que algo dentro de él se desgarraba—. Diego nunca haría eso. Lo conozco bien. Lleva casi año y medio en terapia conmigo y es uno de los muchachos más nobles con los que me he tropezado desde que me dedico a la psicología.

—Lo siento, señorita —declaró el agente que había encontrado el arma como si estuviera algo avergonzado de sí mismo.— Estaba en el cuarto del fondo del pasillo. Metido dentro de un libro de carpintería en el que alguien se ha molestado en recortar un rectángulo en cada una de las páginas. Un buen escondite, la verdad, nos ha costado encontrarlo.

—Está bien, Rivera, ve a guardarlo en el coche —el agente volvió a lanzar una mirada de disculpa a Ana y salió del salón con rapidez.

—¡Nuño, tienes que creerme! —rogó Ana con los ojos anegados, mientras se abrazaba a sí misma como si estuviera helada.

Macnamara no podía soportar verla en ese estado. En esos momentos, le hubiera gustado lanzar el condenado cuchillo lo más lejos posible y olvidarse del asunto. Cualquier cosa con tal de que Ana no siguiera mirándolo de esa manera que le partía el alma, pero asustado por el poder que aquella mujer ejercía sobre él, se refugió bajo su mejor disfraz profesional y se limitó a contestar:

—Ana sé que esto es muy duro para ti, pero el serrín y el cuchillo escondido en el cuarto de Diego son demasiadas coincidencias —se detuvo en seco al notar que Ana recibía sus palabras como un par de puñetazos en pleno rostro. Incapaz de soportar su dolor ni un segundo más, Macnamara le sujetó el rostro entre sus manos, se inclinó sobre ella y, con los labios pegados a los suyos, susurró—: Ana, lo siento, pero debo hacerlo. Por favor, entiéndelo…

Ana se revolvió con violencia hasta que consiguió liberarse de sus manos, se apartó y lo miró con aborrecimiento, mientras le escupía su respuesta.

—No vuelvas a tocarme nunca más. Ricardo tiene razón. Eres un poli y a mí nunca me han gustado los polis.

Macnamara se pasó una mano por el pelo, aturdido por la repulsión que expresaban los ojos grises. Ana supo que lo había herido en lo más hondo, pero no le importó. En ese instante, odiaba al hombre que tenía enfrente como jamás había odiado a nadie en su vida. Con brusquedad, dio media vuelta y salió de la habitación. Diego seguía sentado en la banqueta, custodiado por dos policías. En cuanto vio a Ana, se levantó y trató de acercarse a ella, pero dos fuertes manos sobre sus hombros se lo impidieron.

—¡Ana, te juro que es la primera vez que veo ese cuchillo! ¡Yo no maté a Natalia, por favor, créeme! —gritó con expresión acosada.

—Por supuesto que te creo, Diego —Ana ignoró a los policías y abrazó al muchacho con todas sus fuerzas—. Sé perfectamente que eres inocente. Haré todo lo que esté en mi mano para arreglar este malentendido. Mañana visitaré a un abogado. No dejaré que entres en la cárcel.

Mientras hablaba, las lágrimas resbalaban por las mejillas femeninas y los ojos de Diego relucían también con una sospechosa humedad. Macnamara observaba la escena con los largos brazos cruzados sobre su pecho poderoso, como si nada de eso fuera con él. Sin embargo, presentía que no iba a ser capaz de soportarlo mucho más, así que hizo una seña con las cejas a sus hombres para que sacaran de allí al muchacho. Los policías esposaron a Diego y lo obligaron a meterse en medio del asiento trasero de uno de los vehículos, mientras los agentes se colocaban uno a cada lado y el tercero se ponía al volante. Ana se aferró a la puerta, al tiempo que le gritaba a Diego a través de la ventanilla:

—¡Aguanta, Diego! ¡Te juro que te sacaré enseguida!

De repente, unos brazos la agarraron por la cintura y la apartaron del coche, mientras ella pataleaba en el aire tratando de librarse de esas férreas ataduras.

—¡Suéltame, maldito bastardo!

