11

Cuando salieron a la calle el sol había desaparecido y el cielo había adquirido un matiz plomizo y amenazador. En silencio, se colocaron los cascos, subieron a la moto y partieron en la dirección que el guardia civil les había indicado. Recorrieron a toda velocidad los menos de veinte kilómetros que les separaban de su objetivo y, en pocos minutos, llegaron a un minúsculo pueblo de viejas casas de piedra y tejas ennegrecidas por el tiempo y la humedad, que resaltaban como manchas oscuras contra el fondo majestuoso de los picos nevados de la sierra de Guadarrama.

Rodaron con lentitud por las irregulares callejuelas empedradas. Muchas de las casas estaban en un lamentable estado de abandono, con tejados semihundidos y jambas sin puerta. No se veía un alma por las calles y el ruido del motor retumbaba en el denso silencio. Se adentraron un poco más y llegaron hasta una pequeña iglesia coronada por una espadaña en la que los huecos reservados para las campanas permanecían tristemente vacíos, en tanto que un pesado nido de cigüeña, situado en lo más alto, amenazaba con derrumbarla.

Ana le dio unos golpecitos en el hombro; al sentirlos, Nuño alzó su visera y volvió un poco la cabeza para poder escucharla.

—Tiene pinta de estar abandonado —apenas había terminado de pronunciar esas palabras, cuando la puerta de la iglesia se abrió y del interior salió una mujer de unos cuarenta y tantos años, envuelta en una abrigada chaqueta que se quedó parada nada más verlos y los observó acercarse con curiosidad. El inspector se detuvo a su lado y ambos se quitaron los cascos para no alarmarla.

—Perdone —dijo Macnamara—, nos gustaría hacerle algunas preguntas a algún vecino o al párroco sobre unos hechos que ocurrieron en este pueblo hace unos treinta años.

—¡Treinta años! —exclamó la mujer, sorprendida. Luego agregó—: Me temo que don Servando, el cura, no está aquí en este momento; tiene otras cuatro parroquias que atender y su casa está en Navas. Ya solo quedan seis vecinos que viven aquí todo el año y le puedo asegurar que son desconfiados por naturaleza y no creo que estén dispuestos a contestar a ninguna pregunta.

Al ver la profunda desilusión que asomó a los ojos de Ana, la mujer pareció pensarlo mejor y, decidida, declaró:

—Hace un frío tremendo. Les invito a tomar un café a casa de mi abuela, ella es una de las pocas habitantes que quedan en el pueblo. Vengo los fines de semana para ayudarla un poco. Ya ven, se niega a ir a una residencia en Segovia, dice que la ciudad no es para ella —la mujer echó a andar y Macnamara la siguió, despacio, con la moto. En realidad, parecía contenta de tener a alguien con quien charlar, pues no dejó de hablar mientras caminaba a su lado con pasos ligeros—. No está del todo en sus cabales, pero aún es capaz de recordar cosas que ocurrieron en el pasado. A ver si tenemos suerte.

Enseguida llegaron a una desvencijada casa con pequeñas ventanas por las que apenas entraba algo de luz, sin embargo, era de las pocas que aún conservaba el tejado intacto y la pesada puerta de madera en su sitio. El inspector dejó la moto bajo un tejadillo con los cascos encima del asiento y no se molestó en poner el candado.

—Pasen, pasen —les apremió la amable mujer.

Macnamara tuvo que agacharse bastante para no golpearse con el dintel y entraron en una oscura habitación que, al parecer, hacía las veces de salón y cuarto para todo. La chimenea encendida funcionaba también como cocina pero, como una desganada concesión a la modernidad, un microondas destacaba, discordante, sobre la repisa de madera que rodeaba al hogar y que hacía las veces de encimera. Cerca del fuego, una anciana arrugada y vestida de luto de pies a cabeza, enrollaba y desenrollaba entre sus dedos deformados por la artritis una madeja de lana.

—¡Abuela, tenemos visita! —el rostro arrugado se alzó con desgana y les dirigió una mirada apática con sus pequeños ojillos de lirón. Su nieta se acercó a la olla que borboteaba colgada de un gancho sobre el hogar, y con un cacillo llenó cuatro cuencos de barro—. Me llamo Fuencisla. Siéntense, por favor. ¿Lo quieren con leche?

