7

De nuevo sobre su moto, Macnamara condujo hasta la casa de Ana Alcázar. En el bar del pueblo le habían confirmado que Fuentes estuvo aquel viernes jugando una partida y que cuando se marcho, a eso de la una de la madrugada, iba muy borracho. Esos datos ni lo incriminaban, ni lo exculpaban; en realidad, el forense no había sido muy concreto respecto a la hora de la muerte. En algún momento entre el viernes por la tarde y el sábado por la mañana, había dicho, y eso era un periodo de tiempo demasiado amplio para el gusto de Macnamara.

El policía aparcó la Honda junto a una furgoneta rotulada con el nombre de una empresa de alarmas. Frente a la puerta principal, un individuo que debía ser el cerrajero se afanaba sobre la cerradura. Nuño entró sin llamar y escuchó la voz de Ana por la zona de la cocina, al instante, sintió una ráfaga de deseo y se llamó al orden, furioso consigo mismo.

—¡Buenos días!

Ana se volvió hacia él, sobresaltada. Llevaba puestos todos los pertrechos de su disfraz para pasar desapercibida: moño apretado, gafas de concha que ocultaban sus preciosos ojos grises, sudadera holgada de alguna universidad americana, vaqueros y zapatillas de deporte. A pesar de ello, Macnamara sintió unas ganas intensas de acercarse a ella de dos zancadas y arrojarse sobre sus labios. Por fortuna, el hombre que estaba a su lado lo saludó en ese momento y Nuño recobró la cordura en el acto.

—Qué tal, Macnamara, ¿cómo va?

—Hola, Guz. Ya ves, buscándote clientes —los hombres se propinaron unas amistosas palmaditas en la espalda.

—Le comentaba a la señorita Alcázar que al vivir tan aislada le interesa estar conectada a una central receptora de forma que, si salta la alarma, se pongan en contacto con la policía cuanto antes.

—Estoy de acuerdo, señor Guzmán, lo malo es que en esta zona tan solo hay un cuartel de la Guardia Civil para no sé cuántos pueblos —repuso Ana con una de esas sonrisas impactantes que, a juicio del inspector, dirigía a todo el mundo excepto a él—. No sé si será muy efectivo.

—Menos es nada —terció Nuño—. Le aconsejo que haga lo que Guz le dice, señorita Alcázar, es un experto en seguridad. Incluso trabaja para nosotros, la policía, ¿puede haber mejor carta de presentación?

Guzmán soltó una carcajada, pero a Ana no le hizo mucha gracia la intervención del inspector. A ella le había sonado algo así como: «Tranquila, muñeca, no agobies tu cabecita hueca con estas cuestiones difíciles, nosotros los hombres nos ocuparemos de todo». Ana se dio cuenta de que los ojos oscuros la examinaban, maliciosos, como si Macnamara hubiera adivinado el efecto que sus palabras habían tenido sobre ella. Decididamente, se dijo, aquel policía era un hombre irritante. Atractivo, eso sí, con su revuelto cabello castaño rojizo y su magnífica figura, pero no por ello menos insoportable.

—Venga conmigo —Macnamara agarró su brazo y la sacó de la cocina casi a rastras.

—Inspector Macnamara, puede soltarme ya. Soy muy capaz de andar sola sin caerme.

Sin prestarle la menor atención, Nuño la llevó hasta el jardín y la obligó a sentarse sobre una de las sillas de plástico de la tarde anterior. Por fin la soltó y Ana no pudo evitar un gesto de dolor al frotarse el brazo que él había apretado sin consideración.

—¡Animal! —los iris grises despedían chispas de plata—. Si no fuera porque se encarga de la investigación de la muerte de Natalia le echaría a patadas de mi casa.

—Si no fuera porque me encargo de esa investigación no estaría en su casa, y puede dejar de lanzar dardos por los ojos, soy inmune.

De repente, la ira de la joven se evaporó de golpe, y comentó mirándolo divertida:

—Creo que es usted uno de los tipos más odiosos que me he echado a la cara jamás.

Macnamara clavó sus pupilas en ella con el rostro inescrutable y contestó:

—Me halaga —sin apenas transición, el inspector añadió—: Quiero respuestas y las quiero ahora.

