Tumbada en su cama, Ana daba vueltas sin cesar. Tan pronto tenía frío, como se asaba de calor. Los acontecimientos del día bullían en su cabeza mezclados en un loco caleidoscopio: la espantosa visión de esa mano sobre su cama, la agradable cena con el inspector en la cocina, el terror paralizante, la atracción que sentía por el policía… Desesperada, echó las sábanas a un lado y decidió bajar a la cocina para prepararse una de sus tisanas. Sin hacer ningún ruido, abrió la puerta y se paró a escuchar. Lo único que se oía era el vendaval que soplaba en el exterior, así que, descalza, bajó la escalera con cuidado. Se dirigía hacia la cocina, cuando le pareció escuchar un leño que caía en la chimenea del salón y le preocupó haberse olvidado de apagar el fuego. Nada más entrar, sus ojos chocaron de frente con los del policía que permanecía muy quieto sentado en el sillón en la semioscuridad.
—¡Me has asustado! —exclamó Ana llevándose una mano a la garganta.
De pronto, fue consciente de que apenas iba vestida con un camisón corto de tirantes y él, por lo que podía apreciar en la penumbra del salón, cuya única iluminación provenía de las brasas que aún ardían en el hogar, solo llevaba puestos esos desgastados pantalones vaqueros que tan bien le sentaban.
—Lo siento, no podía dormir —a Ana le pareció que su voz sonaba más ronca que de costumbre.
—Yo tampoco puedo, ha debido ser tu «café de primera», llevo horas dando vueltas en la cama. He bajado a prepararme una tisana que guardo para estas ocasiones, ¿quieres una? —Ana se dio cuenta de que hablaba atropelladamente y aspiro con fuerza, tratando de serenarse.
—Sí, por favor —respondió Nuño con suavidad.
Bebería veneno puro si con ello conseguía que se quedara un rato haciéndole compañía. Notó que su corazón latía desbocado. A él no le había afectado el café. Su insomnio estaba provocado por la súbita revelación que había tenido hacía unas horas y, después de verla con ese fino camisón de satén que dejaba a la vista sus piernas interminables y la piel delicada de sus hombros, cualquier vestigio de sueño se había evaporado en el acto. Pocos minutos después, Ana entraba de nuevo en el salón con una bandeja en la que llevaba dos tazas de valeriana. Con cuidado, se sentó en el sofá frente a él y le pasó una de las tazas.
—Voy a echar un tronco, si no, te vas a quedar helada.
Ana lo observó mientras se agachaba para sacar un par de leños del cesto que había junto a la chimenea y admiró los músculos de su espalda. Al ver cómo parecían cobrar vida propia al resplandor de las llamas, tuvo que contener un jadeo; era la espalda más apetitosa que había visto jamás. Asustada por sus inoportunos pensamientos, se llamó al orden. Con dedos un tanto temblorosos cogió su taza y le dio un sorbo. Macnamara se sentó de nuevo, alzó la suya y tras llevársela a la boca hizo una mueca de desagrado, que a Ana le provocó una sonrisa.
—¿No te gusta? —preguntó, contenta de tener una excusa para entablar una conversación insustancial y poder apartar los ojos de una vez de ese pecho vigoroso, cubierto en algunas zonas por un suave vello rojizo, que parecía llamarla para que enterrara sus dedos en él.
—¡Es repugnante! —gruñó él volviendo a dejar la taza en su sitio.
—Yo ya estoy acostumbrada y la verdad es que sí que me ayuda a dormir.
Se hizo un silencio incómodo y a Ana no se le ocurrió ninguna frase con la que romperlo, así que, una vez más, se llevó a los labios la taza que sostenía entre las manos, como si estuviera muerta de sed. Notaba sobre ella la mirada ardiente de sus inquietantes ojos oscuros y no se atrevía a alzar la vista del líquido color ámbar.
—Ana… —al escuchar su nombre pronunciado en un ronco susurro, a Ana se le puso la piel de gallina, pero siguió contemplando los posos que había en el fondo de la taza, incapaz de mirarlo a la cara. Lo oyó ponerse en pie y notó cómo se hundía el almohadón del sillón cuando se sentó junto a ella, tan cerca, que sus brazos se rozaban.
—Será mejor que vaya a acostarme —la joven trató de ponerse en pie, pero los dedos del policía se cerraron en torno a su muñeca y, aunque no apretó, Ana volvió a sentarse.