—No, gracias —contestaron el inspector y Ana a un tiempo.

Macnamara acercó un par de taburetes y una silla de enea que no parecía muy cómoda a la chimenea. La mujer les tendió un tazón a cada uno y les ofreció unas galletas que ambos rechazaron. Ana sostuvo el cuenco caliente entre sus manos heladas y dio un sorbo al café. Para su sorpresa le pareció delicioso y le gustó el agradable sabor a anís que dejaba en la boca.

—Está muy rico —afirmó Macnamara. El policía dio otro sorbo y se volvió hacia la anciana para interrogarla—. Señora, me gustaría que contestara a algunas preguntas.

La mujer se lo quedó mirando sin decir nada.

—Tiene que hablarle más alto. Está bastante sorda —les advirtió su nieta.

—¡Me gustaría preguntarle si recuerda un episodio que ocurrió hace unos treinta años! —vociferó entonces el inspector, sintiéndose ridículo—. ¡¿Puede recordar a una joven del pueblo que murió de parto?! ¡Al parecer la gente decía de ella que era una bruja! ¡Que había hecho tratos con el diablo!

Al escuchar sus palabras, los dedos deformes formaron la señal de la cruz una y otra vez sobre la frente, la boca y el pecho, mientras de la desdentada boca brotaba una extraña letanía. Los ojos oscuros de Macnamara se dirigieron hacia la mujer más joven, sin saber muy bien qué hacer.

—¡Tranquila abuela, no pasa nada! —su nieta acercó su silla a la anciana y acarició sus cabellos grises recogidos en un moño tirante, tratando de calmarla. Luego, a modo de disculpa añadió—: Ya les dije que no estaba del todo en sus cabales. Yo recuerdo esa historia muy bien. Era muy niña entonces, no tendría más de diez años, pero se armó un alboroto en el pueblo de padre y muy señor mío. Nadie quería decirme nada, por supuesto. Así que tuve que informarme yo misma. A Dios gracias, en aquella época yo era una niña llena de recursos —declaró con expresión orgullosa.

Ana intervino en ese momento, ansiosa por conocer todos los detalles:

—¿Sabe qué ocurrió?

—Bueno, —contestó tras un ligero titubeo— tampoco conozco todos los pormenores, solo lo que escuchaba detrás de las puertas sin que los adultos se dieran cuenta. Eran una madre y una hija. La madre era la curandera y comadrona del lugar y vivían en una cabaña algo alejada del pueblo. La gente murmuraba de ellas; tenían fama de brujas, de hacer conjuros en el bosque y echarle mal de ojo al ganado y a las embarazadas. Ya saben, tonterías de campesinos. Nosotros los niños, cuando las veíamos pasar, corríamos detrás de ellas sin acercarnos demasiado y les gritábamos cosas. Alguno de los chicos a veces les tiraban piedras. —La mujer movió la cabeza algo avergonzada al recordar aquellos crueles juegos infantiles, como si le costara trabajo creer que ella hubiera sido alguna vez capaz de correr tras unas mujeres con las que no había cruzado palabra jamás, sin parar de proferir insultos.— Tengo grabado en la mente un día que las perseguimos casi hasta su casa. La más joven se volvió de pronto hacia mí y me agarró del brazo, y los otros niños huyeron, despavoridos. Yo temblaba, muerta de miedo, pero cuando alcé la mirada hacia ella me quedé sorprendida. No debía tener más de diecisiete años y tampoco tenía ningún aspecto de bruja, más bien parecía un ángel, con ese pelo rubio arreglado en una larga trenza que caía a un lado de su cara y esos ojos… —Fuencisla interrumpió su relato y se quedó mirando a Ana con fijeza, como si hubiera visto una aparición, y afirmó—: Se parecía mucho a usted.

Ana se quedó lívida y fue incapaz de responder, pero el inspector, con rapidez de reflejos, entró al quite para echarle una mano:

—Es posible que la mujer de la que habla sea una pariente lejana de la señorita Alcázar. Es lo que estamos tratando de averiguar. Continúe, por favor.

