16

Durante el resto de la semana, Macnamara no llamó a Ana a pesar de que ardía en deseos de escuchar su voz. Se decía que estaba demasiado ocupado, lo cual era cierto pues, además del caso de Natalia, debía ocuparse de dos nuevos crímenes que habían tenido lugar con dos días de diferencia. El inspector no llegaba nunca a su casa antes de las once de la noche y se levantaba muy temprano, pero en el fondo sabía que eso eran solo excusas patéticas. La verdad era que no la llamaba porque estaba asustado.

Muy asustado.

A pesar de que todas las noches caía agotado sobre su cama, aún tardaba un buen rato en dormirse. Sin pedirle permiso, su mente parecía decidida a recrearse en la noche en que Ana y él hicieron el amor. La imagen del cuerpo desnudo de Ana, de sus caricias apasionadas, de las increíbles sensaciones que había experimentado lo atormentaban y soñaba con tenerla de nuevo entre sus brazos y hacerla suya una vez más. Muchas veces, terminaba abrazado a la almohada y tenía que morder la funda para reprimir los gemidos de deseo que el recuerdo le provocaba.

Jamás había perdido el juicio de semejante manera por una mujer. Se negaba a sí mismo, una y otra vez, que eso que sentía fuera amor; pero, en el fondo, sabía que no sería capaz de seguir viviendo sin ella a su lado y le aterraba la idea de volverse tan dependiente de alguien como lo había sido su padre.

El jueves se presentó en la comisaría pálido, sin afeitar y con unas marcadas ojeras, y hasta Teresa —de la que sospechaba que no sentía mucha simpatía por él— le preguntó, preocupada, si estaba enfermo. Sentado frente a la mesa de su despacho, mirando sin ver la enorme pila de papeles que se iban acumulando día tras día sobre ella, tomó una decisión: necesitaba hablar con Ana hasta el punto de que temía enloquecer si no lo hacía. Escuchar su voz, contemplar su precioso rostro, abrazarla hasta cortarle la respiración eran requisitos indispensables si quería conservar la cordura. Decidido, cogió el móvil y empezó a marcar, pero antes de terminar, entró una llamada por el teléfono de la comisaría. Fastidiado por la interrupción, descolgó con brusquedad y contestó de malos modos.

Era una llamada del laboratorio y lo que le contó su interlocutor hizo que la piel de su rostro palideciera aún más. Cuando colgó, apoyó los codos sobre la mesa y hundió las manos en sus cabellos, abrumado. Sabía que lo que tenía que hacer iba a pasarle una enorme factura y no estaba seguro de poder pagar el precio.

Ana estaba preparando la cena. Los pequeños no tardarían mucho en terminar de bañarse y sabía que bajarían exigiendo su comida como pirañas hambrientas. Esbozó una desganada sonrisa ante sus pensamientos, a pesar de que durante lo que llevaba de semana no había sentido el menor deseo de sonreír. Macnamara no la había llamado y, por supuesto, ella tampoco lo había hecho. Aunque se decía a sí misma que no debería darle tantas vueltas a lo que solo había sido una noche de lujuria desenfrenada, no podía evitar sentirse mal. El recuerdo de lo ocurrido entre los dos rondaba sus pensamientos a menudo. Ni siquiera con Manu, al que había amado con toda su alma, había experimentado una pasión semejante.

«Pues qué esperabas, idiota. Manu era un muchacho casi tan virgen como lo eras tú. El inspector es un hombre hecho y derecho al que, a juzgar por lo poco que sabes de él, nunca le han faltado mujeres para poner en práctica sus dotes de seducción», se regañó, molesta consigo misma por no poder apartar de su cabeza la imagen del atractivo, malhumorado y pelirrojo policía.

Su propia experiencia en asuntos sexuales era bastante limitada, apenas unos pocos encuentros con esos dos hombres que ocuparon un mínimo espacio en su vida varios años atrás. Por eso no podía entender la frustración que sentía; el inspector Macnamara ni siquiera le caía bien. Era el tipo más rudo, grosero y falto de delicadeza con el que se había topado, se dijo. Sin embargo, recordó la forma en que le había hecho el amor aquella noche inolvidable, la ternura que rezumaba hasta la más ínfima de sus caricias, la delicadeza de su tacto… y supo que el hombre que aquella noche compartió su cama y su cuerpo con ella no tenía nada que ver con la imagen insensible y despreocupada que el policía proyectaba. Inmersa en sus perturbadores recuerdos, Ana olvidó que tenía la salsa del pescado en el fuego hasta que un intenso olor a quemado la obligó a volver a la realidad. Con rapidez apartó el cazo, pero no había nada que hacer; se había pegado. Maldiciendo, la arrojó al cubo de basura y puso la cazuela bajo el chorro de agua fría. Le estaba bien empleado por pensar en ese hombre horrible que no se merecía que le dedicara ni un minuto de su tiempo, se dijo irritada.

