Cuando el ruido del motor del coche de Ricardo Daroca se convirtió en un rumor lejano, el inspector se volvió hacia Diego.
—Te agradecería que nos dejaras solos —le dijo, seco.
—Solo me iré si me lo pide Ana —el joven se acomodó mejor en la silla con una mirada desafiante y a Ana le recordaron a dos gallitos de pelea, disputándose el mando del gallinero.
—Perdona, Diego, pero tengo que hablar con el inspector de ciertos asuntos confidenciales —Ana colocó su mano sobre el antebrazo del joven en un intento de confortarlo, pero el chico se apartó con brusquedad y se levantó de la silla con tanta violencia que estuvo a punto de derribarla.
—Me parece que le consiente demasiadas cosas a ese chaval —comentó Macnamara con desaprobación, mientras observaba alejarse con rapidez la delgada figura del muchacho, que iba asestando violentas patadas a todas las piñas que encontraba a su paso.
—Inspector, no voy a permitir que me diga cómo debo tratar a los chicos que viven bajo mi techo, así que, por favor, guarde sus consejos para otras personas más receptivas —a pesar de que se le notaba que estaba molesta, el tono de la psicóloga era sereno y al policía le sorprendió una vez más el autocontrol del que hacía gala.
—He hablado con mi amigo —Macnamara decidió cambiar de tema—. Me ha asegurado que mañana por la mañana vendrá sin falta a instalarle la alarma. Dice que le hará un buen precio.
—Muchas gracias, inspector.
Nuño miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les oía y se sentó en una silla. Sin pedir permiso, cogió una de las galletas del paquete que había sobre la mesa y le dio un mordisco.
—Hmm. Rica. Y ahora cuénteme qué es lo que ha pasado, espero que no haya sido una pesadilla producida por una cena abundante…
El inspector Macnamara se comportaba como un arrogante hijo de perra y a Ana le entraron ganas de mandarlo a paseo, pero se contuvo y, con el mismo aire indiferente que había adoptado él, le contó lo ocurrido la noche anterior. Mientras hablaba, el inspector mantuvo sus penetrantes pupilas clavadas en ella de una manera que hacía que Ana se sintiera cada vez más incómoda. Cuando la joven acabó su relato, se hizo un pesado silencio que Macnamara fue el primero en romper:
—Le agradecería que me lo contara todo —sus palabras sonaron hastiadas, como si ya estuviera harto de tonterías.
Las mejillas de Ana enrojecieron y lo miró turbada:
—No sé qué quiere…
—Mire, señorita Alcázar, no estoy aquí para perder el tiempo. Sé que hay algo más en esta historia que no me ha contado, así que, si no está dispuesta a ser sincera, le deseo buenas tardes —Nuño cogió otra galleta y se levantó de la mesa.
—Espere —Ana lo detuvo con un gesto—. Perdóneme, tiene razón.
Nuño se volvió a sentar, pensando que la señorita Alcázar era una ingenua si creía que a esas alturas del partido no sabía cuando un sospechoso no le contaba toda la verdad. Observó como se sujetaba uno de los suaves mechones que habían escapado de su moño detrás de la oreja y ese sencillo gesto, tan femenino, le provocó un pinchazo en la ingle. Hoy tampoco llevaba gafas; estaba claro que no consideraba necesario su disfraz cuando estaba con el tal Ricardo. Macnamara se preguntó qué sería ese hombre para ella: un amigo, su amante… A juzgar por la complicidad que había entre ellos podía ser cualquiera de las dos cosas. Irritado por sus pensamientos, su gesto se tornó feroz y se dirigió a ella con brusquedad:
—Ya sé que tengo razón, señorita Alcázar, no crea que una exdelincuente juvenil me va a engañar así como así.
—Es usted… —Ana enrojeció, mientras sus ojos grises centelleaban de ira y Nuño se regocijó pensando que no se había equivocado con la, en apariencia, imperturbable señorita Alcázar; bajo ese aire sereno y controlado, de alguna manera seguía viva la adolescente rebelde que un día fue.
—Ahórrese los insultos, sé muy bien cómo soy —respondió. Y añadió cortante—: Todavía estoy esperando.
Ana tuvo que hacer un par de inspiraciones profundas, para intentar tranquilizarse y no mandarlo al infierno. Por fin, consiguió hablar sin que le temblara la voz:
—Encontré un punzón al lado de mi cama.
