Era noche cerrada cuando Ana llegó a su destino, y fue la única pasajera que bajó del tren en esa estación. Hacía mucho frío y un halo de niebla aureolaba las escasas farolas que iluminaban el andén, que a esas horas estaba completamente desierto. Sus pasos solitarios resonaban sobre los adoquines húmedos y Ana no pudo evitar sentir una ligera desazón, mientras caminaba con rapidez. Aún tenía que recorrer unos trescientos metros hasta el aparcamiento —en realidad, un pequeño descampado mal iluminado— donde había dejado su coche por la mañana. Ana aceleró el paso. La inquietante sensación de que alguien la observaba le erizó los cabellos de la nuca, pero sacudió la cabeza con fuerza y se regañó a sí misma por ser tan tonta. Sin poder evitarlo, echó una mirada intranquila a su alrededor; su vehículo era el único que quedaba ya.
Al acercarse a su coche algo llamó su atención: sobre el capó alguien había dejado media docena de rosas rojas con los tallos envueltos en papel de seda blanco. De nuevo, Ana miró a su alrededor, casi esperando descubrir a algún bromista oculto cerca de allí, pero no vio un alma. Cada vez más alarmada, alargó la mano y cogió el ramo. Un dolor intenso en la palma le hizo soltarlo en el acto y las flores cayeron al suelo con un sonido tétrico. Ana examinó perpleja las gotas de sangre que salpicaban su mano, luego dirigió la mirada hacia abajo y vio las enormes espinas que atravesaban el papel. Aturdida, buscó las llaves en su bolso, estaba tan nerviosa que no lograba encontrarlas y maldijo en voz baja hasta que consiguió agarrar el llavero, pero en cuanto las sacó, resbalaron de entre sus dedos trémulos y también acabaron en el suelo, justo debajo del coche.
—Mierda, mierda, mierda —de nuevo, echó un vistazo a ambos lados antes de agacharse para recogerlas y, aún temblando, abrió la puerta, se subió al coche con rapidez, apretó el botón del bloqueo automático y soltó el aire de golpe, aliviada. Un poco más tranquila, encendió el contacto y salió del aparcamiento a toda velocidad.
En cuanto terminaba con la terapia de los dos pequeños, a Ana le gustaba hacer footing durante una hora por los alrededores. Sus rodillas le agradecían que lo hiciera por caminos sin asfaltar y, para ella, correr entre los aromáticos pinos mientras escuchaba sus canciones favoritas en el iPod, resultaba una forma relajante de poner fin a la jornada.
Casi dos días después del incidente de las flores, una tarde que había salido a hacer su ejercicio diario, Ana volvió a tener la inquietante sensación de ser observada. Miró a su alrededor, recelosa, pero no vio nada sospechoso. El sol empezaba a ponerse, sin embargo todavía había bastante luz. Apretó el paso, por fortuna ya no estaba lejos de la casa. Apenas le quedaba un kilómetro para llegar cuando, de detrás de una de esas moles de granito que tanto abundan en la sierra, surgió alguien o algo que se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo.
Aterrorizada, Ana chilló y luchó con todas sus fuerzas para quitarse de encima al enorme individuo que la había atacado. Intentó gritar de nuevo, pero una manaza sucia le tapó la boca y se lo impidió. El apretón era tan vigoroso que a la joven le costaba respirar. Su agresor se sentó a horcajadas sobre ella y sujetó las muñecas de Ana por encima de su cabeza, inmovilizándola por completo.
—Mira a quién tenemos aquí, nada menos que a la estirada señorita Alcázar… —Ana reconoció al hombre que la retenía y su temor aumentó de forma exponencial—. Sí, soy yo, Dionisio Fuentes, para servirla, me recuerda, ¿verdad? No contenta con joderme la vida al despedirme, me manda a los chapas para que me detengan. Pero yo no voy a cargar con la muerte de la putita esa que se lo hacía con cualquiera, no, eso sí que no. Si me meten en la cana por lo menos que sea por algo real —esbozó una mala copia de sonrisa, que mostró sus dientes torcidos y manchados de nicotina, y la amenazó—: Si chillas, te ahogo.
Fuentes quitó entonces la mano de la boca de Ana, la introdujo por debajo de su camiseta y apartó hacia arriba el sujetador. El tacto húmedo y repugnante de esos gruesos dedos sobre uno de sus pechos, le dio arcadas; sin embargo, Ana se obligó a sí misma a permanecer muy quieta.
