8

Macnamara seguía pensando en lo que acababa de escuchar, mientras esquivaba el denso tráfico de Madrid subido a su Honda negra. En un momento dado, se cuestionó los motivos por los que investigaba el pasado de Ana Alcázar en vez de centrarse en el presente para esclarecer el asesinato de Natalia Molina. Era cierto que la psicóloga lo atraía más de lo que deseaba admitir y, después de oír su historia, se sentía aún más fascinado por ella; pero no era por eso por lo que estaba llevando esa investigación paralela. Tenía el presentimiento de que, a pesar de que las apariencias y los antecedentes de Natalia apuntaban a un móvil sexual, el asesinato estaba relacionado de alguna manera con la señorita Alcázar. Si no, ¿por qué alguien había envenenado a su perro? Además, ¿quién había entrado en su habitación mientras dormía? Quizá ese arisco muchacho que estaba loco por ella. Nuño Macnamara no descartaba a ningún posible sospechoso. Había echado un vistazo al historial de Diego Hernández y, desde luego, el chaval no era ningún angelito. No, ahí había algo más de lo que a simple vista podía apreciarse. El policía siempre había confiado en su instinto y hasta entonces no le había fallado.

Nada más llegar a la comisaría Teresa le informó de que le había llamado el forense, así que en cuanto se sentó en su mesa le devolvió la llamada.

—Buenos días, Macnamara. Ya he averiguado cuál fue el arma del crimen —el forense, con el que había trabajado en multitud de ocasiones, no se anduvo por las ramas—. La muchacha fue asesinada con un corvo chileno.

—¿Un qué? —Nuño jamás había oído hablar de semejante arma.

—Es un cuchillo tradicional de Chile que se usa para la lucha cuerpo a cuerpo. Al parecer es una versión del llamado cuchillo de marras que se usaba en la Península Ibérica para la vendimia. En Chile desarrolla un tamaño y un peso mayor, y fue utilizado por ganaderos y agricultores hasta la guerra de la Confederación Perú-Boliviana…

—Venga, doctor Atienza, no me maree con tantos datos —le interrumpió el inspector sin contemplaciones. Al parecer el forense debía estar acostumbrado, porque no se molestó en ofenderse.

—Ya sé que desperdicio mis conocimientos en una panda de analfabetos funcionales como ustedes. En fin, usted se lo pierde, Macnamara, acuérdese de la famosa frase: el saber no ocupa…

De nuevo el inspector lo cortó en seco. El doctor Atienza era un gran profesional, pero tenía alma de profesor frustrado y en cuanto empezaba a disertar sobre un tema era difícil detenerlo.

—¿Puede mandarme una foto?

—Abra su correo; le está esperando en su bandeja de entrada. En fin, le haré un pequeño resumen: con un corvo no se pueden asestar puñaladas frontales. La hoja es introtorsa, es decir, el filo principal es el interno, por lo que se coloca con la punta para abajo y se utiliza como si fuera la garra de un animal. Las heridas que provoca, similares a los zarpazos de un gran felino, son devastadoras. Los corveros buscan siempre un golpe certero para acabar con sus oponentes de un solo tajo pero, en esta ocasión, o el asesino no sabía usar ese tipo de cuchillo con destreza o lo utilizó de forma sádica. Yo soy de la opinión de que el asesino buscaba causar el mayor daño posible.

A pesar de que Nuño Macnamara era un policía curtido, las palabras del forense le provocaron un estremecimiento.

—Muchas gracias por la información, doctor Atienza.

En cuanto colgó con el forense llamó el agente de la policía científica encargado de buscar huellas en la furgoneta de Dionisio Fuentes, para decirle que no había encontrado ningún rastro de la presencia de la chica en el vehículo. Macnamara consultó sus notas sobre Fuentes. El hombre había nacido en Ecuador, lo cuál tampoco significaba nada. No hacía falta ser chileno para manejar uno de esos cuchillos; era como decir que ningún madrileño aficionado a las artes marciales podía estar en posesión de una katana.

