10

…Pegada a la húmeda pared de piedra, trata de confundirse con ella. Inmóvil por completo, procura controlar su respiración agitada y aguza los oídos intentando captar el menor sonido que delate su presencia. Sabe que él está allí, oculto en algún lugar de aquella sofocante oscuridad, aguardando paciente…

El sábado Ana despertó tarde, pero con una inmensa sensación de cansancio. Jirones de aquel sueño recurrente se mezclaban en su cabeza con las imágenes del inspector Macnamara besándola enloquecido. Luchó por desterrarlas todas al rincón más oscuro de su cerebro. No quería pensar.

Con decisión, hizo a un lado las sábanas, saltó de la cama y abrió la ventana y las contraventanas de par en par. Después se inclinó sobre el alféizar, cerró los ojos y con un gesto de deleite, inspiró el aire fresco de la mañana que arrastraba aromas de jara y pino. Apenas quedaban un par de semanas para que el invierno tomara posesión, pero unos flecos tardíos del veranillo de San Martín hacían que el sol brillara con fuerza, si bien unas nubes espesas se habían posado, amenazadoras, sobre los agudos picos de la sierra. En ese momento, Ana escuchó en el jardín las voces de Pablo y Miriam que, como de costumbre, parecían estar peleando por algo y les llamó:

—¡Chicos, necesito un par de voluntarios que vayan poniendo la mesa, hoy desayunaremos en el jardín! Me ducho y bajo en cinco minutos.

Al oírla, los pequeños dejaron de discutir. Pablo miró hacia arriba y extendió la mano con el pulgar en alto. Miriam se llevó los dedos a la frente en un saludo marcial y contestó:

—¡A la orden! —y ambos corrieron en dirección a la casa, olvidados sus pleitos por unos momentos.

Ana no tardó en bajar vestida con unos ajustados vaqueros, un cálido jersey de lana gris y el pelo suelto, todavía húmedo. Cuando salió afuera los tres chicos la esperaban sentados a la mesa sobre la que estaba dispuesto un apetitoso desayuno y los pequeños gritaron:

—¡Sorpresa!

—¡No puedo creerlo! ¡Qué detalle! ¿De dónde habéis sacado el bizcocho? —Ana se sentó, y se sirvió un poco del aromático café.

—Lo hizo Julia ayer. Yo solo he preparado el café y los enanos se han ocupado del resto —Diego sonrió y la hosquedad habitual de su semblante se diluyó como un azucarillo en un vaso de agua.

—Mil gracias, chicos, es todo un detalle. ¿Qué tal está tu mano? —preguntó Ana mientras cortaba un trozo de bizcocho y se lo pasaba a Pablo, que en ese momento estaba de lo más entretenido comiéndose con la cuchara los grumos de cacao que flotaban en su taza.

—La férula resulta algo incómoda, pero no me duele. Lo malo es que esta semana quería acabar de reparar la mesa que me dejó la dueña de la mercería —el muchacho se encogió de hombros, resignado.

—No te preocupes, solo tendrás que llevarla durante una semana y estoy segura de que Pilar no tiene prisa.

El desayuno resultó muy alegre y Ana se rio varias veces con las ocurrencias de los niños. Con la llegada de la mañana, los temores y las preocupaciones del día anterior parecían haber desaparecido como por ensalmo. Rodeada de la belleza de los altos pinos, con los rayos de sol resbalando sobre su rostro y los trinos de los pájaros en las ramas, parecía imposible que ese hermoso universo pudiera albergar ningún tipo de maldad. Acababa de dar cuenta de la última miga de su porción de bizcocho, cuando escuchó el motor de un vehículo. Todos volvieron la cabeza hacia el camino, pero fue Diego, que tenía vista de halcón, el primero en reconocer al visitante.

—Es Ricardo —en su voz se adivinaba un ligero fastidio.

Ricardo Daroca los saludó desde lejos y se acercó hacia la mesa con rapidez. A pesar de su semblante preocupado estaba muy atractivo con los elegantes pantalones de franela gris, el jersey de angora y un par de relucientes zapatos que parecían fuera de lugar en el campo.

—Ana, ¿cómo estás? En el bar del pueblo no se habla de otra cosa —su amigo se sentó a su lado en una de las sillas de las que acababan de levantarse los pequeños, tomó su mano y la miró con inquietud.

—Estoy bien, Ricardo. Fue un desagradable incidente y gracias a Dios y gracias, por supuesto, a Diego aquí presente —Ana le guiñó un ojo al muchacho—, ya pasó.

Ricardo se volvió hacia él, pero antes de que pudiera decir nada, Diego se levantó, recogió su taza con gesto hosco y se marchó en dirección a la casa.

