Continuó hablando un rato y, después de colgar, Macnamara maldijo en voz alta; adiós a la ducha caliente con la que pensaba homenajearse a sí mismo en cuanto llegara al hostal.
—¿Qué ocurre, inspector?
—Han encontrado a Dionisio Fuentes. Muerto.
—¡Muerto! —exclamó Ana, estupefacta.
—La partida de búsqueda ha encontrado su cuerpo en unos antiguos depósitos de agua abandonados. Sera mejor que te bajes, me esperan en el cuartelillo.
—¡Por favor, llévame contigo! —suplicó la joven agarrando la manga de su cazadora.
—Ni hablar, estás empapada y no pintas nada en la escena de un crimen. Si es que fue ahí donde se lo cargaron.
—Por favor, Nuño, quiero verlo. Igual puedo ser de alguna ayuda —el tono de Ana era apremiante y a Macnamara no se le escapó que era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Escucharlo en sus labios le produjo la misma sensación que una caricia y no pudo resistirse.
La miró con el ceño fruncido, intentando disimular el poder que tenía sobre él:
—Está bien, pero, te lo advierto, tendrás que quedarte en el coche. Y si coges una pulmonía, no me demandes.
—Tranquilo, no lo haré —aunque se había vuelto a poner el casco y Macnamara solo veía sus ojos por la visera, adivinó que estaba sonriendo.
El inspector condujo hasta el cuartel de la Guardia Civil. Allí le esperaban un todoterreno y un agente, listos para llevarlos hasta el lugar donde había aparecido el cadáver. Seguía lloviendo con intensidad y Macnamara se alegró de no tener que coger más la moto. El camino que conducía hasta el depósito de agua en el que había aparecido el cuerpo era abrupto y estaba muy embarrado, por lo que, a pesar de que no distaba muchos kilómetros, tardaron más de media hora en llegar.
Varios focos muy potentes iluminaban el lugar, alumbrando a la media docena de hombres con impermeables que iban de aquí para allá, mientras recogían cosas del suelo y las metían en bolsas de plástico.
—Espérame en el coche —ordenó Macnamara antes de salir del vehículo.
—¡Hola inspector, vaya noche de perros! —exclamó uno de sus hombres a modo de saludo—. Con tanta lluvia me temo que se van a borrar un montón de huellas.
—Eso parece, Segura. ¿Has mantenido al resto de los hombres alejados del depósito? No me gustaría que sus impermeables empapados vayan dejando charcos en la escena del crimen y acaben con las pocas pruebas que queden.
—Tranquilo, inspector. Yo he sido el único que ha entrado. Cuando rastreábamos esta zona me di cuenta de que alguien había forzado la puerta, me asomé y vi al tipo tendido en el suelo.
El depósito era una edificación de hormigón sin ventanas; la única entrada era una puerta cuyo candado colgaba abierto de una anilla. Dentro de la construcción de apenas tres metros cuadrados, un foco iluminaba el cuerpo sin vida. Debajo de él, una gran mancha oscura se abría como un ominoso abanico. Con cuidado de no tocar nada, Macnamara se agachó junto al cadáver. El cuerpo de la víctima estaba en la posición de decúbito supino y los ojos de Dionisio Fuentes, muy abiertos, parecían mirarlos con asombro. Sobre la mugrienta camiseta que cubría su inmensa panza se apreciaban numerosos desgarros ensangrentados, seguramente producidos por un violento ataque con arma blanca. El aspecto del hombre era aún más desastrado que cuando Macnamara fue a verlo a su casa. La barba rala y el pelo sucio y enredado, denotaban que había pasado todo ese tiempo vagando por el monte.
—Parece la misma arma —apuntó Segura.
—Puede ser —contestó el inspector sin comprometerse; aunque todo apuntaba en esa dirección, resultaba muy aventurado emitir un juicio sin contar con el informe del forense. Desde luego, pensó, el que hubiera hecho eso se había ensañado con el pobre bastardo. Era evidente que el hombre había muerto desangrado—. Mira a ver si han llegado ya los de la científica.