—Te gusta, ¿verdad? Te voy a culear pero bien. Eres tan puta como la otra hembrita, pero tú me gustas más, eres más mujer.
Mientras hablaba se pasó la lengua por los labios en un gesto lascivo, sin parar de masajearle el pecho. De pronto, apretó el pezón con fuerza entre el índice y el pulgar causándole un gran dolor, pero, aún así, Ana no se movió; se limitaba a observar al hombre, que parecía cada vez más excitado, a la espera del momento adecuado. La odiosa manaza abandonó por fin el cuerpo de la joven para dirigirse hacia el enorme bulto de su bragueta. Dionisio Fuentes estaba tan concentrado en su propio deseo que, sin pensar, aflojó la presa de sus muñecas, al tiempo que dirigía la vista hacia el lugar donde sus dedos forcejeaban impacientes con la cremallera del pantalón.
Ana aprovechó su distracción para elevar el cuerpo con todas sus fuerzas, lo que hizo que Fuentes perdiera el equilibrio y, entonces, conectó su rodilla contra la entrepierna masculina con violencia. El hombre aulló de dolor y Ana reptó bajo su cuerpo, intentando liberarse y gritando con toda la potencia de sus pulmones. Casi lo había conseguido, cuando unos dedos férreos se enroscaron alrededor de su tobillo y la arrastraron de nuevo hacia atrás. Sin parar de patalear, Ana escuchó una horrible blasfemia y supo que, una vez más, había conseguido hacerle daño, pero, a pesar de todo, él no la soltó. Entonces, ella se dio la vuelta y le arañó la cara con sus uñas. Un nuevo bramido de dolor brotó de la garganta de su atacante, que echó el brazo hacia atrás y le golpeó iracundo en ambas mejillas, primero con la palma y luego un revés.
—¡Perra, te voy a sacar la madre! —la rabia de aquel sujeto era tal que Ana, tumbada boca arriba sobre el suelo y medio atontada por el dolor, pensó que había llegado su hora.
De pronto, se oyó un grito y, como una aparición, Diego surgió de entre los árboles y empezó a golpear a Dionisio Fuentes con una gruesa rama. Ante aquel inesperado ataque, el hombre esquivó un par de golpes y se vio obligado a soltarla, se incorporó y embistió al muchacho como un búfalo. Ambos rodaron por el suelo unidos en un abrazo que para Diego, mucho menos corpulento y más débil, no auguraba un final feliz. Al ver el cariz que estaba tomando la pelea, Ana se incorporó a pesar del dolor, se abalanzó a su vez sobre su agresor y le agarró por los pelos, tirando con fuerza, al tiempo que le mordía un hombro con saña. Esa inesperada ofensiva hizo que Fuentes relajara un poco la presión sobre la muñeca del muchacho, momento que Diego aprovechó para encajar un par de puñetazos en el ojo de su agresor. Incapaz de repeler ese ataque a dos bandas, el hombre se sacudió a ambos con violencia, salió corriendo y se perdió en el bosque.
Diego se derrumbó sobre la alfombra de agujas de pino que cubría el suelo, jadeando y sujetándose el brazo con expresión de dolor.
—Ana, ¿estás bien? —preguntó.
—Sí, Diego. Gracias a ti. ¿Te duele la muñeca? —preocupada, Ana se acercó a él y la examinó con cuidado—. No creo que esté rota. Venga, volvamos a casa, tenemos que avisar a la Guardia Civil.
Diego la agarró de la cintura con la mano sana y, apoyados el uno en el otro, regresaron caminando a la casa despacio y doloridos.
A pesar de que la mayoría del personal había abandonado ya la comisaría, el inspector seguía en su despacho tratando de encontrar alguna pista que se le hubiera pasado por alto en las lecturas anteriores del diario de Natalia Molina. El nombre del misterioso amante aparecía a menudo, pero los párrafos eran cortos y no aportaban mucha información.