Sin apartar la vista del rostro desencajado de la joven, su anfitriona dio un sorbo a su café, y prosiguió su relato:

—Con una voz extraña me dijo: «Tu hermano» y se detuvo. Aterrada, pensé que iba a lanzarle una maldición a mi hermano pequeño, pero luego añadió: «Mantenlo apartado del agua». Sus pupilas recobraron la lucidez y, de repente, me miró como si no supiera bien qué estaba haciendo. Me soltó y se alejó deprisa en dirección a su casa. Al día siguiente, mi hermano se cayó en la alberca que había en la casa de mi tío. Si yo no hubiera estado vigilándolo de cerca como ella me dijo, se habría ahogado. No sabía nadar.

En la pequeña habitación se hizo un silencio opresivo. Una vez más, Nuño extendió su mano y la cerró sobre los dedos congelados de Ana. Estaba claro que habían dado con su madre. Ahora, faltaba averiguar, si era posible, qué había ocurrido con ella y con su abuela, y qué las había impulsado a abandonar al bebé en una ciudad a varios kilómetros de su hogar.

Y no había que ser muy listo para adivinar que, seguramente, lo que descubriesen no iba a resultar agradable…

Deseosa de ocuparse en algo, la amable Fuencisla se levantó y rellenó sus escudillas. Después se sentó de nuevo y comenzó a contarles lo que había conseguido deducir a base de escuchar a escondidas.

—Al parecer, la madre acudió corriendo un día al pueblo, se plantó en mitad de la plaza, jadeante y despeinada, y acusó a uno de los vecinos más ricos de ser el padre de un violador. El hombre se rio de ella y, al parecer, cuando la curandera fue a ver al alcalde exigiendo justicia, él se la sacudió de encima con grosería. Los que estuvieron allí dicen que la mujer parecía fuera de sí. De repente, se quedó muy quieta y con voz potente los maldijo a todos. Después se marchó a toda prisa y no se volvió a ver a ninguna de ellas por el pueblo.

—¿Nadie hizo nada? ¿El chico no recibió ningún castigo? —preguntó Macnamara indignado, al tiempo que retiraba de su cara el mechón de pelo rojizo que se obstinaba en caer sobre su ojo. La mujer se encogió de hombros y repuso:

—Eran otros tiempos…

—Tampoco hace tanto —protestó el inspector, incapaz de contener su enojo—. ¡Por todos los santos, estamos hablando de la década de los ochenta, no de la Edad Media!

—La chica no tenía nada que hacer. No había testigos, era la palabra de ella, una joven de mala fama y temida por muchos, contra la del hijo del hombre más poderoso del pueblo. Ninguno de sus habitantes se hubiera atrevido a declarar contra él. Además, dijeron que la madre ni siquiera presentó una denuncia, como si supiera que nadie les haría caso. —Bajo su palma, los dedos de Ana temblaron y Macnamara los apretó con más fuerza. Le hubiera gustado atraerla contra su pecho y confortarla, pero se había jurado la noche anterior que se mantendría alejado de ella y si empezaba a tocarla, no estaba seguro de poder parar. La mujer seguía hablando y Nuño trató de concentrarse de nuevo en sus palabras—. El tiempo fue pasando. La comadrona dejó de ejercer como tal. Una de las pocas veces que alguien se cruzó con ellas, se corrió la voz de que el vientre de la hija estaba muy abultado.

»Nadie supo qué ocurrió, al cabo de los nueve meses de rigor unos chicos que jugaban cerca de la casa de las brujas, como les gustaba llamarla —la mujer carraspeó y lanzó a Ana una mirada de disculpa, pero la joven se limitó a esbozar una vaga sonrisa—, vieron que una parte importante de la vivienda estaba carbonizada. Asustados, corrieron al pueblo para dar la alarma y cuando los aldeanos llegaron al lugar el espectáculo era dantesco… —de nuevo, Fuencisla hizo una pausa al mirar a Ana y pregunto—: ¿Está segura de que se encuentra bien?

—Sí, no se preocupe, estoy bien. Siga, por favor.

—Esa noche había llovido bastante, así que no todo se había quemado. De una viga en el techo colgaba la curandera, con las piernas abrasadas, pero el resto de su cuerpo y su cara intactos. En un jergón, cerca de la pared más alejada del foco del incendio, la muchacha yacía lavada y amortajada. El fuego no la había tocado. Cuando llegaron las autoridades determinaron que había muerto desangrada al dar a luz, pero no había ni rastro del bebé. Durante años no se habló en el pueblo de otra cosa y, enseguida, se empezaron a añadir detalles disparatados, como que el recién nacido tenía dos cabezas y que la abuela lo había asesinado y enterrado en algún lugar del bosque, o que la curandera había dibujado en el suelo una de esas estrellas del demonio.

