5

…La oscuridad es tan densa que casi la puede tocar. Algo revolotea en la insondable negrura, muy cerca de ella, y roza su pelo. La piel se le eriza como si tuviera sarpullido y, temblando de miedo, se clava los dientes en la mano para no gritar. Su respiración agitada resuena en el silencio que la rodea como el tañido de una campana que toca a difuntos, así que intenta calmarse, aprieta las piernas contra su pecho y hunde la cabeza entre sus rodillas. En esa postura fetal, se pregunta si esa humedad, fría y oscura, es la misma que la rodeó cuando estaba en el útero de su madre; pero la sensación no es cálida y acogedora, y ella dista mucho de sentirse un bebé feliz que da vueltas y vueltas dentro de la placenta materna. No quiere pensar en lo que la acecha en la oscuridad, pero sabe que está ahí, esperando un movimiento que la delate…

Ana se despertó, sobresaltada. Sin fuerzas para abrir los párpados, se preguntó si las imágenes que aún poblaban su mente eran fruto de una pesadilla o quizá una nueva visión.

«Pero no», se dijo. «No es Natalia la criatura aterrorizada de mis sueños. Soy yo la que estoy muerta de miedo y trato de escapar de una amenaza desconocida».

El silencio reinante le hizo saber que aún era temprano. Si hubiera sido la hora de levantarse ya estarían Diego y Pablo peleando, como de costumbre, y Miriam entonaría a voz en grito una de esas espantosas canciones de rock a las que era tan aficionada. Notaba las sábanas enredadas en torno a su cuerpo como un sudario sofocante y sospechó que debía haberse agitado bastante durante aquel sueño.

De repente, un sonido apenas perceptible hizo que se le secara la boca, mientras el corazón empezaba a latir acelerado en sus oídos. La temperatura de su cuerpo descendió varios grados, pero, sin embargo, empezó a sudar. Algo le decía que no estaba sola en la habitación. Ana permaneció muy quieta y procuró mantener una respiración regular, de forma que quienquiera que estuviese en su dormitorio no se percatara de que ya no dormía. Los segundos transcurrieron con aplastante lentitud, mientras ella agudizaba sus sentidos al máximo, en un vano intento de distinguir el menor sonido que pudiera confirmar que, en efecto, había alguien más en su cuarto. Por ello, cuando notó el suave roce de un dedo acariciando sus labios con delicadeza, estuvo a punto de gritar. Aterrorizada, empezó a rezar en silencio con toda su alma:

—Por favor, por favor, Dios mío —eran las únicas palabras que repetía en su mente una y otra vez.

Estaba tan concentrada en sus oraciones y en no traicionar que estaba despierta, que no supo cuando esa presencia intuida abandonó su dormitorio. Unos minutos después, se dio cuenta de que volvía a estar sola. Muerta de miedo, abrió por fin los ojos y miró a su alrededor. A la exigua luz de la lámpara nocturna, que nunca olvidaba encender al irse a acostar, apenas podía distinguir el contorno de los muebles. Así que hizo acopio de todo su valor, alargó una mano y pulsó el interruptor del flexo que estaba sobre la mesilla de noche.

Nadie.

Ana trató de convencerse de que lo más probable era que todo hubiera sido parte de su pesadilla, pero fue incapaz de engañarse a sí misma. De alguna manera sabía, sin lugar a dudas, que alguien había estado en su habitación unos minutos antes. Aún temblando, se puso la bata y las zapatillas de dormir, cogió una linterna que tenía siempre en el cajón de la mesilla —los cortes de luz eran frecuentes en esa zona de la sierra, en especial, cuando había tormenta— y con la otra agarró por el cuello un jarrón de grueso cristal. Armada de esa guisa, hizo un recorrido por toda la casa.

Primero entró en la habitación de los niños. Ambos dormían ajenos a todo y de la boca de Diego surgían suaves ronquidos. Luego fue a la habitación que hasta hacía pocos días habían compartido Natalia y Miriam. La pequeña estaba hecha un ovillo bajo el grueso edredón. Con cuidado de no hacer ningún ruido, bajó al piso inferior pero, a pesar de llevar a cabo un minucioso reconocimiento, no encontró nada fuera de lugar y la puerta principal —el único acceso a la casa además de las ventanas que ya había revisado— estaba cerrada con llave. El reloj del vestíbulo marcaba las cuatro y diez de la madrugada, así que decidió ir a la cocina para prepararse algo que le permitiera conciliar el sueño, aunque sabía bien que sería incapaz de dormirse de nuevo. Preparó una tisana de valeriana y regresó a su habitación. Al entrar, vio un objeto extraño que brillaba sobre la alfombra, al lado de la cama. Con cuidado, dejó la taza en la mesilla y se agachó a recogerlo. Se trataba de un pequeño punzón metálico acabado en un tosco mango de madera, una herramienta que Diego utilizaba de forma habitual en el taller de carpintería al que acudía como aprendiz. Ana se mordió el labio, pensativa, mientras lo hacía girar entre sus dedos.

