13

En la comisaría todos, salvo su amigo Pedro Morales, procuraban evitar en lo posible a Macnamara. Llevaba una semana de un genio endiablado, y aquel que osaba acercarse a él se arriesgaba a ser blanco de su afilada lengua y a salir con una tira menos de piel.

—¡No me vengas con que los recursos son escasos, llevan siendo míseros desde hace años, así que la culpa es vuestra, que estáis todo el puto día tocándoos los huevos! ¡Me importa una mierda que haya casos esperando desde el año tres antes de Cristo, quiero los resultados ya! —después de colgar y dejar con la palabra en la boca al del laboratorio de la policía científica, Macnamara arrojó el teléfono sobre la mesa con tanta violencia, que cayó al suelo y se desintegró en medio de una lluvia de piezas.

—Me cago en…

—Hombre, Macnamara, tú siempre de tan buen humor —Morales apareció en la puerta, justo cuando Nuño, agachado en el suelo, trataba de arreglar el desaguisado—. ¿Te has cargado otro teléfono? A este paso, vas a tener que trabajar horas extra en el McDonald’s para sacarte un sobresueldo.

—Mierda de aparatos. No aguantan nada —el inspector se dio por vencido, sacó la tarjeta SIM y arrojó los restos del móvil a la papelera.

—¿Alguna novedad sobre el fiambre manco del depósito de agua? —preguntó su compañero, dejándose caer pesadamente sobre una de las sillas.

Nuño se pasó una mano nerviosa por su despeinado cabello rojizo y contestó:

—Nada nuevo. Los capullos del laboratorio se lo están tomando con calma.

—¿Puede saberse qué coño te pasa últimamente? Hasta Teresa, la de recepción, se ha quejado de ti. Dice que ya no hablas, que solo ladras.

—No me pasa nada. Es solo que este caso no parece llevar a ninguna parte. De repente, el principal sospechoso aparece muerto y no tengo a un buen sustituto para remplazarlo —Macnamara se sentó detrás de su mesa y, con una violencia desproporcionada, empezó amontonar en una de las esquinas los numerosos expedientes que yacían esparcidos sobre ella, acumulando polvo.

—Nunca te he visto reaccionar de esta manera ante un caso. No habrá algo más, ¿verdad? ¿Qué me dices de la señorita Alcázar? —preguntó Morales sin apartar la vista de él.

Al escuchar sus palabras, la furia de Macnamara se desbordó y con los ojos echando chispas, gritó:

—¿Qué cojones pinta la señorita Alcázar en todo esto?

—Igual es la sospechosa que estás buscando —respondió su compañero sin inmutarse ante su agresividad, mientras estudiaba con interés un resto de algo no identificado que se le había metido debajo de la uña del dedo índice.

—¡No digas chorradas! —la de bajo del inspector retumbó en el despacho.

—No son chorradas. A lo mejor se cargó a la cría porque… no sé, igual al ser más joven tenía el cutis más terso… y luego mató al jardinero porque le olían los pies…

—Claro, y envenenó a su perro porque ladraba demasiado —a pesar de todo, Macnamara no pudo evitar esbozar una sonrisa ante las delirantes teorías de su amigo—. Te diré que la señorita Alcázar tiene una coartada perfecta para la tarde que mataron a Dionisio Fuentes.

—¿Ah, sí? —preguntó Morales, enarcando una ceja.

—Sí. Estuvo todo el domingo conmigo.

—¡Ja, te pillé! A ti te gusta esa rubia —su compañero lo miraba tan satisfecho como Champollion tras haber descifrado la Piedra de Rosetta.

—No digas cho…

—No son chorradas —lo interrumpió Morales que se levantó de la silla con una agilidad inesperada, sin perder su rictus de complacencia—. Cualquiera que no te conociera tan bien como yo pensaría que estás enamorado.

—No digas cho… —pero antes de poder terminar la frase, su amigo abandonó el despacho.

