Un amplio jardín en el que crecía algún que otro pino solitario, rodeaba la pintoresca construcción serrana de los años sesenta, edificada con piedra y madera, y enmarcada por el maravilloso espectáculo de Siete Picos. En cuanto el inspector detuvo el coche delante de la puerta del chalé, Ana abrió los ojos; se sentía como una alfombra a la que alguien hubiera sacudido hasta arrancarle la última mota de polvo. Miró al hombre que estaba a su lado y, como de costumbre, notó los profundos surcos que se marcaban en su entrecejo. Por unos segundos, la mente de Ana empezó a divagar y se preguntó por qué el inspector Macnamara parecía perpetuamente enojado con el mundo. Esbozó una sonrisa desganada y se recordó a sí misma que, al fin y al cabo, a pesar de su aspecto hosco, el policía había ido contra sus convicciones más íntimas y era el único que le había dado algo de crédito.
«A lo mejor», pensó bajando del coche, «en algún lado de ese armario que tiene por pecho, alberga un tierno corazón… aunque lo dudo mucho, la verdad».
—Bueno, señorita Alcázar, que descanse.
—¿No quiere quedarse a comer, inspector? Seguro que ha sobrado algo, Julia siempre hace comida para un regimiento.
Nuño echó un vistazo a su reloj. Eran las cuatro. Nunca prestaba mucha atención a sus comidas; normalmente, picaba cualquier cosa en algún bar cuando le sobraban unos minutos. Además, sentía que necesitaba alejarse de la inquietante cercanía de esa mujer para pensar un poco. Sin embargo, se sorprendió al escuchar su propia voz contestando:
—Muy bien, gracias.
Ana buscaba las llaves en su bolso cuando la puerta se abrió de repente y un chico moreno de unos diecisiete años la recibió con un alegre saludo.
—¡Hola, Diego, gracias! Qué pronto has vuelto hoy.
—El jefe tenía cosas que hacer en Madrid y me ha dado la tarde libre, si quieres puedo tratar de arreglar el grifo del baño de las chicas —en ese instante, el muchacho reparó en el hombre que permanecía en pie al lado de Ana y una expresión huraña cubrió su atractivo rostro que, hasta ese instante, había lucido una ancha sonrisa.
—Hola, soy el inspector Macnamara —algo incómodo, Nuño tendió la mano a ese arisco adolescente, alto y delgado, que lo miraba con desconfianza, pero Diego miró la mano tendida sin hacer el menor amago de estrecharla.
—No hace falta que me lo diga, puedo oler a la pasma a cien metros.
—Venga Diego, no seas borde. El inspector Macnamara está llevando el caso de Natalia y… será mejor que vengas un momento, tengo que hablar contigo. Perdone un segundo, inspector.
Ana agarró la mano del chico y ambos se alejaron en dirección a un viejo columpio oxidado que quedaba a varios metros de la puerta. A pesar de que Macnamara no podía escuchar lo que decían, el lenguaje corporal de ambos era inconfundible. En un momento dado, la joven lo estrechó entre sus brazos con una expresión de profundo dolor reflejada en su rostro. El muchacho permaneció inmóvil con la cara escondida en el hombro femenino, pero, pocos segundos después, se apartó de ella, se dio la vuelta y se alejó a toda prisa en dirección al pinar que rodeaba la casa. Nuño notó como la señorita Alcázar se secaba los ojos con los dedos y apartó la vista discretamente. Cuando recobró algo de su perdido equilibrio, Ana regresó a su lado.
—Pase por favor —la agradable voz de la joven le invitó a entrar mientras sostenía la puerta abierta—. Espero que no le importe comer en la cocina.
—Por supuesto que no.
La cocina era muy amplia y, a esas horas, la luz entraba a raudales por las dos ventanas de cuarterones. La gran mesa de madera sin desbastar, rodeada de sillas que no hacían juego entre sí, ocupaba la mayor parte del espacio y creaba un ambiente acogedor. En un rincón de la estancia, una mujer de mediana edad, bajita y regordeta, se desataba en ese mismo instante el delantal que llevaba atado a la cintura.
—¡No me digas que vienes a comer a estas horas! —fue el saludo de la mujer.
—Lo siento, Julia, ya sabes que de vez en cuando surgen imprevistos —Ana le dirigió una débil sonrisa.
—Imprevistos, imprevistos —gruñó la cocinera—. ¿Y este quién es? ¿No será tu novio?