—Ana… —de nuevo ese susurro acariciador, pero ahora muy cerca de su oreja. La nariz del inspector rozó su pelo y lo escuchó aspirar con fuerza el aroma de sus cabellos, y aquel sonido áspero la enardeció.
Sin embargo, todavía luchó por mantener el control y volvió la cabeza hacia el otro lado; un movimiento que el policía aprovechó para apartar con dedos trémulos la brillante melena rubia de la suave curva de su cuello. Macnamara acercó su rostro hasta que percibió el calor y la sutil fragancia que emanaba de su aterciopelada piel y, muy despacio, empezó a mordisquearla con una pericia exquisita. Ana cerró los ojos y se dejó llevar por las electrizantes sensaciones que la boca masculina provocaba en ese punto tan sensible de su anatomía.
La cálida mano del inspector se deslizó por su hombro y por su brazo en una lenta caricia hasta cubrir por completo la de la joven y entrelazó sus fuertes dedos con los suyos, pequeños y esbeltos, mientras su boca continuaba con su enloquecedora tortura. Unos segundos después, sin soltarla, la posó sobre su seno izquierdo y lo rozó, una y otra vez, hasta que ella sintió a través de la fina tela del camisón, cómo su pezón se endurecía bajo su propia mano, en una erótica caricia que la enloqueció. Al percibir el intenso estremecimiento de la joven, Macnamara esbozó una temblorosa sonrisa de satisfacción contra su cuello.
Sin poder contenerse ni un segundo más, Ana se dio la vuelta, enredó los dedos en los cabellos de la nuca de Macnamara y pegó su boca a la suya con un ansia voraz. Entonces, toda la pasión acumulada en el pecho del policía estalló como una exhibición pirotécnica y engulló sus labios con la ferocidad de un caníbal ávido de carne humana. Con un rápido movimiento, la levantó del sillón y la colocó sobre su regazo, de forma que Ana pudo sentir con meridiana claridad la evidencia de su deseo. Sin apartar su boca de la de él, la joven dibujó con la punta de su lengua el labio superior del policía y luego la introdujo, poco a poco, rozando y probando la húmeda suavidad del interior de su boca, mientras sus dedos recorrían los músculos de su espalda como si quisiera aprenderse su orografía de memoria.
¡Dios, esa mujer sabía besar! Fue el único pensamiento racional que se abrió paso a través de la mente de Nuño, embotada casi por completo por un deseo frenético. Igual que le había ocurrido con anterioridad, pensó que aquel beso era la prueba definitiva de que la fogosa adolescente que había sido Ana Alcázar no había desaparecido, sino que se había ocultado bajo capas y capas de convención social, hasta convertirse en la imperturbable psicóloga que todo el mundo conocía. Sin embargo, sus caricias la habían hecho surgir de nuevo y ¡por Dios que iba a aprovecharse de ello!, si es que no moría antes abrasado por su propia lujuria.
La estrechó aún más contra sí, de forma que los duros pezones de la joven se clavaron contra su pecho desnudo. Enredó los dedos en los suaves cabellos de su nuca, mientras introducía la otra mano bajo el camisón y la deslizaba hacia arriba, sobre la tersa piel de su cadera. Incapaz de contenerse, un gemido brotó de la garganta de Ana y él lo silenció, atrapándolo con su boca. El único sonido que se oía en la habitación era el del crepitar de las llamas en la chimenea, mezclado con el de las agitadas respiraciones de ambos.
—Te deseo… —jadeó ella junto a sus labios, avivando con aquel ronco susurro las llamas que envolvían al inspector y que amenazaban con incendiarlo todo a su paso. En ese instante, lo que deseaba más que nada en el mundo era quitarle el camisón, separarle los muslos y hundirse en su interior hasta que ambos olvidaran hasta su propio nombre. Sin embargo, Macnamara hizo un esfuerzo casi heroico y, sin retirar su poderosa mano de su cadera desnuda, apartó su rostro del de ella unos centímetros para mirarla a los ojos. Ana mantenía los suyos cerrados y sus labios, ligeramente hinchados y enrojecidos por los apasionados besos que habían compartido, permanecían entreabiertos, suplicando nuevas caricias.
—Abre los ojos y mírame —ordenó Macnamara con ferocidad.