En ese instante, sonó el teléfono una vez más. Esta vez Teresa no se molestó en preguntar y le pasó con Ana Alcázar directamente:

—¡Inspector, he encontrado algo que puede interesarte! —ni siquiera le dio los buenos días. La voz de la joven sonaba tan excitada que Nuño no pudo evitar que los latidos de su corazón se aceleraran—. Su diario. ¡El diario de Natalia! Estaba dentro del colchón. Habla de un hombre. Al parecer estaba enamorada de él, pero en ningún momento lo llama por su nombre.

—¡Bien hecho, Ana! Les daré un buen tirón de orejas a mis hombres por haberlo pasado por alto cuando revisaron las pertenencias de Natalia.

—La verdad es que estaba muy bien escondido. Incluso se había molestado en coser un pequeño cierre en la funda del colchón, por lo que la abertura resultaba casi invisible. Por fortuna, Julia es de las que limpia a conciencia y cuando ha quitado la funda para lavarla lo ha descubierto. En cuanto termine en la consulta, se lo llevo; calculo que pasaré por la comisaría hacia las cuatro.

Ana colgó antes de que Macnamara pudiera decir algo.

—Se te ve contento —afirmó Morales que entró justo en ese momento. El inspector borró de sus labios la sonrisa que había esbozado sin darse cuenta y se encogió de hombros.

A las cuatro menos cinco Morales, que se había encontrado con Ana delante del edificio, la escoltaba con amabilidad hasta el despacho de Macnamara.

—Nuño, la señorita Alcázar te busca —dijo y se dio la vuelta, no sin antes guiñarle, malicioso, un ojo a Macnamara con disimulo.

El inspector reprimió la irritación y, deliberadamente, permaneció sentado en la silla, al tiempo que la saludaba con fingida indiferencia. Sin prestar ninguna atención a su fría actitud, Ana se acercó a la mesa y le tendió un pequeño cuaderno con los ojos chispeantes de entusiasmo.

—Lee esto —se aproximó aún más a él y se inclinó por encima de su hombro para buscar con dedos nerviosos la página deseada.

La mejilla femenina quedó muy cerca de la suya y la suave fragancia, fresca y ligera, que la caracterizaba asaltó sus fosas nasales con violencia, mientras un pecho femenino rozaba apenas su hombro. Nuño miró la página que Ana le señalaba, pero estaba demasiado aturdido para concentrarse, y la desordenada escritura de Natalia Molina bailó ante sus ojos sin que pudiera encontrarle ningún sentido. Enojado consigo mismo, Macnamara hizo un esfuerzo ímprobo para recuperar sus facultades.

—Un amante secreto… —fue lo único que dijo cuando consiguió descifrar la enrevesada caligrafía.

Ana asintió, mirándolo con sus luminosos iris de color gris.

—Kusanagi, un apodo extraño. Nunca lo había oído, quizá nos dé una pista. Al final del todo —siguió explicando, mientras se inclinaba sobre él una vez más y pasaba las páginas del diario, impaciente—, parece que se pelean. Desde luego, es evidente que ella está furiosa.

—Veamos —Macnamara apartó un montón de papeles y desenterró su portátil. Tecleó Kusanagi en el buscador de Google y enseguida aparecieron ante sus ojos numerosas páginas repletas de información. Abrió una de ellas y empezó a leer en alto—: «Kusanagi-no-tsurgise (joder, menudo trabalenguas): espada legendaria japonesa. Se dice de ella que tiene muchos y devastadores poderes que se reciben al usarla, entre ellos, le otorga al que la lleva el poder de controlar el viento. La espada se guarda junto con otros de los tesoros imperiales de Japón». Parece que nuestro amigo, si es que es el mismo que asesinó a Natalia, tiene fijación por los objetos cortantes: la espada Kusanagi, un cuchillo corvo chileno…

—Objetos cortantes de lo más exótico —precisó Ana—. Nunca había oído hablar de esta espada, ni del cuchillo que acabas de mencionar.

—No podemos estar seguros de que el amante sea también el asesino —replicó el policía.

—Yo estoy convencida de ello —afirmó Ana con los ojos brillantes.

—Uuhh, ¿llevas la bola de cristal en el bolso?

—Eres un idiota, inspector —respondió ella, mirándolo con el ceño fruncido.

—Venga, vamos a tomar algo. Tengo hambre —anunció Macnamara, impaciente, al tiempo que se levantaba y cogía su cazadora del respaldo de la silla.

