14

—Hola, jefe. He procurado llegar lo más rápido posible, pero el parque móvil del que disponemos en comisaría es de llorar —declaró, mientras dejaba caer en el suelo un pesado maletín negro, lo abría y comenzaba a sacar guantes de látex, mascarillas y todo tipo extraños utensilios.

—Tranquilo, Segura, lo sé. Ya he lanzado un SOS a las altas esferas, pero me temo que el asunto va para largo. Mira esto —añadió señalando la nota—, es el polvo ese que encontramos en el depósito.

Segura se agachó y, con muchas precauciones para no contaminar la prueba, metió la nota y las partículas que iban con ella en una bolsa de plástico que selló de inmediato.

—¿Le han dicho ya los del laboratorio de qué se trata? —preguntó el agente, al tiempo que recogía con unas pinzas un pelo que encontró cerca.

—Ya sabes cómo son. Casi tardaría menos en obtener una audiencia con el Papa. ¿Has visto a la señorita Alcázar ahí fuera? —preguntó Macnamara, preocupado.

—Sí, ella me dijo dónde encontrarlo. La pobre estaba como el papel, pero, eso sí, tan guapa como siempre. ¡Qué pedazo de mujer!

Nuño frunció el ceño al escuchar a su subordinado. Nunca le habían importado los comentarios que hacían sus compañeros sobre las mujeres con las que se había relacionado hasta el momento a pesar de que, en más de una ocasión, habían sido de dudoso gusto; pero no podía soportar que hablaran del aspecto de Ana, aunque fuera para decirle un piropo tan inocente como el que le había dedicado Segura.

Al ver la expresión tormentosa de su jefe, Segura cambió de tema con diplomacia. Empezaba a sospechar que los sorprendentes rumores que corrían por la comisaría de que el arisco y mujeriego Macnamara estaba loco por una posible sospechosa en un caso de asesinato eran completamente ciertos.

—Me queda un rato aquí —aseguró el agente—. Cuando termine lo dejaré limpio.

—Perfecto, yo voy a revisar el resto de la casa. Debo averiguar por donde ha entrado este bastardo. Un bastardo con un peculiar sentido del humor, por cierto.

Casi media hora después, el inspector salió de nuevo al jardín y encontró a Ana en el mismo lugar en el que la había dejado, con las piernas subidas sobre el asiento de la silla y la rubia cabeza apoyada sobre las rodillas; se había puesto su cazadora y había subido la cremallera hasta arriba. Una buena porción de ambas mangas colgaba vacía, dándole un aspecto que en otra persona hubiera resultado patético y que, sin embargo, en Ana parecía tierno y sexy. Nuño sacudió la cabeza con fuerza; su estado de idiotez crónica en cuanto aparecía en escena aquella diminuta mujer empezaba a ser preocupante. Así que en un tono más brusco de lo que hubiera deseado, declaró:

—Segura está recogiendo las evidencias. En unos minutos estará todo limpio. Luego te ayudaré a cambiar las sábanas.

—No hace falta. No creo que pueda volver a dormir en esa cama en la vida. Es más, no creo que pueda volver a sentirme segura en esta casa —los labios de Ana empezaron a temblar incontrolados y Macnamara, incapaz de soportarlo, fue más brusco aún:

—Tonterías. La casa es perfectamente segura. He revisado todas las ventanas y las puertas y ya sé por dónde ha entrado nuestro amigo —aunque resultara extraño, de nuevo, el tono despegado y frío del inspector contribuyó a serenarla más que si hubiera tratado de ofrecerle consuelo—. Hay una especie de trampilla por la que se accede a la leñera.

—¡La leñera! ¡Pues claro, lo había olvidado! ¿Cómo he podido ser tan estúpida? —se preguntó Ana dándose una palmada en la frente.

—Me imagino que no la has usado nunca, así que no tiene nada de extraño que la hayas olvidado, además, estaba muy bien camuflada detrás de unos troncos. La he atrancado con una barra de hierro que he encontrado por ahí. Así que no debes de temer que nuestro amigo vuelva a colarse por ella.

