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A pesar de la poca antelación, Ana consiguió cuadrar su agenda, así que, cuando a la mañana siguiente apareció el inspector Macnamara a las diez en punto conduciendo un Jeep Wrangler de color negro, estaba lista.

El hombre la saludó con un lacónico «buenos días» y luego no volvió a despegar los labios durante la mayor parte del trayecto. A pesar de que el aire era fresco, no había puesto la capota y Ana disfrutó de la estimulante sensación de rodar a toda velocidad por la carretera, mientras notaba los débiles rayos del sol otoñal sobre su rostro. Miró de reojo las manos, grandes y nervudas, del inspector que sujetaban el volante con seguridad y pensó que eran de las pocas cosas que le gustaban de él. Por lo demás, era el prototipo de hombre que siempre le había desagradado: arrogante y demasiado seguro de sí mismo. Resultaba milagroso que, de pronto, hubiera decidido prestarle atención.

Una vez más, Ana se preguntó si ese cambio de actitud estaría relacionado de alguna manera con la herida de su cráneo. Hoy se había quitado el apósito y en el cuero cabelludo resaltaba una línea púrpura donde antes crecía más de ese pelo leonado castaño cobrizo. Distraída, se dijo que el inspector Macnamara debía de tener algún ancestro irlandés o escocés; desde luego, su tamaño, muy por encima de la media española, y el color de su pelo resultaban bastante poco corrientes.

—Por cierto, ¿ha conseguido averiguar algo más del lugar en el que, según usted, está Natalia? —preguntó el inspector de sopetón.

—Por desgracia, mi ouija se quedó sin gasolina —respondió Ana con ironía. No sabía por qué, aquel hombre sacaba a relucir lo peor de ella.

—Ja, muy graciosa. Apreciaría un poco de colaboración, señorita Alcázar. Me estoy jugando mi reputación en esta historia demencial —la miró airado y, enseguida, volvió la vista hacia la carretera.

Ana contempló su perfil de rasgos muy marcados, en especial, la nariz aguileña que le daba a su rostro un toque despiadado.

—Disculpe, inspector Macnamara, tiene razón. Quiero que sepa que le estoy muy agradecida por lo que está haciendo —con suavidad la joven posó la mano sobre su antebrazo y, aunque esta vez Nuño no sintió ningún calambre, el calor de esos dedos esbeltos pareció traspasar la tela de su cazadora.

—Ya puede estarlo, voy a ser el hazmerreír de toda la comisaría —gruño, algo más calmado.

Ana se prometió a sí misma que ese malhumorado gigante no conseguiría sacarla de sus casillas, así que volvió la vista hacia los montes cubiertos de robles veteados en una cálida gama de color que iba del marrón al amarillo y recorrieron en silencio el resto de los pocos kilómetros que separaban el chalé de la sierra de su destino. Cuando por fin llegaron al embalse de Valmayor, Ana no pudo evitar que se le escapara un suspiro de desaliento. El pantano era enorme y con los escasos recursos con que contaban —dos agentes y un golden retriever que les esperaban en una explanada de tierra—, tuvo la impresión de que encontrar alguna pista iba a resultar una misión imposible. Al oír el suspiro, Nuño se volvió hacia ella, divertido.

—No se venga abajo, señorita Alcázar, Mika es una de las mejores rastreadoras que tenemos en el cuerpo.

—Siento ser tan trasparente —ligeramente avergonzada, Ana le dirigió una dulce sonrisa, pero al ver que el hombre fruncía de nuevo el ceño, se alejó un poco y miró a su alrededor.

A pesar de su repentino abatimiento, Ana contempló maravillada el imponente paisaje y pensó que era increíble que pudiera estar tan cerca de una inmensa capital como Madrid. A lo lejos, los picos azulados, espolvoreados por las primeras nieves, se elevaban majestuosos contra el cielo, donde unas pocas nubes blancas realzaban aún más el intenso tono lapislázuli, que se reflejaba a su vez en las tranquilas aguas del embalse.