—El chico es muy posesivo contigo, está claro que no le gusto —Ricardo acarició la mano de Ana con suavidad, hasta que ella la retiró algo incómoda.

—Es una fase. Dentro de nada se le pasará —contestó la joven, quitándole importancia—. ¿Quieres un café? ¿Un trozo de bizcocho?

—Nada, gracias, acabo de desayunar. ¿Te hizo algo ese hombre? —sus ojos, verdes se clavaron en las pupilas de Ana como si trataran de arrancarle la verdad. Al ver esa mirada atormentada, fue ella la que extendió la mano y la colocó sobre su brazo tratando de tranquilizarlo.

—De verdad que no. Diego llegó justo a tiempo.

—¡Bendito Diego! —Ricardo esbozó una sonrisa, que Ana le devolvió con dulzura. A los ojos del hombre asomó una profunda emoción, pero antes de que ella consiguiera descifrar su expresión, Ricardo se levantó echando la silla hacia atrás—. Bueno, tengo que marcharme. Solo quería ver cómo estabas, tengo una reunión en Madrid y ya llego tarde.

—Pero si es sábado —protestó Ana que se levantó a su vez y lo acompañó hasta el coche—. Trabajas demasiado.

—Algún día bajaré el ritmo —prometió Ricardo, sonriente. Al instante, recobró la seriedad y, como si fuera incapaz de contenerse, la rodeó con sus brazos y la apretó con fuerza contra sí, mientras susurraba en su oído—: Cuídate, Anita. No podría soportar que te ocurriera nada malo.

La soltó de golpe, y sin volverse a mirarla, subió al coche, arrancó y el vehículo desapareció a toda velocidad por el camino de tierra.

—Que escena tan enternecedora —una voz sarcástica resonó a su espalda y Ana se volvió, sobresaltada.

El inspector Macnamara la miraba indolente, con el hombro apoyado sobre el grueso tronco de un pino y los brazos cruzados sobre su pecho. Debía haber aparcado antes de llegar a la casa porque Ana no vio ni rastro de la Honda negra. Con sus desgastados vaqueros, la cazadora abierta mostrando una vieja camiseta de algodón y un mechón de ese pelo indomable —más revuelto que nunca— resbalando sobre su frente, tenía todo el aspecto de un peligroso libertino.

La inesperada aparición del policía tiñó las mejillas de Ana de rojo y la joven se mordió el labio inferior, mientras trataba de recuperar la calma. Cuando consiguió serenarse un poco, preguntó enojada:

—¿Qué haces aquí?

—Estoy investigando un caso de asesinato, ¿recuerdas? —contestó, mordaz.

Nuño estaba rabioso. Al verla en los brazos de Daroca su primer impulso había sido abalanzarse sobre él y tumbarlo sobre la áspera tierra de un puñetazo, y esa estúpida reacción lo ponía aún más furioso. Miró el rostro sonrojado de Ana y deseó, más que nada en el mundo, enrollar su puño en el sedoso cabello ya seco que parecía crepitar bajo los rayos del sol, forzarla a levantar el rostro hacia él y besarla hasta cortarle la respiración. Frustrado por no poder dar rienda suelta a la incendiaria pasión que le atenazaba cada vez que la miraba, le soltó uno de sus corrosivos comentarios: No todos tenemos tiempo que perder pasando de mano en mano.

—¡Eres un…! —Ana apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas pero, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió controlarse y se contentó con lanzarle una mirada de desprecio.

Furiosa, se dirigió hacia la mesa donde empezó a recoger los restos del desayuno. Llenó una bandeja con un montón de platos y tazas y se alejó en dirección a la casa. Al llegar a la cocina la soltó con un golpe seco sobre la encimera y, al volverse, casi se dio de bruces con el inmenso pecho del inspector que entraba en ese momento con la cafetera en una mano y el plato con los restos del bizcocho en la otra.

—¡Caramba, Ana, mira por dónde vas! ¡Encima de que trato de ayudarte, por poco me haces tirar el café! —exclamó con fingido pesar.

—Si de verdad quieres ayudarme lo mejor es que te largues a buscar a Dionisio Fuentes. Te aseguro que en esta casa no lo vas a encontrar —bufó ella, rabiosa, tratando de esquivar el formidable obstáculo de su cuerpo.

—Tranquila. Tengo a varios hombres rastreando el monte, te prometo que no se va a escapar. Por cierto, registramos su casa y encontramos tu ordenador y el reloj de Julia —declaró sin hacer ningún intento de apartarse de su camino, mientras observaba, divertido, su desacostumbrada demostración de mal humor.