De una cosa estaba segura: esa cosa no estaba allí cuando ella se fue a acostar.

Macnamara acababa de colgar el teléfono tras hablar con el forense cuando Morales entró en su despacho sin molestarse en llamar.

—¡Yuju! ¿Se puede? —pidió permiso, a pesar de que ya estaba frente a la mesa del policía; como de costumbre, traía el café.

—Ya estás dentro, ¿no? Me imagino que te habrás enterado de las novedades.

—Aún no me lo creo —respondió su rechoncho compañero, moviendo la cabeza perplejo—. Quién nos iba a decir que la chica no estaba completamente chiflada después de todo.

El inspector se pasó una de sus fuertes manos por su desordenada cabellera revolviéndola aún más. Era evidente que no había dormido mucho; estaba pálido, tenía ojeras y se abalanzó sobre el café más deprisa que un heroinómano sobre una papelina.

—Natalia Molina fue vista por última vez el viernes 24. Salió del instituto al que acudía a diario y dijo que se iba a su casa a arreglarse, ya que había quedado un poco más tarde con unas compañeras para ir a tomar algo en la hamburguesería del pueblo —Macnamara leía en voz alta las notas que había garabateado en una pequeña libreta de espiral—. Su rastro se pierde en la carretera, justo antes de tomar el atajo que atraviesa el bosque, a aproximadamente un kilómetro del pueblo. Un ganadero de la zona la vio caminar en dirección a su casa y la saludó desde el coche. Es el padre de una de sus compañeras.

—Igual el tipo ese la obligó a subir al coche y se la llevó para hacerle un completo; osea, violación, asesinato y enterramiento del cuerpo… —sugirió su colega, mientras sus dedos gordezuelos jugueteaban sin cesar con un bolígrafo que había cogido de la mesa.

—No. He investigado al hombre. Está limpio. Pasó el resto del día y la mayor parte de la noche en una barbacoa familiar a la que le había invitado su cuñado. Además, he hablado con el forense y me ha dicho que, a pesar del tiempo transcurrido hasta que encontramos el cuerpo, no hay ninguna evidencia de que Natalia fuera violada.

—¿El arma del crimen?

—Desconocida.

—¿Desconocida? —Morales frunció el ceño, confuso—. ¿Desconocida porque no la han encontrado?

—El arma no estaba en la escena del crimen, pero el forense desconoce qué utilizó el asesino, exactamente, para matarla. La chica fue apuñalada hasta morir con un arma blanca, pero las heridas no son las típicas de una navaja; son más parecidas a zarpazos realizados con una cuchilla de un solo filo. El forense ha contado más de veinte cortes.

—Joooder, ¿un psicópata?

—Vete tú a saber. Quizá alguien que quiere que pensemos eso, precisamente —una vez más, Macnamara introdujo sus largos dedos en su flequillo, como si ese gesto le ayudara a pensar con más claridad.

—¿Se lo has dicho ya a tu amiga? —preguntó Morales y lo miró con curiosidad.

—La señorita Alcázar no es mi amiga, y no, no se lo he dicho todavía —respondió Nuño, irritado.

En ese momento sonó el teléfono que estaba sobre la mesa y el inspector lo cogió con un gesto de fastidio.

—¡Macnamara!

—Buenos días, cariño. ¿Qué te pasa, estás de mal humor?

El inspector puso los ojos en blanco. La que faltaba…

—Joder, Vanessa, te he dicho mil veces que no me llames al trabajo —Nuño miró a su amigo por el rabillo del ojo y, a juzgar por su actitud, se hizo evidente que no solo no estaba dispuesto a retirarse con discreción mientras él atendía a su llamada, sino que se disponía a pasar un buen rato escuchándolo todo— ¿Qué demonios quieres?

—Verás me han invitado a esta fiesta en Pachá a la que van a ir un montón de famosos y quería preguntarte si te apetecería venir conmigo.

—Mira, Vanessa, sabes que no me gustan las fiestas.

—Pero, cariñito —lo interrumpió ella poniendo voz de niña pequeña. Nuño casi podía verla haciendo un mohín provocativo con los labios—, me hace ilusión que vengas conmigo, quiero que mis amigos conozcan de una vez a mi novio policía.