…Kusanagi no ha venido hoy…
…nadie me ha hecho el amor nunca como Kusanagi…
…hoy hemos quedado cerca de la presa. Ha sido el polvo del siglo…
…Kusanagi estaba enfadado conmigo y me ha pegado. Luego se ha arrepentido y me ha rogado que le perdone. Por supuesto que le he perdonado…
…me quiere, estoy segura…
…en realidad ha estado jugando conmigo todo este tiempo. Kusanagi está enamorado de otra. ¡¡¡Hijo de puta!!! Esto no quedará así…
Ni fechas, ni detalles de ningún tipo. A pesar de que era la enésima vez que lo releía, Macnamara no había conseguido sacar mucho en claro; tan solo la frase final podía hacer pensar que quizá esa última pelea fue el detonante que precipitó el asesinato de la muchacha. Y por supuesto, ese nombre extraño, una y otra vez: Kusanagi. Algo dentro de él le decía que era importante pero, en ese instante, no tenía la cabeza para acertijos. Las continuas referencias sexuales lo único que conseguían era recordarle el tiempo que hacía que no se acostaba con una mujer. En un momento de desesperación, había pensado incluso en llamar a Vanessa, al menos para desahogarse, pero había descartado la idea casi en el acto. Era evidente que necesitaba una mujer, pero sabía muy bien que no le iba a servir una cualquiera para recuperar la tranquilidad. Unos burlones ojos grises que parecían reírse de él se dibujaron en su cerebro. Nuño maldijo, feroz, y golpeó la mesa con fuerza. Justo entonces sonó el teléfono.
—¡Macnamara! —el inspector escuchó sin interrumpir lo que la persona al otro lado de la línea le contaba y, en cuanto colgó, se puso la cazadora y salió a toda prisa en dirección al garaje de la comisaría.
Pocos minutos después, el policía viajaba a una velocidad suicida a lomos de su potente motocicleta por la carretera de La Coruña, en dirección a la sierra. Llegó en un tiempo récord y detuvo la moto frente a la entrada del chalé de piedra, alumbrada tan solo por un pequeño farol. Llamó al timbre, impaciente, hasta que Diego, con un brazo en cabestrillo, abrió la puerta y lo miró con cara de pocos amigos. De mala gana, el chico se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—Cuéntame lo que ha ocurrido —sin andarse por las ramas, Macnamara le indicó al muchacho que entrara en el salón y cerró la puerta a sus espaldas. Le dio la impresión de que Diego iba a negarse a contestar, pero, finalmente, el chico se encogió de hombros y empezó a hablar en un tono inexpresivo.
—Yo estaba en el bosque buscando trozos de madera para mis esculturas, cuando oí un grito. Me quedé escuchando, pero no pasó nada y pensé que me había equivocado, que sería algún pájaro. Unos minutos después, empezaron los chillidos otra vez, así que salí corriendo hacia el lugar de donde provenían y me encontré al cabrón de Fuentes encima de Ana, golpeándola —Macnamara apretó los puños con ansia homicida, pero no interrumpió su relato—. Cogí una rama de pino que había cerca y empecé a molerlo a palos. La verdad es que en ese momento no me paré a pensar; si lo hubiera hecho, me habría acordado de la navaja que llevo siempre para tallar pequeños tarugos de madera y lo más probable es que me hubiera cargado a ese cabronazo. —Diego lo miró desafiante, como si por el hecho de ser policía Nuño fuera a esposarlo y a llevarlo al calabozo más cercano ante semejante confesión, pero el inspector contestó muy tranquilo:
—Una verdadera lástima que no hayas recordado a tiempo que la llevabas.
Sin poder evitarlo, el chico esbozó una ligera sonrisa, pero en seguida recuperó su expresión hosca y siguió contando lo ocurrido:
—Sí, una lástima. El cabrón se me tiró encima, me golpeó y me retorció la muñeca.—Elevó el miembro vendado—. La verdad es que era muy fuerte, si no hubiera sido por Ana que en ese momento se lanzó sobre el muy hijo de puta y empezó a morderlo y a tirarle de los pelos, lo más probable es que hubiera sido él el que hubiera acabado conmigo, pero, por suerte, el tío salió pitando. La Guardia Civil lo está buscando por la sierra, pero aún no ha dado con él. Al parecer conoce bien estos parajes.
—Hay que reconocer que la señorita Alcázar los tiene bien puestos —afirmó Macnamara con los ojos brillantes.