—Me alegro. Julia le tiene mucho cariño a ese reloj.

—-Quiero que vengas conmigo.

—¿A dónde? —preguntó, desconfiada, alzando mucho la cara para tratar de descifrar su expresión.

—A Segovia.

En el súbito silencio que se hizo en la cocina, el único sonido que se oía era el del grifo del fregadero que goteaba. Ana se quedó rígida y su rostro empalideció de golpe.

—¿Qué pretendes? —sus palabras sonaron ásperas, parecía que les costaba trabajo salir de su garganta.

El inspector, que ahora estaba muy serio, posó sus manazas sobre sus hombros, clavó los ojos en las pupilas femeninas y, sin apartar la vista de ella, afirmó después de unos segundos:

—Es hora de conocer la verdad.

Por los expresivos iris de Ana pasaron muchas emociones, pero para el policía la más evidente fue el pánico. Resultaba obvio que si no había tratado antes de averiguar nada sobre su pasado era debido al paralizante temor que le producía lo que pudiera descubrir, pero él estaba decidido a que hiciera ese viaje en el tiempo. Ya era hora de que Ana Alcázar averiguara, por fin, por qué su infancia y su primera juventud habían sido como la deriva de un madero que alguien hubiera echado al mar, a merced de las olas y el viento.

Como si ella hubiera llegado a la misma conclusión, cerró los párpados durante unos instantes y, cuando los abrió de nuevo, había un brillo de determinación en su mirada.

—Tienes razón. Iré contigo.

Orgulloso de ella, Nuño apretó sus hombros con fuerza, tratando de transmitirle su apoyo y luego la soltó. Antes de salir de la cocina, se volvió una vez más y le ordenó:

—Abrígate, iremos en moto.

Un cuarto de hora después, rodaban encima de la potente Honda por las cerradas curvas del Puerto de Navacerrada. A pesar de que la carretera estaba limpia, había nieve acumulada en las cunetas y sobre las ramas de los inmensos y fragantes pinos de Valsaín. Macnamara conducía a gran velocidad y en alguna de las famosas Siete Revueltas de la vertiente segoviana su rodilla rozó peligrosamente el asfalto. Ana se aferraba con fuerza a la cintura del inspector, dividida entre el temor a sufrir una caída y la excitación de sentir la aceleración del poderoso vehículo y la fuerza del viento que empujaba hacia atrás el casco que le había prestado Diego. El aire era frío, pero el sólido cuerpo del inspector le transmitía su calor y, con la cabeza casi apoyada sobre sus anchas espaldas, Ana veía pasar como una exhalación el bello paisaje serrano.

En lo que a ella le pareció un abrir y cerrar de ojos, avistaron el impresionante acueducto que en tiempos de los romanos abastecía de agua a la ciudad. Macnamara se dirigió hacia el antiguo casco urbano sorteando coches y turistas con habilidad y, poco después, se detuvo ante el portal de una antigua casa de piedra, rehabilitada y convertida en pequeños apartamentos. El policía detuvo el motor, se quitó el casco y se volvió hacia ella, ahuecando sus enmarañadas greñas con sus dedos nervudos.

—¿Qué tal la excursión? Ha estado bien, ¿verdad? —sus ojos oscuros brillaban con un resplandor gemelo del de las pupilas de ella.

—Sí, ha estado bien —admitió Ana, al tiempo que se quitaba el casco y sacudía su melena rubia para que recuperase el volumen.

—Se nota que estás acostumbrada a ir en moto. Casi no sentía tu peso y te anticipas muy bien en las curvas. —Macnamara se quitó los guantes mientras hablaba, sin apartar la vista del resplandeciente rostro femenino, enmarcado por los suaves cabellos dorados. Ana se encogió de hombros y contestó:

—Salvo el día en que me acompañaste hasta la estación, no montaba en moto desde los dieciséis años. Reconozco que me ha gustado revivir esa sensación de intensa libertad que te da rodar a toda velocidad.

Al escuchar la referencia al tiempo que había pasado desde la última vez, Macnamara ató cabos con rapidez y dedujo que la moto en la que había montado a esa edad debía ser la de su novio muerto. Sin saber por qué, eso le molestó y su ceño se volvió tormentoso una vez más. En silencio, aseguró la moto con la pata de cabra y le puso el candado. Luego cogió los cascos de ambos y masculló con brusquedad:

—Sígueme.

Sin saber qué había dicho que hubiera podido molestarlo, Ana se encogió de hombros y obedeció. El inspector pulsó el timbre del portero automático y, segundos después, entraban en un oscuro vestíbulo. La puerta de un piso próximo a la escalera se abrió y un hombre, de unos setenta y tantos años y abundante pelo blanco, salió a recibirlos con un saludo amable.