En ese momento, escuchó que Miriam y Pablo bajaban corriendo la escalera, haciendo el mismo ruido que una estampida de bisontes y trató de cambiar la expresión de su rostro.

—¡Diego, ya está la cena! —gritó Ana, mientras terminaba de aliñar un poco de lechuga para sustituir a la salsa arruinada.

Los tres entraron en tromba en la cocina y se abalanzaron sobre sus platos como si hubiera pasado un siglo desde la última vez que vieron algo de comida. Con la boca llena, Diego comentó:

—Mira lo que he encontrado ahí afuera —sacó algo de su bolsillo y lo colocó sobre la mesa de la cocina—. Es tuya, ¿verdad? Me suena haberla visto alguna vez en tu mesilla de noche.

Al ver la pequeña leona de plástico atravesada, de lado a lado, por un clavo y con una mancha de pintura roja —burda imitación de la sangre—, que contrastaba de forma estridente con el amarillo chillón de su piel, el estómago de Ana hizo un movimiento extraño y se cerró de golpe. Diego notó la palidez de su rostro y preguntó, preocupado:

—Ana, ¿te ocurre algo?

—No, no es nada —respondió ella, tratando de recuperar la compostura. Pablo y Miriam la miraban con curiosidad, pero no parecían alarmados, así que Ana hizo un inmenso esfuerzo por parecer calmada—. Sí, es mía. No me había dado cuenta de que faltaba.

Ahora que lo pensaba, hacía bastantes días que no la veía. La pequeña leona llevaba tanto tiempo sobre su mesilla de noche que ya no le prestaba atención.

—¿Dónde la has encontrado? —preguntó con aparente indiferencia, sorprendida de que su voz no temblara tanto como lo hacían sus manos, que ocultó con rapidez debajo de la mesa.

—Estaba encima del columpio. La verdad es que, cuando la he visto, me ha dado muy mal rollo.

Ana le hizo una seña por encima de la cabeza de los pequeños para indicarle que tuviera cuidado con lo que decía y Diego asintió imperceptiblemente.

—Quizá alguien ha querido gastarme una broma.

—Es una leona muy chula, ¿puedo quedármela? —preguntó Pablo, contemplando fascinado los afilados colmillos que mostraba el felino en un fiero rugido congelado para siempre.

—No, lo siento, Pablo. Es un regalo que una persona me hizo una vez. No estaría bien que yo a su vez se lo regalara a alguien —Ana extendió el brazo, cogió la figura de plástico y se levantó para guardarla en uno de los cajones de la cocina. No quería seguir viéndola ni un segundo más. Luego regresó a la mesa y siguió conversando con aparente serenidad, deseosa de desviar la atención hacia otros temas.

Cuando terminaron de cenar, Ana permitió que los pequeños se fueran sin recoger, pero Diego se quedó a ayudarla. En un momento dado, el chico levantó los ojos de los platos sucios y, sin andarse por las ramas, preguntó:

—¿Qué crees que significa?

Ana no fingió que no sabía de qué le estaba hablando.

—No tengo ni idea. Una broma de mal gusto, supongo —contestó con un encogimiento de hombros.

—Pero eso quiere decir que el que la ha puesto allí ha entrado en tu cuarto para cogerla —a pesar de que Diego ya tenía la suficiente edad para estar al tanto de ciertas cosas, Ana le había ocultado el episodio de la mano. Cuando el chico le preguntó al respecto, tan solo le explicó, sin dar muchos detalles, que alguien había entrado en la casa haciendo saltar la alarma y que ella se había asustado—. Joder, Ana, me preocupa que alguien quiera hacerte daño.

Al ver la inquietud que asomaba en los ojos del muchacho, Ana se acercó a él y le acarició con suavidad una de sus imberbes mejillas.

—No te preocupes por eso. El inspector Macnamara está con ello y creo que si alguien puede resolver este caso es él.

Diego atrapó la mano femenina con la suya y la apretó contra su cara.

—Me pregunto si ese gigantesco saco de malhumor servirá para algo, pero le daré el beneficio de la duda. A pesar de su mala leche, no sé por qué me cae mejor que otros polis que he conocido. Por lo menos no se le puede acusar de hipócrita.

Ana sonrió al escuchar la descripción que hacía el muchacho de Macnamara.

—No, de hipócrita desde luego que no. El inspector no tiene pelos en la lengua a la hora de decir lo que piensa. Anda, vete a acostar y no te preocupes. Sé cuidar de mí misma.