—No lo haré hasta que no te tranquilices —la voz fría y calmada del inspector Macnamara la enfureció aún más, y se revolvió con fiereza tratando de golpearlo hasta que ya no le quedaron fuerzas. Al notar que el cuerpo de Ana colgaba laxo entre sus brazos, el policía aflojó el abrazo hasta que los pies de ella tocaron el suelo una vez más.

Si en ese momento el inspector la hubiera soltado, Ana se habría desplomado sobre la tierra fría del jardín. De pronto, se sentía tan agotada que ni siquiera le quedaban fuerzas suficientes para mantenerse en pie. Lágrimas, esta vez silenciosas, brotaron sin tregua de sus ojos, al tiempo que unos violentos sollozos sacudían su cuerpo. Nuño le dio la vuelta, apretó la cabeza femenina contra su pecho y hundió su rostro en el suave pelo rubio, aspirando el ya familiar aroma que tanto había echado de menos durante los últimos días. La amaba. La quería como nunca pensó que pudiera querer a una mujer y no estaba dispuesto a renunciar a ella, aunque todo el universo se pusiera en su contra.

Ana lloraba con desesperación apoyada en él, mientras murmuraba débilmente una y otra vez:

—Te odio, te odio.

—Shh, calla… —susurró sin dejar de apretarla contra sí.

Después de un largo rato, los sollozos se fueron espaciando y Macnamara sintió que las palmas femeninas empujaban contra su pecho en un vano intento de alejarlo, así que se separó con desgana, sin soltarla del todo, y la miró. Las pálidas mejillas estaban empapadas y en sus ojos percibió una angustia desgarradora.

—Suéltame —su tono era monocorde e inexpresivo, como si ya no le quedara ánimo suficiente para enfrentarse a él.

Al oírla, las manos del inspector cayeron a lo largo de su cuerpo y dio un paso atrás, en silencio. Ya libre, Ana dio media vuelta y se alejó en dirección a la casa, arrastrando los pies, pero Macnamara se negó a permitir que se alejara de él de esa manera y en dos zancadas se puso de nuevo a su lado y la tomó de la muñeca. Ana se detuvo, pero no volvió la vista hacia él. A pesar de ello, Nuño intentó explicarle sus sentimientos.

—Ana, no quiero que nos separemos así. Yo… Ana, yo… nosotros… —por primera vez en su vida Nuño Macnamara tartamudeaba, incapaz de expresar lo que sentía.

Ana lo miró por fin, con sus ojos grises vacíos de toda expresión, y con voz firme declaró, tajante:

—No existe ningún nosotros.

Se liberó de su mano, abrió la puerta de la vivienda y la cerró de golpe antes de que el policía pudiera reaccionar. Impotente, Macnamara se quedó inmóvil, con la mirada fija en el lugar por donde ella había desaparecido. Necesitó unos minutos para regularizar su respiración. Cuando lo logró se dirigió al coche, abrió la puerta con violencia y se sentó en el asiento del conductor; lleno de rabia, golpeó el volante con ambas manos y, a voz en grito, prometió:

—¡Te juro que haré que me ames!

Entonces arrancó el motor y se alejó de allí.

Macnamara le hizo una seña al agente uniformado para que le trajera al detenido. Diego había pasado la noche en los calabozos de la comisaría y en breve se lo llevarían a un centro de menores, pues aún le faltaban cuatro meses para cumplir la mayoría de edad. Cuando el muchacho entró en la sala de interrogatorios tenía un aspecto lastimoso, con el oscuro cabello despeinado y el rostro muy pálido. Bajo sus ojos lucía unas profundas ojeras y la camiseta, la misma del día anterior, estaba arrugada y manchada.

—Siéntate —ordenó Macnamara y señaló una silla frente a la mesa. Diego obedeció al instante, estaba esposado y, de nuevo, el inspector le hizo una seña al agente que esperaba en pie junto a la puerta para que lo liberase de las esposas. Luego el policía salió y se quedaron solos—. Y ahora, Diego, cuéntame qué hacía ese cuchillo en tu cuarto, escondido entre tus libros.

—Le juro que yo no lo puse allí —contestó sin rastro de la hostilidad que le caracterizaba. Sus ojos castaños tenían la misma expresión que un ciervo acorralado por los cazadores y Macnamara, muy a su pesar, sintió un ramalazo de lástima.