Segura salió del depósito y, mientras esperaba, Macnamara continuó examinando el cadáver. El brazo derecho del muerto terminaba en un tosco muñón y, en el lugar donde debía de haber estado la mano, tan solo quedaba un polvillo de color parduzco que parecía fuera de lugar.
—¿Ha aparecido la mano por algún lado?
—Les he dicho a los chicos que estén pendientes —dijo Segura—, pero por ahora no hay rastro de ella. Quizá el asesino se la ha llevado como trofeo…
—Quizá.
En ese momento llegaron los de la científica.
—Buenas, inspector.
—Buenas, Torralba. Echa un vistazo a esto —el recién llegado se agachó a su lado, tomó una muestra del polvo con sus manos enguantadas y la metió en una bolsa de plástico y esta, a su vez, la guardó dentro de un sobre que selló al instante. Macnamara se levantó y le dijo—: Sigue tú y si ves algo interesante avísame. Estaré afuera.
Al salir del depósito, el inspector respiró con avidez el aire fresco que olía a tierra mojada y le alegró comprobar que, al menos, había dejado de llover. Se pasó la mano por el pelo empapado y se dirigió hacia el coche, donde Ana aguardaba sentada en la parte trasera. Macnamara abrió la puerta, se sentó a su lado y le tendió una de esas mantas doradas que utilizan los servicios de emergencias para cubrir a los heridos y a los muertos.
—Tápate con esto, hace frío.
—¿Y bien, inspector? —le fastidió comprobar que ya no era Nuño para ella, pero trató de disimularlo.
—Es él, Fuentes, no hay ninguna duda.
—¿Cómo…? ¿Cómo ha muerto?
El inspector se volvió hacia ella y, acomodándose mejor en el asiento, apoyó un brazo a lo largo del respaldo y respondió:
—No puedo revelar detalles de la investigación, pero, a primera vista, el modus operandi es muy similar al del asesinato de Natalia —a Macnamara no se le escapó el estremecimiento que recorrió el cuerpo de Ana de arriba abajo; estaba pálida y parecía cansada, además debía estar helada—. Tendría que haberte dejado en tu casa, aquí no tienes nada que hacer.
—Quizá tienes razón. Pero quería venir, por si… —se detuvo sin terminar la frase y se mordió el labio inferior.
—¿Por si acaso tenías una visión de lo que pudo ocurrir aquí? —la miró al tiempo que enarcaba una ceja.
—Ya sé que crees que es todo una especie de teatro barato para llamar tu atención, pero sí. Pensé que quizá podría percibir algo, pero mi don o mi maldición, como prefiramos llamarlo, no es precisamente una ciencia exacta —respondió Ana con un matiz de amargura en sus palabras, sin apartar la mirada de un punto más allá del parabrisas.
Macnamara enrolló entre sus dedos un mechón de pelo rubio que caía sobre el respaldo del asiento y le dio un ligero tirón, que la obligó a volver la vista hacia él.
—No quiero volver a oír hablar de maldiciones —decretó, autoritario.
Ana apartó su cabeza con un movimiento brusco y respondió, irritada:
—Y a mí no me gusta que me des órdenes. No soy uno de tus malditos delincuentes.
Las pupilas de Macnamara parecieron arder al clavarse en ella.
—No, eres una pequeña bruja que hace tan solo unas horas intentó abusar de mí…
Muy a su pesar, Ana se vio obligada a sonreír y contestó:
—No resulta muy caballeroso de tu parte recordarme ese pequeño momento de locura.
—¿Quién ha dicho que yo soy un caballero?
Esta vez, la joven no pudo reprimir una carcajada y, al mirarla, Macnamara sintió que perdía el aliento. Algo brilló en los ojos oscuros del policía que hizo que Ana recuperara la seriedad en el acto, al tiempo que contenía la respiración.
—Inspector, ¿puede venir un momento, por favor?