—Un pentáculo, una estrella de cinco puntas —apuntó Macnamara.

—Sí, una de esas. Según decían, la había pintado en el suelo, justo en el lugar donde su cuerpo se balanceaba colgando de la soga. Ya ven, tonterías…

—¡Nada de tonterías! ¡Fue el mismo diablo que vino a cobrar su recompensa! —el grito estentóreo de la anciana fue tan inesperado, que todos se volvieron hacia ella, sobresaltados—. Era una familia maldita. Durante siglos decenas de mujeres por cuyas venas corría esa sangre pútrida fueron quemadas en la hoguera. La mayoría de sus descendientes emigraron del pueblo hace años, aunque quizá sería más correcto decir que los invitaron a largarse —una risilla áspera y maliciosa sacudió el cuerpo encogido de la mujer—. Pero ella no, ella se negó a marcharse. Nos robaba los maridos con su belleza, fruto de sus pactos con el diablo; hacía que nuestro ganado enfermara; echaba a perder los cultivos con sus encantamientos… Me alegré de lo ocurrido. El pueblo al fin se libró de esa maldición. La sangre emponzoñada se diluyó por fin y volvió al polvo, de donde nunca tendría que haber salido.

La vieja dejó de hablar tan abruptamente como había comenzado. En la habitación solo se escuchaba el sonido de su áspera y agitada respiración. Después de varios minutos, Ana fue la única que se atrevió a romper el sofocante silencio.

—Me gustaría ver la casa —su tono era sereno y, aunque estaba muy pálida, se la veía tranquila.

—Los llevaré —asintió Fuencisla, decidida.

Se pusieron en pie. Macnamara rodeó la cintura de Ana con un brazo para sostenerla, pero ella se apartó de inmediato, como si en ese momento no soportara el contacto humano. La mujer se puso de nuevo su abrigada chaqueta y los condujo por una pequeña senda casi borrada, cuyos márgenes estaban cubiertos por espinosas zarzamoras. A menos de un kilómetro, aparecieron unas ruinas renegridas. Fuencisla se detuvo y señaló los restos de una vieja casa.

—Esa es. Si no les importa, yo prefiero no acercarme más. Sé que todo son habladurías y cuentos de viejas, pero…

—Lo entendemos perfectamente, Fuencisla, y le estamos muy agradecidos por su ayuda —Macnamara le estrechó la mano, pero Ana estiró los labios en un patético remedo de sonrisa y tan solo le dijo:

—Adiós.

La mujer se dio la vuelta y regresó hacia el pueblo por el estrecho camino. Macnamara siguió a Ana hasta la tétrica construcción de la que menos de la mitad seguía aún en pie. Con cuidado, atravesaron el umbral cuya puerta yacía en el suelo ennegrecida por el humo. Dentro no había mucho que ver. No quedaba ningún mueble; alguien se los había llevado o quizá los habían terminado de quemar. El suelo estaba lleno de piedras y trozos de tejas que habían caído de las paredes y del tejado. De la parte del techo que aún permanecía intacta sobresalía una vieja viga, en la que se apreciaban marcas de rozaduras y cerca de lo que alguna vez debió ser la chimenea, una vasija de barro desportillada era el único resto de vajilla que quedaba.

Macnamara registró todos los rincones con la eficiencia que proporciona la práctica y, por fin, descubrió algo de interés casi oculto bajo una de las piedras del hogar. Se agachó y, con mucho cuidado, sacó lo que parecía un trozo de cartón. Le dio la vuelta y descubrió que eran los restos de una fotografía que había perdido casi todo el color. Estaba sucia y una de sus esquinas se había quemado. En ella aparecían una mujer de unos treinta y tantos años y una niña como de doce. Ambas miraban muy serias a la cámara; la madre llevaba el pelo arreglado en un moño tirante y la niña lo llevaba recogido en una trenza, las dos eran rubias, aunque el pelo de la pequeña tenía un tono más claro. La mujer parecía la hermana mayor de Ana y su hija era casi un clon de la foto que aparecía en el expediente policial de la señorita Alcázar. Las dos eran bellísimas.