Los párpados femeninos temblaron durante unos segundos y, finalmente, se abrieron despacio, y aquellos preciosos ojos grises, nublados de deseo, lo miraron al fin sin comprender. A pesar de estar profundamente complacido por haber sido capaz de despertar en ella semejante grado de pasión, Nuño sentía que aún no era suficiente, así que en un murmullo áspero, que a Ana le erizó todos los poros de la piel, añadió:
—Quiero que sepas, sin sombra de duda, quién es la persona que te está haciendo el amor. Quiero que digas mi nombre.
Al ver la hechicera sonrisa que se extendió poco a poco por los seductores labios femeninos, y la tierna mirada burlona que brilló en sus pupilas, Macnamara pensó que se derretiría y tan solo quedaría de él un montoncito gelatinoso a los pies de aquella pequeña bruja. Entonces, Ana colocó sus manos a ambos lados del rostro del hombre, al tiempo que delineaba con sus pulgares las cejas espesas, luego apoyó con delicadeza su boca sobre la boca masculina y musitó:
—Nuño, te deseo… —al escuchar su nombre susurrado de aquella manera, dulce y provocativa a la vez, contra sus labios, a Nuño le embargó una profunda emoción que nada tenía que ver con la embriagadora sensualidad que los envolvía a ambos. Sin decir palabra, la cogió entre sus brazos y se puso en pie.
Ana rodeó su cuello con los suyos y escondió su rostro en el cálido hueco de su garganta y así, en silencio, Nuño Macnamara subió la escalera, empujó la puerta de la habitación de las niñas y, con suavidad, la depositó sobre la pequeña cama.
Los rayos de sol que se filtraban a través de la contraventana de madera incidían sobre los rubios cabellos esparcidos sobre la almohada en un maravilloso desorden y arrancaban destellos de oro, iluminando la inmaculada piel de sus mejillas que lucían un suave rubor. Macnamara llevaba varios minutos contemplándola dormir, fascinado. Por lo general, le molestaba despertar con otra persona en su cama y siempre buscaba alguna excusa para salir corriendo una vez que había dado rienda suelta a sus necesidades más acuciantes. Sin embargo, aunque había pasado la mayor parte de la noche en una angosta cama infantil, con los pies asomando por el borde del colchón y estrechamente abrazado a Ana, nunca se había sentido tan descansado.
Su hermosura le cortaba la respiración, pero no era solo su belleza lo que le atraía de ella. La noche anterior había descubierto lo que era hacer el amor con la persona amada y sabía que ya nada volvería a ser como antes. Quería a Ana en su vida. Y eso lo aterrorizaba.
Ni siquiera estaba seguro de lo que ella sentía por él. Deseo, eso era evidente, pero ¿había algo más? Ana hacía el amor sin medias tintas y su forma de entregarse a él sin guardarse nada lo había dejado sin aliento. Entre ellos no había habido falsos pudores, sino una compenetración perfecta a pesar de la novedad. Durante unos instantes, había tenido la sensación de que quizá en otra época, en otra vida, ya habían estado juntos. Sonrió, irónico, ante el rumbo que habían tomado sus pensamientos; a ver si ahora el reconocido cínico Nuño Macnamara, además de enamorarse como un incauto, iba a empezar a creer también en la reencarnación…
Con suavidad, deslizó la sábana por el hombro de Ana y dejó al descubierto parte de un pecho blanco que subía y bajaba con suavidad, al ritmo de su respiración regular. Al instante, una ola de deseo voraz lo invadió de nuevo. Despacio, continuó bajando la sábana, hasta dejar al descubierto la redondeada cadera. Sin poder contenerse, deslizó la palma de la mano por la tersa piel del interior de su muslo y, con delicadeza, buscó en el cálido hueco entre sus piernas el centro de su deseo. A pesar de que Ana no se había despertado, su cuerpo respondió por voluntad propia al contacto de aquellos dedos expertos y, al notar su humedad, el policía alzó el blanco muslo sobre su cadera y se deslizó en su interior con un rápido movimiento.