—Sí, Ana es la tía más legal y más valiente que he conocido en mi vida —esta vez, Diego no se reprimió y en sus labios se dibujó una amplia sonrisa. Nuño comprobó que era un chico muy guapo y, de repente, a pesar de que Diego era muy moreno, le recordó al rostro de la foto del expediente de Manuel Fernández, el novio que murió en los brazos de Ana. Su estómago se retorció de una manera extraña, pero venció esa desagradable sensación y se dirigió de nuevo al muchacho:
—Mira Diego, al conocerte pensé que no eras más que otro delincuente juvenil, futura carne de prisión, y que la señorita Alcázar perdía el tiempo contigo, que nunca conseguiría sacar nada bueno de ti. Después de tu acción de hoy he cambiado de opinión y quiero que me perdones por haberte juzgado sin conocerte —Macnamara le tendió la mano. Sin moverse de donde estaba, Diego lo examinó con detenimiento; era evidente que las rudas palabras del policía, aunque le habían molestado, eran sinceras. Sabía que la mayoría de la gente que conocía tenía la misma opinión que el inspector Macnamara sobre él, pero nadie se había atrevido nunca a decírselo a la cara. En el fondo apreciaba su franqueza; así que, por fin, extendió su propia mano y ambos intercambiaron un firme apretón—. Ahora, por favor, llévame a ver a Ana. ¿Qué tal está?
—Un pelín tocada, pero ya sabes como es. Hace como si no hubiera pasado nada del otro mundo.
Sí, a esas alturas, el inspector sentía que conocía a Ana un poco mejor y cada vez le gustaba más lo que iba aprendiendo de ella, lo cual no resultaba nada bueno para su tranquilidad personal.
Diego lo condujo por la escalera y llamó a una puerta con los nudillos.
—Ana, ¿puedo entrar? Tienes visita.
Ana se preguntó quién sería a esas horas. La verdad es que no le apetecía ver a nadie, pero no podía negarse, quienquiera que fuera se había molestado en ir a verla y no deseaba mostrarse maleducada. Así que se apretó un poco el cinturón de la bata y dijo:
—Adelante —Diego hizo pasar al inspector y luego se retiró discretamente.
Ana no sabía a quién había esperado ver; quizá a Ricardo, tal vez a Julia, pero, desde luego, el inspector Macnamara era la última persona que habría imaginado recibir en su habitación esa noche. En cuanto entró el policía, el cuarto pareció encoger de tamaño.
—¡Inspector! —estaba sentada en la cama con la espalda apoyada en el cabecero y las piernas en alto, entonces hizo amago de bajarlas al suelo y levantarse, pero él se lo impidió.
—No te muevas, no es necesario —como si estuviera en su casa, alzó la silla que había frente al escritorio y la colocó al lado de la cama, se sentó y la examinó con detenimiento.
En esta ocasión, no quedaba ni rastro del disfraz que la señorita Alcázar mostraba en público. Una bata de punto color rosa claro se ceñía a su figura que, a pesar de no ser voluptuosa como las de las mujeres con las que Nuño acostumbraba a relacionarse, era esbelta y deliciosamente redondeada en los lugares adecuados. Su melena rubia caía ensortijada hasta más abajo de sus hombros y, a pesar de que sus mejillas estaban enrojecidas y algo hinchadas, y del corte que presentaba en el labio inferior, Macnamara pensó, deslumbrado, que era la mujer más bella que había visto jamás.
—¿Cómo te encuentras?
Ana esbozó una sonrisa que borró en el acto al notar un agudo dolor en el labio partido.
—Creo que me duelen hasta las pestañas pero, gracias a Dios, no es nada grave. ¿Cómo supiste lo que había ocurrido?
—Me avisaron del cuartelillo. Tenían orden de hacerlo si a ti o a cualquiera de los habitantes de esta casa les ocurría algo. Tú también podrías haberme llamado —la miró con el ceño fruncido.
—¿Para qué? Ya había avisado a la Guardia Civil, no se me ocurrió que fueras a venir hasta aquí para ver cómo estaba.
—Ah, ¿no? Pues ya ves, aquí estoy.
En los ojos oscuros asomaba una tierna mirada que hizo que ella se sintiera ligeramente turbada, pero sacudió la melena y repuso:
—En fin, ya que estás, quizá será mejor que te cuente algo que ocurrió hace un par de días… —con la vista posada en los puños de encaje de la bata, Ana le relató el asunto del ramo de flores. Oyó cómo el inspector se levantaba de la silla y sintió cómo se hundía el colchón cuando se sentó a su lado en el borde de la cama, luego notó su índice bajo la barbilla y se vio obligada a alzar el rostro, hasta que sus ojos grises quedaron a menos de diez centímetros de los malhumorados ojos castaños.