Molesta por sus modales autoritarios, Ana estuvo a punto de negarse pero, en ese instante, sus tripas emitieron un sonido elocuente y le recordaron que aún no había comido. Justo cuando salían del edificio, estuvieron a punto de darse de bruces con una mujer vestida con unos ceñidos pantalones de cuero, botas negras con tacones de al menos diez centímetros, chaqueta entallada y ribeteada de piel —que resaltaba el considerable tamaño de sus senos y, por contraste, su estrecha cintura—, y unas enormes gafas de sol que casi le tapaban el rostro. La mujer se acercó a ellos con un provocativo contoneo de caderas y la negra melena ondeando al viento.

—Nuño, querido, necesito hablar contigo. Te invito a tomar algo en el bar de Pintxo —ni siquiera se molestó en dirigir una mirada a Ana que, divertida, observaba la expresión ceñuda del inspector.

—Lo siento Vanessa, pero iba a tomar algo con la señorita Alcázar —a pesar de que sus ojos estaban ocultos tras las inmensas gafas de sol, Ana adivinó la mirada desdeñosa con la que la llamativa amiga del inspector recorrió su cuerpo.

—Me gustaría saber desde cuando te gustan a ti las mujeres con una talla noventa de sujetador —su voz, ligeramente aguda, destilaba veneno.

—¡Vanessa! —rugió Macnamara, haciendo que ambas se sobresaltaran.

—No se preocupe, Vanessa. El inspector Macnamara no tiene ninguna intención amorosa respecto a mí, simplemente íbamos a hablar de uno de los casos que está investigando —la amplia sonrisa de la psicóloga le indicó a Macnamara que la joven se lo estaba pasando en grande a su costa y que disfrutaba de su evidente incomodidad. Furioso, rechinó los dientes, pero antes de que pudiera decir algo, Vanessa se dirigió a Ana en un tono mucho más amable:

—Perdona, cariño, pero tengo que hablar con Nuño. Es urgente. Tenemos que arreglar un malentendido.

—Ahora no, Vanessa. Ya te llamaré, y te lo advierto, si vuelves a buscarme a la comisaría o causas el más mínimo escándalo cerca de ella, te arrepentirás —su mirada amenazadora no dejaba dudas respecto a la sinceridad de sus bruscas palabras.

El policía agarró a Ana de la muñeca y tiró de ella en dirección a un modesto bar que había en la esquina, pero la joven se volvió y le gritó a la mujer que se había quedado inmóvil sobre la acera:

—Vanessa, no debe permitir que nadie le hable así. Usted es mucho más que un gran par de pechos. Si solo se ve a sí misma como un cuerpo atractivo y no como un ser humano con necesidades y sentimientos, los hombres no la tratarán mejor que a un pedazo de carne, como acaba de hacer el inspector Macnamara. No lo permita, Vanessa, usted se merece mucho más. Créame, sé de lo que hablo, soy psicóloga…

Ana se vio obligada a dejar de lado sus consejos, pues ahora Nuño la arrastraba, literalmente, hacia el bar.

—¡Eres un hombre horrible! —le soltó la chica mientras se derrumbaba sobre una de las sillas de madera y se frotaba la muñeca dolorida—. No entiendo cómo alguien puede tratar así a una persona. Espero que algún día te enamores de una mujer que te haga sufrir.

—¿Qué es esto? ¿La maldición de la bruja Avería? —su sarcasmo hizo que Ana lo mirara con rencor—. ¿Y puede saberse a qué ha venido ese psicoanálisis barato en mitad de la calle? —colérico, Macnamara se pasaba la mano, una y otra vez, por el revuelto cabello cobrizo.

—Me voy —afirmó haciendo amago de levantarse de la silla, pero el policía posó una de sus manazas sobre su hombro y la obligó a sentarse de nuevo, al tiempo que con la otra hacía una seña al camarero—. ¡No puedes obligarme a comer contigo! —siseó, furiosa.

—Perdona —atónita, la joven clavó en él sus pupilas como si no pudiera creer que esa sencilla palabra, pronunciada en un tono apenas más fuerte que un susurro, hubiera salido de los apretados labios de aquel hombre que, sentado frente a ella, la miraba con expresión tormentosa. También Macnamara estaba sorprendido consigo mismo; pedir disculpas no era uno de sus deportes favoritos, precisamente. Ana lo observó sin decir nada y esperó a que fuera él quien hablara, así que Nuño continuó—: Ha sido una escena desagradable, no debiste verte envuelta en ella.