Observó como Ana abría los párpados con lentitud y, embrujado, fue leyendo las emociones que pasaban a toda velocidad por sus expresivos ojos grises: sorpresa, reconocimiento y, por fin, una sensualidad salvaje que estuvo a punto de hacerlo estallar antes de tiempo. Tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no dejarse llevar; deseaba ver en sus ojos el momento exacto en el que Ana alcanzara el clímax. No tuvo que esperar mucho tiempo. Pocos minutos después, las pupilas femeninas se dilataron y sus labios se entreabrieron, mientras de su garganta surgía un profundo gemido que trató de contener mordiéndose el labio inferior. Aquel gesto enloqueció a Macnamara por completo y, con un rugido, se dejó ir con ella, hasta alcanzar un lugar fuera del tiempo y el espacio en el que jamás había estado antes.
Cuando regresaron a la realidad, aún sudorosos y con la respiración entrecortada, permanecieron un rato con las mejillas pegadas a la almohada y sus pupilas entrelazadas. Al fin, Ana esbozó una lenta sonrisa y murmuró:
—Menudo viaje…
Satisfecho al no detectar en su mirada ninguna señal de arrepentimiento por lo que acababa de ocurrir entre ellos, el policía asintió con voz ronca:
—Sí, menudo viaje.
Nuño notaba que miles de palabras encerradas en su pecho pugnaban por salir a la luz. Deseaba confesarle su amor, decirle que lo que había experimentado entre sus brazos era distinto de todo lo que había experimentado jamás y quería escuchar que Ana sentía lo mismo que él, pero no se atrevió a hablar. Incluso en aquel momento tan especial, desnudar su alma ante ella y quedar indefenso por completo le aterraba. Nunca había sido un cobarde, pero sus labios permanecieron en silencio. Sin embargo, aunque él lo ignoraba, sus ojos oscuros, que no se apartaban ni un milímetro del precioso rostro de la joven, hablaban por él.
Ana extendió una mano y, como había deseado hacer desde que lo conocía, peinó con sus dedos esbeltos los rebeldes mechones rojizos, apartándolos de su frente. Se sentía ahíta, colmada por entero, le hubiera gustado permanecer así durante horas y no tener que enfrentarse a la inquietante realidad que los acechaba, insoslayable, más allá de la seguridad de esa cama, que el inmenso cuerpo del policía hacía parecer aún más pequeña. Muy a su pesar, Ana se alzó sobre un codo y depositó un suave beso sobre la áspera mejilla masculina.
—Tenemos que ponernos en marcha —comentó y, con un esfuerzo inmenso, se apartó del agradable calor que le proporcionaba su cuerpo fibroso.
Con los brazos cruzados detrás de la nuca, Macnamara oía correr el agua de la ducha y una vez más se preguntó qué demonios iba a ocurrir ahora. Maldiciendo su estupidez, apartó las sábanas a un lado con violencia y se levantó. El chorro caliente no logró despejar del todo sus ideas. Luego buscó en el armario de la otra habitación; ninguna de las prendas de Diego le valía, así que maldijo de nuevo al percatarse de no le quedaba más remedio que volver a ponerse la ropa del día anterior.
Cuando bajó a la cocina, le esperaban una taza de café caliente y unas tostadas recién hechas. Macnamara se limitó a gruñir algo que, solo con mucha imaginación, podía interpretarse como un «gracias», se sentó a la mesa y pareció concentrarse en su desayuno. De pie, cerca de la ventana, Ana sorbía su café sin quitarle la vista de encima y pensó que a pesar de su aspecto desaliñado —el pelo húmedo sin peinar, una incipiente barba rojiza apuntando en sus mejillas y la arrugada camiseta del día anterior—, estaba muy atractivo. Tomó nota del ceño fruncido del policía y de su cara de pocos amigos. Sin saber por qué, le resultó gracioso que estuviera de tan mal humor. Era evidente que el pobre hombre estaba un poco descolocado después de lo ocurrido, así que dijo unas palabras que pensó que le calmarían.
—No le des más vueltas, inspector, somos un hombre y una mujer adultos, y está claro que nos atraemos físicamente.
Macnamara levantó hacia ella sus ojos tormentosos. Sus palabras no parecían haberlo tranquilizado en absoluto, al contrario, parecía aún más furioso.
—Más que como dos adultos, nos hemos comportado como un par de adolescentes en celo. La última vez no utilicé preservativo —respondió con rudeza.
El policía tuvo la satisfacción de ver cómo se borraba del rostro de Ana la expresión divertida con la que lo había recibido, mientras sus ojos se abrían sorprendidos ante el impacto de sus bruscas palabras. Luego los cerró de golpe, como si quisiera ocultarle sus pensamientos y, cuando los abrió de nuevo, volvía a ser la circunspecta psicóloga que le sacaba de quicio.