—No es la única evidencia que tenemos contra ti —declaró el inspector en un tono suave y amenazador a la vez, mientras clavaba sus pupilas en las del muchacho. Diego le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos y para Nuño fue evidente que estaba muerto de miedo—. También aparecieron restos de serrín con la misma composición que el que encontramos en tu taller. ¿Sabes dónde?

El chico negó con la cabeza y se limitó a decir:

—No.

—¿No? Está bien, jugaremos a este juego. ¿Seguro que no sabes dónde? —en silencio, Diego volvió a negar con la cabeza. Al verlo, el inspector chasqueó la lengua contra el paladar, como si la actitud del chico le resultara exasperante y contestó él mismo a su pregunta—: Un poquito junto al cadáver de Dionisio Fuentes y el resto sobre la cama de Ana, al lado de la mano que le cortaste al pobre diablo.

—¡Una mano en la cama de Ana! ¡Eso es mentira, Ana no me ha contado nada de eso! ¡Yo no le he cortado la mano a nadie, joder! —hablaba tan atropelladamente, que su voz juvenil se descontroló y emitió un par de gallos; entonces, el rostro del muchacho se puso como la grana y sus ojos se humedecieron ante esa nueva humillación.

Al percatarse de su profunda sorpresa, que no parecía fingida, y notar esa reacción que de repente le asemejó más a un niño que a un hombre, Macnamara volvió a sentir una extraña compasión por el chico y, por primera vez desde que lo detuvo, se preguntó si en verdad sería ese muchacho el culpable de los asesinatos.

—A ver, Diego, dime por qué mataste a Natalia. ¿Te gustaba y no te hacía ni caso? ¿Un ataque agudo de celos? —Diego lo miró, horrorizado, incapaz de articular una palabra, pero Macnamara hizo un gesto impaciente con la mano y exigió—: Venga, habla, no tenemos todo el día.

Medio tartamudeando, el chico consiguió al fin responder:

—Yo… yo nunca estuve enamorado de Natalia, ni siquiera me caía bien. Se creía que estaba muy buena y le gustaba calentar a todos los tíos, pero yo no le hacía ni caso. Sé que a ella le molestaba pero yo… yo… en realidad, estoy enamorado de otra persona. Una persona que es todo lo contrario a Natalia; es bella, por dentro y por fuera.

La nuez del muchacho subía y bajaba de forma compulsiva. Su mano temblaba al pasársela por sus revueltos cabellos y Macnamara se apiadó de él. No necesitaba que le confiara su secreto, tan celosamente guardado; él sabía muy bien de quién estaba enamorado.

El inspector estaba desconcertado. A lo largo de los años que había pasado en la policía había tratado a un montón de asesinos y, en esta ocasión, si no hubiera habido unas pruebas que incriminaran de forma tan contundente a Diego, Nuño Macnamara habría descartado de plano la culpabilidad del muchacho.

El hombre frunció el ceño hasta que sus espesas cejas rojizas casi se juntaron sobre el puente de su nariz, lo que le dio a su rostro un aspecto de highlander sanguinario que a Diego le pareció aterrador, luego se inclinó por encima de la mesa que los separaba a ambos, clavó los ojos en él y afirmó en un tono peligroso:

—Mira, chaval, no sé por qué me da la sensación de que hay algo raro en todo esto. Si hoy fuera el día de los inocentes, pensaría que llevo un enorme muñecajo de esos colgado en la espalda, pero en fin, supongamos que te creo. Supongamos que me trago que tú no mataste a Natalia, ni a Dionisio Fuentes, ni colocaste la mano de ese cabrón en la cama de Ana para asustarla…

—¡Yo nunca le haría daño a Ana! ¡Nunca! —le interrumpió Diego con vehemencia.

—¡Déjame terminar! Bien, supongamos que eres inocente, que alguien colocó el cuchillo en tu cuarto para incriminarte. ¿Quién crees tú que lo hizo?