—Soy una mujer fuerte, inspector, puedo resistir casi cualquier cosa, pero odio ver cómo la gente es cruel con sus semejantes —el inspector tuvo la decencia de enrojecer ligeramente y Ana se alegró al comprobar que todavía era capaz de sentir cierta vergüenza—. Es evidente que la pobre Vanessa está enamorada de ti algo que, aunque no puedo entender —Macnamara no pudo contener un respingo al oír sus palabras—, imagino que no puede evitar, así que, por favor, intenta tratarla un poco mejor, aunque solo sea por caridad humana.

Sus hermosos ojos grises lo miraban muy serios y, a pesar de la incomodidad que sus palabras le causaban, Macnamara se alegró al ver que parecía haber olvidado su intención de marcharse. También se alegraba de captar su completa atención, aunque solo fuera para recibir una reprimenda. Sus confusos sentimientos respecto a la señorita Alcázar empezaban a asustarlo. Nuño siempre había buscado mujeres físicamente espectaculares y, a ser posible, no demasiado inteligentes. Su lema era: «disfruta del polvo presente, sin caer en el aburrimiento futuro». Así que, en cuanto notaba que la mujer de turno se volvía posesiva, soltaba lastre de inmediato y se alejaba de ella a toda velocidad.

Pero tenía claro que una relación con Ana Alcázar sería algo diferente por completo. En el caso de que ella accediera —lo cual vista la antipatía que sentía por él no parecía muy probable—, presentía que no le iba a ser fácil salir por pies y con el corazón indemne. Solo de pensar que pudiera enamorarse le aterrorizaba, había visto de cerca lo que el amor le había hecho a su padre y había jurado no caer jamás en esa trampa. De pronto, Nuño oyó que ella le preguntaba algo, así que hizo un esfuerzo para hacer a un lado esas sombrías elucubraciones que no le conducían a ninguna parte.

—¿Perdona?

—¿Qué opinas de lo que has leído en el diario de Natalia? —repitió.

El camarero llegó en ese momento con las bebidas y unas raciones que devoraron, hambrientos, sin dejar de hablar del caso. Luego surgieron otros temas de conversación más generales y sus carcajadas resonaron a menudo durante la comida. Los dos tenían un marcado sentido del humor —el de él un tanto mordaz— y, cuando Ana anunció que tenía que irse, el inspector miró el reloj sin poder creer que hubiera pasado ya una hora y media.

—¿Has venido en coche?

—No. Yo bajo a trabajar en tren todos los días.

—Venga, te acercaré a la estación. Nuevos Ministerios, ¿no?

—Sí, pero no hace falta que me lleves, iré en metro —respondió Ana abotonándose la chaqueta.

—No discutas. Te acercaré en la moto, no tardaré nada —Nuño zanjó la discusión con su habitual tono autoritario.

—No me gusta que me des órdenes, inspector. Está claro que no conoces la palabra mágica —gruñó, enojada.

—No te estoy dando órdenes. ¿Y cuál es la palabra mágica? —Macnamara colocó una mano en la parte baja de su espalda y, con una leve presión, la condujo con firmeza en dirección a la comisaría.

—Por favor.

—Por favor, señorita Alcázar, ¿me concede el honor de acompañarla a la estación de tren? —preguntó, sarcástico, pero Ana le dirigió una sonrisa burlona y contestó:

—Será un placer, inspector Macnamara.

La Honda estaba en el aparcamiento de la comisaría, así que tomaron el ascensor que en ese momento iba lleno de gente para bajar al tercer sótano, donde Macnamara tenía su plaza de aparcamiento. Seguían charlando animadamente cuando, de repente, la cabina se detuvo con brusquedad y las luces se apagaron de golpe. El leve resplandor de la luz de emergencia apenas atravesaba la penumbra reinante, y varios de los ocupantes del ascensor empezaron a chillar, asustados. Sin perder la calma, Macnamara pulsó el botón de socorro y consiguió hablar con un operario. Al parecer, se trataba de una avería en la red eléctrica y solucionarla iba a llevar bastante tiempo. El técnico de mantenimiento les dijo que tendrían que acceder al ascensor de forma manual y, al haber varios aparatos en el edificio, aún les tocaría esperar un rato hasta que les llegara el turno.