—Buenos días, inspector Macnamara. Soy Emeterio Ramos —los hombres se estrecharon la mano y el inspector le presentó a Ana.

—Esta es Ana Alcázar.

—Ana Alcázar… —repitió el hombre en voz baja, haciéndose a un lado para que pasaran—. Entren, por favor. Estoy deseando verla, señorita Alcázar, aquí no hay suficiente luz.

El anciano les condujo a una pequeña sala bien iluminada por los rayos de sol, en la que un fuego acogedor chisporroteaba en la chimenea encendida. Se detuvo junto a la ventana, agarró las manos de Ana y permaneció frente a ella en silencio, contemplándola durante un buen rato. Después pareció salir de su ensimismamiento y le rogó a la joven que lo disculpara.

—Perdone a este pobre viejo, señorita Alcázar, pero aunque usted no pueda recordarlo la tuve en mis brazos cuando apenas tenía unos días de vida —los ojos del hombre se empañaron y Ana tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

—Llámeme Ana, por favor —la dulce sonrisa de la joven hizo que Emeterio Ramos parpadeara un par de veces, antes de contestar:

—Ana, era usted un bebé precioso y se ha convertido en una hermosa joven. A mi mujer le hubiera encantado verla, pero hace ya dos años que murió —un poso de tristeza veló sus pupilas durante unos segundos, pero enseguida se repuso, señaló la mesa camilla y les dijo—: Vaya modales los míos. Siéntense por favor, les traeré algo de comer.

—No se moleste —intervino Macnamara—, solo queremos hacerle algunas preguntas.

—Es la hora del almuerzo. Insisto —respondió el hombre con buen humor—. Tengo un chorizo y un lomo para chuparse los dedos, y el pan de la tahona de la esquina no tiene rival.

—En ese caso, estaremos encantados de comer con usted —afirmó Ana y lo acompañó a la cocina para ayudarlo a traer las cosas.

La comida resultó muy agradable. El exagente de la benemérita les habló de algunos de los numerosos casos que había investigado en el pasado y de lo duro que le resultó al principio jubilarse y pasar a un segundo plano. Luego, mientras tomaban el café recostados sobre los cómodos sofás del saloncito, Macnamara sacó por fin el tema que les había llevado hasta allí.

—Por favor, Emeterio, cuéntenos cómo encontró a Ana.

—Recuerdo aquel día como si hubiera sido ayer… —empezó el hombre, tras dar un sorbo a su taza de café—. Serían las ocho y media de la mañana. Me disponía a hacer mi ronda diaria cuando el chico del carnicero llegó corriendo y gritó que tenía que acompañarlo. Nos subimos al coche patrulla y conduje a toda velocidad hasta el Alcázar y allí estaba, a la entrada del puente de piedra. Un cesto de buen tamaño y, en el interior, bien envuelto en una manta de lana, el recién nacido más hermoso que había visto jamás, mirándome muy serio con sus enormes ojos.

—¿Había una nota, algo que diera alguna pista sobre su procedencia? —preguntó Macnamara, depositando su taza sobre el platillo.

—Nada. La manta había sido tejida a mano y el cesto era uno de esos corrientes que utilizan los agricultores para almacenar la cosecha. Muy nervioso, lo cogí, lo puse sobre las rodillas del hijo del carnicero y, con cuidado, conduje hasta la casa del médico. El doctor Galindo, que en paz descanse, desvistió a la criatura para examinarla, le calculó un par de días de vida, y concluyó que parecía estar sana y bien cuidada.

»Después de dar aviso en el cuartelillo, compré leche y biberones en una farmacia y me la llevé a casa. Mi mujer apenas podía creer lo que veían sus ojos. Dios no nos había concedido la bendición de unos hijos, y mi Luisa en seguida se enamoró de la chiquilla. La tuvimos una semana con nosotros, una de las más felices de nuestra vida. Quisimos adoptarla, pero éramos una pareja entrada en años; mi Luisa pasaba de los cuarenta y no nos dieron esperanzas —el anciano parpadeó un par de veces para retener la humedad que amenazaba con desbordar sus párpados, al tiempo que le lanzaba una sonrisa de disculpa a Ana, que se había olvidado del café y escuchaba la historia con viva atención. En su mente, la idea de lo distinta que habría sido su vida si ese amable anciano se hubiera hecho cargo de ella bullía como un abejorro molesto.

«No tiene sentido obsesionarse con lo que pudo ser y no fue», se dijo con firmeza, pero, a su pesar, Ana no pudo evitar pensar que, seguramente, su existencia hubiera sido muy, muy diferente.