—Creía que había dejado muy claro que no quiero que me ocultes ni un ápice de información que pudiera ser relevante para el caso —a pesar de que su tono era suave, en su voz vibraba un matiz amenazador. Ana le agarró la muñeca y trató de apartar su mano, aunque no consiguió moverla ni un milímetro, pero sin dejarse intimidar respondió, desafiante:
—Y yo creo que ya me han maltratado bastante por hoy, así que ¡suéltame! —ordenó como una reina dirigiéndose a su súbdito.
—Ten cuidado —le advirtió Macnamara antes de soltarla despacio.
En ese momento, Miriam abrió la puerta y le dijo a Ana que Pablo quería darle las buenas noches. La joven se incorporó sin poder evitar una mueca de dolor y salió de la habitación, contenta de escapar de la incómoda tensión que se había creado entre ellos.
Nuño permaneció sentado donde estaba y, siguiendo un impulso, alargó la mano y abrió el cajón de la mesilla de noche. Con rapidez examinó el contenido: un bolígrafo, un blíster empezado de ibuprofeno, un tubo de crema de manos, una medalla de plata de la Virgen del Carmen… Palpó un poco más al fondo y sacó una tira de fotografías de esas que salen en los fotomatones a cambio de unas cuantas monedas. Era una secuencia; en la primera foto una pareja de adolescentes de entre dieciséis y dieciocho años miraba a la cámara con ojos asustados, en la segunda salían con las caras juntas y sacando la lengua, en la tercera se reían a carcajadas y en la cuarta intercambiaban un beso apasionado. Detrás de la tira, escrito en una letra irregular, algo decolorada por el tiempo, se leía: «Eres lo único bueno que me ha pasado en la vida. Te quiero, Anuska» y firmaba «Manu».
Acababa de leer la dedicatoria, cuando una mano le arrebató las fotos y Ana Alcázar, furiosa como nunca antes la había visto, se enfrentó a él con una mirada de odio en sus pupilas.
—¡¿Qué demonios haces cotilleando mis cosas?! ¡¿Cómo te atreves a hurgar en mi mesilla de noche?! ¡Yo no soy uno de tus jodidos criminales! —Macnamara había deseado a menudo ver a la comedida señorita Alcázar perder el control sobre sus emociones y, esta vez, ¡por Dios que lo había conseguido! Sus ojos grises, ahora oscuros como un cielo tormentoso, despedían destellos de ira que, si hubieran sido balas, lo habrían aniquilado. Se acercó a él y lo empujó con fuerza y Nuño, que no se lo esperaba, cayó hacia atrás sobre la cama. Ana se colocó entre sus piernas y se inclinó hacia él—. ¿Qué querías saber, eh? Alguien te habló de Manu, ¿verdad? Querías enterarte de los detalles sórdidos de esa pareja de adolescentes que se creyeron los nuevos Romeo y Julieta, ¿no es así, asqueroso bastardo? —cada vez que le hacía una pregunta, le golpeaba en el rostro con la tira de fotografías.
A pesar de que no le hacía daño, el inspector alzó una mano y rodeó con los dedos la muñeca femenina, impidiendo que siguiera con su ataque. Pero eso no detuvo a Ana que, sin ser consciente de los gruesos lagrimones que rodaban por sus mejillas, se retorció tratando de librarse de él y continuó insultándolo:
—Eres un capullo engreído. Un cerdo prepotente. Un… —Macnamara se dio cuenta de que la exagerada reacción de Ana obedecía a la enorme ansiedad que los acontecimientos de ese día habían provocado en ella y al inmenso esfuerzo que había hecho por reprimirla delante de sus protegidos; así que, extendió la mano que tenía libre, la agarró de la otra muñeca y la arrastró contra su pecho. La soltó por un instante, pero solo para rodearla en un estrecho abrazo que la incrustó aún más contra su cuerpo, luego enredó los dedos en su nuca y atrajo su cabeza hacia sí, dispuesto a silenciar con su boca esas amargas palabras.