—¿Lo tiene aún? —al ver que Ana negaba con la cabeza, ordenó—: Descríbamelo.
—Pequeño, punta metálica y mango de madera.
—¿Qué ha hecho con él? —Macnamara vio como la señorita Alcázar se mordía el labio y titubeaba una vez más—. La verdad.
Ana se miró las manos que mantenía apoyadas, inmóviles, encima de la mesa:
—Le pregunté a Diego si era suyo y me dijo que sí.
—¿Qué cara puso cuando se lo preguntó? —Ana odiaba cada vez más las preguntas cortas y precisas que formulaba aquel hombre, como si estuvieran en una sala de interrogatorios y ella fuera sospechosa de algún crimen horrendo.
—Se alegró de recuperarlo y me dio las gracias.
—Ya veo —el inspector se recostó sobre la silla de plástico con una expresión indescifrable.
—Estoy segura de que no ha sido Diego. Quizá vino a mi cuarto aún medio dormido y no se dio cuenta. No pensará que Diego quiere hacerme daño, ¿verdad?
—La persona que estuvo en su habitación, ¿se acercó a usted? ¿La tocó de alguna manera?
De nuevo Ana se sonrojó y las grandes manos de Macnamara apretaron con fuerza los brazos de la silla.
—Me… me rozó los labios con un dedo —la mirada del inspector se clavó en esa boca provocativa, con un labio superior ligeramente prominente que le daba una engañosa apariencia de niña consentida y que, no sabía por qué, le había llamado la atención desde el principio. Aunque eso era el eufemismo del año; desde que lo había visto, había deseado chuparlo y morderlo hasta hacerla gritar.
—Me imagino que no es tan tonta como para ignorar que el cachorro está enamorado de usted —preguntó, de pronto, en tono desdeñoso.
A Ana le desagradó sobremanera su forma de hablar y en esta ocasión no se quedó callada:
—Y yo imagino que usted tampoco ignora que nunca ganará el premio al «Hombre Agradable del Año» —al escuchar su irónica respuesta, Macnamara no pudo contener una carcajada que le marcó unas profundas arrugas en las mejillas, y Ana cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo veía reír con ganas. Hasta ese momento, no había hecho más que esbozar alguna que otra sonrisa sarcástica y le dio rabia encontrarlo tan atractivo. La joven le lanzó una mirada desdeñosa y prosiguió—: Diego no ha encontrado muchas personas en su vida que le hayan tratado con auténtico cariño. Su enamoramiento es una reacción de manual; cualquier tratado básico de psicología lo explica. No es más que una fase que superará en cuanto pase un poco de tiempo.
—¿Qué me dice del tipo que estaba aquí? —Macnamara no estaba dispuesto a dejar escapar la ocasión.
—¿Ricardo? —preguntó Ana, perpleja—. ¿Qué tiene que ver él en este asunto?
—¿Está enamorado de usted?
Los ojos grises echaban chispas al responderle:
—Y a usted, ¿qué puede importarle? Eso no forma parte de la investigación.
—Seré yo el que juzgue qué es lo que forma parte o no de la investigación, señorita Alcázar. Si se lo pregunto no es porque me interesen lo más mínimo sus asuntos amorosos, sino porque tengo que saber cómo son y de qué pie cojean las personas que se mueven en su círculo más cercano —afirmó, cortante.
Al policía le pareció detectar una mirada de odio en las pupilas femeninas, pero enseguida desapareció.
—Está bien —a pesar de que el pecho femenino subía y bajaba, agitado, bajo su holgado jersey, su voz sonó calmada. Una vez más, la señorita Alcázar controlaba la situación—. Ricardo y yo somos buenos amigos. Él tiene una pequeña empresa de construcción y me ayudó mucho con la reforma de esta casa. Creo que alguna vez sintió algo por mí, pero en aquella época no tenía nada que hacer, y de eso hace ya mucho tiempo.—A Nuño no se le escaparon sus enigmáticas palabras y las archivó en su cabeza para darles una vuelta más tarde—. Nos conocemos desde que éramos adolescentes. Los dos tuvimos nuestros más y nuestros menos con la autoridad pero, hoy por hoy, ambos estamos en el lado correcto de la ley. ¿Satisfecho?
Una vez más, el inspector cambió de asunto de forma abrupta:
—¿Ha tenido más visiones? —por la expresión de incomodidad que sorprendió en el rostro de la señorita Alcázar no era necesaria una respuesta—. Me doy cuenta de que sí. Dígame, ¿alguna vez ha tratado de localizar a sus padres? —De nuevo, un desconcertante cambio de tema.