Ana lo miró, perpleja. Como de costumbre, el ceño fruncido del inspector no auguraba nada bueno; parecía muy enfadado, pero ella no tenía ni la más remota idea del por qué.

—Creo que ya le he dado toda la información que tenía…

—He estado hablando con Dionisio Fuentes —Macnamara la interrumpió sin contemplaciones—. El tipo asegura que Natalia lo provocaba en cuanto tenía ocasión y ha dado a entender que hacía lo mismo con cualquier ser humano del sexo masculino que se le acercara…

El inspector advirtió que Ana se sonrojaba y le satisfizo comprobar que le había entendido a la primera. Definitivamente, no era una de esas mujeres de cerebro vacío a las que estaba acostumbrado.

—Natalia llevaba poco tiempo con nosotros, era demasiado pronto para que yo hubiese logrado causar una impresión profunda en ella. Es cierto que Natalia Molina estaba acostumbrada a utilizar el sexo para conseguir lo que quería. A los doce años fue violada por su padrastro. La única lección que aprendió a tan temprana edad fue que el dinero, el poder y el sexo movían el mundo. Ella no tenía dinero, ni estudios, ni siquiera amigos, pero sabía que su poder residía en su cuerpo, joven y atractivo, y lo utilizaba en consecuencia.

El inspector no relajó la expresión severa de su rostro al escuchar la explicación de Ana. Tan solo se limitó a decir:

—¿Y no pensó que ese pequeño detalle, tal vez, pudiera interesarme? El abanico de posibles sospechosos se amplía de forma considerable si tenemos en cuenta que a la víctima le gustaba jugar con fuego —Ana se mordió el labio inferior en un gesto que, como Nuño había aprendido ya, denotaba nerviosismo. Él, en cambio, cada vez que la veía hacer eso tenía que contenerse para no abalanzarse sobre ella y chupar y morder esa boca seductora. Puede que alguna de esas emociones se asomara a sus ojos por un instante, porque ella se puso aún más colorada y desvió la vista hacia sus manos, que retorcía, nerviosa, en su regazo.

—Si se lo hubiera dicho, habría hecho como el resto de los policías a los que les comenté la desaparición de Natalia. Lo más probable es que hubiera descartado el asunto como una fuga más de un menor conflictivo, un hecho sin importancia…

—¡No pretenda saber lo que yo hubiera hecho o dejado de hacer! —a pesar de que el inspector no había alzado la voz, su tono era tan punzante que Ana dio un respingo—. Así que la próxima vez no piense por mí. Quiero toda la información que posea, no quiero que se reserve nada ¿lo ha entendido?

De nuevo, Macnamara detectó un destello de odio en las pupilas femeninas y se alegró. Al menos las emociones que despertaba en ella eran igual de violentas —aunque de otra naturaleza muy distinta—, que las que él sentía cada vez que la miraba. No acababa de acostumbrarse a las acometidas de puro deseo que le asaltaban cuando estaba cerca de aquella mujer. A veces, solo oír su voz le provocaba una dolorosa erección y no sabía cómo actuar ante los síntomas de lo que empezaba a parecerse demasiado a una enfermedad.

En cualquier otra ocasión, habría hecho lo que fuera para llevársela a la cama, pero Ana Alcázar era un elemento clave en la investigación de un caso de asesinato y no podía comportarse de forma poco profesional. Además, si algo le había quedado claro durante su corta relación era que a la señorita Alcázar él no le caía nada bien, por lo que dudaba que estuviese dispuesta a aliviarle los padecimientos de esa extraña dolencia. En ese momento, el pequeño de la casa se acercó a donde estaban ellos, gritando entusiasmado y, sin querer, consiguió aligerar la tensión que les envolvía como una bruma compacta.

—¡Mira Ana, mira lo que he cazado! —el niño agitaba excitado un tarro de vidrio en su mano. La joven lo cogió y descubrió en el fondo del frasco una lagartija de buen tamaño que debía haber perdido la cola en la escaramuza.

—¡Caramba, Pablo, eres uno de los cazadores más hábiles que conozco! Ayer un grillo, hoy una lagartija… ¿qué vas a hacer con ella? —preguntó Ana y aprovechó para revolver el suave pelo rubio con ternura.