Impaciente, Macnamara esperó la respuesta sin apartar ni por un segundo la mirada del rostro del detenido. Observó como Diego se quedaba un rato pensativo, mientras, en un gesto inconsciente, repasaba una y otra vez con la yema del pulgar un arañazo que alguien había hecho en el sobre de madera de la mesa. Por fin, el chico abrió la boca para responder:

—No lo sé. De verdad. Durante los últimos tiempos he pensado mucho en lo ocurrido, pero solo he llegado a una conclusión y no tengo ni idea de si es acertada o no —se encogió de hombros, inseguro.

—¿Y esa conclusión es? —le apremió Macnamara.

—Creo que, de alguna manera, todo está relacionado con Ana… no sé si me entiendes. Lo que quiero decir es que pienso que a Natalia y al jardinero no los mataron porque alguien los odiara, o porque haya un asesino en serie rondando por la zona sino para, de alguna manera, dañar a Ana y asustarla.

Cuando Diego terminó de hablar se hizo un pesado silencio en la habitación. Macnamara no había despegado su mirada del chico, pero lo único que había captado en su expresión había sido una profunda sinceridad. Inquieto, el inspector tamborileó con los dedos en la mesa durante unos minutos que a Diego le parecieron horas y, finalmente, abrió la boca para decir:

—Está bien, no sé por qué pero te creo. Aquí hay algo que no cuadra. A pesar de que todos los indicios apuntan hacia ti, te prometo que no daré el caso por cerrado y seguiré investigando.

Avergonzado, Diego no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas al escuchar las palabras del inspector y, al verlo, Macnamara miró hacia otro lado, incómodo y conmovido al mismo tiempo, al ver los valerosos esfuerzos que hacía el muchacho para recuperar su dignidad. Justo en ese instante, se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y la tensión que se respiraba en el interior se rompió. El agente que había traído al muchacho desde el calabozo se disculpó por la interrupción y añadió:

—Inspector, aquí fuera están el abogado y la tutora del chaval, y dicen que usted no puede interrogarlo sin estar ellos presentes.

—Está bien, Martínez, que pasen.

El policía se hizo a un lado para que pasaran Ana Alcázar y un hombre bajito, de unos cincuenta años y bien trajeado, que llevaba un maletín de cuero en la mano.

—Inspector Macnamara, es un atropello que interrogue a un menor sin estar su tutora y su abogado presentes —afirmó el recién llegado a modo de saludo.

Macnamara se encogió de hombros, se levantó de la silla y se irguió junto a él en toda su estatura —lo que provocó que el letrado se sintiera más que ligeramente intimidado—, antes de comentar con displicencia:

—No lo estaba interrogando, ¿no es cierto, Diego? Simplemente charlaba con él.

Aunque sus palabras iban dirigidas al chico, el policía no podía apartar la vista de la mujer que permanecía en silencio al lado del abogado. Por primera vez, Macnamara veía a Ana haciendo uso de todas sus armas de mujer y le costó un inmenso esfuerzo no quedarse mirándola con la boca abierta. La psicóloga lucía un entallado traje de chaqueta gris que, a pesar de su corte masculino, destacaba de forma espectacular su femineidad. La estrecha falda de tubo moldeaba sus caderas a la perfección y debajo de ella surgían un par de piernas espectaculares, enfundadas en unas finas medias que hacían que su piel luciera impecable y apetitosa. Para rematarlo, calzaba unos elegantes zapatos con un tacón vertiginoso. Después de recorrer con una mirada hambrienta ese cuerpo de infarto, el inspector se sentía al borde del colapso, pero, además, la belleza de su rostro, maquillado con discreción, le cortó el aliento. Macnamara hubiera vendido su alma al diablo a cambio de poder enredar una vez más sus dedos en ese sedoso cabello rubio, atraerla hacia sí y devorar sus labios sensuales como si no hubiera un mañana.

—Pues la próxima vez que le encuentre charlando con él sin que yo esté presente, me encargaré de denunciar su conducta ante el juez —las palabras del abogado sacaron a Macnamara del atontamiento integral en el que lo había sumido la presencia de Ana. Sus ojos abandonaron de mala gana la seductora figura de la joven y se detuvieron, desdeñosos, sobre el abogado que de nuevo se sintió vagamente incómodo al sentir el peso de ese ceño borrascoso sobre su persona. Sin embargo, se repuso enseguida y agregó—: Si no le importa, inspector Macnamara la tutora de mi cliente y yo deseamos hablar con Diego.