—He encontrado esto —Macnamara le tendió la foto a la joven que permanecía muy quieta, mirándolo todo. Ana la cogió y la examinó durante un buen rato.

De pronto, sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo y se quedó rígida. La sangre se evaporó por completo de su rostro y sus labios, exangües, se entreabrieron en busca de oxígeno, mientras sus ojos se clavaban en un punto indeterminado. Apretaba con tanta fuerza la fotografía entre sus dedos, que las uñas se le pusieron blancas.

Alarmado, Macnamara se acercó a ella y pasó su mano varias veces ante sus ojos, pero Ana ni siquiera parpadeó, se hallaba sumida en un extraño trance. Permaneció así durante lo que a Nuño se le antojó una eternidad, aunque no debieron ser más de unos pocos minutos y, tan repentinamente como le había sobrevenido la rigidez, esta desapareció y sus piernas cedieron. Si el inspector no se hubiera encontrado junto a ella, habría caído al suelo y se habría dado un buen golpe.

Macnamara la apretó contra su pecho, pero el cuerpo laxo de la joven era como el de una muñeca de trapo, así que, sin soltarla, se sentó en el suelo, cerca de una de las pocas paredes que quedaban en pie, la colocó sobre su regazo y la meció con ternura. Ana tiritaba y sus dientes castañeteaban sin control. El inspector la estrechó aún más fuerte contra él, procurando transmitirle su calor y al cabo de un rato se atrevió a preguntar:

—¿Qué es lo que has visto? —Ana movió la cabeza contra su pecho, en una silenciosa negativa. No deseaba hablar de lo ocurrido. Macnamara le cogió la barbilla entre sus dedos y la obligó a alzar el rostro hacia él. Con firmeza repitió su pregunta—: ¿Qué has visto? Debes decírmelo, no puedes guardártelo dentro.

Ana abrió los labios pero ningún sonido salió de ellos.

—¡Habla, Ana! —ordenó el inspector sin piedad. De alguna manera, una vez más, su rudeza fue más eficaz de lo que hubiera sido la amabilidad y la joven, finalmente, consiguió responder de manera entrecortada:

—No he visto nada… Era más bien una sensación… —cerró los ojos y tragó saliva. Luego abrió de nuevo los párpados y en sus pupilas quedaban aún vestigios del horror que había sentido—. No sé cómo explicarlo… parecía que la desesperación se hubiera enroscado en torno a mí y hubiera absorbido de mi cuerpo hasta el último atisbo de esperanza, dejándome convertida tan solo en una carcasa de piel, vacía por completo. A mi alrededor solo quedaba el frío y la oscuridad.

Un nuevo estremecimiento la sacudió de arriba abajo y hundió el rostro en el pecho de Macnamara buscando su calor, como si él fuera una barrera capaz de mantener a raya esas terribles sensaciones.

—Abrázame —suplicó.

Nuño no se hizo de rogar. La ciñó entre sus brazos y apoyó la mejilla sobre su pelo, decidido a hacerle olvidar ese terror que él era incapaz de percibir, mientras que para ella era tan real como su propia mano derecha. Al cabo de un rato, notó sorprendido que los brazos de Ana se enredaban en torno a su cuello y lo obligaban a bajar la cabeza hasta que la boca femenina se apoderó de la suya con un anhelo extraño.

Al instante, el policía fue preso de un deseo tan intenso, que borró de su mente todo lo que no fuera el contacto de aquellos labios que le robaban la razón. Sin embargo, entabló una lucha titánica contra sus más bajos instintos tratando de reprimirlos. Ana no era ella misma, se dijo. Era evidente que se encontraba en estado de shock, incapaz de asimilar lo que habían averiguado pero, a pesar de sus intentos de mantener la cabeza fría, la joven se lo estaba poniendo muy difícil.