—¡Deja de llamarle «nuestro amigo», me estás poniendo nerviosa! —los ojos grises brillaban, rabiosos, y Macnamara se alegró al ver que la deliciosa señorita Alcázar recuperaba algo de su temple— A pesar de todo, creo que voy a ver si, al menos por unos días, Pilar me cobija a mí también bajo su ala.

—¿Quién es esa Pilar? —preguntó Nuño con su mejor cara de pocos amigos.

—Tranquilo, desde luego no es una asesina en serie. Es la dueña de la mercería del pueblo. Somos bastante amigas y más de una vez me ha echado una mano con los pequeños. De hecho, los tres pasarán allí la noche. No quiero que se enteren de lo ocurrido.

—Diego ya no es un niño —a Macnamara le molestaba de una manera irracional lo protectora que se mostraba la psicóloga con el muchacho.

—Lo sé —afirmó Ana con pesar.

—Anda, ven. Será mejor que entremos. Esto es como montar en bicicleta, si te caes lo mejor es volver a subirse enseguida —comentó el policía, mientras de un tirón la obligaba a levantarse de la silla y la conducía con firmeza en dirección a la casa.

—Sí, igualito —respondió, sarcástica, y añadió desafiante—: Y que sepas que no me gusta nada esta manía que tienes de llevarme a rastras a todas partes.

—Uy, es verdad, me había olvidado de la palabra mágica. Por favor, señorita Alcázar, sería tan amable de acompañarme al interior de su vivienda sin protestar tanto —replicó, con sorna, mientras la llevaba sin muchos miramientos hasta la cocina. Luego separó una silla de la mesa y le ordenó—: Siéntate.

Al escuchar su tono autoritario Ana puso los ojos en blanco y, al verla, Macnamara no pudo evitar que los suyos brillaran divertidos. Definitivamente, le encantaba sacar de quicio a la señorita «palabramágicaporfavor».

Ana observó al inmenso policía moviéndose de un lado a otro de la cocina, mientras buscaba lo necesario para preparar un café y pensó que parecía completamente fuera de lugar. Aún disgustada por su tiránica disposición, decidió no hacer el más mínimo esfuerzo por ayudarlo.

—No pegas nada trajinando en la cocina. Me recuerdas al famoso elefante en la cacharrería —afirmó hiriente, aunque al policía no pareció afectarle mucho su comentario. Con un soplido impaciente, Macnamara apartó su rebelde mechón de pelo y le guiñó un ojo.

—Eso es porque no me conoces aún tan bien como te crees, doña experta en psicología. De vez en cuando me gusta prepararme algo que no sea un bocadillo, esos los compro en el bar de abajo de mi casa. Y te lo advierto, hago un café de primera.

—Hmm —se limitó a contestar Ana, acodándose sobre la mesa para observarlo mejor.

Debía reconocer que el brillo travieso que asomaba a sus oscuras pupilas volvía al pelirrojo y cascarrabias inspector Macnamara «casi» irresistible. Para su sorpresa, enseguida tuvo a su lado una humeante taza de café que olía de maravilla.

—¿Huelo a café? —el rostro tristón de Segura asomó por la puerta de la cocina y Ana lo invitó a pasar con una sonrisa.

Al inspector no le hizo ninguna gracia que su subordinado interrumpiera su agradable tête-à-tête y, de nuevo, arrugó la frente, irritado.

—Veo que ha recuperado el color, señorita Alcázar —afirmó, amable, el agente Segura dirigiéndose a Ana, al tiempo que fingía que no se daba cuenta del mal humor de Macnamara. Había sido víctima en más de una ocasión de los venenosos comentarios del capullo de su jefe y ahora estaba disfrutando a tope con su pequeña venganza; saltaba a la vista que el hombre estaba que echaba humo por las orejas.

—Sí, me encuentro mucho mejor. Gracias.

«¿Por qué tiene que sonreír a todos los tíos de esa manera?», se preguntó Nuño, irritado, posando la cafetera con rudeza sobre la mesa. «A todos los tíos menos a mí, claro».