La risita tonta le atravesó el tímpano a través del auricular y, haciendo honor a su fama de conquistador sin corazón que alimentaba las leyendas de la comisaría, Macnamara contestó de manera cortante:

—Nosotros no somos novios. Nos hemos acostado unas cuantas veces. Punto. Así que no vuelvas a llamarme a la comisaría, ¿entendido?

—¡Eres un pedazo de cabrón! ¡No te preocupes que no te volveré a llamar en tu puta vida! —la mujer colgó el teléfono con brusquedad y Macnamara se volvió hacia su compañero, como si se hubiera tratado de una interrupción sin importancia.

—¿Por dónde íbamos?

—¡Tío, eres mi héroe! Tu lema debe ser aquí te pillo, aquí te… ejem y, luego, si te he visto, no me acuerdo. Qué forma tan sutil de deshacerte de Vanessa, la de los pechos divinos —Morales le guiñó un ojo con complicidad.

—No seas bestia Pedro, no me gusta hablar mal de las mujeres que han pasado por mi vida —el inspector cogió el teléfono y llamó a la recepcionista de la comisaría—. Teresa, no vuelvas a pasarme llamadas de Vanessa.

—No me digas que hay una nueva mujer en tu lista negra, inspector —preguntó Teresa, burlona—. A este paso, voy a tener que utilizar un cuaderno entero para ti solito.

—Ja, ja, Teresa, eres la monda —Macnamara cortó la comunicación y se volvió de nuevo hacia su amigo—. En resumen: Natalia desapareció un viernes por la tarde en el trayecto del colegio a su casa; unos dos kilómetros si vas campo a través. No hay signos de que fuera violada. Alguien la apuñaló hasta morir con un tipo de arma que, por ahora, desconocemos y la hora de la muerte tampoco está clara…

El timbre del teléfono lo interrumpió una vez más.

—¡Macnamara! —contestó de malos modos.

—Inspector, hay otra mujer que pregunta por ti, pero antes de pasarte la llamada quería asegurarme que no forma parte de las descartadas. No quiero meter la pata —estaba claro que la recepcionista se lo estaba pasando en grande con todo el asunto.

—¿Quién demonios es?

—Es una tal Ana Alcázar, no la tengo en la lista, pero nunca se sabe…

—Pásamela, rápido —la interrumpió, cortante.

—¿Inspector Macnamara? —la voz, cálida y dulce, en su oreja le provocó un estremecimiento.

—Soy yo. Buenos días, señorita Alcázar.

—Buenos días. Verá, esta noche… —Titubeó y Nuño no pudo evitar preguntarle, socarrón:

—¿Más visiones, eh? Sus noches deben ser como un cine de sesión continua.

Al otro lado del hilo, Ana tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar de golpe. ¡Ese estúpido la ponía de los nervios! Sin embargo, tomó aire y contestó con calma:

—No, esta vez no ha sido una visión. Esta noche había alguien en mi cuarto, alguien de carne y hueso.

Cualquier atisbo de pitorreo en la actitud del policía se desvaneció en el acto. El inspector se irguió en la silla muy atento a sus palabras y su amigo Morales no pudo evitar comparar esa actitud con la que había adoptado al hablar con la pobre Vanessa unos minutos antes.

—¿Está segura? Quizá alguno de sus protegidos tuvo una pesadilla y fue a su habitación asustado, buscando consuelo —sugirió Macnamara, a pesar de intuir que la respuesta sería negativa.

—Les he preguntado y todos lo han negado. Además, después de que mi visita se marchó, revisé la casa de arriba abajo y los chicos dormían —a pesar de su tono sereno, era evidente que estaba asustada. Macnamara sabía, aunque desconocía por qué estaba tan seguro de ello, que Ana Alcázar no lo llamaría por una tontería.

—Haremos una cosa. Hoy es viernes; esta tarde subiré para hacerle una visita y me contará lo ocurrido con detalle. ¿Sabe si hay algún hotel en el pueblo?

—Hay un pequeño hostal, no es gran cosa, pero conozco a la mujer que lo lleva y le garantizo que está limpio y no se come mal.

—Perfecto. Me quedaré el fin de semana y así aprovecharé para hacer unas preguntas aquí y allá y, si no tiene inconveniente, llamaré ahora a un amigo mío que tiene un negocio de alarmas para que suba el sábado sin falta a instalarle una. También tendrá que cambiar la cerradura.