Ana lo besaba con ansia febril y, en un momento dado, lo mordió en el cuello de forma que el placer y el dolor se mezclaron en una excitante amalgama que le hizo perder la cabeza. Nada quedaba de la comedida señorita Alcázar en esa mujer que parecía querer devorarlo con sus besos. Ese lado salvaje, que ella había tratado de ocultar durante tanto tiempo, afloraba a la superficie con el ímpetu de un torrente desbordado. Ana le subió la camiseta y empezó a salpicar su pecho, cubierto por una suave pelusa rojiza, de pequeñas y suaves dentelladas que le llevaron al borde de la locura. Macnamara exhaló un gemido de placer, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás dejándola hacer, pero al notar aquellos dedos ávidos luchando con la hebilla de su cinturón recuperó la cordura. La agarró de las manos para detenerla y la miró a los ojos. La joven mantenía los párpados apretados y, sin importarle que sus manos estuvieran cautivas, se inclinó una vez más sobre él y atrapó de nuevo su boca con la suya, insaciable. Contorneó los labios del policía con la punta de su lengua y, sin previo aviso, la hundió en el interior de la boca masculina, en una exploración apasionada y lujuriosa que provocó que todas las terminaciones nerviosas de la piel del inspector amenazaran con sufrir un cortocircuito.

—Ana… —jadeó, al tiempo que trataba de apartar su boca—. Ana, detente.

—Te deseo, Manu…

Sus palabras penetraron en el entorpecido cerebro del policía como un misil Tomahawk, destruyéndolo todo a su paso. Furioso, sujetó el precioso rostro entre sus manos y gritó:

—¡Abre los ojos de una puta vez!

Con lentitud, Ana abrió los párpados. Su mirada era turbia, similar a la de las personas que acaban de despertar de un sueño profundo. De repente, pareció comprender lo que acababa de ocurrir y sus mejillas se tiñeron de un violento tono rojo. Nuño la bajó de sus muslos y los dos permanecieron sentados en el frío suelo, a escasa distancia el uno del otro. Luego Macnamara apoyó la coronilla contra la pared, cerró los ojos y declaró:

—Ahora entiendo cómo se siente uno cuando lo utilizan. Debe ser una especie de castigo divino por las veces que yo lo he hecho con las Vanessas de mi vida, pero, joder, no resulta agradable. Nada agradable.

—Yo… —Ana se calló incapaz de seguir.

Como si no la hubiera oído, Macnamara siguió con su monólogo:

—Imagino que estamos en paz. La otra noche fui yo el que casi te viola, pero tú hoy te has desquitado. Te habrás quedado a gusto, ¿no? Joder, todavía estoy a cien —Macnamara se pasó los dedos trémulos por los revueltos cabellos. Luego se puso en pie y le tendió una mano—. Venga, levanta. El cielo se está poniendo muy negro y será mejor que intentemos regresar antes de que estalle la tormenta.

Con el rostro medio tapado con su melena, Ana agarró la mano que le tendía el policía sin mirarlo. Sin embargo, trató de disimular su turbación y comentó desafiante:

—Así que te asusta mi sangre maldita…

Macnamara no la dejó terminar. La tomó con suavidad de la barbilla y, de nuevo, la obligó a levantar la vista hacia él. Clavó sus ojos oscuros en los iris grises, sin tratar de disimular el deseo desnudo que asomaba en ellos, y con un tono entre acariciador y amenazante que a Ana le puso la piel de gallina, afirmó:

—Yo soy un tipo valiente y no le temo a nada. Así que no te engañes. La próxima vez, cuando tengas bien claro a quién tienes enfrente, aceptaré tu amable invitación.

—Tranquilo, no habrá próxima vez —repuso ella. A pesar de que procuró sonar retadora, Ana notó cómo la sangre se acumulaba una vez más en sus mejillas.

«Eso ya lo veremos», se dijo Macnamara. Aún tenía que echar mano de todo su autodominio para vencer el deseo de tumbarla sobre el incómodo suelo y dar rienda suelta a toda la lascivia que seguía latente entre sus muslos.

En silencio, regresaron hasta donde habían aparcado la moto. El aire estaba cargado de electricidad estática, un claro anuncio de que la tormenta no tardaría en caer. Cuando apenas habían recorrido veinte kilómetros empezó a descargar una tromba de agua que dificultaba la visibilidad. En vista de las condiciones meteorológicas, el inspector decidió regresar por la autopista y cuando por fin llegaron a casa de Ana, ambos estaban completamente empapados. Nada más detener la moto sonó su móvil.

—Macnamara.

—Lo tenemos —anunció una voz al otro lado—. Pero está muerto…