Los dedos de Segura repiqueteando en la ventanilla del coche los devolvió a la cruda realidad y Macnamara se apresuró a bajar del vehículo, preguntándose qué demonios acababa de ocurrir ahí dentro. El inspector permaneció dos horas más ocupándose de todos los detalles, hasta que por fin se llevaron el cuerpo de Fuentes en una ambulancia. Cuando regresó al coche, se encontró a Ana tumbada en el asiento trasero, tapada con la manta dorada y profundamente dormida. Macnamara intercambió unas palabras con el guardia civil que les había llevado hasta allí, luego se puso al volante del todoterreno y condujo con cuidado hasta la casa de la joven.
Detuvo el vehículo frente a la entrada, se bajó y abrió la portezuela trasera.
—¡Ana, despierta! —pero ella estaba sumida en un sueño tan pesado, que ni siquiera se movió. Macnamara cogió su bolso, buscó las llaves de la casa y dejó la puerta abierta. Luego volvió a buscarla, apartó la manta, tiró de ella y la cogió entre sus brazos con cuidado, a pesar de lo cual, esta vez el movimiento consiguió despertarla. Somnolienta, alzó sus brazos y los colocó en torno al cuello masculino.
—Esto se está volviendo una costumbre —afirmó, conteniendo un bostezo.
—Te garantizo que si no pesaras tan poco, te hubiera arrojado un vaso de agua fría para despertarte y hubiera dejado que entraras por tu propio pie —replicó Macnamara sin la menor delicadeza.
—Caramba, inspector, acabas de estropear el único gesto romántico que te conozco —Ana ya había recuperado su lucidez y le respondió con malicia, mientras él cargaba con ella por las escaleras.
—¡Vaya por Dios! —repuso Nuño, impasible. Abrió la puerta del dormitorio empujándola con una pierna y la arrojó sobre la cama con el mismo miramiento que si hubiera sido un saco de grano.
—¡Ay!
—Te lo mereces —afirmó él sentado en el borde del colchón, mientras observaba su revuelto cabello rubio y sus mejillas aún sonrosadas por el sueño—. Será mejor que descanses, son casi las tres de la madrugada y mañana tienes que trabajar.
—Lo mismo digo. Ya es hora de que vuelvas al hostal —Macnamara parecía agotado. Con el pelo tan desordenado como de costumbre y la incipiente barba rojiza que comenzaba a apuntar en sus mejillas tenía todo el aspecto de un bandolero escocés, si es que esa combinación era posible.
—Volveré pero para recoger mis cosas y bajarme a Madrid. Mañana quiero estar en la comisaría a primera hora.
—¿Vas a irte ahora en moto hasta Madrid? Estás loco. Puedes tener un accidente —a Nuño le agradó descubrir un rastro de preocupación en los ojos grises, pero aparentando indiferencia respondió con brusquedad:
—Ya tuve una madre en su día, así que déjame tranquilo.
—¿Sabes que eres el tipo más borde con el que me he topado? Me importa un rábano lo que hagas, por mí como si te vas a Sevilla y te estrellas contra un camión —repuso Ana furiosa, con las pupilas chispeantes de ira.
—¿No lo sentirás? —preguntó Macnamara, al tiempo que acercaba su rostro al de ella.
—Ni un poquito —fue la retadora respuesta de Ana.
—¿Seguro? —susurró, juntando su cara aún más hasta que Ana empezó a respirar con dificultad; sin embargo, mantuvo su mirada desafiante y repitió:
—Nada de na… —la boca masculina se posó sobre la suya con suavidad y Ana olvidó por completo sobre qué discutían. Los labios del inspector eran cálidos y frescos, insistentes y delicados, y los de Ana se amoldaron a ellos a la perfección, en una danza lenta y acompasada que parecía que hubieran ensayado toda su vida.