Al escuchar su tono autoritario, Ana se sintió dividida entre dos sentimientos contrapuestos; por un lado, le molestaba que ese hombre dominante se tomara tantas atribuciones en algo que no le concernía en absoluto, pero, por otro, se alegraba de que, por una vez en su vida, no tuviera que ser ella la que tomara todas las decisiones. Su propuesta era sensata, así que no le quedó más remedio que decir que sí y al colgar el teléfono se sintió algo más relajada.

—Así que te vas a la sierra a pasar el finde, ¿eh? —Pedro le guiñó un ojo—. A ti te gusta la bruja esa ¿a que sí? Eres un pillín…

—¡No vuelvas a llamarla así! —incluso a él le sorprendió la violencia de sus palabras y, avergonzado, Nuño pidió disculpas a su amigo—: Perdona, Morales, pero empiezo a pensar que sus visiones son reales y, créeme, dudo que sea agradable revivir en tu mente el momento en que una joven, casi una niña a la que conoces bien, es perseguida por alguien que va a asesinarla.

—Tienes razón, Mac. Ha sido una broma de mal gusto. De hecho, la señorita Alcázar me cae bien y puedo entender que te guste, incluso a pesar de esa especie de disfraz que lleva me parece que está muy buena.

Otro que pensaba que la señorita Alcázar se vestía para pasar lo más desapercibida posible, se dijo Macnamara. Aunque se alegró de ver corroboradas sus sospechas, el comentario de su compañero no le hizo maldita la gracia. Por unos segundos se preguntó si estaba celoso y, al instante, descartó esa idea como algo absurdo. Cierto que había algo en Ana Alcázar que hacía que sintiera una poderosa atracción física hacia ella, pero pensar que hubiera algo más resultaba descabellado.

Ana pasaba consulta a diario hasta las tres de la tarde en un centro de menores en Madrid, así que, por lo general, a las cuatro estaba de vuelta en la sierra; justo a tiempo para recibir a los más pequeños que volvían del colegio y someterlos a unas sesiones cada vez más cortas de terapia. Mientras esperaba la llegada de la camioneta de reparto que hacía las veces de autobús escolar, Ana se mecía con desgana en el oxidado columpio del jardín.

Ese no había sido uno de sus mejores días. A pesar de que había tratado de concentrarse en su trabajo, sus pensamientos volvían una y otra vez a lo ocurrido en su dormitorio. Además, era consciente de que no podía esperar más tiempo para contarles a Miriam y a Pablo lo ocurrido con Natalia, pues corría el riesgo de que se acabaran enterando por algún compañero de clase, así que llevaba toda la mañana dándole vueltas a las palabras que debía a emplear.

El ruido de neumáticos sobre la gravilla del camino le hizo alzar la vista pero, en vez de la furgoneta del colegio, un lujoso todoterreno se detuvo frente a la casa. Ana bajó del columpio y se dirigió hacia el recién llegado con una amplia sonrisa.

—¡Hola, Ricardo! No esperaba verte hoy por aquí, pensé que seguías en Valencia.

Un hombre de unos treinta y cinco años, no muy alto, con el oscuro cabello engominado bien retirado de sus atractivas facciones, bajó del vehículo y le dio dos besos.

—Hola, preciosa. He regresado antes de lo previsto, ya sabes que no puedo vivir sin ti —bromeó, sonriente, y sus dientes, muy blancos, resaltaron contra la atezada piel de su rostro.

—No me extraña, lo entiendo perfectamente —respondió Ana con buen humor—. Estoy esperando a los niños, ¿te quedas a merendar?

—¿Qué me ofreces? ¿Un vaso de leche con Cola Cao y galletas?

—Eso o un bocadillo de chorizo y una Coca-Cola.

—Es una invitación a la que no puedo resistirme, así que, muchas gracias, estaré encantado de merendar con vosotros —Ricardo se inclinó en una aparatosa reverencia que provocó la risa de Ana.

En ese momento, la furgoneta escolar enfiló por el estrecho camino sin asfaltar. Ana saludó alegre al conductor y enseguida bajaron Pablo y Miriam, que corrieron a abrazarla.

—¡Ana, he sacado un ocho en historia!

—¡Hemos ganado a los de Los Molinos cuatro a tres!

Los dos hablaban a la vez, en una especie de eterna competición a ver quién gritaba más para hacerse oír.

—Calma, chicos, de uno en uno. Me alegro de que lleguéis con tan buenas noticias; id a lavaros las manos. Daos prisa, vamos a merendar aquí afuera, hoy no se está mal al sol. Ricardo nos acompañará.