—Estoy pensando en meterla en la cama de Miriam —los ojos castaños del niño relucían traviesos y Ana fue incapaz de reprimir una carcajada. Al oírla, Macnamara, que asistía interesado a la escena, sintió un extraño cosquilleo en el estómago—. Ayer me llamó «pobre inútil» por tirar el vaso de agua sin querer.

—Venga, Pablete, no seas cruel. Puede que Miriam se lo merezca por haberte insultado, pero yo sé que tú tienes un corazón demasiado grande para hacer eso. Además —añadió al ver que Pablo se encogía de hombros, poco convencido—, piensa en la pobre lagartija. Podría perderse entre las sabanas o, incluso, morir asfixiada.

Ese argumento debió parecerle más convincente al diablillo rubio, pues le lanzó a Ana una mirada calculadora y después declaró:

—Está bien. No lo haré, pero se la voy a enseñar para que vea lo que le espera si vuelve a meterse conmigo —sin despedirse de ellos, el niño se alejó corriendo en dirección a la casa.

—Es usted una gran profesional —afirmó Macnamara con expresión burlona.

A pesar de ello, Ana interpretó sus palabras como una ofrenda de paz y contestó con mucha seguridad:

—De las mejores. Creo que a usted le vendría de maravilla una charla con un psicólogo, así que, si me necesita, ya sabe dónde encontrarme…

Macnamara soltó una carcajada y, una vez más, Ana pensó que cuando su entrecejo se despejaba, desaparecía la mueca sardónica que a menudo desfiguraba sus bonitos labios, y se reía con ganas, el inspector se transformaba en un hombre cautivador. Lástima que desde que lo conocía ese extraño fenómeno apenas hubiera ocurrido en un par de ocasiones. Sintiéndose un poco más en sintonía con él después de la oportuna interrupción de Pablo, y antes de poder arrepentirse, Ana decidió invitarlo a comer. Sorprendido por su repentino ofrecimiento, Nuño aceptó en el acto y decidió aprovechar que la barrera de hostilidad que tan a menudo se alzaba entre ellos se había derrumbado, por el momento, para ponerla al día sobre la investigación.

—Puede que el asesino trasladara a su víctima hasta el pantano en una furgoneta blanca. Hay un testigo que afirma haber visto un vehículo de estas características detenido cerca del camino por el que Natalia regresaba a casa todos los días, lo malo es que no recuerda ni el modelo ni la matrícula. Solo en este pueblo y en los dos más próximos hay una veintena de furgonetas, la mayoría de color blanco. Dionisio Fuentes conduce una también. He solicitado una orden de registro y el lunes vendrá alguien de la científica para examinarla en busca de huellas.

—¿Cree que puede ser el asesino? —preguntó.

Macnamara se encogió de hombros.

—No tengo ninguna evidencia en su contra. El viernes que Natalia desapareció estuvo hasta la una de la madrugada bebiendo en el bar del pueblo, aunque eso no prueba nada. No conocemos con exactitud la hora de la muerte. Fuentes tiene antecedentes por intento de homicidio.

—¡Homicidio! Eso no constaba en el expediente que me dieron al contratarlo, tan solo me dijeron que había pasado un tiempo entre rejas por robo —se la veía profundamente indignada; sus ojos centelleaban, furiosos, y dos manchas de rubor afloraron en sus mejillas. Nuño la encontró más irresistible que nunca.

—Ya le dije que tiene usted más corazón que cerebro —al oír sus palabras, Ana rechinó los dientes, indignada, pero el inspector hizo como que no se daba cuenta de que la había ofendido y prosiguió con su historia—: Por las huellas de lucha que encontramos, parece que el asesino le pegó la primera puñalada cerca de uno de los pilares del viaducto. Luego la muchacha salió corriendo y él la persiguió hasta el bosquecillo. Debió acabar con ella en el lugar donde encontramos el cadáver. Al parecer le asestó más de veinte puñaladas con ese cuchillo tan extraño. ¿Qué le ocurre, señorita Alcázar, se encuentra mal?

El rostro de Ana había perdido de golpe todo el color. Maldiciendo entre dientes, Nuño se acercó a ella y le obligó a bajar la cabeza hasta que quedó a la altura de sus rodillas. Después de un buen rato, Ana se zafó de su mano y la alzó de nuevo. Seguía muy pálida y Macnamara se maldijo una vez más por su falta de tacto.