—No es necesario que te preocupes por eso —declaró, serena, al tiempo que daba otro sorbo a su taza de café.
Sus palabras, pronunciadas con aparente indiferencia, se clavaron en el pecho de Macnamara produciéndole un dolor desconocido y, de nuevo, su absurdo orgullo masculino habló por él:
—Entonces no lo haré —respondió con un encogimiento de hombros.
Sabía que estaba actuando como un auténtico capullo, pero no podía dominarse. En realidad, ella no había tenido ningún control sobre la situación, pues estaba medio dormida cuando la tomó hacía tan solo unos minutos. Macnamara siempre habías sido escrupulosamente minucioso a la hora de tomar precauciones cuando se acostaba con una mujer. De hecho, hubo una época en la que incluso se había planteado hacerse la vasectomía, aunque al final lo descartó. Pero esa mañana ni siquiera había pensado en ello y, ahora que había surgido el asunto, la idea de Ana embarazada de un hijo suyo le producía un extraño deslumbramiento. Quizá no había evolucionado lo suficiente y seguía siendo un cavernícola obsesionado con dejar su simiente en todas las hembras de la especie, se dijo. Lo extraño era que él nunca se había planteado nada semejante antes de conocer a Ana. Y ahora no entendía por qué, pero quería herirla. Estaba asustado, no soportaba sentirse tan torpe e indefenso como un niño de pecho, mientras ella se mostraba segura y en control de la situación.
Echó la silla hacia atrás con brusquedad y se levantó para llevar sus platos al fregadero. Ana seguía de pie junto a la ventana con la taza en la mano, mientras sus ojos se perdían en las agitadas copas de los árboles que se sacudían, indefensas, frente al violento vendaval que no había cesado de soplar desde la noche anterior. Macnamara se detuvo junto a ella, pero Ana simuló no darse cuenta y permaneció inmóvil, sin apartar los ojos de ese paisaje, indómito y gris, tan turbulento como las emociones que bullían en su interior.
—Ana…
Ella lo ignoró de nuevo hasta que Macnamara le quitó la taza y la dejó sobre la mesa, luego aferró su barbilla entre el índice y el pulgar y la obligó a mirarlo. Los iris grises se enfrentaron a él, desafiantes, pero el arrepentimiento que detectó en los ojos oscuros la desarmó y más aún cuando Macnamara hundió la cabeza en su garganta y susurró:
—Perdóname, Ana. No sé lo que me haces…
Ana percibió el temblor del inmenso cuerpo masculino, y una súbita oleada de ternura borró cualquier rastro de rencor que hubiera albergado. Alzó los brazos y, con delicadeza, enredó sus dedos en el cabello no demasiado corto de su nuca, forzándolo a alzar la cabeza. Entonces, lo miró a los ojos con toda la sinceridad de que era capaz y declaró:
—Esto también es nuevo para mí. Dejemos que las cosas sigan su curso, sin agobios, sin presiones. Lo que haya de ocurrir, ocurrirá.
Extrañamente tranquilizado por sus palabras, a pesar de que no eran las que hubiera deseado oír, el policía se inclinó sobre sus labios y, tan cerca de ellos que Ana podía sentir la caricia de su cálido aliento, susurró tan solo:
—Gracias —y posó su boca sobre la boca femenina, sin ejercer apenas presión. Después se separó de ella y se pasó la mano varias veces por el pelo cobrizo, hasta que consiguió tranquilizarse.
Justo en ese instante, se escuchó el timbre de la puerta y el estridente sonido relajó la tensión que flotaba aún en el ambiente.
—Voy a ver quién es.
Desde la cocina, Macnamara distinguió una voz varonil que se mezclaba con la de Ana. Intrigado, se dirigió hacia la puerta de entrada a ver quién era el recién llegado. Las cejas de Ricardo Daroca se alzaron en un gesto de sorpresa al percibir la alta figura del inspector detrás de la chica.
—Caramba, inspector, parece que usted empieza muy pronto su jornada laboral —a pesar de que los dientes del hombre relucían en su sempiterna sonrisa, Nuño notó un chispazo de ira en las pupilas del recién llegado.
