…Camina con rapidez. El cielo apenas esta iluminado por el leve resplandor del sol que acaba de esconderse. Desde hace rato, tiene la inquietante sensación de que alguien la observa. Le parece escuchar un ruido a su espalda: tal vez una pisada, acaso una rama que se rompe, probablemente algún pequeño animal, quizá… Acelera el paso; solo le quedan unos metros para llegar a la curva del camino desde la que se divisa la casa. Aliviada, suelta el aire que ha estado reteniendo durante el último minuto y, en ese preciso momento, una mano enorme se posa sobre su boca, impidiéndole gritar, al tiempo que un brazo de hierro se aferra a su cintura y la lleva en volandas en dirección contraria. Ella se retuerce y patea en el aire con todas sus fuerzas, tratando de golpear a quien la tiene cautiva; pero es como luchar contra un monstruo de seis brazos y con el vigor de seis hombres. Aterrorizada, nota las lágrimas correr sin control por sus mejillas, sin embargo, a pesar de todo, sigue peleando hasta que un puño se estrella con saña contra su mandíbula y pierde el conocimiento…
Eran las seis de la mañana y empezaba a amanecer. Alrededor del pequeño chalé se habían desplegado en silencio los efectivos de la BCDP, que permanecerían escondidos hasta que les dieran la orden de entrar.
—¿Estáis listos? —susurró Macnamara en el pequeño walkie-talkie.
Tras unos segundos de ruido estático recibió la respuesta:
—¡Listos!
—¡Adelante! —ordenó.
Los miembros de la unidad, con los chalecos antibalas en su sitio, se acercaron con precaución a la casa algo apartada del centro urbano de Galapagar. Desde hacía días, tenían fundadas sospechas de que en ese lugar se encontraba retenido Mario Velázquez, un conocido empresario de la construcción que había sido secuestrado hacía dos semanas y por el que los delincuentes habían pedido un rescate millonario.
El inspector Macnamara dirigía el operativo in situ. Podría haberlo hecho tranquilamente desde su despacho, pero él prefería estar en primera línea, como si la adrenalina que segregaba en este tipo de operaciones diera sentido a su vida.
Varios de sus hombres rompieron la puerta de madera con un ariete especial y, al grito de «¡Policía!», entraron a toda prisa en el interior de la vivienda. Encontraron a dos de los secuestradores en calzoncillos en uno de los dormitorios. Aún estaban medio dormidos y no les dio tiempo a reaccionar; cuando se quisieron dar cuenta, estaban tirados en el suelo con las manos esposadas detrás de la espalda. Macnamara salió del dormitorio y, con precaución, fue abriendo las puertas de todas las habitaciones que encontraba a su paso sin dejar de empuñar su arma con las dos manos.
—¡Despejado! —gritó pero, justo en ese instante, un hombre salió de un pequeño armario al fondo del pasillo, perfectamente camuflado en la pared, y vació el cargador de su arma sobre él. En respuesta a un instinto atávico de supervivencia, Nuño se arrojó al suelo en el acto, mientras un dolor abrasador se extendía a lo largo de su cráneo.
El inspector Morales, que marchaba detrás de él, aprovechó para disparar a su atacante y dejarlo tendido, inmóvil, en el suelo.
—Nuño, ¿estás herido? —Morales le dio la vuelta y se asustó al ver la cantidad de sangre que resbalaba por un costado de su rostro.
—Por fortuna, no demasiado —Macnamara se incorporó despacio, se llevó una mano a la cabeza y la sacó empapada de sangre—. No es más que un rasguño en el cuero cabelludo.
—Cojones, tío, no hace falta que montes estos numeritos para llamar la atención —su compañero lo agarró del brazo y lo ayudó a ponerse en pie, al tiempo que secaba el sudor de su rostro carnoso con la manga de su chaqueta.
—¡Ay, Pedrito, es que últimamente no me haces ni caso! —bastante mareado, Nuño trató de bromear, mientras taponaba la herida con un pañuelo no muy limpio que su amigo había sacado de su bolsillo—. Joder, la verdad es que duele como si me hubiera atravesado el cerebro de lado a lado con un obús.
Sin dejar de ejercer presión sobre la herida, Macnamara se acercó al hombre que yacía en el suelo y colocó dos dedos sobre su cuello buscándole el pulso, pero en seguida se dio cuenta de que era inútil. El tipo estaba muerto. De pronto, miró la camiseta que cubría la gruesa panza de su agresor y se estremeció.
¡Cuidado con el dragón!