—¿Se siente mejor? —con cierta torpeza, el inspector, acuclillado frente a ella, retiró del rostro de la chica un mechón de pelo que había escapado de su moño y lo colocó con delicadeza detrás de su oreja—. Lamento haberla asustado.

Ana negó con la cabeza y tuvo que tragar saliva varias veces antes de poder hablar:

—El cuchillo… —su voz era poco más que un susurro—. ¿Por qué dice que es extraño?

—El forense todavía no ha identificado el arma del crimen. Al parecer es una especie de cuchillo afilado solo por un lado, con una hoja redondeada —respondió Nuño incapaz de resistir la tentación de acariciar la suave piel de su mejilla.

Para su sorpresa, ella no solo no se apartó sino que cerró los ojos, como si el roce de sus dedos la reconfortara. Sin embargo, la magia del momento no duró más allá de unos pocos segundos; enseguida, Ana echó la silla hacia atrás y se alejó de él, mientras procuraba evitar cualquier contacto visual. El inspector permaneció un rato más agachado en el mismo lugar, tratando de normalizar su respiración.

—¡Ana, la comida está lista! —el grito de Miriam los liberó de la incómoda situación en la que se encontraban.

—¡Ya vamos! —sin detenerse a esperarlo, Ana se levantó y se dirigió hacia la casa.

Los operarios de la empresa de alarmas se habían ido en la furgoneta a picar algo al pueblo más cercano y no regresarían hasta dentro de un par de horas. Comieron en la cocina y, a pesar de la evidente hostilidad con la que Diego lo miraba, los dos pequeños no parecían sentir ningún reparo por la presencia del inspector. Macnamara se esforzó, además, en mostrar su cara más amable y divertida, así que el ambiente durante el almuerzo resultó muy agradable. Al policía le sorprendió comprobar que se comportaban como si fueran una familia bien avenida. Aunque no hubiera un padre ni una madre, Ana actuaba como su referente familiar y resultaba evidente que los tres chicos la adoraban. Y, por supuesto, quedaba fuera de toda duda el afecto que Ana Alcázar sentía por ellos. Se preguntó si era por eso por lo que ella permanecía soltera. A decir verdad, debía ser difícil encontrar a un hombre que estuviera dispuesto a asumir semejante responsabilidad; pero, a juzgar por las carcajadas de la señorita Alcázar después de oír una de las ocurrencias de Miriam, no parecía que para ella esos tres chicos constituyeran carga alguna.

Después, cuando ya a solas tomaban el café en el salón, Macnamara le hizo la pregunta que rondaba en su cabeza desde hacía unos días:

—¿Esta casa es tuya? —habían acordado tutearse durante la comida y no sabía por qué, a Nuño Macnamara le daba la sensación de que la armadura imaginaria con la que había decidido revestirse para tratar con Ana Alcázar había perdido algo de su grosor.

—Desde luego, se nota que eres poli; no paras de hacer preguntas —tras apoyar la cabeza en el mullido respaldo del sofá, Ana había cerrado los párpados para abandonarse mejor a la agradable modorra que la invadía y, sin molestarse en abrirlos, le respondió—: Fue un regalo.

Macnamara sintió como si un puño gigante le retorciera las entrañas, pero se limitó a repetir como un loro:

—Un regalo.

Ana abrió los párpados de repente y, antes de que el inspector pudiera adoptar de nuevo su habitual fachada de indiferencia, captó algo en sus ojos marrones oscuros que pareció divertirla. Molesto por la burla que adivinaba en los iris grises, Macnamara le devolvió la mirada, ceñudo, y esperó a que fuera ella la que rompiera el silencio.

—No seas malpensado, inspector Macnamara, no me lo regaló un amante —sobre sus labios planeaba una sonrisa maliciosa y a él le dieron ganas tremendas de borrársela. Se pasó una mano nerviosa por el cabello, despeinándose aún más; sería mejor no pensar en la forma en que deseaba hacerla desaparecer…—. Me la regaló el mejor amigo que he tenido jamás, aunque quizá sería más apropiado llamarlo mi mentor. Lo conocí en ese momento único en la vida de una persona en la que se encuentra frente a una encrucijada y la elección del camino a seguir definirá el resto de su existencia.