—¡Bueno, a trabajar! —la voz profunda de Macnamara la sacó de su ensoñación—. ¡López, Segura, dirigiremos la búsqueda cerca de los pilares del viaducto! ¿Ana, ha traído lo que le pedí? Démelo.

Ana se dijo que en el vocabulario de ese individuo la palabra «por favor» no debía existir; sin embargo, sacó de su bolso una camiseta y se la tendió, obediente.

—No está lavada, creí que sería mejor…

—¡Vamos! —Macnamara la interrumpió sin miramientos, al tiempo que le arrebataba la prenda y se acuclillaba junto a la perra para que la oliera.

Ana tuvo que contar hasta diez para no estallar. Luego, algo más calmada, se acercó un poco y, con el corazón latiéndole a toda velocidad en el pecho, observó cómo Mika salía disparada, husmeando aquí y allá.

—Parece que ha olido algo —comentó, notando que se le aceleraba la respiración.

—Aún es pronto —respondió, lacónico, su interlocutor y, sin prestarle más atención, corrió detrás de la perra y de los agentes.

Ana permaneció donde estaba y se sentó a esperar en una roca no demasiado grande. Despacio, miró a su alrededor tratando de descubrir algún detalle que le resultara familiar, mientras escuchaba cómo el ruido de la búsqueda se iba haciendo cada vez más lejano. Sin saber muy bien por qué, se puso en pie de nuevo y empezó a caminar en dirección contraria a la que había tomado la cuadrilla. Trató de no pensar en nada mientras sus pies, como si tuvieran voluntad propia, la conducían por un estrecho sendero abierto por años de tránsito del ganado que pastaba suelto por la zona. Después de un rato deambulando sin rumbo, Ana llegó a un bosquecillo de sauces y fresnos, se internó en él y, a la sombra de las hojas naranjas y amarillas que permanecían aún en precario equilibrio sobre las ramas de los árboles, sintió frío. La joven siguió andando hasta detenerse junto a un vigoroso árbol que crecía algo apartado de los demás y apoyó la palma de la mano en su tronco rugoso. De inmediato, notó que se le congelaba el aliento y se quedó inmóvil.

…Ras, crac, las hojas y las ramitas secas crujen a su paso y se enganchan en su cazadora, intentando atraparla. No tiene ni idea de hacia dónde corre, solo sabe que tiene que escapar como sea. El sonido de su respiración silba, amplificado, en sus oídos y su aliento se desboca en ráfagas que se vuelven humo ante sus ojos. Sigue corriendo, mientras escucha el ruido de otros pasos que se acercan a toda velocidad. Le arde el pecho pero, sobre todo, le arde la herida del costado de la que no cesa de manar sangre. Sus movimientos se hacen cada vez más lentos, más pesados. Solo la fuerza de voluntad la impulsa a seguir adelante. De pronto, se le nubla la visión y no le queda más remedio que detenerse un segundo. Apoya la mano que lleva al costado sobre un árbol y, como si se tratara de algo ajeno a ella por completo, observa la huella ensangrentada que dejan sus dedos en el tronco. Las pisadas de su perseguidor se acercan más y más y, aterrorizada, emprende de nuevo la huida…

Macnamara seguía de cerca a la perra que había vuelto sobre sus pasos y olfateaba lo que parecía ser un rastro nítido, cuando un grito agudo desgarró la placidez del paisaje.

—¡Ana! ¡Ana, ¿qué ocurre?!

El policía sintió que se le subía el corazón a la garganta y salió corriendo en dirección a donde había brotado aquel lacerante sonido. Enseguida llegó a un pequeño bosquecillo que crecía cerca del agua y, pocos metros después, halló a la joven hecha un ovillo a los pies de un árbol. Macnamara se arrojó al suelo junto a ella, cogió su cara entre sus manos y la obligó a levantar la mirada hacia él. Del rostro de Ana había desaparecido cualquier vestigio de color y su cuerpo temblaba de forma incontrolable. Sus ojos, en los que brillaba un terror desnudo, lo miraban sin ver.