En su cerebro volvió a escuchar la dulce voz de Ana Alcázar previniéndole del peligro. Aunque al principio el dibujo serigrafiado en el frente de la prenda le había parecido un batiburrillo de líneas de aire oriental, al examinarla con detenimiento era fácil distinguir el contorno de un dragón echando fuego por las fauces. Notó que Morales dirigía una mirada desconcertada de la camiseta a él y viceversa, así que Nuño se encogió de hombros con fingida indiferencia y respondió a su pregunta no formulada:
—Pura casualidad.
Pero él creía en las casualidades casi tanto como en las visiones…
—¡Ana, hay un hombre en la puerta que pregunta por ti! —gritó Pablo, el pequeño de la casa, desde el vestíbulo sin dejar de vigilar al extraño de imponente tamaño que, parado al otro lado del umbral, lo miraba con curiosidad.
—¡Ya voy!
Ana, que en ese momento estaba ayudando a Julia a preparar la comida, se acercó a la puerta limpiándose las manos en el delantal floreado que llevaba atado a la cintura.
—¡Inspector Macnamara! —exclamó la chica, asombrada—. No esperaba verlo por aquí.
—¿Llego en mal momento? —preguntó el inspector, observándola con atención.
En esta ocasión, la señorita Alcázar no llevaba las gafas puestas. Varios mechones de suave pelo rubio habían escapado del improvisado moño que se había hecho con un bolígrafo y sus mejillas estaban sonrojadas por el calor de la cocina. A Macnamara, le pareció muy distinta de la mujer que se había presentado en la comisaría dos días atrás.
—No se preocupe, estaba ayudando a preparar la comida… —Ana se detuvo y frunció el ceño, con los ojos clavados en la gasa que cubría su cráneo cerca de la sien derecha—. ¿Qué le ha ocurrido?
Nuño se llevó una mano a la cabeza y rozó el vendaje; se había olvidado por completo de la cura que le habían hecho en el mismo centro de salud de Galapagar después de la refriega.
—No es nada —respondió encogiéndose de hombros y, al instante, cambió de tema—. Verá, señorita Alcázar, quería hablar con usted. No le importa que entre, ¿verdad? No la entretendré mucho.
Sin esperar su respuesta, Macnamara se metió adentro, mientras lo examinaba todo con curiosidad. A pesar de las ganas que tenía de mandar a paseo a ese tipo insolente, Ana se mordió la lengua y lo condujo hasta el salón.
—Por supuesto que no me importa, inspector, siéntase como en su casa —el velado sarcasmo que imprimió a sus palabras no le pasó desapercibido y Nuño frunció los labios para contener una sonrisa—. ¿Quiere algo de beber?, ¿una cocacola?, ¿una cerveza…?
—Si no le importa, ¿no tendrá usted paracetamol o ibuprofeno? Me duele un poco la cabeza.
—Enseguida se lo traigo —se apresuró a decir Ana y salió de la habitación.
El inspector prosiguió su inspección sin ningún tipo de embarazo, examinando un objeto aquí y una foto allá. El salón estaba decorado de forma sencilla y acogedora; no era, en absoluto, la idea que él tenía de un centro de menores. Por fin, se sentó en uno de los cómodos sofás, iluminado por el agradable sol de mediados de noviembre que entraba por el ventanal y cerró los ojos. La cabeza le latía como si el pico de un minero excavara una galería dentro de ella. A los pocos minutos, Ana estaba de vuelta con un vaso de leche y una caja de ibuprofeno.
—Muchas gracias —Macnamara alzó el vaso dubitativo, no bebía un vaso de leche desde que su madre le preparaba la merienda al volver del colegio. Como si adivinara sus pensamientos, ella comentó:
—Ya sabe que no es bueno tomar pastillas con el estómago vacío.
Tras haber leído la agitada historia de su vida, al inspector le hizo gracia la actitud maternal de la psicóloga, pero contuvo a tiempo el comentario irónico que subía a sus labios y se limitó a sacar dos pastillas de la caja, que se tragó con ayuda de la leche.
«Después de todo, no está tan mal», se dijo.
—Señorita Alcázar…
—Llámeme Ana, por favor —repitió sentándose en el otro sofá, al tiempo que cerraba los ojos y se frotaba el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—¿Está cansada? —preguntó Macnamara, al tiempo que examinaba las sombras oscuras bajo sus ojos—. ¿Acaso ha tenido más… ejem, visiones?
Ana abrió los párpados en el acto y lo miró desafiante.