Los aterciopelados ojos grises tenían un brillo de añoranza al hablar del maestro que tanto había significado en su vida y, por segunda vez en la existencia de Nuño Macnamara, los celos hicieron acto de presencia. La sensación fue tan desagradable que trató de hacerla a un lado con todas sus fuerzas, pero no lo consiguió. Por alguna estúpida razón, no le gustaba nada que un hombre que no fuera él provocara ese fulgor en los ojos femeninos. Absurdo.

—¿Y dónde está ese hombre tan sabio ahora?

Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para pronunciar aquellas palabras con una apariencia de serenidad, pero no se le escapó cómo se apagaron de inmediato las pupilas de Ana antes de contestar:

—Murió hace dos años. Me legó la casa en su testamento. Él no tenía familia y sabía que mi sueño era crear un refugio para ayudar a niños con problemas, como a mí me ayudaron en su día. A Antonio le debo lo que soy hoy y todas las pequeñas victorias que he logrado.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta y se oyó a lo lejos la voz de Pablo que hablaba con alguien; segundos después, el recién llegado entró en el salón.

—Hola, Ana, ¿llego en mal momento? Me ha dicho Pablo que tienes visita.

—Para nada, Ricardo, sabes que siempre eres bienvenido. El inspector Macnamara y tú ya os conocéis —Ricardo Daroca le sonrió con amabilidad, pero Nuño fue incapaz de devolverle la sonrisa. No le gustaba que aquel hombre entrara y saliera a su antojo de la casa de Ana y aún le gustaba menos sentir, cada vez más a menudo, esos celos estúpidos o lo que demonios fuera aquella desagradable sensación.

—Bueno, tengo que irme —dijo el inspector levantándose del sillón.

Al notar una vez más la reserva pintada en su semblante, Ana suspiró. Durante la comida, el inspector Macnamara se había comportado como un tipo interesante y divertido, pero estaba claro que su auténtico yo salía a flote una vez más. Todavía le sorprendía la ternura que semejante hombre le había mostrado durante ese momento de debilidad en el jardín; era lo último que habría esperado de él.

—Te acompaño a la puerta —dijo Ana como una perfecta anfitriona.

Antes de salir afuera, el inspector se volvió hacia ella:

—Muchas gracias por invitarme a comer, Ana. Guz me ha dicho que no tardará mucho en terminar con la instalación, así que esta noche ya puedes conectar la alarma. Cierra la puerta con llave y no le des ninguna copia a nadie que no sea de absoluta confianza, ¿entendido?

—¡Sí, señor! —respondió llevándose la mano a la frente en un saludo marcial. Luego añadió, molesta—: Debes pensar que soy completamente estúpida.

Nuño se la quedó mirando con una extraña expresión en los ojos y dijo:

—En realidad creo que… —pero se detuvo en seco antes de terminar la frase. Después de una breve pausa anunció—: Me bajo ahora a Madrid. Ten cuidado. Si ocurre cualquier cosa, ya sabes, llámame.

—Y tú me mantendrás informada sobre los avances de la investigación, ¿verdad?

—Te diré lo que esté autorizado a contar, ni más ni menos —al escuchar su tono brusco, Ana alzó los ojos al cielo, exasperada, y se despidió de él en el acto con sequedad:

—Adiós, inspector Macnamara.

—Hasta muy pronto, señorita Alcázar.

Regresó al salón y se encontró a Ricardo de pie junto al ventanal, observando como el policía arrancaba la moto y se alejaba a toda velocidad.

—Creo que al tal inspector Macnamara le gustas bastante —su comentario fue tan inesperado, que Ana no pudo evitar soltar una carcajada.

—No puedes estar más equivocado, Ricardo. El inspector me considera una especie de rubia tonta a la que se siente obligado a proteger de su propia estupidez.

La sonrisa de Ricardo se hizo más amplia:

—Entonces no es tan buen policía como parece. Yo nunca he conocido una mujer tan inteligente como tú.

—Me alegra que tengas tan buen concepto de mí, amigo mío —respondió, burlona.

Estaba claro que no iba a tomarse en serio sus galanterías, así que Ricardo cambió de tema.

—¿Alguna noticia sobre la muerte de Natalia? —Ana recuperó la seriedad en el acto y negó con la cabeza.