—Jamás. Creo que dejar a un bebé abandonado en la calle es una prueba evidente de que mis padres no tenían mucho interés en saber de mí. Y dígame, inspector, ¿ha acabado ya el interrogatorio? O aún necesita husmear más cosas sobre mi vida, que no veo qué relación pueden tener con la muerte de Natalia —la ironía de Ana era patente y sus pupilas lanzaban peligrosos destellos.
—He terminado con mis preguntas, señorita Alcázar. Por ahora —matizó, al tiempo que se levantaba de la silla y empezaba a abrocharse la cazadora.
Ana luchó un rato consigo misma y al final dijo:
—Si lo desea puede quedarse a cenar.
—Muchas gracias, señorita Alcázar, pero soy consciente de que está usted deseando perderme de vista —los ojos masculinos brillaban burlones y, muy a su pesar, Ana fue incapaz de reprimir una carcajada.
—¿Se nota mucho?
—Bastante, sí. Pero no me extraña, me ocurre a menudo —a Ana le sorprendió descubrir que aquel hombre, al que en su interior había catalogado como «ese arrogante bastardo de ego inabarcable», tenía sentido del humor—. Nos vemos mañana. Esta noche asegúrese de que las puertas y las ventanas quedan bien cerradas. Le recomiendo que duerma con el móvil debajo de la almohada. Si ocurre algo o recibe una nueva visita nocturna, no dude en llamarme —le tendió una tarjeta que Ana guardó en el bolsillo trasero de su pantalón.
—Gracias, inspector. Hasta mañana.
Ana permaneció observando a Macnamara mientras se ponía el casco, arrancaba la moto y desaparecía por el camino a más velocidad de la debida, perseguido por una estela de polvo. Después, regresó a la casa caminando despacio.
La persiana de su habitación no cerraba bien y uno de los rayos más madrugadores se clavó sobre el rostro de Macnamara y lo despertó. A pesar de que los pies se le salían de la cama, Nuño había dormido bien. Desde luego el hostal no era muy lujoso, pero como le había dicho Ana Alcázar estaba escrupulosamente limpio. Con un enorme bostezo Nuño se dirigió a la pequeña ducha y, pocos minutos después, ya estaba listo para salir a la calle. Miró el reloj; las ocho y media. Aún era pronto, así que decidió ir a desayunar a la cafetería del hostal, que también hacía las veces de bar del pueblo.
Mientras desayunaba, consultó la ajada libreta en la que lo anotaba todo. Se había jurado más de una vez que empezaría a apuntar las cosas en la agenda de su smartphone, pero al final siempre echaba mano de su vieja libreta, que sustituyó a una más decrépita aún y que a su vez sería sustituida en unos meses por otra un poco más nueva. Ciertas cosas no cambiaban nunca.
Ahí estaba; Dionisio Fuentes. El sujeto vivía en un pueblo a unos quince kilómetros de allí, tenía numerosos antecedentes por robo y había pasado tres años en la cárcel por darle una paliza a un compañero de fatigas, hasta dejarlo al borde de la muerte. Todavía no lograba entender cómo a la señorita Alcázar se le había podido ocurrir contratar a semejante pájaro.
Al pensar en Ana no pudo evitar fruncir el ceño. Esa mujer le hacía sentir cosas a las que no estaba acostumbrado y eso le fastidiaba. Mucho. El día anterior había estado a punto de sacarla de sus casillas pero, como de costumbre, ella se había controlado. Ana Alcázar era un misterio y él no iba a perder la ocasión de desentrañarlo; cuando regresara a Madrid haría un par de visitas, se prometió. Terminó su café, se abrochó bien la cazadora y salió afuera poniéndose el casco. Un cuarto de hora después, apagaba el motor de su Honda frente a una oxidada verja de hierro que conducía a una destartalada vivienda. En el pequeño jardín que rodeaba la casa, además de malas hierbas, había enormes pedazos de chatarra, neumáticos viejos y escombros varios, diseminados por todas partes.
Macnamara se bajó de la moto, soltó el trozo de cuerda despeluchada que mantenía cerrada la cancela y caminó los pocos metros que le separaban de la puerta principal. No había ningún timbre a la vista, así que golpeó la madera con el puño varias veces. Nadie salió a abrir. Repitió la operación aporreando más fuerte y, por fin, escuchó unos pasos pesados al otro lado, y el sonido peculiar que se produce al echar una cadena de seguridad.