Sus ojillos oscuros, brillantes como canicas de cristal, miraron a Macnamara de arriba abajo con curiosidad y, a pesar de todo lo ocurrido, Ana no pudo reprimir una carcajada que, sin saber por qué, a Nuño le pareció irritante.
—¡No, por Dios! —negó , divertida—. Julia, te presento al inspector Macnamara. Está investigando la desaparición de Natalia.
—Hmm. Una pena, no está mal el muchacho. Grandote, como a mí me gustan… —por primera vez en su vida, Nuño sintió que se ponía colorado; además, la burla que detectó en los expresivos ojos grises no contribuyó a aligerar su incomodidad—. Bueno, ha sobrado bastante estofado y un poco de arroz, caliéntalo en el microondas, pero no mucho rato, ya sabes, que luego se reseca la carne.
—Sí, Julia, sí. Anda, vete ya, que seguro que tu marido está de los nervios esperándote.
—Ese pesado —resopló la gruesa mujer—, no sé qué va a hacer sin mí cuando yo me muera. Hazme caso, Ana, nunca te cases con un hombre que no sepa prepararse ni una tostada —se volvió de repente hacia el inspector y preguntó a bocajarro—: ¿Usted sabe hacer una tostada?
—Cuando me pongo, soy capaz de cocinar una paella para chuparse los dedos —respondió Nuño muy serio.
La mujer lo miró con aprobación:
—Este chico te conviene, Ana, no seas tonta. Si sigues sin hacerle caso a ninguno te vas a quedar para vestir santos…
Ahora fue Macnamara el que dirigió una mirada burlona al rostro sonrojado de la joven.
—Bueno, os dejo. Espero que le guste el estofado, inspector.
—No tengo la menor duda de que me va a encantar, Julia. Tiene usted pinta de ser una cocinera estupenda —halagada, Julia le dirigió una amplia sonrisa y se marchó.
—Caramba, inspector, nunca pensé que un tipo como usted fuera capaz de encandilar en cinco minutos a una mujer como Julia —una mueca maliciosa bailaba en los sensuales labios de Ana y, una vez más, Nuño se puso a la defensiva ante ese encanto que, de alguna manera, sentía como una peligrosa amenaza.
—Eso es porque no me conoce, le advierto que soy un gran conquistador —respondió con una mirada enigmática que hizo que Ana esbozara una ligera sonrisa:
—No lo dudo inspector, pero estoy segura de que suele dirigir sus atenciones a otro tipo de mujer, imagino que a uno que no le de muchos problemas…
—¿Está poniendo en práctica sus superpoderes conmigo, señorita Alcázar? Le agradecería que no lo hiciera —comentó, desagradable, haciendo que su sonrisa se borrara de golpe.
—Le recuerdo que soy psicóloga y tengo buen ojo para juzgar a las personas —respondió ella con sequedad, mientras empezaba a calentar la comida.
Algo avergonzado por su actitud agresiva, Nuño preguntó:
—¿Puedo ayudarla?
—Puede poner la mesa, encontrará lo necesario en esa alacena.
Cuando todo estuvo dispuesto empezaron a comer en silencio, hasta que Ana preguntó por fin lo que llevaba tiempo rondando en su cabeza:
—¿Ahora qué va a pasar?
—Por supuesto, habrá una investigación —respondió Macnamara poniéndose más estofado en su plato—. Llevamos unos días de retraso, pero espero que todavía queden indicios suficientes para poder encontrar al asesino.
—Hay una cosa que me sorprende —continuó la joven, era evidente que no había parado de darle vueltas al asunto desde que habían encontrado a la muchacha—. ¿Por qué el asesino no se deshizo de Nat… del cuerpo tirándolo al pantano? Al enterrarlo corría un riesgo mucho mayor de que fuera descubierto.
—Es evidente que quería que encontráramos el cadáver —Macnamara contempló los enormes ojos grises que lo miraban perplejos.
—¿Por qué? No tiene sentido.
—Los asesinos, como el resto de los mortales, no siempre se mueven por parámetros lógicos. Quizá quiere que sirva de aviso para alguien, tal vez le apetece salir en las noticias… puede ser cualquier cosa.
—¿Desea un café? —preguntó Ana, después de que el inspector le hubiera ayudado a recoger la cocina.
—Debería volver a la comisaría, pero no todos los días tengo la oportunidad de darme un homenaje semejante —por primera vez, Ana lo vio sonreír y no le quedó más remedio que admitir que el inspector Macnamara era un hombre muy atractivo.