Por un instante, Ana se quedó tan atónita que olvidó resistirse. Incrédula, notó cómo esa boca, dura e implacable, devoraba la suya con ansia salvaje y el contacto con su labio lastimado la hizo gemir de dolor. El inspector parecía haber enloquecido y no prestó la menor atención a sus quejas. Por fin, Ana consiguió reaccionar; apretó los dientes y se rebeló con todas sus fuerzas contra ese abrazo no deseado, pero fue inútil. El hombre que estaba en su cama era un coloso de fuerza extraordinaria y sus débiles intentos por liberarse resultaban vanos. A pesar de todo, Ana continuó con esa lucha infructuosa hasta que el policía rodó sobre ella, de forma que el cuerpo femenino quedó atrapado debajo del suyo. Al sentir todo su peso sobre ella, Ana se quedó sin aire y abrió la boca para respirar, lo que Macnamara aprovechó para introducir su lengua dentro de ella, haciendo que el beso alcanzara un grado de intimidad que la llenó de desasosiego. Ana trató de mover la cabeza hacia un lado, intentando escapar de sus caricias, pero él no se lo permitió; con sus largos dedos aferró su barbilla y la obligó a someterse de nuevo a sus labios voraces.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que posó sus labios en ella por primera vez pero, en un momento dado, Nuño notó que Ana ya no se debatía, sino que se mantenía inmóvil por completo debajo de él. Dejó de besarla en el acto y alzó la cabeza para contemplarla; los ojos grises, brillantes y húmedos, tenían la mirada perdida y, de pronto, Macnamara fue consciente de la barbaridad que acababa de cometer. Alarmado, se incorporó sobre la cama y, una vez más, atrajo el cuerpo de la chica contra su pecho, pero esta vez sin asomo de violencia.
Ana no se resistió y permaneció apoyada contra él, desmadejada. Cualquier idea de lucha se había disipado ante el segundo ataque que sufría ese día y lo único que deseaba era cerrar los ojos y dormir; se sentía terriblemente cansada. De un lugar lejano, le llegaba el eco de las palabras que el inspector susurraba en su oído sin cesar.
—Perdóname, Ana, perdóname.
Macnamara las repetía una y otra vez, al tiempo que la acunaba en sus brazos. Ana abrió los ojos; tenía la cara hundida en la cálida garganta del inspector. Como si fuera un observador ajeno por completo a lo que acababa de ocurrir, fue consciente de pronto de cientos de detalles insignificantes: el cuello del inspector Macnamara olía ligeramente a aftershave; la barba rojiza que empezaba a despuntar en su barbilla le pinchaba un poco en la frente; su mano, grande y caliente, se deslizaba por su espalda una y otra vez en una tranquilizadora caricia… Ana alzó su rostro del cálido nido y se incorporó para observarlo con la cabeza echada ligeramente hacia atrás, sin disimular sus mejillas aún empapadas y sus labios magullados, y en las atormentadas pupilas masculinas leyó el sufrimiento de una culpa profunda.
—Lo siento tanto…
Macnamara colocó un dedo tembloroso sobre la boca maltratada y la contorneó en una caricia más ligera que el tacto de la bruma matutina. Sin dejar de observarla, lleno de pesar, recorrió con su índice el arco de las cejas de Ana, más oscuras que su pelo; el puente de su nariz, corto y recto; sus mejillas enrojecidas, con aquellos altos pómulos eslavos, y la fina barbilla en la que se leía la determinación, mientras ella permanecía inmóvil con sus pupilas clavadas en la mirada reconcentrada de él, que resbalaba por su rostro y seguía el recorrido de su dedo, rasgo a rasgo, con minuciosidad.
El inspector tomó entre sus largos dedos la mandíbula de Ana, sin ejercer ningún tipo de presión y luego, muy despacio, se inclinó sobre ella —dándole tiempo a apartarse si ese era su deseo—, hasta que sus labios se posaron sobre los suyos de nuevo; solo que, en esta ocasión, con una delicadeza tan exquisita que Ana cerró los ojos y se perdió en la dulzura de esa caricia, tan distinta de las anteriores. Tan solo existían dos puntos de contacto entre sus cuerpos: los dedos posados sobre su mandíbula y su boca. Ella podría haber roto aquel leve contacto en el momento que hubiera querido pero, sin saber por qué, no solo no lo hizo, sino que entreabrió los labios y permitió que la lengua del policía saboreara el cálido y húmedo interior de su boca con tierna morosidad. Ana no estaba preparada para la llamarada de deseo que el suave roce de esa lengua provocó entre sus muslos y, embebida por completo en las ardientes sensaciones que esa caricia sutil le producía, se olvidó de todo hasta que, de repente, el inspector se apartó de ella con suavidad, aunque permaneció sujetándola por los brazos.