Al notar que aquel policía, gigantesco y desabrido, no parecía dispuesto a prestarle atención y no hacía el más mínimo amago de salir de la estancia, el pobre hombre añadió, furioso:

—¡A solas!

De mala gana, Macnamara se vio obligado a abandonar la habitación pero, antes de salir, rozó con su hombro el hombro de Ana, que no había abierto la boca desde que había entrado, y le susurró en el oído:

—Luego hablamos —ella ni lo miró.

Al inspector, que esperaba afuera, impaciente, le pareció que llevaban horas hablando con el chico. Él, entretanto, paseaba arriba y abajo del pasillo como una fiera cautiva. El agente que custodiaba la puerta de la sala de interrogatorios seguía sus evoluciones con extrañeza, hasta que Macnamara le gritó de malos modos:

—¡Deja de mirarme, joder!

El policía obedeció en el acto y, a partir de ese instante, no despegó los ojos de la aburrida mancha de humedad de la pared que tenía enfrente. Por fin, la puerta de la sala se abrió y Ana salió seguida del abogado. Macnamara se acercó a ella con rapidez y la agarró de la muñeca.

—Ven, tenemos que hablar —ordenó el policía tratando de arrastrarla hacia otra pequeña habitación que quedaba a pocos metros.

—No tengo nada que hablar con usted, inspector Macnamara —respondió Ana con indiferencia, tratándolo de usted para mantener aún más las distancias. Luego dirigió una significativa mirada hacia su muñeca cautiva y agregó—: Le ruego que me suelte, por favor.

—¡Ya ha oído a mi clienta, suéltela ahora mismo o le denunciaremos por abuso de autoridad!

La voz, algo chillona del abogado, se enroscó alrededor del inspector, que ya estaba bastante irritable, como un moscardón molesto. Así que se inclinó hacia el hombrecillo de forma intimidatoria y, en un tono sedoso que encerraba una evidente amenaza, le respondió:

—No se meta en lo que no le llaman, amigo —el labio superior del letrado se cubrió de sudor al instante y, con manos algo temblorosas, el tipo sacó un pañuelo del bolsillo para secárselo.

Ana se percató de que bajo su aspecto tranquilo el inspector Macnamara estaba a punto de estallar, así que juzgó que sería mejor acceder a sus requerimientos y acabar de una vez con aquel desagradable asunto.

—Está bien, inspector, hablaré con usted. Adiós, señor Nogales, le telefonearé más tarde para darle tiempo a pensar en una estrategia para probar la inocencia de Diego.

—¿Está segura? —el abogado lanzó una mirada dubitativa al imponente gigante que lo miraba con ferocidad.

—Por supuesto que estoy segura. ¿Dónde voy a estar más protegida que en una comisaría rodeada de tanto policía intachable?

El sarcasmo de sus palabras divirtió a Nuño, pero el hombrecillo, a pesar de sus recelos, se quedó algo más tranquilo al escucharla, así que se despidió de ella y se marchó, no sin antes dirigirle una mirada amenazadora al policía. En cuanto el abogado desapareció de su vista, el inspector le hizo un gesto a Ana para que pasara delante.

—La tercera puerta a la derecha —se limitó a decir.

La joven alzó la barbilla con altivez y avanzó taconeando con firmeza por el pasillo, mientras el policía marchaba detrás de ella, sin quitar ojo a esas seductoras caderas que se contoneaban con un ritmo hipnótico. Ana se detuvo donde le había indicado, y Macnamara abrió la puerta, la sostuvo para que pasara y después la cerró a sus espaldas.

—¿Y bien? —preguntó, desafiante.

—Estás… estás muy guapa —Nuño se hubiera dado de bofetadas al escuchar salir de su boca esas palabras balbucientes que no había podido reprimir.

Ana lo miró con desdén y contestó, serena:

—Supongo que no es eso de lo que querías hablarme —ahora que estaban a solas, ella volvía a tutearlo.