—Creo que la cosa va para largo —se notaba que ella no quería hablar sobre el asunto, así que Ricardo decidió volver a terrenos menos pantanosos y a partir de entonces la conversación se discurrió de forma agradable y entretenida hasta que, una hora más tarde, Ricardo se despidió cariñosamente de ella. Ya sola, Ana se dio una vuelta por la casa, comprobando ventanas y cerraduras, hasta cerciorarse de que todo estaba en orden.

—Pase, inspector Macnamara, tome asiento, por favor —la mujer sentada detrás del enorme escritorio lleno de papeles tendría unos cincuenta y cinco años. Era alta y sus ojos, claros y sinceros, producían en su interlocutor una instantánea sensación de confianza.

—Buenos días, señora Ballester, le agradezco que me reciba tan pronto a pesar de lo ocupada que debe estar —Macnamara tomó asiento en una de las dos sillas negras que había junto a la mesa y cruzó sus largas piernas frente a él, de forma que sus desgastadas botas de vaquero quedaron bien a la vista.

—Estaré encantada de ayudarlo si está en mi mano. Quería preguntarme por Ana Alcázar, ¿no es así? —preguntó ella, yendo directa al grano.

—Así es. Estoy investigando un caso de asesinato y, aunque no creo que la señorita Alcázar tenga nada que ver, pienso que es importante que conozca ciertos aspectos relacionados con su pasado. Por ejemplo, me gustaría saber cuánto tiempo estuvo en este centro de menores.

La mujer consultó unos papeles que guardaba en una carpeta azul que había sobre el escritorio y contestó:

—Ana permaneció aquí desde los siete a los diecisiete años, aunque entretanto pasó por más de un hogar de acogida. A los dieciséis se fugo del centro y estuvo más de ocho meses viviendo en la calle —Macnamara frunció el ceño, confundido, y repitió:

—¿En la calle?

—Verá, cuando Ana cumplió quince años le sugerí a la persona que entonces dirigía el centro que sería mejor que Ana permaneciera bajo custodia estatal hasta que lo abandonara definitivamente a los dieciocho años, pero ella no quiso escucharme. Pensaba que era una pena que una chiquilla tan agradable y tan inteligente no hubiera sido adoptada aún. Pero había algo en Ana…

—¿Sus visiones? —preguntó el inspector con tranquilidad.

La mujer lo miró muy seria.

—¿Le ha hablado de sus visiones?

—Ese tema surgió en un par de ocasiones… —respondió Nuño con vaguedad y se encogió de hombros. No parecía dispuesto a dar más explicaciones.

—Pues sí. En general, a la gente no les gustan las personas que se salen fuera de la media y Ana es una mujer que se sale de la media por todos lados: guapa, lista, de trato amable y… al parecer con extraños poderes. No duraba mucho en sus nuevos hogares, enseguida la traían de vuelta con alguna excusa. La más habitual era: «esta niña es rara». Varios meses después de cumplir los quince, apareció una pareja dispuesta a hacerse cargo de ella. A mí no me pareció buena idea que la volvieran a sacar del centro; quieras que no, cada vez que regresaba era para ella un nuevo fracaso, una nueva decepción. Pero la directora se empeñó y la verdad era que la pareja cumplía todos los requisitos y parecía de lo más agradable. El día de su dieciséis cumpleaños se fugó de su nuevo hogar y, como ya le dije, tardamos casi un año en encontrarla —la mujer sacudió la cabeza; era evidente que aún se indignaba al recordarlo.

—¿Sabe qué ocurrió?

—Quizá Antonio Cifuentes, el psicólogo del centro en aquella época, las supiera; pero a nosotras nunca nos contó las razones de su huida, aunque yo tengo mis sospechas.