—Ya ve, la policía española nunca descansa —respondió, socarrón, y colocó una mano posesiva sobre el hombro femenino. Incómoda, Ana se apartó en el acto, pero el gesto no le pasó desapercibido a los agudos ojos verdes. A pesar de que Ricardo seguía sonriendo, el calor de esa sonrisa no alcanzaba su mirada, pero sin demostrar ningún tipo de malestar, se volvió hacia Ana y preguntó:
—¿Ha ocurrido alguna novedad que justifique la presencia del inspector Macnamara en tu casa a estas horas tan tempranas?
A Ana la pregunta le pareció impertinente; ella no tenía por qué justificar la presencia de Macnamara ante su amigo. En su casa podía hacer lo que le diera la gana sin tener que darle explicaciones a nadie. Molesta, le dio a entender eso mismo a Ricardo, aunque trató de utilizar unas palabras más amables, pero al ver la rigidez de su expresión añadió:
—En realidad sí que ha ocurrido algo muy desagradable…
—Esa información es confidencial y no estás autorizada a revelar asuntos de la investigación —la interrumpió Macnamara con brusquedad, sin apartar la mirada desafiante del rostro moreno de su rival. Resultaba evidente que entre los dos hombres había surgido un fuerte antagonismo y a Ana la situación no le hizo ninguna gracia. Lo último que quería era convertirse en motivo de discordia entre dos hombres, como en una de esas telenovelas latinoamericanas a las que Julia era tan aficionada.
—Será mejor que me vaya —dijo por fin Ricardo.
—Sí, creo que será lo mejor —contestó Macnamara con grosería.
El recién llegado se dio la vuelta para marcharse, pero antes soltó una última andanada cargada de veneno.
—Ten cuidado en quién confías, Ana. Sabes mucho mejor que yo que la poli nunca se portó bien con nosotros —Ana se mordió el labio inferior y, por su expresión, Macnamara notó que el dardo había dado en la diana. Le dieron ganas de agarrar al relamido visitante por las solapas de su elegante chaqueta y sacudirlo, pero Ricardo Daroca ya se alejaba con rapidez en dirección a su lujoso todoterreno.
—Esa exhibición de posesividad machista trasnochada te ha quedado bastante ridícula —comentó Ana con acidez.
—¿Tú crees? Es mejor que cada uno sepa qué terreno pisa —la arrogancia del policía la hizo apretar los puños. Rabiosa, se enfrentó a él con los brazos en jarras y alzó la barbilla, desafiante.
—Ah, ¿sí? Y qué terreno es ese, si puede saberse.
—Tú, precisamente, no deberías ni preguntarlo. Te recuerdo que esta noche hemos compartido algo más que conversación —respondió con estudiada zafiedad.
El inspector observó con gesto impasible los indicios de la ira irrefrenable que la invadió: su bonito rostro se sonrojó con violencia, los iris grises despidieron llamaradas y la boca se abrió para hacerle saber de manera inequívoca lo que opinaba de un energúmeno como él, pero, antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Nuño la rodeó con un brazo y hundió los dedos de su otra mano en su suave melena rubia. Luego enrolló el dorado cabello alrededor de su puño y tiró con fuerza, obligándola a alzar la cara hacia él. Una vez que los sensuales labios se entreabrieron en un gesto de dolor, se abalanzó sobre ellos y descargó con violencia la confusa amalgama de emociones que se agitaban en su amplio pecho —ira, deseo, celos, amor…— sobre aquella boca indefensa.
—Me bajo ahora a Madrid —anunció entre jadeos, separándose unos centímetros de sus labios—. Voy a ponerle las pilas a esos condenados vagos del laboratorio. En cuanto sepa algo te llamaré. Vete a buscar a los niños y explícales lo que creas conveniente, pero luego no abandones la casa. ¿Entendido? —preguntó dándole una leve sacudida—. No quiero que te quedes sola ni un maldito segundo.
La soltó con tanta brusquedad, que Ana se vio obligada a apoyarse en la pared para no caer al suelo. Con rapidez, el policía se puso su cazadora negra, metió el móvil y su cartera en uno de sus numerosos bolsillos, cogió su casco y abandonó la casa sin volverse a mirarla. Incapaz de decir nada, Ana lo observó alejarse con las pupilas dilatadas, mientras se llevaba una mano temblorosa a la garganta. Con agilidad, Macnamara se subió a la imponente Honda y desapareció a toda velocidad por el camino de tierra.