—¡Ana! ¿Qué ha ocurrido? —el policía la sacudió sin miramientos—. Soy yo, Macnamara.

La palabras del inspector parecieron penetrar la gruesa capa de horror que la paralizaba y Ana parpadeó un par de veces, en un intento de enfocar sus pupilas sobre ese hombre que agarraba su cabeza de aquella manera tan dolorosa. Al ver su gesto de dolor, Nuño aflojó el apretón y trató de suavizar el tono antes de volver a preguntar:

—Cuénteme, ¿por qué ha gritado?

—La persigue… —las palabras parecían trepar por su garganta reseca con dificultad y Ana tragó saliva, tratando de aclararla—. Corre…, trata de escapar, pero sus pasos suenan… suenan cada vez más cerca…

El tono de su voz se hizo más agudo y Nuño notó que hacía un esfuerzo sobrehumano para no perder el control de sus nervios. Sus ojos grises, algo más lúcidos ahora, seguían reflejando un pánico infinito.

—¿Quién la perseguía? ¿Era un hombre?

—No sé, no puedo verlo…, solo siento el terror que la empuja a escapar, pero le duele, le duele mucho… —Ana se mordió con fuerza el labio inferior, como si fuera ella la que sintiera ese intenso dolor.

—¿Qué le duele? ¿Está herida?

—No puede seguir, se para. Está exhausta. Apoya la mano en el árbol… hay sangre, mucha sangre en sus dedos… ahora el tronco está rojo —la joven había cerrado los párpados y hablaba en susurros.

Sin saber qué pensar, Macnamara alzó los ojos por encima de la cabeza de Ana y le pareció percibir algo en el árbol. Con agilidad, se incorporó y examinó con detenimiento el tronco del fresno a cuyos pies Ana Alcázar seguía acurrucada. Sobre la corteza arrugada había unas manchas como de óxido que tanto podrían ser líquenes, como la huella ensangrentada de una mano. En ese momento, uno de los agentes exclamó:

—¡Mika ha encontrado algo!

Nuño se puso en cuclillas junto Ana y, con suavidad, alzó su barbilla.

—¡Quédese aquí! —ordenó clavando sus pupilas en las angustiadas pupilas femeninas.

Ella asintió en silencio y, al ver su expresión indefensa y asustada, Macnamara sintió unas ganas intensas de estrecharla contra su pecho para tranquilizarla. Arrepentido de su estúpido impulso, se incorporó con rapidez y se dirigió hacia donde se escuchaban los alegres ladridos de la perra. A unos trescientos metros del árbol donde se había detenido la joven había una pequeña hondonada y el inspector descendió con cuidado de no resbalar con las escurridizas hojas que alfombraban el suelo.

—¿De qué se trata, Segura?

—Hay algo debajo de esas piedras —el policía señaló un montículo de rocas de buen tamaño que el otro agente ya había empezado a quitar, una a una.

Las piedras eran lo suficientemente pesadas para que un animal no pudiera moverlas, sin embargo, para un hombre sano desplazarlas no constituía ningún problema. Minutos después, entre los tres habían conseguido apartar la mayor parte de las rocas.

—¡Joder! —exclamó el agente López al ver lo que había en el fondo de ese hoyo poco profundo, al tiempo que se tapaba la nariz y la boca con una mano.

—Sí, joder —el semblante de Macnamara era un poema.

El inspector regresó al lugar donde había dejado a Ana y la encontró sentada en el mismo sitio, con los brazos rodeando sus piernas dobladas y la frente apoyada sobre sus rodillas. Al oírlo llegar, la joven se incorporó con rapidez, apoyándose en el tronco del árbol, y su pálido rostro se alzó hacia él en una muda pregunta.