La respuesta de ella, abierta y apasionada, le robó a Macnamara la poca cordura que le quedaba y todas las normas que se había dado a sí mismo a lo largo de su vida saltaron por los aires. De pronto, el policía olvidó que se había prohibido enredarse con alguien que formara parte de una investigación criminal; olvidó que tenía que regresar a Madrid; olvidó, incluso, su agotamiento. En ese instante, para él solo existía en el universo esa boca seductora, que se ceñía a la suya como si hubiera sido especialmente diseñada para ello.
Impaciente, Macnamara le quitó la chaqueta de lana que llevaba, dejando al descubierto una blusa blanca y, muy despacio, empezó a desabrochar los botones, sin dejar de besarla; mientras las manos de ella se colaban por debajo de su camiseta y sus dedos, tiernos y delicados, dejaban un rastro de fuego a su paso por su pecho y por su espalda.
Los dos estaban cansados y eso se notó en el ritmo lánguido y voluptuoso que imprimieron a su abrazo. Lejos quedaban los revolcones, rápidos pero intensos, a los que Macnamara estaba acostumbrado. En esta ocasión todo era lentitud, demora, un recrearse en la piel del otro, como si hasta el último centímetro de la epidermis de cada uno fuera una parada obligada. En el silencio de la habitación apenas se escuchaba otro sonido que el de sus respiraciones agitadas, mientras una sensualidad turbadora, casi tangible, los envolvía. La necesidad que sentía de poseerla amenazaba con enloquecer a Nuño y le impedía pensar de forma coherente.
El inspector apartó con sus dedos el encaje del sujetador de Ana y tomó el blanco pecho desnudo en su mano; era pequeño, blando y firme a la vez, y le pareció perfecto. Inclinó la cabeza y sus labios salpicaron la suave piel de Ana con besos delicados, hasta que su boca atrapó el erguido pezón y succionó como si quisiera absorber la esencia primigenia de su ser. Ana gimió con suavidad, al tiempo que alzaba sus caderas hacia él, en un claro signo de entrega que a Macnamara se le subió a la cabeza. El anhelo vibró en cada latido de su corazón y supo que no sería capaz de contenerse mucho más tiempo. Debía hacerla suya ya.
Ana notó los dedos del inspector bregando con la hebilla de su cinturón y luchó por recobrar la cordura. Enterró sus dedos en la nuca de Macnamara y lo agarró del cabello, tratando de apartarlo. La cálida boca de él sobre su seno le impedía pensar.
—Espera… —articular esas palabras le supuso un esfuerzo ímprobo y su voz sonó espesa y sensual—. Yo no… los niños. No podemos seguir…
Nuño, perdido por entero en las explosivas sensaciones que el sabor de Ana y el tacto de su piel despertaba en él no respondió y, hambriento, volvió su boca contra el otro seno que ahora también estaba desnudo y parecía llamarlo, desafiante.
—¡Nuño, detente! —Ana tiró más fuerte de sus cabellos y Macnamara por fin levantó la cabeza y se la quedó mirando. El deseo incontrolado que ardía en sus pupilas, hizo que Ana contuviera el aliento, al tiempo que una nueva descarga de lujuria estallaba entre sus muslos pero, a pesar de que su cuerpo clamaba por olvidar cualquier precaución y volver a sumergirse en ese remolino de pasión del que acababa de emerger a duras penas, su lado racional consiguió imponerse y repitió—: Tenemos que parar. No quiero que los niños piensen que es normal que hombres a los que apenas conocen entren y salgan de mi dormitorio.
El significado de sus palabras penetró por fin la bruma de sensualidad que enturbiaba el cerebro de Macnamara, quien no fue capaz de contener la maldición que escapó de entre sus dientes. Jadeando de deseo y frustración, apretó las mandíbulas sin apartar la mirada del rostro de Ana. Los párpados de la mujer ligeramente entornados apenas velaban su excitación y sus labios entreabiertos, hinchados y enrojecidos, eran la prueba evidente de que acababa de ser besada con vehemencia. Por unos segundos, jugó con la idea de ignorarla y seguir adelante. Necesitaba, como jamás había necesitado nada antes, descargar dentro de ella toda su pasión; pero, justo a tiempo, un último atisbo de cordura hizo su aparición, impidiéndole cometer una locura.