Irritado por no haber podido decir la última palabra, Macnamara volvió a pasarse la mano por el pelo, tratando de tranquilizarse. Pedro no decía nada más que tonterías, se dijo. Era absurdo pensar que él, precisamente él, pudiera enamorarse y mucho menos de una mujer como Ana Alcázar. Puede que fuera una belleza, quizá su vida era admirable en muchos aspectos, reconocía que lo pasaba muy bien a su lado, que tenía un sentido del humor muy parecido al suyo y que, bueno, en cierto modo le volvía loco. Pero de ahí a pensar que él pudiera enamorarse iba un abismo insalvable, un espacio sin fin, una distancia inconmensurable, un…

Chorradas, se repitió.

Macnamara pasó el resto de la tarde ocupado en terminar el papeleo atrasado y analizando una vez más las posibles hipótesis que había elaborado sobre el caso hasta el momento. Volvió a leer el diario de Natalia desde el principio hasta el final, pero no encontró nada nuevo. Por fin, a las nueve y media decidió marcharse a su casa. El trayecto en moto sirvió para despejarle un poco las ideas, aunque las palabras de su amigo seguían rondando en su cabeza, como un estribillo pegadizo.

Cualquiera diría que estás enamorado…

Chorradas.

Como de costumbre, compró unos bocadillos en el bar de abajo de su casa y se tumbó en el sillón delante de la tele. Zapeó durante un rato y al final dejó una película de policías de Nueva York, aunque tenía la sensación de que ya la había visto. De todas formas, no seguía con atención lo que ocurría en la pantalla, ocupado como estaba en darle vueltas a lo ocurrido en el dormitorio de Ana Alcázar. Desde el domingo no hacía más que pensar en ello. Recordaba su entrega, la suavidad de sus labios, la forma apasionada en que había respondido a sus caricias y no podía evitar ponerse duro como una piedra. Pero, aunque no quería reconocerlo, ni siquiera ante sí mismo, sabía que había algo más. Algo que iba más allá del sexo, del deseo, de un momento de lujuria desenfrenada.

Cuando Ana le dijo que se fuera, había sentido un leve mareo, como si se hubiera abierto una fisura en su corazón y toda la sangre de sus venas se hubiera escapado por ella; como si alguien lo hubiera sacado a patadas de su cálido hogar, para arrojarlo a una calle en la que el frío de la nieve y un viento cortante entumecían los miembros… se le ocurrían mil imágenes para explicar la horrible sensación de vacío que había experimentado.

Desde aquella noche no había vuelto a hablar con ella, a pesar de que sus dedos cosquilleaban con la necesidad de marcar su número. La echaba de menos. Joder, sí, la echaba de menos. La forma desaprobadora que tenía de mirarlo cuando le lanzaba algún exabrupto; la dulce sonrisa que aparecía a menudo en sus labios, aunque la mayoría de las veces no iba dirigida a él; el amor que rezumaban los ojos grises cuando hablaba con sus protegidos; la manera en que echaba la cabeza hacia atrás al soltar una carcajada… Pero eso no significaba que se hubiera enamorado de ella; que lo que sentía por ella fuera más allá de un simple deseo físico.

Ni mucho menos.

El día que cumplió doce años, Macnamara se juró a sí mismo que ninguna mujer lo atraparía jamás en la trampa del amor. Su madre les había abandonado un año antes, a él y a su padre, alegando que necesitaba volar por su cuenta, pues ellos eran un lastre en su vida. El pequeño Nuño había asistido en directo al paulatino derrumbe de su padre. Hasta ese momento, había sido un buen policía, con un gran sentido del humor y dos firmes pilares en su existencia: su trabajo y su familia. Cuando este último se vino abajo, el otro no aguantó mucho más y no tardó en desmoronarse también con estrépito. Su padre empezó a beber y ya no paró hasta que una cirrosis hepática se lo llevó de este mundo antes de tiempo. El día que su madre se fue de casa, había sido también el último día de la infancia de Nuño Macnamara.

El policía se obligó a sacudirse esos recuerdos. Llevaba años sin pensar en sus padres y no deseaba empezar ahora. Sin embargo, sus sentimientos por Ana Alcázar habían removido aquello y él no había podido impedir que toda esa basura aflorase de nuevo a la superficie. Inquieto, se levantó del sillón y apagó la tele. Decidió irse a acostar temprano, hacía días que no dormía bien y estaba cansado.