—Vaya al salón, lo tomaremos allí.
Cuando la joven regresó con la bandeja, Macnamara estaba sentado sobre el sillón con los párpados entornados sintiendo el agradable calor de los rayos de sol en su rostro, pero al oírla se levantó para ayudarla; un gesto caballeroso que la sorprendió.
—Dígame, Ana, ¿desde cuándo tiene esas visiones? —preguntó el inspector mientras revolvía su café con la cucharilla.
—Desde que tengo memoria —suspiró ella, llevándose la taza a los labios.
—¿Influyó ese asunto en el hecho de que pasara por tantas familias de acogida?
Ana le dirigió una mirada insondable y respondió, serena:
—Veo que se ha puesto al día con mi expediente.
—Bueno, al fin y al cabo soy policía ¿no? —Macnamara se encogió de hombros, sin inmutarse e insistió—: Por favor, contésteme.
—Pues sí, influyó mucho —respondió al fin con una mueca de amargura—. Pero claro, hay que entender que a nadie le gusta tener en su casa a una niña rara, que entra en trance cada dos por tres, para luego anunciar que te va a atropellar un coche o que la lámpara del comedor se caerá en mitad de la cena.
—¿Sabe algo de sus padres biológicos? —Ana se sintió como un criminal en la sala de interrogatorios, pero a pesar de ello siguió contestando a las preguntas del policía con calma.
—Nada en absoluto. Me encontraron hace treinta años, el día de San Joaquín y Santa Ana, envuelta en una manta en mitad del puente de piedra por el que se entra al alcázar de Segovia. De ahí mi apellido.
A pesar de que la chica hablaba sin amargura, Macnamara sintió el repentino impulso de estrecharla contra su pecho. Era increíble cómo algunas personas podían entrar en la vida con mal pie; sin embargo, aún resultaba más sorprendente que la señorita Alcázar hubiera llegado a donde había llegado con semejantes inicios. De pronto, a Nuño le embargó una corriente de admiración hacia esa mujer luchadora de aspecto engañosamente frágil, pero, acto seguido, se regañó a sí mismo con dureza. No había sido sintiendo ternura por mujeres casi desconocidas, como había logrado mantener su corazón incólume durante treinta y ocho años, se recordó, así que sería mejor que se anduviera con ojo. El policía decidió seguir con el interrogatorio, al fin y al cabo, aún no había terminado su horario de trabajo.
—¿Ha ocurrido algo en los últimos tiempos que piense que debería contarme? ¿Alguien del centro ha recibido alguna amenaza, un suceso que se salga del orden natural del día…? —la observó juguetear, nerviosa, con el azucarero como si hubiera algo que no se decidiera a contarle—. Señorita Alcázar, es fundamental que confíe en mí si quiere que esta investigación llegue a buen puerto —el tono incisivo que utilizó el inspector le hizo dar un respingo y Ana alzó sus suaves ojos grises hacia él en una muda disculpa.
—Tiene razón, inspector Macnamara, le contaré mis sospechas. Hace unas semanas tuve que despedir a un hombre que había contratado para que se ocupara del jardín y para hacer las chapuzas que, de cuando en cuando, son necesarias en la casa. Tuvimos…
—Siga —ordenó el inspector al ver que titubeaba.
—Tuvimos unas palabras y me amenazó.
—¿Qué tipo de amenaza?
—Del tipo: «Zorra, te vas a arrepentir de esto». Creo que esas fueron sus palabras exactas. Verá, el hombre había estado en la cárcel…
—¡Un expresidiario! ¡No sé si es usted increíblemente buena o increíblemente estúpida! —la interrumpió el policía, furioso.
—Le ruego que no me insulte, inspector. No sé si ha oído hablar de las segundas oportunidades. A mí me dieron una en su día y este lugar —continuó, señalando con un gesto lo que la rodeaba— es un ejemplo de ello. Todos los chicos que pasan por aquí arrastran a sus espaldas un pasado que dista mucho de ser bonito, pero si alguien no se arriesga por ellos están condenados de antemano, y nadie merece eso.
A pesar de que Ana mantenía un tono calmado, sus pupilas brillaban con el fervor del fanático y sus mejillas estaban teñidas con un leve rubor y, a regañadientes, el inspector tuvo que reconocer que la señorita Alcázar se ponía preciosa cuando se enfadaba.