—Debes irte —Ana nunca imaginó que una frase tan breve resultaría tan difícil de pronunciar. Notó que el policía se quedaba completamente rígido encima de ella y, por unos instantes, la mirada masculina reflejó tal desconcierto y dolor, que Ana se sintió culpable, como si acabara de asestarle un puñetazo a traición.
Sin embargo, el orgullo que tanto le había ayudado a protegerse en sus relaciones con las mujeres acudió al rescate de Macnamara y, con aparente indiferencia, bajó la mirada hacia los senos desnudos que subían y bajaban, agitados. Con dedos algo temblorosos, volvió a colocar el sujetador en su sitio y después, como si de un asunto trascendental se tratara, abotonó la blusa de Ana con exagerada minuciosidad. Ella permanecía muy quieta, sin apartar la mirada del rostro del policía que ahora parecía labrado en granito y no revelaba ninguna emoción. Muy despacio, Macnamara se apartó de ella y se puso en pie.
Avergonzada, Ana trató de decir algo que rompiera el incómodo silencio:
—Yo…
—No digas nada. Has hecho lo correcto. De todas formas, ignoraba que hubiera tantos hombres haciendo cola para entrar y salir de tu dormitorio. Además, no llevo preservativos y no podemos arriesgarnos a traer al mundo otro mocoso indeseado —al oírlo, las pupilas de Ana se dilataron y el inspector supo que la había herido, lo que no contribuyó a hacerlo sentirse mejor; pero sin demostrar su malestar, deslizó un dedo por la mejilla femenina en una caricia indolente y tan solo dijo—: Adiós —se dirigió hacia la puerta de la habitación y salió sin volver la vista atrás.
Ana permanecía tumbada en la cama, con la mirada clavada en el techo. A pesar de que el policía se había marchado hacía rato, infinidad de chispas eléctricas recorrían aún todas las terminaciones nerviosas de su piel impidiéndole conciliar el sueño. No lograba entender la atracción que sentía por un tipo como Nuño Macnamara. El inspector era arrogante, desdeñoso y tenía una lengua despiadada, capaz de despedazar a una persona en un santiamén. Desde Manu, no había vuelto a sentir una atracción física semejante por ningún hombre.
Ella era una psicóloga lo suficientemente buena para comprender que Macnamara no era alguien que apreciara a las mujeres en exceso. Si tuviera que hacer una conjetura, pensaba que no sería una hipótesis muy aventurada suponer que un miembro del sexo femenino debía haberle hecho mucho daño en algún momento de su vida. Demostraría no tener más luces que una de esas Vanessas a las que él solía frecuentar si creyera, ni por un instante, que ella, Ana Alcázar, sería capaz de cambiar esa opinión negativa sobre las mujeres. Y, sabiendo eso, ¿estaba dispuesta a acostarse con él? Era evidente que lo que surgiera entre ellos no iba a pasar de una relación meramente física; pero, en realidad, ¿deseaba ella que fuera algo más?
«No», soliloquió. «No deseo embarcarme en ninguna relación complicada. Hace tiempo que sé que no funcionaría. Además, ¿qué hombre sería capaz de cargar con una responsabilidad semejante. No, tengo a los niños y eso me basta».
Ana se encogió de hombros, se levantó de la cama y fue al baño a prepararse para irse a acostar. Estaba tan agotada por los acontecimientos del día que, en cuanto posó su cabeza sobre la almohada, se quedó dormida en el acto. Sin embargo, una vez más, sus sueños fueron sombríos y agitados. En ellos, una persona la abrazaba con pasión en un lugar muy oscuro, pero, de repente, el deseo que despertaban sus ardientes caricias se transformaba en algo muy distinto y las placenteras sensaciones se mezclaban con otras más turbias, hasta convertirse en un terror insoportable.