Luego se dirigió al microondas y sacó la jarra de leche que acababa de calentar, con tanta violencia, que estuvo a punto de derramar su contenido en el suelo. Maldiciendo entre dientes, Macnamara se sentó a la mesa sin que ninguno de los otros dos, sumidos en una educada conversación, parecieran percatarse de su presencia.

Ana tenía que hacer esfuerzos para contener una carcajada. Si no supiera que el inspector Macnamara era un caso perdido, hubiera pensado que estaba celoso. Quizá era de esos machos alfa que no podían soportar que ningún competidor se acercara a su manada. Sí, seguro que era puro orgullo masculino, pero no dejaba de ser gracioso tratándose de él.

Después de tomarse la taza de café con lo que a Macnamara le pareció una lentitud exagerada, Segura se levantó por fin de la mesa para marcharse.

—Muchas gracias por el café, señorita Alcázar.

—De nada y llámame Ana, por favor —lo interrumpió la chica.

—Ha sido muy agradable charlar contigo, Ana, a pesar de las circunstancias. Espero que podamos volver a hacerlo en alguna otra ocasión más alegre.

—Eso espero yo también, Ernesto.

—Eso espero yo también Ernesto —repitió Macnamara con voz de falsete en cuanto Segura desapareció por la puerta, sin parar de tamborilear con los dedos sobre la madera, impaciente.

—Cualquiera diría que estás celoso —afirmó Ana muy tranquila, sin apartar sus ojos grises del rostro masculino.

—Celoso, ja —respondió Nuño, desdeñoso, tras estar a punto de atragantarse con el café—. Me parece que has visto demasiadas comedias románticas y te las has creído, pequeña psicóloga.

—Debe ser eso, reconozco que soy adicta. En especial, a las de Sandra Bullock y Jennifer Aniston —respondió ella con una sonrisa tan insolente, que al policía le entraron ganas de sacudirla. Luego en otro tono añadió—: Si ya has terminado tu café, lo mejor será que nos vayamos de aquí cuanto antes.

—Negativo. Tienes que superarlo y no hay mejor momento que el presente —contestó el inspector con irritante seguridad.

—¡No puedo quedarme aquí sola, me moriría de miedo!

—Me quedaré contigo —declaró Macnamara con simulada indiferencia.

—¿Tú? Estás loco —Ana lo miraba, boquiabierta.

—Has dicho que los críos están en casa de tu vecina, ¿no? Pues yo dormiré en el cuarto de los chicos y tú en el de las niñas.

—Mira, inspector, ya soy mayorcita para que me vengas con estos juegos. No me quedaré a solas contigo en esta casa porque no hay que ser muy lista para saber lo que ocurrirá.

—¿No confías en mí? —la expresión herida de su rostro la conmovió a su pesar.

—Ni en ti ni en mí, si quieres que te sea sincera. Está claro que entre nosotros hay una cierta atracción física. Y ya sabes el dicho…

—No, no lo sé —respondió Macnamara, fastidiado por sus palabras. Así que, para ella, lo que había entre ambos era tan solo una cierta atracción física, se dijo irritado, olvidando a propósito que él lo había calificado de la misma manera en más de una ocasión.

—El que evita la ocasión, evita el peligro.

—Tu conocimiento de refranes y chascarrillos populares parece no tener fin —declaró el inspector muy irritado.

—No te enfades. Sabes que tengo razón.

—No estoy enfadado. Solo pretendía ayudarte. Si dejas que pase el tiempo, la sensación de temor irá en aumento y, al final, sentirás un miedo cerval cada vez que estés en tu casa. Tú, que eres psicóloga, deberías saberlo mejor que nadie.

Ana se quedo callada durante un buen rato pensando en lo que acababa de decirle el policía y comprendió que tenía razón. Solo de pensar en quedarse a dormir en esa casa, se le ponían los pelos de punta. Quizá la presencia del inspector —un hombre fuerte y, además, armado— haría que esa sensación de terror desapareciera. Así que, de mala gana, decidió aceptar.