El policía apretó los puños sintiéndose ridículo, sobre todo al ver que Ana no solo controlaba por completo la situación, sino que se dirigía a él con una indiferencia rayana en el desprecio que le hacía hervir la sangre. Furioso consigo mismo, se dijo que no era el momento de perder los estribos, así que respiró hondo tratando de tranquilizarse; sin embargo, la presión que notaba en la entrepierna desde que la había visto entrar en la sala de interrogatorios no se lo estaba poniendo fácil. Macnamara se pasó la mano varias veces por sus cabellos y contestó con voz más firme:

—No, no es de eso de lo que quería hablarte. Quería decirte que entiendo que te sientas dolida por lo de Diego, pero quiero que comprendas que no podía hacer otra cosa. Las pruebas en su contra son indiscutibles y yo me he limitado a cumplir con mi deber —la explicación le salió de un tirón y, aliviado, soltó el aire que había estado conteniendo hasta entonces.

—Lo sé.—Su escueta respuesta lo desconcertó.

Macnamara miró el precioso rostro de Ana, que lo miraba con una frialdad que le congelaba las entrañas, tratando de adivinar qué era lo que pasaba por su cabeza.

—Entonces, ¿a qué viene tu actitud? —el policía dio un par de zancadas y se acercó a ella hasta que sus cuerpos quedaron a menos de veinte centímetros, sin embargo, Ana permaneció firme, sin retroceder ni un ápice ante su abrumadora presencia.

—¿Actitud? No comprendo lo que quieres decirme, inspector Macnamara. Yo soy una mujer involucrada, muy a su pesar, en un caso de asesinato y tú eres el perspicaz policía que, en apariencia, lo ha resuelto —su ironía, su serenidad, su desinterés; todo en su lenguaje corporal despertaba en él unas intensas ganas de aferrarla por los brazos y sacudirla con fuerza. Prefería mil veces que le gritara a que lo tratara con semejante desapego. Sin embargo, procuró controlarse; a esas alturas, sabía bien que con aquella hermosa mujer, delicada y resistente a la vez, no era posible conseguir las cosas por medio de la violencia.

Macnamara alargó una mano y, despacio, rozó con el dorso de sus dedos la tersa mejilla femenina en una suave caricia.

—Sabes que tú y yo somos mucho más que todo eso… —musitó con voz ronca.

Ana volvió un poco la cara para evitar su contacto, pero no apartó su cuerpo y, sin perder la calma, contestó:

—Ah, ¿sí? Me pregunto qué te hace pensar eso.

Irritado por ese sutil desprecio con el que se dirigía a él, pero decidido a no demostrarlo, Nuño colocó la palma abierta de su mano sobre el pecho femenino y rozó el pezón con el pulgar, por encima de la fina tela de la chaqueta. Enseguida notó cómo la ansiosa punta se erguía bajo su contacto y sus labios esbozaron una sonrisa de complacencia.

—¡Esto! —contestó sin dejar de trazar círculos con su dedo, al tiempo que clavaba sus pupilas en las pupilas femeninas.

Ana no apartó la mirada y, sin dar muestras del caos que esos dedos hábiles desataban en sus entrañas, respondió sin que su voz traicionara el temblor de su cuerpo:

—Eso, inspector, se llama atracción sexual. No resulta extraño que un área tan sensible del cuerpo femenino reaccione de cierta manera al ser estimulada y provoque sensaciones placenteras. Es algo muy corriente.

—Ah, ¿sí? —respondió él con tanta calma como si estuvieran hablando de la previsión del tiempo en los próximos días, mientras su pulgar seguía jugueteando con su pezón—. Y dime, ¿te ocurre con todos los hombres o solo conmigo?

—Me imagino que me ocurriría con cualquier hombre medianamente atractivo que me tocara en una zona tan erógena —respondió Ana, impertérrita, sin darle la satisfacción de demostrarle lo mucho que la perturbaban sus caricias.

—¿Te ocurrió también con Dionisio Fuentes o no era lo suficientemente atractivo? —Macnamara tuvo la satisfacción de percibir cómo se dilataban las pupilas femeninas al captar la malvada intención de su comentario. Sin embargo, la expresión gélida del precioso rostro alzado hacia él no cambió y, en el mismo tono sosegado que había empleado antes, respondió:

—Creo que esta conversación no nos lleva a ninguna parte, inspector, si no tienes nada más interesante que decirme, será mejor que me marche.