Pero el universo parecía confabularse contra él y, en cuanto se tumbó en la cama, su cansancio se disipó como vapor de agua y su mente, fuera de control por completo, empezó a proyectar una serie de provocativas imágenes: Ana besándolo con ansia en la casa en ruinas; Ana tumbada en su cama, debajo de su cuerpo, enloqueciéndolo con el incitante movimiento de sus caderas; el suave pecho de Ana en la palma de su mano y en su boca. Con un gemido torturado, Macnamara se abrazó a la almohada y hundió su rostro en ella con desesperación. Era evidente que iba a ser otra de «esas» noches.

Ana regresó de Madrid más temprano de lo que solía. El chico con el que le tocaba terapia a última hora tenía gripe y se había quedado en la cama, así que había salido casi dos horas antes. Estaba contenta de volver pronto a casa, a lo mejor le daría tiempo de dormir una siesta antes de que llegaran los chicos. Se sentía cansada; llevaba varias noches durmiendo muy mal. Además del último crimen y las pesadillas que la atormentaban en cuanto se quedaba dormida, seguía dándole vueltas, una y otra vez, a lo ocurrido con el inspector Macnamara. Con un suspiro, abrió la puerta de su coche y arrojó el bolso sobre el asiento del copiloto. Justo cuando se disponía a arrancar el motor, sonó su móvil. Ana miró el número que aparecía en la pantalla y vio que era el de la central de alarmas.

—Sí, dígame —con rapidez, respondió con su contraseña a la pregunta que le hizo su interlocutor.

—Señorita Alcázar, le llamo para decirle que ha saltado la alarma en su domicilio hace unos minutos. Hemos llamado por teléfono y no ha contestado nadie. ¿Desea que avisemos a la policía?

—No, no es necesario. Enseguida llegaré a casa y comprobaré que todo esté en orden —respondió Ana, sin preocuparse en exceso. No era la primera vez que Diego llegaba y se olvidaba de meter la clave. Igual había vuelto a salir enseguida y ni siquiera se había percatado de que la alarma había saltado.

—Muy bien, señorita Alcázar, le indico que el aviso ha dejado de sonar y la alarma ha vuelto a armarse, así que cuando entre no se olvide de introducir su clave para desconectarla. Buenas tardes.

—Buenas tardes.

En cuanto colgó, Ana puso en marcha el coche y condujo con rapidez hasta la casa. Bajó del vehículo y miró a su alrededor detenidamente sin ver nada extraño. Con decisión, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y enseguida empezaron a sonar los estridentes pitidos que indicaban que la alarma estaba conectada. Tecleó los cuatro dígitos en el panel que había junto a la entrada y la casa quedó en silencio una vez más.

Ana sabía que no podía haber nadie en el interior, pero aún así, gritó:

—Diego, ¿estás ahí?

No hubo respuesta.

Aunque no se había preocupado cuando habló con el operador de la central, ahora no pudo evitar un pequeño escalofrío de temor que le puso la carne de gallina. Ana se obligó a descartar sus recelos y con el móvil aferrado en una mano, listo para pedir ayuda si era necesario, fue recorriendo las distintas habitaciones de la planta baja. Durante su batida de reconocimiento se le aceleraron las pulsaciones y su respiración sonaba tan agitada, que pensó que cualquiera en un kilómetro a la redonda podría oírla, pero, a pesar de sus temores, no encontró nada fuera de su sitio. Ahora ya solo le quedaba inspeccionar el piso de arriba.

Ana subió despacio la escalera y aguzó los oídos, alerta para distinguir cualquier sonido sospechoso. Primero entró en la habitación de los chicos. Al ser el día libre de Julia, seguía igual de revuelta que la habían dejado esa mañana, con las sábanas apenas estiradas y varias prendas de ropa tiradas en el suelo. Después fue al cuarto de Miriam que, como de costumbre y en contraposición al de ellos, estaba perfecto. La mesa de estudio, limpia de papeles y libros, y la ropa recogida en el armario. La niña incluso se había molestado en poner la colcha de flores y los almohadones a juego sobre la cama.