Los niños salieron disparados hacia el interior de la casa y, mientras Ricardo sacaba la mesa y las sillas de resina blanca del cobertizo donde se guardaban las herramientas, Ana fue a la cocina a preparar la merienda. Casi habían terminado cuando apareció Diego, así que le hicieron un hueco en la mesa. El chico se mostraba taciturno, lo que contrastaba con la alegría general, y Ana se preguntó una vez más en qué estaría pensando. Cuando le devolvió el punzón esa mañana, Diego lo había cogido con naturalidad y sin dar explicaciones, y ella se pregunto, una vez más, si habría sido él el que lo había dejado caer junto a su cama.

En ese momento, el rugido de una potente motocicleta acalló la conversación y todos dirigieron la mirada hacia el camino y aguardaron en silencio, mientras el conductor aparcaba junto al todoterreno de Ricardo y se bajaba de la moto. A pesar de que aún llevaba el casco puesto, Ana reconoció al instante la espléndida figura del inspector Macnamara, realzada por la ajustada cazadora de cuero negro. Curiosa, se preguntó si el sueldo de policía daba para tanto vehículo de gama alta. El inspector se quitó el casco y sacudió su cabellera leonina de la que los últimos rayos de sol arrancaron reflejos llameantes, lo dejó sobre el asiento y se acercó a ellos con esas zancadas, largas y decididas, que lo caracterizaban. Como si se hubieran puesto de acuerdo, Miriam y Pablo se levantaron al mismo tiempo y corrieron a inspeccionar la moto, entre exclamaciones de admiración.

El inspector dirigió un rápido saludo con la cabeza a Diego, que este no se dignó responder y, a fin de evitar una situación incómoda, Ana se apresuró a hacer las presentaciones pertinentes, sin poder evitar pensar en lo distintos que eran ambos hombres. Su amigo Ricardo, elegante y desenvuelto, saludó con cordialidad al recién llegado, en tanto que el policía, vestido con unos descoloridos vaqueros oscuros y sus polvorientas botas cubanas de costumbre, frunció el ceño y, sin tomarse la menor molestia por parecer simpático, apenas le contestó con unas pocas palabras. De nuevo, Ana se vio obligada a intervenir:

—Verás, Ricardo, como estabas en Valencia me imagino que no te habrás enterado. El inspector está aquí para investigar el… la… —un nudo gigantesco se formó en su garganta y fue incapaz de continuar.

—Estoy investigando el asesinato de Natalia Molina —declaró el inspector sin rodeos.

A Ana no le pasó desapercibido el respingo de Diego, que estaba sentado a su lado. Enojada, pensó que pocas veces se había encontrado con un hombre más insensible y más desagradable que el inspector Macnamara y eso, se dijo, que había conocido unos cuantos tipos insensibles y desagradables a lo largo de su vida. El rostro de Ricardo también pareció perder de golpe algo de su saludable color.

—Asesinato… —fue la única palabra que consiguió articular.

—En efecto. Ahora, si no le importa, me gustaría hablar a solas con la señorita Alcázar.

—Por supuesto —Ricardo se giró hacia Ana con una encantadora sonrisa en sus labios— creo que tengo que irme. Espero verte pronto, Anita.

—Pásate por aquí cuando quieras, Ricardo, ya sabes que Julia siempre tiene un plato listo para ti —a Macnamara no le hizo ninguna gracia el diminutivo, ni la deliciosa sonrisa que la señorita Alcázar dirigió a aquel hombre; a él nunca le había dirigido una sonrisa semejante.

Nuño estudió con atención al amigo de Ana, sin que su rostro impasible dejara traslucir sus sentimientos. Ricardo Daroca pertenecía a esa clase de hombres que tienen éxito con las mujeres; era guapo, elegante y encantador, y el inspector desconfiaba por principio de los tipos encantadores. Sabía bien que, a pesar de que algunas mujeres parecían encontrarlo atractivo, ninguna de ellas, ni siquiera remotamente, se referiría a él, Nuño Macnamara, como a un hombre encantador. Más bien lo contrario; en la comisaría le consideraban un individuo arisco y tenía una fama, casi legendaria, de levantar ampollas con sus incisivos comentarios. Sin embargo, eso era algo que no le quitaba el sueño.

Daroca se despidió de Ana con un beso en la mejilla, sin abandonar ni un segundo su irritante sonrisa llena de dientes blancos y Nuño tuvo que reprimir las ganas de partirle unos cuantos de un puñetazo.

«¿Se puede saber qué coño te pasa?», se preguntó el policía, asombrado por la violencia de sus sentimientos, mientras apretaba con fuerza los puños que tenía metidos en los bolsillos en un intento de tranquilizarse.