Un profundo interés se reflejaba en el rostro del inspector al preguntar:

—Y esas sospechas son…

—Creo que el padre de acogida trató de abusar de ella. Poco después fue detenido por acosar a una menor del vecindario —a los agudos ojos de María Ballester no les pasó desapercibida la forma en que el inspector apretó las mandíbulas; si hubiera sujetado una nuez entre las muelas la habría hecho pedazos—. Durante esos meses en los que pareció desaparecer de la faz de la tierra, permaneció con una pandilla de muchachos que también vivían en la calle y que subsistían a base de robar y pedir limosna. A raíz de uno de esos robos en un polígono industrial, hubo un tiroteo con la policía y uno de los chicos murió casi en el acto. Ana no intervino en aquella locura. Ella era la que esperaba con el coche en marcha para salir pitando cuando acababa el «trabajo», así que cuando fue detenida la policía la trajo aquí directamente. Recuerdo bien aquella noche…

Su interlocutora se detuvo, al tiempo que se pasaba la mano por los ojos, como si hablar de aquello la abrumase. Impaciente por oír el resto de la historia, Macnamara se inclinó hacia adelante en su silla; daba la sensación que escuchaba con todo su cuerpo.

—¿Qué es lo que recuerda? —su tono sonó algo brusco y, de nuevo, los claros ojos de la mujer se volvieron hacia él con curiosidad.

—Cuando vi a Ana de pie al lado del policía que la custodiaba me asustó su palidez. Tenía la mirada ida y los ojos irritados; saltaba a la vista que había llorado durante horas. La ropa que llevaba estaba en muy mal estado, había manchas de sangre en su cara y en sus manos y el pelo, muy enredado, caía sin brillo a ambos lados de su cara. Había adelgazado mucho; era evidente que los últimos meses no habían sido fáciles para ella. Pero yo sabía que había algo más. Jamás he visto una expresión de desolación tan profunda como la que en ese instante reflejaba su rostro. Llamé a una de las empleadas del centro para que la ayudara a darse una ducha y le diera algo de cenar. Ana no protestó y se alejó con ella por el pasillo arrastrando los pies, como si el último vestigio de energía se hubiera evaporado de su cuerpo y no le quedaran fuerzas para seguir luchando.

»Le pregunté al policía dónde la habían encontrado y me contó lo del robo y el tiroteo. Reconoció que Ana habría podido huir sin problemas cuando empezó el follón; pero que, en vez de eso, se había bajado del coche y había corrido derecha hacia la refriega. Al parecer, vio al muchacho caer herido al suelo y, cuando llegó a su lado, se arrodilló junto a él, lo cogió entre sus brazos y lo protegió con su cuerpo. Sin embargo, a pesar de que la ambulancia llegó enseguida, el chico murió ahí mismo. Creo que tardaron casi diez minutos en conseguir separarla de él, incluso mordió con fuerza a uno de los agentes que intentaba que lo soltara. Tuvieron que inyectarle un calmante para tranquilizarla.

—Imagino que aquel chico debía ser su novio… —a María Ballester le pareció que el rostro del inspector estaba algo más pálido que hacía unos minutos, pero los ojos oscuros permanecían insondables.

—Quizá. Ella nunca habló de él. Al menos conmigo. Estuvo casi un año en terapia con Antonio Cifuentes y después de eso su vida dio un vuelco rotundo. Consiguió una beca en la facultad de psicología de Somosaguas y un trabajo por las tardes. A los dieciocho años alquiló un apartamento con otras chicas y abandonó el centro. He seguido su trayectoria con mucho interés durante estos años y estoy enterada del trabajo que lleva a cabo. Yo diría que Ana Alcázar es un milagro andante, inspector Macnamara.

Nuño estaba impresionado. No sabía qué había esperado oír, pero desde luego no se imaginaba una historia tan dramática. Ana Alcázar era una mujer aún más fuerte de lo que pensaba. El policía se despidió de la señora Ballester y le dio las gracias con efusión. Justo cuando estaba a punto de salir del despacho se dio la vuelta una vez más y preguntó:

—Por casualidad no tendrá el nombre de las personas que la encontraron cuando era un bebé, ¿verdad?

—Pues espere un momento. Creo que puede estar en su expediente —la mujer ojeó uno de los documentos que estaban sobre su mesa hasta que encontró lo que buscaba—. Sí, aquí está. El aviso lo dio un sargento de la Guardia Civil de Segovia, Emeterio Ramos. Me imagino que ya estará jubilado.

—Muchísimas gracias por su ayuda, señora Ballester.

—De nada, inspector. Me alegra saber que alguien se preocupa por Ana —Macnamara la miró con fijeza y sin decir nada más salió del despacho con rapidez, por lo que no pudo ver la sonrisa satisfecha que se dibujó en los labios de la mujer.