Tampoco parecía haber nada sospechoso por ahí. Aliviada, Ana se dirigió a su dormitorio y empujó la puerta con precaución, mientras ella permanecía al otro lado del marco dispuesta a salir corriendo a la menor señal de peligro, pero no vio nada alarmante, así que abrió un poco más y por fin se decidió a entrar. Su mirada recorrió con lentitud la habitación.

Una vez más, todo parecía estar en orden.

Sus ojos se posaron sobre la cama y, de repente, una alarma se disparó en su cerebro. La había dejado hecha antes de irse a trabajar, pero bajo la colcha había un bulto que esa mañana no estaba allí. Con el corazón latiéndole en los oídos, Ana se obligó a sí misma a acercarse y, paso a paso, arrastrando los pies, llegó junto a ella. Jadeaba muerta de miedo; pero, tras unos segundos de indecisión, tomó aire, y con un rápido movimiento agarró una esquina del cubrecama con una mano y la arrojó a un lado.

Apenas fue consciente de que el grito agudo que quebró el silencio que reinaba en la casa había salido de su garganta. Notó que las piernas le fallaban, pero luchó con todas sus fuerzas contra el mareo que la atenazaba y logró contener las ganas de vomitar y no derrumbarse. Temblando, Ana se obligó a no apartar la mirada.

Sobre la colcha blanca, una mano macilenta, cuya muñeca era tan solo un muñón ensangrentado, parecía saludarla en una macabra bienvenida. Conmocionada, apretó con fuerza la palma de su mano contra la boca para ahogar sus gemidos, mientras examinaba el espeluznante hallazgo. Una nota escrita en un folio blanco partido por la mitad yacía junto a esos dedos cerúleos y Ana, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se acercó un poco más para leer lo que ponía.

SOLO YO PUEDO TOCARTE

Al leer las letras impresas un grito histérico subió por su garganta, pero logró reprimirlo a duras penas. Sabía que si empezaba a chillar ya no sería capaz de parar. Durante no supo cuantos minutos, permaneció de pie junto a la cama, incapaz de pensar o de tomar ningún tipo de decisión.

Las voces de Pablo y Miriam en el jardín la sacaron de su estupor. No podía permitir que los niños se enteraran de lo ocurrido, así que hizo un titánico esfuerzo para recuperar el uso de sus piernas, bajó los escalones de dos en dos y consiguió llegar a la puerta antes de que ninguno de ellos hubiera tenido la oportunidad de llamar siquiera al timbre.

—¡Hola, Ana! —se volvieron al unísono a saludarla, pero enseguida retomaron su juego del «pilla-pilla» por el jardín.

—Hola, niños, ¿ha llegado Diego?

—Aquí estoy, hemos llegado al tiempo —Diego apareció en la puerta, justo detrás de los pequeños.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Ana con vehemencia. Luego añadió—: Diego, llévate a Pablo y a Miriam a casa de Pilar. Dile que me ha surgido un imprevisto, que si no le importa, os quedaréis los tres a dormir en su casa esta noche. Por suerte, Pilar siempre está dispuesta a echar una mano.

Preocupado, Diego observó la palidez del rostro de Ana y preguntó:

—¿Qué ocurre Ana?

—Ahora no puedo contártelo. Por favor, haz lo que te digo —su tono autoritario no resultaba nada usual, pero Diego al notar su agitación obedeció en el acto, se volvió hacia los niños y gritó—: ¡Chicos, coged el pijama, los deberes y el cepillo de dientes: nos vamos a casa de Pilar!

Encantados con la novedad, ni Pablo ni Miriam se pararon a preguntar por qué debían irse de pronto a casa de una de las vecinas del pueblo. Así que corrieron a coger lo que Diego les había dicho y cinco minutos más tarde estaban de nuevo en el jardín, listos para marcharse. Los chicos echaron a andar y, cada pocos metros, Pablo o Miriam se volvían para despedirse de Ana agitando los brazos. Segundos después, los tres habían desaparecido de la vista en un recodo del camino.

Ana entró de nuevo en la casa y fue derecha hasta el bolso que había dejado en la banqueta del recibidor, cogió su móvil y, a toda prisa, salió de nuevo al exterior. Con dedos temblorosos marcó el número del inspector Macnamara.