Tras darle las buenas noches, Diego subió a su habitación. Ana terminó de recoger, se preparó una de sus tisanas y se dirigió al salón donde un alegre fuego crepitaba en la chimenea. La joven aferró la taza entre sus manos y se quedó mirando las llamas, abstraída en su incansable danza.

«Una leona para la leona más fiera: ¡Anuska, la reina de la selva…!».

A Ana le pareció escuchar la voz de Manu en la habitación, pronunciando esas mismas palabras. Se acordaba de aquel día como si acabara de suceder. Manu, Ricardo y ella habían entrado a robar en un chalé de las afueras de Madrid. Debía ser una vivienda de vacaciones, porque el objeto más valioso que encontraron fue un enorme televisor en blanco y negro, de no menos de veinte años de antigüedad. Recordaba a Ricardo golpeando la pared del salón, maldiciendo su mala suerte, mientras Manu se retorcía de risa tirado en un sofá. Ella tampoco le veía la gracia a la situación, se habían arriesgado a ser detenidos para nada. Verlos de tan mal humor, hacía que Manu riera aún más fuerte y Ricardo se enfadó mucho con él y le acusó de hacer las cosas a lo loco, sin pararse a pensar, lo cual era cierto. Manu era el ser más imprevisible del mundo, pero también uno de los más valientes, animados y tiernos que Ana había conocido jamás y ella lo adoraba por ello.

…Al ver que la situación estaba a punto de degenerar en una pelea, la chica fue a la cocina y sacó de la nevera, que debía permanecer encendida todo el año, tres cervezas. Luego rebuscó en la despensa y encontró una bolsa de patatas fritas cerrada con una pinza —que a saber cuánto tiempo llevaba allí— y otra, sin abrir, de cacahuetes. Con todo eso, volvió al salón y anunció:

—¡Chicos, el dueño de esta casa al menos nos invita al aperitivo!

Al instante, los dos muchachos dejaron de discutir y se abalanzaron sobre las cervezas. Los tres —los chicos a los lados y ella en el medio— se repanchingaron en el incómodo sofá estilo años setenta, con los pies encima de la mesa de centro, mientras bebían sus cervezas y hacían planes para el futuro.

—Yo solo sé que tendré tanta pasta, que cambiaré de coche todos los años —anunció Ricardo dándole un sorbo a su botella.

—Pues yo compraré una casita en el campo, con un huerto y un perro enorme, y Ana y yo viviremos allí por los siglos de los siglos…

—Eh, Manu, no te olvides de nuestros dos hijos. Un niño y una niña, rubios como nosotros —lo interrumpió Ana y apretó su mano un poco más.

—¡Cómo voy a olvidarme! —Manu bajó la cabeza y depositó en sus labios un tierno beso con sabor a cerveza.

—¡Joder, tíos, no seáis pesados!

Las rudas palabras de Ricardo la sacaron de su arrobamiento y, turbada, trató de apartar a Manu; sin embargo él no hizo ni caso y siguió besándola un rato más. Cuando por fin la dejó ir, Ana detectó una mirada airada en los ojos verdes de Ricardo y se ruborizó un poco. Hacía semanas que sospechaba que le gustaba y le daba pena verlo sufrir. Iba a decir algo para consolarlo, cuando escuchó en el exterior el sonido de voces y los ladridos de un perro.

—¡Chicos, alguien viene! —susurró con urgencia. Los tres se pusieron en pie en el acto, arrojaron las botellas al suelo y salieron corriendo en dirección a la puerta trasera.

Ana estaba asustada, sabía que si la cogían la devolverían a su última casa de acogida, donde, en una ocasión, el padre de familia había tratado de abrir la puerta del baño con un estúpido pretexto mientras ella se duchaba. Otro día, Ana despertó de un sueño profundo y notó una mano reptando por debajo de su camisón. Lo había empujado con fuerza y el hombre se golpeó la cabeza con la esquina de la mesilla y perdió el conocimiento. Muerta de miedo, Ana recogió sus escasas pertenencias a toda prisa y escapó de la casa esa misma noche. Así que ahora corrió como si la persiguiera el mismo demonio. No estaba dispuesta a volver.

De un salto logró alcanzar el borde de la tapia del jardín, pasó una pierna por encima y se dejó caer al otro lado. Notó un ligero dolor en las rodillas, pero siguió corriendo hasta que, de repente, la mano de Ricardo asomó por detrás de un arbusto y la arrastró consigo, ocultándola de quien quiera que fuese el que los perseguía. Sin aliento, Ana escondió el rostro en el pecho de su amigo pero, de pronto, levantó la cabeza y le preguntó en voz muy baja:

—¿Dónde está Manu? —enloquecida, miró a su alrededor y, al no ver ni rastro del otro muchacho, se puso en pie dispuesta a volver a la casa a buscarlo.