—Está bien. Haremos la prueba, pero nada de trucos.

—Te recuerdo que, cuando lo de Segovia, fuiste tú la que intentó aprovecharse de mí.

Ana se puso roja como un tomate y Nuño se sintió satisfecho al comprobar que no era tan indiferente como aparentaba.

—Está bien, tú ganas. Pero con una condición.

El inspector enarcó las cejas en una muda interrogación.

—Como te gusta tanto presumir, te toca preparar la cena —declaró Ana, resuelta a decir la última palabra.

—¡Hecho! —por una vez, Macnamara no trató de analizar la absurda sensación de felicidad que le embargaba—. Voy a ver qué tienes en la nevera.

Temerosa de estar a solas en cualquiera de las otras habitaciones. Ana se quedó allí, mientras el policía preparaba una cena sencilla a base de pasta y verduras que encontró en el refrigerador. En la cálida cocina el ambiente era inmejorable y la charla entre ambos fluía sin embarazosos silencios. Ana estaba sorprendida con el buen humor que desplegaba el inspector que, la verdad fuera dicha, resultaba de lo más contagioso. Mientras él disponía la cena, la joven puso la mesa sin esmerarse mucho. No quería que ese hombre arrogante se hiciera ideas equivocadas.

—¿No vas a encender unas velas? —preguntó Macnamara, malicioso, como si pudiera leerle los pensamientos.

—Creo que la luz que hay está muy bien.

—Tampoco necesitamos tanta —declaró el inspector y apagó los downlights que había utilizado mientras cortaba y cocinaba los ingredientes.

Tan solo quedó encendida la lámpara que colgaba sobre la mesa, que la bañaba con un cálido resplandor y dejaba el resto de la cocina en penumbra. A pesar de que a Ana le pareció que la iluminación era algo escasa, decidió no protestar.

—¿Tienes vino?

—Como no sea el de cocinar… Espera, ahora que lo dices, los alumnos del centro me regalaron unas botellas la pasada Navidad, lo que no sé es donde las habrá guardado Julia.

Después de una minuciosa búsqueda por los armarios, Macnamara dio con una caja que contenía tres botellas de rioja de una conocida bodega.

—Igual está picado, como aquí nadie bebe —comentó Ana con gesto de duda.

—El corcho parece estar bien —dijo Nuño tras descorchar una de ellas. Después con una expresión de desagrado en su rostro declaró—: Habría sido un crimen que un buen vino como este se echara a perder.

—No me regañes. Y, sobre todo, no me hables de crímenes —replicó Ana con los brazos en jarras, mirándolo con disgusto.

Al ver su actitud combativa, el policía lanzó una carcajada y le devolvió la mirada junto con una de esas seductoras sonrisas suyas que tan escasamente prodigaba, que hizo que el estómago de Ana se contrajera de forma extraña. Luego llenó las dos copas con el líquido granate y empezaron a cenar.

—¿Cómo llevas lo que averiguaste sobre tu madre y tu abuela? —como de costumbre, Macnamara fue directo al grano.

Ana empezó a jugar con las verduras de su plato, mientras meditaba su contestación y, después de unos segundos, respondió:

—Me siento devastada. Por lo que les ocurrió a ellas y por la imagen que durante toda la vida he tenido de mi madre. Nunca había querido saber nada de ella, ni de lo que le impulsó a abandonarme. Siempre pensé que había sido un acto de puro egoísmo. Ahora que sé que no era más que una niña forzada por un miserable y que, lo más seguro, es que ni siquiera llegara a conocerme, me siento avergonzada de mí misma. A mi abuela no la juzgo. Puedo comprender a la perfección lo que una mujer rota de dolor es capaz de hacer.

—Desde luego no tuvieron una vida fácil. De hecho, la tuya tampoco ha sido un cuento de hadas, pero saber de dónde vienes te hace conocerte mejor y eso ayuda…

—No me ayuda saber que esa sangre maldita de la que habló esa horrible mujer corre por mis venas. A Dios gracias, con un poco de suerte, desaparecerá conmigo —lo interrumpió Ana, pinchando con ira un trozo de berenjena y tragándoselo de golpe, sin saborearlo.