—¿Investigó el asunto? ¿Trató de encontrar a la madre? —la voz profunda del inspector la sacó de su ensimismamiento y Ana volvió a centrar su atención en la conversación.

—Interrogué a todas las comadronas de la zona y rastreé en los hospitales de la provincia, pero nadie parecía saber nada. Sin embargo al cabo de los años, por pura casualidad, me enteré de algo que podía tener relación con el nacimiento de la niña —los sentidos de la Ana se pusieron todavía más alerta y se echó un poco hacia adelante, como si no quisiera que se le escapara ni una sola de las palabras del anciano. Macnamara observó la rigidez de la joven y, siguiendo un impulso, colocó su mano sobre una de las delicadas manos femeninas. Estaba muy fría. Entretanto el exguardiacivil, ajeno a todo lo que no fueran sus recuerdos, siguió relatando lo que había ocurrido hacía tantos años—: Un día en un bar, un grupo de agricultores que jugaba al dominó empezó a hablar de una tragedia ocurrida hacía años en un pueblo cercano. Era una historia disparatada, mezclada con muchas de las supersticiones locales. Verán, en la provincia de Segovia, aunque quizá no tanto como por ejemplo en Cuenca que es una de las zonas mágicas de la península, abundan las historias de magia, brujerías y mal de ojo. Así que no habría prestado mucha atención a la misma si, en un momento dado, los parroquianos no hubieran hablado de una mujer, casi una chiquilla, con fama de bruja que había muerto al dar a luz a un bebé.

Al escuchar la palabra «bruja», la tez de Ana adquirió un tono ceniciento y Macnamara interrumpió al anciano para preguntar:

—Ana, ¿estás bien?

—Sí, sí. No te preocupes —como si no fuera consciente de lo que hacía, Ana apretó los dedos de Nuño hasta hacerle daño y le rogó al señor Ramos que siguiera contando. El anciano la miró preocupado, pero al ver la señal que le hacía el policía continuó:

—Dijeron que la chica había tenido trato carnal con el diablo y que había muerto al dar a luz un niño con dos cabezas; que la madre de la muchacha, al ver aquello, había clavado un cuchillo con mango de plata en forma de cruz en el corazón de la horrenda criatura y que, más tarde, se había colgado de una viga del techo. En fin, una sarta de estupideces muy común en aquellos tiempos en los que la mayoría de las personas que trabajaban en el campo eran analfabetas. Sin embargo, pensé que no sería mala idea investigar un poco.

Emeterio Ramos interrumpió su relato, se levantó y sacó de una alacena una botella y dos vasitos de cristal. Sirvió un poco de líquido de un bonito tono rojizo en ellos y le tendió uno a cada uno.

—Es licor de moras casero. Lo elaboro yo mismo.

—Buena idea —declaró, Nuño. Se volvió hacia Ana y ordenó—: Bebe.

Sin ganas de discutir, Ana se lo llevó a la boca y le dio un trago. Era fuerte y dulce a la vez y pareció revivirla. Satisfecho, Macnamara se volvió de nuevo hacia su anfitrión y le rogó:

—Siga, por favor.

—Fui al pueblo donde, según contaron, habían ocurrido los hechos y estuve preguntando a los pocos vecinos que encontré. Ninguno parecía dispuesto a hablar y lo único que saqué en claro fue que, en efecto, una mujer muy joven había muerto al dar a luz. No quise seguir investigando. Hacía diez años que había encontrado al bebé y, para entonces, me imaginé que la niña llevaría una vida feliz con su familia adoptiva. Pensé que sería mejor no remover viejos asuntos…

Macnamara se sintió decepcionado al comprender que aquel parecía ser el final de la historia, pero él no era de los que se rendían con facilidad y no estaba dispuesto a abandonar así como así.

—Quizá sería bueno que Ana y yo echemos un vistazo a ese pueblo.

—No tengo ningún inconveniente en decirles el nombre y explicarles cómo llegar, pero me temo que ya han pasado demasiados años —el exguardia civil los miró pesaroso, como si de pronto se sintiera culpable de no haber tratado de llegar un poco más lejos con su investigación.

—No perdemos nada por pasarnos por allí, a lo mejor ahora que han pasado los años la gente está más dispuesta a hablar. Le agradecemos su hospitalidad, Emeterio, nos ha sido de gran ayuda.

Ana se inclinó sobre el anciano, lo abrazó y lo besó en la mejilla.

—Mil gracias. Por todo —al oírla, los ojos del hombre se llenaron de lágrimas una vez más e, incapaz de decir nada, le apretó la mano con fuerza.