—Pero ¿qué haces? ¿Estás loca? Quédate aquí —susurró Ricardo sujetando con fuerza su muñeca, pero Ana no le hizo caso y luchó por soltarse. Entonces, su amigo la agarró por detrás inmovilizándole los brazos y la obligó a permanecer donde estaba a pesar de los desesperados esfuerzos de Ana por liberarse— ¡Quieta he dicho!

Sus brazos la aferraban con tanta fuerza que Ana gritó de dolor. En ese momento, un tercero hizo su aparición detrás de ese mismo seto.

—¡Manu! —exclamó Ana. Ricardo la soltó por fin y Ana se lanzó a los brazos del recién llegado, que la estrechó con fuerza contra su pecho.

—Tranquila, Anuska, los capullos esos se han quedado atrás, demasiado asustados para perseguirnos.

—¿Qué demonios hacías? ¿Por qué has tardado tanto? —preguntó, enfadada.

Al detectar su preocupación, Manu le guiñó un ojo y contestó:

—Cuando salía vi una cosa sobre la repisa de la chimenea y me dije: esto para mi Anuska, así que volví a buscarla —y, con esa sonrisa pícara que la volvía loca, le tendió una leona de plástico de color amarillo y le dijo—: Una leona para la leona más fiera: ¡Anuska, la reina de la selva!

Los dos empezaron a reírse a carcajadas hasta que Ricardo los interrumpió, irritado, y dijo que ya era hora de que se largaran de allí…

Ana volvió de golpe al presente. Por unos instantes había conseguido ver en las llamas la cara de Manu, con su pelo rubio cortado a cepillo, las pecas de su nariz y sus bonitos ojos azules, pero luego aquel rostro se había desvanecido y, en su lugar, había aparecido el ceño adusto del inspector Macnamara bajo el que relucían sus turbulentos ojos oscuros, el revuelto pelo rojizo que necesitaba un buen corte y esas manos, de dedos largos y nervudos, capaces de sumergirla en un estado febril.

Con un golpe seco dejó la taza sobre la mesa. ¡Basta ya!, se dijo. No deseaba pensar en él. La noche que compartieron había sido un escape fugaz de la horrible realidad en la que, últimamente, se había convertido su vida. Nada más.

Dispuesta a espantar cualquier pensamiento relacionado con el policía que quisiera colarse en su cerebro, Ana subió a su habitación. Al final, después de cambiar las sábanas había decidido que sería absurdo no volver a dormir en su cama, así que, a pesar de que la primera noche tardó más de lo que solía en conciliar el sueño, al cabo de unos días todo había vuelto a la normalidad. Ana se puso el camisón y se preparó para acostarse. Estaba muy cansada pero cada vez que se abrazaba a la almohada para dormir —una costumbre que tenía desde pequeña—, le parecía sentir los duros músculos del inspector bajo sus dedos y el roce del suave vello de su pecho, con lo cual se desvelaba de nuevo. Después de casi una hora dando vueltas, consiguió sumirse en un sueño inquieto, pues, aún durmiendo, su mente no descansaba.

…se acerca a ella, posa su mano en su brazo y la desliza hacia arriba, rozando su hombro con la suavidad de un suspiro, hasta llegar a sus clavículas donde se demora y las dibuja con sus dedos. El índice masculino resbala entre sus pechos con lentitud y contornea su ombligo haciendo que contenga el aliento, mientras su vientre explota en llamas. Ahora sus manos están a ambos lados de sus caderas y traza filigranas exquisitas, florituras enrevesadas que erizan su piel. Ella cierra los ojos, concentrada en los delicados adornos invisibles con los que él decora su cuerpo y suspira. Las yemas de esos fuertes dedos esbozan un intrincado paisaje en su espalda. Enredaderas de sensaciones trepan por su columna vertebral y se enroscan alrededor de su cuello. Abre la boca y exhala un gemido sensual, que segundos después se convierte en un deseo desesperado de respirar. Los dedos, antes tan suaves, aprietan más y más su garganta, privándola de la última gota de oxígeno y, lo que hasta entonces había sido un estremecimiento de puro placer, se transforma en un escalofrío de terror…

Ana despertó sobresaltada y se incorporó de golpe en la cama. El sudor perlaba su frente y su corazón latía tumultuoso. Desesperada, boqueó con ansia intentando que el aire entrara de nuevo en sus pulmones. Todavía con el horror de la pesadilla muy presente, volvió a derrumbarse sobre el colchón, abrazó sus rodillas y se hizo un ovillo bajo las sábanas. Así permaneció, en la misma postura, hasta que los rayos del sol se colaron en la habitación y anunciaron el amanecer.