—¿Qué quiere? —preguntó una bronca voz masculina a través de la puerta entreabierta.
—¿Dionisio Fuentes?
—¿Quién lo busca?
—Soy el inspector Macnamara. Desearía hacerle unas preguntas.
—¡Ándese a la verga! No dejaré que un maldito chapa ponga un pie en mi casa sin una orden de registro —declaró el desagradable individuo.
—No creo que sea necesaria una orden, señor Fuentes. Si no quiere que entre, salga usted a hablar aquí afuera o me temo que me veré obligado a llevarlo al cuartelillo más próximo.
La puerta se cerró de golpe; se oyó un nuevo chasquido —el que hizo el hombre al soltar la cadenilla— y se volvió a abrir con brusquedad. Un individuo fornido de unos cuarenta y tantos años, no muy alto, apareció en el umbral rascándose la entrepierna. Sus hombros eran anchos y estaban cubiertos por una densa mata de vello oscuro, salpicado de canas, mientras que la sucia camiseta de tirantes que llevaba apenas tapaba su considerable panza.
—¿Qué cojones quiere? —los diminutos ojillos oscuros destilaban odio.
—Quiero que me cuente por qué la señorita Alcázar lo despidió.
—Así que ha sido esa mala puta otra vez. No le valió con echarme bajo falsos pretextos, ahora me manda a la policía…
—No me gusta el lenguaje que utiliza para referirse a la señorita Alcázar. Así que ándese con ojo —le interrumpió Macnamara con brusquedad.
Al ver la cara de pocos amigos del inspector, Fuentes se acobardó y prosiguió con su historia algo más calmado:
—Me acusó de espiar a la putilla… quiero decir —recordó a tiempo la advertencia del policía y rectificó—, a la muchacha esa que acababa de llegar a la casa. ¡No hablaba más que huevadas! Era ella la que trataba de engatusarme, paseándose a todas horas delante de mí con esos pantaloncitos que no dejaban nada a la imaginación y sus camisetas ajustadas, marcándole los pechos.
—Así que era la chica la que se insinuaba, ¿no? —el hombre asintió, enredando los gruesos dedos de largas uñas no muy limpias en la abundante pelambrera de su pecho—. ¿Y qué me dice del ordenador que desapareció del despacho de la señorita Alcázar o del reloj de la cocinera?
—¡Eso es una sarta de pavadas! Le juro que yo no sé nada de eso. Cuando me despidió, ella solo dijo que era por espiar a las niñas y ya le he dicho que no era cierto. La hembra esa era joven, pero ya sabía bien cómo calentar a un tío; luego, cuando querías más, se echaba atrás con una carcajada.
—Así que usted se sentía frustrado, ¿fue por eso por lo que la mató? —la pregunta del inspector, formulada en un tono coloquial, le cogió por sorpresa y Fuentes comenzó a sudar copiosamente.
—Le juro que yo no la maté. Cualquier tío al que se le haya cruzado el cable ha podido querer darle una lección. No era más que una calientapollas como dicen aquí —la mano de Macnamara se alzó en un gesto intimidatorio y Dionisio Fuentes se calló en el acto.
—¿Dónde estaba usted hace dos viernes? —preguntó el policía.
El tipo cogió un extremo de su sucia camiseta y se secó la frente, tratando de concentrarse.
—Los viernes suelo ir al bar del pueblo a chupar un poco y echar una partida de dominó. Reconozco que de vez en cuando bebo un poco más de la cuenta, así que no recuerdo muy bien qué es lo que hice aquella noche…
Nuño le lanzó una mirada penetrante; el tipo parecía sincero, aunque con ciertos individuos nunca se sabía. Decidió que se pasaría por el bar para verificar su coartada; quizá Fuentes estaba tan borracho que ni siquiera recordaba haber matado a la chica.
—Muy bien, señor Fuentes. Me voy, pero puede que más adelante me vea obligado a hacerle nuevas preguntas —Macnamara dio media vuelta y caminó hacia donde había aparcado la moto.
El hombre lo observó alejarse con una profunda inquina asomando a sus ojos astutos, mientras permanecía en pie con los brazos caídos a lo largo de su cuerpo y abría y cerraba sus enormes manos en un gesto compulsivo.