—Bueno, bueno, no me venga con mítines sentimentales —Macnamara la observó apretar los puños con fuerza, como si tratara de reprimirse para no lanzarle un directo en la mandíbula, y escondió una sonrisa. Resultaba divertido sacar de sus casillas a esa mujer, siempre tan comedida.
—Es inútil, no voy a intentar convencerlo de nada, no merece la pena. Es usted un hombre de mente estrecha y lleno de prejuicios —Ana se levantó con brusquedad del asiento y recogió la bandeja del café. Cuando regresó de la cocina había recuperado el dominio de sí misma y Macnamara sintió cierta tristeza; pero bueno, se dijo, malévolo, ya encontraría una nueva ocasión para hacerla perder los estribos.
—Hablábamos del expresidiario —Nuño retomó la conversación como si, entremedias, no hubiera habido ningún acalorado intercambio de pareceres—. Quiero saber cuánto tiempo estuvo trabajando para usted y por qué lo echó.
—Estuvo aquí unos tres meses. No era un tipo simpático, la verdad. Introvertido, brusco en sus contestaciones y, para más inri, tenía la desagradable manía de acercarse a mí de una manera sigilosa que me daba unos sustos de muerte. Pero no vas a despedir a una persona simplemente porque te caiga mal ¿no? —el inspector elevó los ojos al cielo, como pidiendo paciencia, y a Ana no se le escapó su gesto—. Bueno, seguro que usted sí que sería capaz de echar a alguien por estornudar a destiempo. De todas formas, y aunque se empeñe en creer lo contrario, no soy del todo estúpida, así que le pedí a Diego que lo vigilara con disimulo y, créame, yo también me mantuve alerta. A pesar de todo, durante esos tres meses desaparecieron un cenicero de plata, el reloj de Julia, que siempre se quitaba al cocinar, y un portátil que yo guardaba en mi despacho.
—¿Y no lo denunció? —Ana desvió la mirada, sin contestar, y él mismo respondió a su pregunta—: Entiendo. No estaba segura de si el autor de los robos era el jardinero o alguna de las «prendas» que cobija en su casa…
La sangre que afluyó en tromba a las mejillas femeninas le dio la respuesta.
—Pero unos días después de que robaran el ordenador, Diego lo pilló espiando por la ventana del dormitorio de las niñas y lo despedí al instante. No ha vuelto a haber más robos —anunció con un orgullo que le enterneció.
—¿Y ha sabido algo más de él desde que lo despidió? —siguió preguntando el inspector.
—No lo he vuelto a ver, pero hace tres semanas murió Machín, un enorme mastín que heredé con la casa —la voz de la joven se quebró ligeramente al recordar a su perro—. Al principio pensamos que murió de viejo, pero cuando vino el veterinario y vio la boca llena de espuma sospechó que la muerte podía no ser natural y, tres días después, nos lo confirmó.
—Un perro envenenado y una muchacha asesinada. Parece que nuestro hombre se está viniendo arriba —pensó Macnamara en voz alta.
—Inspector, le ruego que sea más delicado con sus comentarios. No está hablando de fútbol con sus amigotes —el tono de Ana subió unos cuantos decibelios, mientras los ojos grises despedían relámpagos plateados. En ese preciso momento, Diego se asomó a la habitación y, mirando a Nuño con manifiesta hostilidad, preguntó:
—Ana, ¿necesitas ayuda? —a Macnamara le resultó evidente que el muchacho había estado escuchando detrás de la puerta y se volvió hacia él, irritado.
—Esto es un tema policial y no me gustan los fisgones —declaró, amenazador, al tiempo que se levantaba del sofá y clavaba la vista en el chico con frialdad. Sin embargo, Diego no se acobardó y se enfrentó a él, desafiante, a pesar de que el inspector casi le sacaba una cabeza.
—Esta es mi casa y usted no es bienvenido.
—¡Basta! —exclamó Ana, interponiéndose entre los dos.— No me gustan las escenas, Diego, ya lo sabes. De todas formas, el inspector se va ya. Creo que ha conseguido toda la información que necesitaba. ¿No es así, inspector?
Irritado por la forma tan poco sutil que la señorita Alcázar tenía de despedirlo, el policía respondió sin apartar sus pupilas de los iris negros del chico.
—Está bien, me voy. Pero volveré —avisó, entornando los ojos.
En ese momento, Macnamara captó la mirada de cachorro enamorado que el muchacho dirigió a Ana y sintió que se le revolvía el estómago.
¡A esa mujer le gustaba jugar con fuego!