—Pues la verdad es que sí, inspector Macnamara. Aunque a usted le cueste creerlo, llevo varias noches durmiendo muy mal por culpa de mis visiones —recalcó las palabras con retintín.
—Ahora no importa lo que yo crea o deje de creer; está claro que usted está convencida de que lo que dice es cierto, pero yo soy un hombre pragmático. Necesito hechos.
—Pues eso es algo que yo no puedo ofrecerle, inspector —interrumpió ella mostrándole las palmas de las manos, como si con ese gesto, quisiera manifestar la sinceridad de sus palabras.
—Lo sé. He venido hasta aquí porque quería preguntarle por el estanque del que me habló. ¿Recuerda algo más de lo que me contó?
—Le dije que era una superficie de agua bastante grande, no sé si una laguna, un pantano… Me es imposible ser más precisa. Como ya le conté, había algún tipo de estructura de hormigón cerca.
—¿Cree que si viera una fotografía podría reconocer el lugar?
—No sé… quizá —respondió, insegura.
Macnamara se levantó y fue a sentarse a su lado, le tendió un iPad y le mostró cómo se pasaban las fotos con el dedo.
—Tómese su tiempo.
Mientras Ana miraba cada una de las fotografías con detenimiento, los ojos del inspector se posaron en los mechones rubios que escapaban de su moño y le dieron ganas de enrollar una de esas guedejas alrededor de su dedo y comprobar si eran tan suaves como parecían. Sus pupilas siguieron el recorrido por la cremosa piel de su mejilla y por la delicada oreja, como una concha perfecta, que quedaba a la vista. No llevaba pendientes y no había rastro de agujeros. De pronto, le asaltaron unas ganas poderosas de inclinarse sobre ella, introducir ese inmaculado lóbulo en su boca y saborearlo con fruición.
—¡Se parece mucho a este lugar! —la voz excitada de Ana lo devolvió de golpe a la realidad.
Macnamara se acercó un poco más a ella para echar un vistazo y, de pronto, el perfume sutil que emanaba de ella se introdujo en sus fosas nasales y le provocó una violenta arremetida de deseo. Asombrado por su extraña reacción, el policía se llamó al orden. No entendía esa imprevista exaltación de su libido. Hasta ese momento, a él siempre le habían atraído las mujeres con más tetas que cerebro y, a juzgar por su expediente académico y por lo poco que podía apreciar bajo la holgada camiseta que cubría el pecho femenino, ese no era el caso de la señorita Alcázar. Disgustado consigo mismo, Nuño trató de concentrarse en la fotografía que señalaba la joven.
—El pantano de Valmayor.
—¡Estoy casi segura de que se trata de este lugar! La estructura de la que le hablé me recuerda mucho a este puente que lo cruza —Ana apenas podía reprimir su entusiasmo.
—Es el viaducto de la M-505… sí, podría ser. Está bien, pediré un perro y echaré un vistazo —inquieto, se puso en pie; estar tan cerca de esa mujer le estaba poniendo nervioso.
—Inspector Macnamara, me gustaría hacerle una pregunta —Ana se había levantado a su vez del sillón y tuvo que alzar bastante la cabeza para mirar ese rostro, agresivamente masculino, de mandíbula cuadrada, nariz ligeramente aguileña y labios severos, que parecía cincelado en piedra.
—Pregunte lo que quiera —en ese momento, con los rayos de sol incidiendo de lleno sobre sus ojos, Nuño descubrió que los iris de la señorita Alcázar eran de un insólito tono gris que, según la luz, fluctuaba entre un matiz casi negro y uno acerado.
—Me gustaría saber qué es lo que ha ocurrido para que, de repente, usted haya decidido tomarme en serio.
Definitivamente, pensó Macnamara, las mujeres más listas de lo normal no eran lo suyo. Molesto por su aguda percepción, contestó, sarcástico:
—¿Quién le ha dicho que la tomo en serio? Lo que ocurre es que no me gustaría que luego fuera diciendo por ahí que la policía no hace su trabajo —los sensuales labios de Ana esbozaron una mueca burlona, dando a entender que sabía que había algo más de lo que él quería confesar. Al verla, Macnamara se sintió aún más irritado y se despidió con brusquedad—: Ahora me voy, tengo mucho trabajo. Mañana pasaré a buscarla a las diez. Sería conveniente que sacara la ouija del desván, a ver si le da una idea más precisa de por dónde debemos empezar a buscar.
«Capullo», pensó la chica.
Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza sin manifestar hasta que punto le molestaba su altanería, al fin y al cabo, se dijo Ana, había conseguido lo que quería.