—¡Ya te dije en otra ocasión que no quiero oírte hablar de maldiciones! —la voz de bajo de Macnamara resonó en la cocina y Ana dio un respingo. Luego el inspector añadió con falsa indiferencia pues sus palabras, no sabía por qué, le habían molestado—: En algún momento te casarás, tendrás un par de críos, uno de ellos niña con toda seguridad, y te olvidarás de todas esas tonterías.

—¿Ahora eres tú el que tienes visiones? —preguntó, desdeñosa—. ¡Y ya te he repetido mil veces que no me des órdenes!

La mirada de Macnamara se suavizó al observar su precioso rostro sonrojado de indignación. Alargó el brazo y sujetó con fuerza la mano femenina, que empuñaba el tenedor como si se tratara de un arpón ballenero con el que atravesaba los trozos de verdura sin piedad.

—Tranquila, no hace falta que tú también asesines la comida. ¡Ups! —exclamó el policía, abriendo mucho los ojos con simulada turbación—. Perdona por la palabra, se me ha escapado…

Ana lo miró indignada, pero al descubrir esas chispeantes pupilas oscuras clavadas en ella con regocijo, se mordió el labio inferior para ocultar la sonrisa traidora que pugnaba por asomarse a su boca. La verdad era que el inspector Macnamara se ponía irresistible cuando bromeaba.

—Eres insoportable —afirmó sin acritud, mientras seguía comiendo con más calma—. Te perdonaré porque la cena está muy rica. La verdad es que lo último que esperaba de ti era que fueses un cocinillas. No sé, no das el perfil. Puedo imaginarte sin problemas dándole una paliza a un detenido, pero nunca habría pensado que fueras capaz de preparar una cena tan deliciosa.

—Gracias, querida señorita Alcázar, eres muy buena conmigo —Nuño le guiño un ojo con picardía y Ana soltó una carcajada, pero al instante recuperó la seriedad y le preguntó en un susurro:

—¿Sigues sin creer que puedo ver cosas que los demás no ven?

Macnamara, tomó su copa de vino, se la llevó a los labios y dio un buen trago, mientras elegía sus palabras con cuidado. Ana observó esos dedos largos, cubiertos de un fino vello cobrizo, que acariciaban el tallo de la copa distraídamente.

—Hace tan solo unas semanas te hubiera respondido que esos asuntos no son más que patrañas descabelladas, pero he visto con mis propios ojos cosas, cuanto menos insólitas, que no puedo explicar de forma racional —reconoció.

—¿Y no te doy miedo? ¿No temes que pueda anunciarte un posible accidente con esa moto que conduces a velocidad suicida? ¿O que alguien al que amas va a morir de repente? —interrogó Ana, provocadora, al tiempo que clavaba en él sus iris grises, en los que Macnamara decidió que podría perderse sin pensárselo dos veces.

El inspector estudió el bello rostro, tan femenino, que bajo una capa de aparente indiferencia escondía un hondo dolor que la había acompañado toda su vida por ser «diferente» y contestó, impertérrito:

—Lo único que me da miedo cada vez que te miro son las ganas que me entran de cogerte en brazos y llevarte a la cama más próxima para hacerte el amor durante veinticuatro horas seguidas —esa respuesta, dicha en un tono impasible, la descolocó por completo y Ana se quedó mirándolo con la boca abierta, anonadada—. Pero aparte de eso —prosiguió, como si no fuera consciente del estupor con el que lo examinaba ella—, lo que sí me gustaría saber es si sigues teniendo visiones, sueños o como demonios quieras llamarlos, respecto a este caso.

Ana hizo un esfuerzo para aparentar la misma indiferencia de la que él hacía gala y respondió sin que le temblara la voz:

—Tengo un sueño muy a menudo. A veces se mezcla con las visiones del asesinato de Natalia, pero sé que es algo distinto y no es Natalia la protagonista —se quedó callada, contemplando absorta la densa lágrima que tintaba las paredes de cristal de la copa al agitar el vino en su interior.