Ana abrió los ojos con desgana, sintiendo que su respiración agitada no tenía nada que envidiar a la de Macnamara. De hecho, el hombre jadeaba como si acabara de recorrer tres kilómetros a la carrera y le llevó varios minutos recuperar el aliento antes de poder hablar:
—Nunca mezclo el sexo con el trabajo… no sé qué me ha ocurrido esta noche, Ana, pero te prometo que no se repetirá.
Los ojos de Ana tenían una expresión indescifrable y no dijo nada. Nuño se puso en pie y, como siempre que estaba inquieto, se llevó la mano hasta el revuelto cabello y lo apartó con dedos nerviosos de su frente.
—Me voy. Pasaré la noche en el hostal del pueblo. Mañana hablaré con la Guardia Civil. Me quedaré por aquí unos días.
Con la mano en el pomo de la puerta, Macnamara se volvió una vez más hacia ella, que permanecía muy quieta encima del colchón, en la misma postura en que él la había dejado sin dejar de observarlo.
—Ana… —empezó, suplicante, pero, incapaz de acabar la frase, se dio media vuelta y salió de la habitación como si le persiguiera una manada de lobos.
Ana se abrazó a la almohada y se hizo un ovillo sobre el colchón. Estaba exhausta y no quería pensar, lo único que deseaba era sumirse en un sueño profundo, sin pesadillas, durante horas y horas. Sin embargo, aún le parecía sentir en sus labios el calor de las caricias de aquel hombre. Todavía se sentía aturdida por haberse dejado arrastrar por una emoción que pensaba que jamás volvería a sentir: deseo.
Deseo puro y descarnado.
En la facultad y durante los años que siguieron había tenido un par de relaciones, pero los sentimientos que había albergado por esos hombres nunca habían ido más allá del aprecio y de un suave afecto desapasionado. Por eso mismo habían acabado enseguida; ellos se habían dado cuenta de que ella no les podía dar más y se habían alejado, decepcionados. Ana pensaba que la muerte de Manu había aniquilado su capacidad de sentir pasión pero, para su sorpresa, los besos de un hombre que ni siquiera le caía bien le habían demostrado lo contrario. Lujuria, desenfreno, voluptuosidad eran algunas de las turbulentas emociones que el suave beso del inspector había despertado en ella y Ana no encontraba ninguna explicación para semejante reacción. Cierto que el inspector Macnamara tenía un físico masculino e imponente, pero también los otros hombres con los que había salido eran seductores a su manera y con ellos, además, había tenido un montón de cosas en común.
Lo más curioso era que, en ningún momento, le había dado la sensación de que el inspector la encontrara atractiva; es más, después de conocer a Vanessa, podía afirmar sin ambages que ella, Ana Alcázar, no era su tipo de mujer. Sin embargo, era evidente que Macnamara la había deseado con el mismo ansia que ella a él. Su respuesta no ofrecía ninguna duda; el policía había perdido el control por completo. Perpleja por lo sucedido y con el run run de esos pensamientos aleteando en su cerebro, Ana se quedó dormida por fin y no despertó hasta mucho más tarde.
Mientras tanto, tumbado en la diminuta cama del hostal, con los brazos cruzados detrás de la nuca y los pies asomando por el borde del colchón, Macnamara intentaba en vano conciliar el sueño. Aún era presa de una poderosa excitación a la que no estaba dispuesto a poner remedio; sería su castigo por lo ocurrido. Nunca había perdido el dominio de sí mismo de esa manera. Si no hubiera recobrado la cordura milagrosamente, la habría hecho suya, con o sin su consentimiento. Ni siquiera le había detenido pensar en el ataque del que Ana había sido víctima esa misma tarde. Apretó los dientes con fuerza y se dijo que él no era mejor que el miserable de Dionisio Fuentes.
En cuanto la vio en su habitación con esa imagen, seductora y femenina, tan distinta de la que presentaba al mundo de forma habitual, la había deseado con un anhelo que borró de su mente cualquier otro pensamiento. Pero eso se acabó. Se juró a sí mismo que no volvería a ponerle una mano encima a Ana Alcázar. No estaba dispuesto a enamorarse y los sentimientos que esa mujer despertaba en él distaban mucho de estar bajo control.