—¡Macnamara! —a pesar de su tono brusco, escuchar la voz profunda del policía fue como aplicar un bálsamo sobre sus nervios, tan tensos que parecían a punto de romperse.

—Soy… soy yo.

—¿Quién? —preguntó él con dureza, como si su corazón no hubiera estado a punto de salírsele del pecho en cuanto vio el número de Ana en la pantalla de su móvil.

—Ana Alcázar… Ha ocurrido… algo —la joven apenas era capaz de articular las palabras necesarias. Al pensar en lo que había encontrado sobre su cama sufrió unas violentas arcadas, que le impidieron seguir hablando y tuvo que sentarse en el suelo y apoyar la frente contra la fría fachada.

—Ana, ¿qué te ocurre? ¡Dímelo! —la formidable urgencia en la voz del inspector delataba que sus emociones iban más allá de lo que sería una lógica preocupación, pero Ana no se dio cuenta; estaba demasiado ocupada intentando recuperar el dominio de sí misma.

—Alguien ha puesto una… una mano en mi cama —tras pronunciar esas palabras, Ana cerró los ojos, mareada.

—¿Una mano? ¿La mano de Dionisio Fuentes ha aparecido en tu cama?

—¡No sé de quién demonios es! ¡No lleva ninguna etiqueta con el nombre colgando del muñón de la muñeca! —chilló la joven al borde de la histeria.

—Calma. Tranquila, Ana. Respira, respira profundamente —la voz de Macnamara, grave y serena, logró penetrar en su cerebro. Obediente, inspiró y expiró despacio unas cuantas veces, hasta que consiguió dominar su incipiente histerismo—. ¿Estás sola en tu casa? ¿Dónde están los niños?

—Los he enviado a casa de una vecina. Quizá debería avisar a la Guardia Civil. No sé por qué te he llamado a ti. Estas demasiado lejos para poder hacer nada —la mente de Ana, aunque con lentitud, volvía a funcionar.

—¡No! No avises a nadie. ¿Crees que podrás aguantar hasta que llegue? Sal fuera de la casa si es necesario, pero me gustaría ser el primero en echarle un vistazo y también avisaré a alguien de aquí para que se encargue de recoger las pruebas. ¿Qué me dices? ¿Puedes hacerlo? —solo de pensar en permanecer allí sola hasta que el policía llegara, hizo que a Ana le diera vueltas la cabeza, pero a pesar de todo, contestó afirmativamente—. ¡Esa es mi chica!

Si a Ana le sorprendió su inesperado comentario, no lo demostró. Aliviado y algo avergonzado, Macnamara cortó la comunicación. A continuación, llamó a uno de los agentes a sus órdenes y le explicó la situación:

—Procura llegar lo antes posible. Yo salgo ahora mismo en la moto.

Sin más, cogió la cazadora y el casco y salió del despacho.

A Ana el tiempo de espera se le hizo interminable. Seguía sentada en el mismo sitio donde se había derrumbado al hablar con el inspector. A pesar de que hacía frío, se sentía incapaz de volver a entrar sola en la casa. Por fin, escuchó el ruido de la Honda que se acercaba a toda velocidad por el camino y, sujetándose con fuerza en la pared, consiguió ponerse en pie. El inspector casi se arrojó de la moto al ver a Ana lívida, apoyada contra la fachada de la casa como si sus piernas no fueran capaces de sujetarla. A pesar de todas las promesas que se había hecho a sí mismo de no volverla a tocar nunca más, en cuanto llegó a su lado Macnamara la estrechó entre sus brazos con fuerza y la joven hundió la cabeza en su pecho, aliviada.

—Cuéntamelo todo —susurró Macnamara en su oreja, al tiempo que enterraba su cara en sus cabellos fragantes. El hombre notó con claridad el estremecimiento que sacudió el esbelto cuerpo de la joven cuando empezó a hablar con voz entrecortada.