—Será mejor que nos pongamos cómodos.

El policía se sentó en el suelo y obligó a Ana a sentarse entre sus piernas. El resto de los ocupantes del ascensor los imitó y, al ser tantos, el espacio quedó bastante reducido.

—¡Estás temblando! —sorprendido, la rodeó con uno de sus brazos y la atrajo hacia sí.

—Confieso que no me gusta la oscuridad, de noche siempre enchufo una de esas lamparillas para bebés en mi habitación.

Hablaban en susurros y sus palabras pasaban desapercibidas entre las protestas y las quejas del resto de los encerrados.

—¿Y eso?

Sin poder contenerse el inspector hundió la nariz en su pelo y aspiró con fuerza. Su suave perfume le provocó una brutal erección y rogó para que la gruesa chaqueta que llevaba la chica no le permitiera adivinarlo. Sin percatarse de nada, Ana se acomodó mejor contra él, buscando una postura más confortable, y Nuño apretó las mandíbulas hasta hacerse daño en un intento de evitar que un gemido atormentado saliera de su garganta. Era increíble el deseo que esa pequeña mujer podía despertar en él. Si no estuvieran rodeados por esa multitud quejosa, pensó Macnamara, la tumbaría sobre el frío suelo del ascensor y, sin perder el tiempo en estúpidos juegos previos, le bajaría los pantalones, le arrancaría las bragas y se introduciría hasta lo más profundo de su ser de una sola embestida.

—Una de mis numerosas familias de acogida, decidió curarme mis «rarezas», como ellos las llamaban, encerrándome en un armario. A pesar de que he acudido a terapia durante años, no he conseguido superar mis terrores infantiles.

Las palabras de Ana cortaron en seco el rumbo lascivo que habían tomado los pensamientos del policía. Avergonzado de sí mismo, Nuño la estrechó aún más y ella se sintió un poco más relajada. Notó como los labios del inspector se posaban con suavidad sobre su pelo y, de nuevo, le sorprendió que ese hombre que, en general, era brusco y antipático pudiera, al mismo tiempo, comportarse con tanta ternura.

En ese momento se oyeron algunos golpes y voces fuera del ascensor y, pocos segundos después, uno de los operarios de mantenimiento del edificio abría la puerta de acero con una llave especial. Hubo un suspiro colectivo de alivio. El único que lamentó la liberación fue Macnamara, que se encontraba de lo más a gusto con la señorita Alcázar recostada sobre él. De mala gana se incorporó, la agarró de los brazos y la levantó con cierta rudeza, como si no pesara nada. La dulce sonrisa de agradecimiento que le dirigió Ana fue un nuevo ataque frontal a su autocontrol, así que la miró con una expresión torva que hizo que ella se preguntara a qué se deberían los frecuentes cambios de humor de aquel hombre.

—Toma —el hombre quitó el candado de la moto y le tendió un casco, pero ella se negó a cogerlo.

—Prefiero que lo uses tú.

Con brusquedad, Macnamara se lo colocó en la cabeza, se lo ató de malos modos y le dio una palmada en lo alto que hizo que Ana viera las estrellas.

—Te gusta mucho discutir.

—¡Eres un mandón y un bestia! —replicó, enfadada, al tiempo que se ajustaba el casco que el policía le había incrustado hasta casi taparle los ojos. Sin prestarle atención, Macnamara ordenó:

—Sube y agárrate fuerte.

Hacía mucho que la joven no montaba en moto y menos a la velocidad a la que conducía el inspector, así que obedeció y se aferró a su cintura como una lapa.

«Tenía que ser policía», se dijo, irónica, mientras zigzagueaban de manera temeraria entre los coches.

En pocos minutos llegaron a la estación de Nuevos Ministerios. Ana se bajó de la moto y le devolvió el casco, se despidió con un escueto: «Adiós y gracias», y se alejó a toda prisa. Al policía le divirtió su actitud hostil y la siguió con la mirada hasta que desapareció por unas escaleras mecánicas. En cuanto la perdió de vista, a pesar de estar rodeado por una multitud de gente que iba y venía, Nuño Macnamara se sintió extrañamente solo.