—¿Reconoce esto? —con un semblante completamente inexpresivo, a pesar de que un pequeño músculo traidor latía en su mandíbula desmintiendo su aparente indiferencia, Macnamara alzó una mano de la que colgaba un llavero acabado en una pequeña zapatilla Converse de color rosa. Al verla fue como si a Ana le desconectaran la corriente. Sin hacer ningún ruido, se desmayó y hubiera caído al suelo si los rápidos reflejos del inspector no lo hubieran impedido. Macnamara estrechó la figura exánime contra su pecho y miró a su alrededor sin saber muy bien qué hacer. Con un gruñido, alzó el ligero cuerpo entre sus brazos y se dirigió hacia el coche.

—¿Le ayudo, señor?

—No es necesario, Segura.

Antes de llegar al vehículo, Ana recobró el conocimiento y con él el recuerdo de lo ocurrido. Aunque más tarde se sentiría tremendamente avergonzada al recordarlo, se aferró al cuello del hombre que cargaba con ella, ocultó la cara en la base de su garganta y empezó a llorar como si la angustia acumulada en los últimos días hubiera roto todas las compuertas.

Nuño Macnamara sintió la humedad de sus lágrimas empapando el cuello de su camisa y, a pesar de que hubiera sido más propio de él soltarla de golpe y alejarse de ella a toda velocidad, la apretó con más fuerza y empezó a emitir sonidos tranquilizadores, como si tratara de consolar a un niño pequeño. Cuando llegaron a donde estaba el coche, Ana alzó la cabeza por fin y, algo más serena, rogó abochornada:

—Ya puede soltarme, inspector, siento mucho el espectáculo.

Con mucho cuidado, Macnamara la depositó en el suelo y clavó la mirada en su pálido rostro, uno de los pocos, pensó, que no se ponían horriblemente abotargados con el llanto.

—Voy a organizar el levantamiento del cadáver y luego iremos a un centro de salud. Me gustaría que la viera un médico —anunció con el ceño fruncido.

—No es necesario, inspector, en serio. Estoy bien. Por favor, le ruego que me lleve a mi casa —a pesar de que parecía serena, el policía detectó un matiz de ansiedad en su voz y decidió ceder.

—Muy bien. Métase en el coche y enseguida estoy con usted.

Ana le obedeció y desde el interior del vehículo lo observó, aturdida, mientras él hacía varias llamadas. Finalmente, el inspector indicó a los agentes que esperaran al resto de los efectivos y se encaminó hacia el coche. Durante el trayecto de vuelta, el cansancio y la tensión hicieron mella en la joven y se quedó dormida.

El inspector condujo despacio, pensando en todo lo ocurrido. Miró el rostro dormido de la mujer y percibió que, bajo las largas pestañas oscuras posadas sobre sus pálidas mejillas, unas profundas ojeras subrayaban su agotamiento. Estaba claro que las noches resultaban de todo menos plácidas para la señorita Alcázar.

Macnamara se sentía incapaz de procesar los acontecimientos de la mañana. En dos ocasiones, había sido testigo de algo en lo que jamás había creído y, a pesar de ello, seguía dando vueltas al asunto en su cabeza, en un vano intento de encontrar alguna explicación lógica a lo ocurrido. Su mente racional no podía aceptar que la delicada joven que en ese momento descansaba, exhausta, en el asiento del copiloto de su coche fuera una bruja o una médium o como demonios se llamaran a esas personas que veían espíritus; si lo hiciera sería como abrir la mente, de par en par, a nuevas e inciertas arenas movedizas donde podría acabar hundiéndose. Sin embargo, la única alternativa para explicar el enigma era que hubiera sido la propia Ana Alcázar la que hubiera asesinado a la muchacha, y eso, no sabía por qué, no podría creerlo ni en un millón de años. Irritado y frustrado consigo mismo por la confianza ciega que al parecer le merecía una mujer a la que no conocía en absoluto, decidió que lo mejor sería andarse con mucho ojo y no bajar la guardia con la, en apariencia, inocente señorita Alcázar.