Este es el final

PRECISAMENTE estaba Scott Maning terminando de recoger las últimas cosas de su apartamento cuando sonó la llamada a la puerta. La abrió, un poco distraído; y enseguida sonrió.

—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué tal, cariños míos?

De las tres guapas muchachas que había ante la puerta, una se puso las manos en la cintura y exclamó:

—¡Pero bueno…! ¿Se puede saber por qué ya no nos llamas, abogadito?

—Pasad —entraron las tres, contoneándose y lanzándole miradas maliciosas; el escote de una de ellas era increíble; olían a perfume desde veinte millas—. ¡Estáis para comeros!

—¡Anda, anda, bocazas! —protestó la pelirroja—. ¡Siempre con palabritas, pero a la hora de la verdad nada de nada! ¡Y encima sin llamarnos desde hace siglos! ¡Y las demás chicas también están enfadadas contigo! ¿Qué pasa? ¿Es que ya no quieres escribir ese libro sobre el puterío elegante de la ciudad?

—¡Ssst! ¡Que te van a oír los vecinos…! Aunque bueno, ¿a mi qué me importa ya? ¡Me cambio de apartamento!

—¿Sí? ¿Adónde vas primor? ¿Te visitamos allí para seguir contándote las anécdotas puteriles para tu best-seller que se titula…? ¡Nunca recuerdo el título!

—Se titulará «Chicas alegres y simpáticas».

—Oye, nada de eso, ¡ese no fue el título que dijiste! —protestó la morena—. ¡Dijiste que se titularía «Putilibro»! ¡Y por eso te hemos estado aseverando…!

—Asesorando —masculló Scott—, no aseverando. Aseverar es otra cosa.

—Bueno, pues eso. ¿Escribirás el libro o no?

—Claro que lo terminaré, pero dentro de unas semanas. Ahora tengo otras cosas que hacer. Veréis, es que voy a casarme, y mi…, mi novia me está esperando en el apartamento que vamos a comprar para vivir los dos, claro… O sea, que se me está haciendo tarde. Ya os diré dónde podemos vernos cuando regrese de la luna de miel. ¿De acuerdo?

—Atiza —sonrió la pelirroja—. ¡Pues no va el abogadito y se nos casa! ¡O sea, que el tipo funciona, pero con nosotras nada de nada…!

—¡Ssst! —volvió llevarse un dedo a los labios Scott Maning—. ¡Cómo se te ocurra decir eso te estrangulo, Thelma! Seguramente conoceréis dentro de unas semanas a mi mujer, y si ella dice que soy un golfo y que me he divertido horrores con vosotras, pues… como si fuese cierto. Okay?

—¡Pues sí que nos has salido fantasma, oye! ¡A ver si esa pobre chica se va a creer que eres un fenómeno!

—Un poco fenómeno sí que lo es —intervino la rubia—, porque lleva semanas y semanas con las putas más guapas del condado a su disposición y el tío como si nada. ¡Cosas raras de la vida!

—Esto… Bueno, os convidaría a tomar algo, de veras, pero ya os digo, ella me está esperando… Me perdonáis. ¿Verdad?

—Te enviaremos un ramo de flores, chatín.

—¡No! —palideció Scott Maning—. ¡Nada de flores! Y maldita sea. ¡Largaros de una vez!

* * *

—¿Eres tu Scott? —llegó la voz del fondo del espacioso apartamento.

—Mujer, claro —replicó Maning, cerrando la puerta—. ¿Acaso tiene llave alguien más? ¿Dónde estás?

—En el dormitorio.

Scott dejó las cosas en el recibidor, y se adentró en el apartamento vacío, de resonancias todavía desconocidas. Cuando entró en el dormitorio se quedó mirando a Empire McKinley, que estaba de pie junto a la cama y llevaba puesto el abrigo de pieles.

—Pues te has retrasado —dijo ceñudamente Empire.

—El tráfico… Ya sabes que… ¡Demonios! ¿De dónde ha salido esta cama?

—Pedí que la trajeran cuando antes. ¿Tienes ya los pasajes?

—Claro. Mañana por la tarde tomaremos el avión que… ¿Y para qué has querido que trajeran la cama sola? ¡Qué tontería!

Empire se quitó el abrigo de pieles, y preguntó:

—¿Tú qué crees?

FIN