Las grandes manos del inspector se posaron ahora a ambos lados de sus caderas, pero sin ejercer excesiva presión. Si Ana hubiera deseado apartarse podría haberlo hecho, pero no quería volver a ver su sonrisa engreída si trataba de huir de él como si su contacto la afectara. Y no es que no la afectase; ese hombre despreciable sabía bien cómo volverla loca, pero estaba decidida a no demostrarlo.

—Más que una conversación es una demostración. La comprobación empírica de que entre nosotros hay mucho más que una mera atracción sexual. De que lo que ocurrió en tu casa el otro día cambió algo en nuestra relación hasta tal punto que ahora, incluso, podríamos hablar de un antes y un después de aquella noche —la voz, grave y acariciadora, del policía hacía tambalear peligrosamente sus defensas, así que Ana recurrió a la ironía para escapar de su arrollador poder de seducción.

—¡Caramba, inspector, no sabía que eras un romántico! Sorprendente. En especial, porque tu amigo, el inspector Morales, no ha dudado en ponerme al tanto de que en esta comisaría tienes merecida fama de ser un mujeriego empedernido.

«¡Maldito, Morales!», pensó el inspector. «En cuanto lo encuentre le voy a arrancar la piel a tiras».

—Eso es el pasado y es lo que quiero demostrarte si me das la oportunidad. Te demostraré que lo que siento por ti va más allá de la satisfacción fugaz que produce un buen polvo; que no se reduce al simple deseo físico. Te haré saber, de manera irrefutable, que ningún otro hombre, ni antes ni después, será capaz de provocar en ti las emociones que sentiste conmigo… —Mientras susurraba esas palabras, casi pegado a sus labios, su mano derecha se apartó de su cadera y se posó sobre las delicadas medias que cubrían la parte del muslo que no tapaba la falda.

Observó cómo Ana se mordía el labio inferior en su gesto habitual cuando se ponía nerviosa, y ese ligero tic delató que, a pesar de los esfuerzos que hacía por disimularlo, sus caricias la estaban afectando tanto como a él. Eufórico al comprobar su poder sobre ella, Macnamara deslizó la mano más arriba, arrastrando con ella la falda, hasta que su cadera quedó al descubierto. Los dedos masculinos resbalaron por la sedosa textura de sus medias hasta posarse en su nalga, firme y redondeada, y el policía dejó escapar un sonoro jadeo.

Ana permaneció inmóvil, atrapada en el descarnado deseo que sus embrujadoras palabras y esa mano, cálida y atrevida, le hacían sentir. Él tenía razón, se dijo. Aquel hombre podía hacerla arder con solo proponérselo, sin que importara lo más mínimo si ella lo detestaba o no. Sin embargo, ella no era una mujer que se dejara gobernar por sus instintos más bajos; no era un juguete que Nuño Macnamara pudiera poner en marcha cada vez que se le antojase. Así que aspiró profundamente y, con toda la fuerza de voluntad de la que pudo echar mano, dio un paso atrás y se alejó de él; luego se bajó la falda y declaró con voz suave:

—Lo único que has probado es que el sexo entre nosotros funciona. Como ya te dije esa misma noche, fue un viaje increíble. Pero no deseo repetirlo. No me gustan los polis y no estoy dispuesta a tener una relación con uno de ellos. Cuando me acosté contigo, un hombre con fama de utilizar a las mujeres mientras estas tuvieran algo que ofrecerle, pensé que sería algo placentero y sin complicaciones. Así que, por favor, no lo estropees.

Fingiendo una serenidad que estaba lejos de sentir, se ajustó bien la chaqueta, se dio media vuelta y, sin despedirse, abrió la puerta y con piernas temblorosas se alejó por el pasillo. Macnamara permaneció en pie, muy quieto, intentando recuperarse del daño que aquellas palabras, tan hirientes como una lluvia de puñetazos en la nariz, le habían causado. El tono de Ana, frío e indiferente, retumbaba aún en su cerebro. De repente, le invadió una oleada de rabia y, sin pararse a pensar, golpeó la pared con el puño. El agudo dolor que sintió le hizo recuperar la cordura en el acto y, maldiciendo entre dientes, se frotó los nudillos magullados contra sus desgastados vaqueros.