—¿Quién es entonces? —preguntó el policía, a pesar de que ya conocía la respuesta.

—Soy yo —susurró Ana sin dejar de mover la copa—. Me encuentro en un lugar húmedo en el que la oscuridad es absoluta. Estoy hecha un ovillo y trato de fundirme con esa oscuridad porque, a pocos metros de donde yo estoy, alguien me busca. La sensación es opresiva, casi asfixiante, y la maldad que percibo en ese «alguien» que me acecha, me llena de terror.

—¿Y todos tus sueños se hacen realidad? ¡Demonios, parezco el jodido Walt Disney! —gruñó Macnamara, mientras se alborotaba aún más los cabellos rojizos con la mano.

A pesar de todo, a Ana se le escapó una casi imperceptible sonrisa antes de contestar a su pregunta, la cual, en realidad, no tenía nada de cómica:

—No siempre. Aunque procuro avisar de alguna manera al protagonista. El don, ya que no te gusta la palabra maldición, no viene a mí de continuo. A veces pasan años sin que se manifieste pero, desde antes de la muerte de Machín, los sueños y las visiones comenzaron a acosarme como nunca antes me había ocurrido. La mayoría de las veces las imágenes que veo son vagas, pero estos últimos meses gozan de una asombrosa nitidez y, la verdad, verlas proyectadas en mi mente, noche tras noche, me tiene un poco preocupada.

Macnamara agarró una de sus manos por encima de la mesa en un reconfortante apretón y Ana la dejó estar, sintiendo un grato consuelo al notar su calidez y su fuerza. Después de un rato, la retiró con suavidad, se puso en pie y empezó a recoger la mesa.

—Será mejor que nos vayamos a dormir. Son casi las doce.

El inspector no dijo nada. La ayudó con los platos y la acompañó escaleras arriba en silencio. Al ver que Ana se detenía junto a la puerta de su dormitorio sin atreverse a entrar. Macnamara la agarró del brazo y, con escasa delicadeza, la introdujo en la habitación y la obligó a detenerse junto a la cama. El agente Segura había retirado la colcha y había hecho un montón con las sábanas que había dejado en el suelo.

—Ves, es una cama como otra cualquiera. No pienses que va a salir una mano como la de la familia Adams correteando por encima del colchón. Los loqueros siempre decís que cuanto antes te enfrentes con tus temores irracionales, mejor.

Ana pegó un tirón de su brazo y consiguió liberarse. Con los ojos echando chispas de cólera se volvió hacia él y replicó:

—Tú sí que serías un buen loquero. Tus terapias son tan sutiles como chocar de frente contra una hormigonera —furiosa, sacó un camisón de la cómoda, su bata y los útiles de aseo necesarios, y salió de la habitación con rapidez.

Una vez fuera, se detuvo y se volvió hacia él que en ese momento cerraba la puerta del cuarto a sus espaldas. Macnamara se quedó sorprendido al ver que en los grandes ojos color humo no quedaba ni rastro de la ira que esperaba. En vez de eso, Ana lo miraba con una hechicera sonrisa en sus sensuales labios, que lo dejó sin aliento.

—Sabes una cosa, inspector Macnamara, no me has engañado. Esa escenita en mi dormitorio no ha sido una muestra de tu carácter brutal, como pensé durante unos pocos segundos. En el fondo, bajo ese aspecto arisco tras el que te escondes, eres un tipo de lo más tierno. Gracias.

Ana se empinó sobre las puntas de sus pies y le dio un ligero beso en la mejilla, luego se dirigió hacia la habitación de las niñas, se metió dentro y cerró la puerta. Incapaz de descifrar sus enigmáticas palabras y completamente estupefacto, Macnamara notó como palpitaba el punto de su mejilla donde los labios femeninos se habían posado apenas y, justo en ese instante preciso, se dio cuenta de que sus peores temores habían sido acertados. Aterrado, reconoció que había caído en la horrible trampa que durante toda su vida se había jurado evitar: se había enamorado de Ana Alcázar como un idiota.