—Me llamaron de la central de vigilancia, a eso de las cuatro de la tarde, para avisarme de que había saltado la alarma. Pensé que sería un despiste de Diego y no le di mucha importancia. Les dije que me acercaría a verificar que todo estuviera bien —Ana hablaba tan bajo, que Nuño tuvo que pegar la oreja a sus labios para no perderse una palabra—. Al llegar revisé la casa de arriba abajo y cuando llegué a mi dormitorio, vi que había algo debajo de la colcha de la cama y luego la nota…

Ana se detuvo incapaz de continuar, mientras los temblores sacudían su cuerpo con violencia. Nuño la estrechó aún más fuerte, tratando de tranquilizarla.

—Cálmate, ya pasó —de nuevo, su cálida mano subía y bajaba por su espalda en una consoladora caricia y Ana, con la cara apoyada contra su cazadora, que olía a cuero y a aire libre, cerró los ojos y rodeó la cintura del policía con sus brazos, como un náufrago que se aferra a su tabla de salvación.

Al sentir los brazos de Ana alrededor de su cuerpo, el deseo de Macnamara de protegerla contra cualquier cosa que pudiera asustarla, empezó a mezclarse con otras emociones, mucho menos altruistas. Asustado por su reacción, tan fuera de lugar en esos momentos, el inspector hizo un esfuerzo, la agarró por los brazos y se separó un poco de ella, aunque no la soltó del todo.

—Voy a ir a echar un vistazo. En pocos minutos llegará un agente y se ocupará de limpiar la zona. Tú quédate aquí.

La sujetó de la cintura y la condujo hasta una de las sillas de plástico que nadie se había molestado en guardar. Con rapidez, se quitó la cazadora y la colocó sobre los hombros de Ana sin hacer caso de sus protestas. Agradecida, Ana se arrebujó en la prenda que aún conservaba el calor del cuerpo masculino, y le dirigió una vacilante sonrisa. Una vez más, su expresión indefensa disparó el instinto protector del inspector hasta un grado alarmante. Sin poder contenerse, Macnamara se inclinó sobre ella y depositó un suave beso en sus labios, pero antes de que Ana pudiera reaccionar, la alta figura del inspector ya se alejaba a largas zancadas en dirección a la casa. Ana se quedó observándolo, muy quieta, mientras su corazón iniciaba un agitado redoble que no se debía al macabro hallazgo, precisamente.

Enojado consigo mismo por su falta de autocontrol, Macnamara subió las escaleras a toda prisa, y achacó los acelerados latidos en su pecho al súbito ejercicio. Ya pensaría más tarde en el deseo insensato que le había entrado de envolver a Ana Alcázar con sus brazos y no permitir que escapara de ellos nunca más. Al llegar frente al dormitorio de la joven, el policía empujó la puerta y entró, con mucho cuidado de no tocar nada. Sus ojos fueron directos hacia la cama. La visión de la mano exangüe sobre las blancas sábanas resultaba dantesca y Nuño maldijo al bastardo que la había puesto ahí. Descubrió la nota junto a la mano y la leyó.

SOLO YO PUEDO TOCARTE

Ana no había sido capaz de pronunciar las palabras escritas en ella, pero, al leer ese pedazo de papel, Macnamara supo que la corazonada que había tenido desde el momento en que encontró el cuerpo de Natalia cerca del pantano era correcta. Todos esos asesinatos, el perro, la niña y ahora el jardinero, de alguna manera confluían en un único punto: Ana Alcázar.

El maldito hijo de puta estaba obsesionado con ella, pero él, Nuño Macnamara, no iba a parar hasta detenerlo. Aunque tuviera que pasarse las próximas semanas sin dormir, se juró a sí mismo que encontraría a ese loco asesino antes de que tocara un solo pelo de la cabeza de Ana.

El inspector se acercó un poco más para examinar la extremidad blancuzca y observó que cerca del papel había un poco más de aquel extraño polvillo pardo que había encontrado también junto al cuerpo de Dionisio Fuentes. Entonces, oyó que alguien subía las escaleras y, por los pasos cansinos, dedujo que se trataba de Segura. En efecto, segundos después apareció en el umbral de la puerta el cuerpo delgaducho —a juego con el rostro, un tanto macilento—, del agente Ernesto Segura.