Capítulo IX

EL teniente Prentiss terminó por mover la cabeza tras reflexionar sobre lo que acababa de oír, y miró con cierta incredulidad a Scott.

—No entiendo que un abogado se haya comportado de ese modo, francamente, señor Maning.

—Bueno, recuerde que nos amenazaron con matar, a Silvan Wallen si avisábamos a la policía —gruñó Scott.

—No lo he olvidado. Pero usted sabe mejor que nadie que no debió esperar para avisarnos. Su comportamiento ha sido absurdo, impropio de un abogado.

—Escuche —refunfuñó Scott—, en cuanto he visto que las cosas podían ponerse serias he venido aquí, ¿verdad? Deje de regañarme, no soy un niño.

—Está bien. Ya se las arreglará usted con el fiscal, en ese sentido. En cuanto a mí, tengo que agradecerle que aunque tarde haya decidido dar explicaciones. Quedan entendidas y anotadas —miró a uno de sus hombres que había manipulado el pequeño dictáfono a pilas donde había quedado grabada la explicación, y el hombre asintió—, pero dígame, señor Maning: ¿usted cree todo lo que el señor Wallen explicó a la doctora McKinley?

—Lo cierto es que ninguna de las personas que él dijo que había muerto aparecen por parte alguna, y que las que quedaron vivas quizá corran peligro…, si nos sirve de aviso la desaparición de los Davis y toda esa sangre.

—De modo que, según usted sería conveniente enviar protección a los demás, ¿no es así?

—No me parece mala idea —refunfuñó Scott.

—Usted conoce las direcciones de esas personas… ¿Será tan amable de anotármelas?

—Con gusto.

Scott comenzó a escribir las direcciones, mientras Prentiss se acercaba al gran ventanal del salón y se quedaba mirando al exterior por entre los gruesos cortinajes. Claro: ya estaba lloviendo, y la noche se había adelantado, o cuánto menos la oscuridad. Una oscuridad húmeda. Al demonio. Seguro que se iba a largar a California, ya estaba harto de aquel clima. Pero no se marcharía sin resolver aquel asunto, no, señor, porque podía significarle un considerable prestigio que le serviría de palanca para pedir traslados y alguna que otra pequeña prebenda de satisfacción profesional.

Se volvió mientras encendía otro cigarrillo. Scott Maning ya había escrito las direcciones, y le miraba con cierta curiosidad. Las dos criadas de los Davis estaban de nuevo allí, en el salón, una juntó a la otra, como si temieran andar por la casa y, por supuesto, encerrarse en sus habitaciones respectivas. La pregunta era: ¿adónde había ido a parar Silvan Wallen, adonde habían ido a parar los Davis y su criado Henry Adams…, y qué significado exacto tenían aquellos manchurrones de sangre? ¿Era una advertencia del tal profesor Chesterton para que no le incordiasen o terminaría de matar a sus presas, o significaban que estas ya estaban muertas? En cuanto al profesor Chesterton, muy bien, ni el abogado ni la doctora habían sabido encontrarlo, pero él lo encontraría, vaya si lo encontraría.

—De todos modos —dijo en voz alta—, la cosa no se presenta nada fácil.

—No, desde luego —dijo Scott.

—¿Seguía usted mis pensamientos, señor Maning?

—Creo que con bastante aproximación. Dadas las circunstancias no es nada demasiado difícil.

—Claro. Bueno, voy a encargarme de que esas personas que quedan vivas reciban protección lo más pronto posible, pero eso resultará un poco complicado, según me cuenta usted, aseguran no saber nada de todo esto y hasta se enfadaron un poco…

—No importa que se molesten: hay que protegerlos, teniente.

—¿A usted le parece que eso tiene sentido? Si realmente todo parte del profesor Chesterton, parece que él facilitó ese afrodisíaco a un grupo de amigos, a los que luego puede ir matando o haciendo desaparecer. Por si esto fuera poco, todos excepto Silvan Wallen niegan conocer a ese profesor Chesterton. Así que… ¿cuál miente, cuál es el chiflado?

—De chiflados no entiendo —encogió los hombros Scott—, pero en cuanto a embusteros le aseguro que los he conocido a cientos, todos ellos muy buenos y a veces por motivos ridículamente insignificantes. Imagínese cuando se trate de negar haber participado en una orgía que salió mal y que ya costó la vida a seis personas si la gente se espabilará para mentir todo lo que haga falta.

—Sí, sí, es cierto. En realidad yo también he conocido mentirosos de campeonato, y no a cientos, sino a miles. En fin, nos ocuparemos de esa protección, buscaremos al doctor Jebediah Chesterton. En alguna parte ha de estar, ¿no? Movilizaremos los recursos policiales, y ya verá como lo encontramos. Mientras tanto, me gustaría saber qué piensan hacer ustedes.

—¿Nosotros?

—Algo harán, ¿no? —le miró irónicamente Prentiss.

—¿Qué sugiere usted que hagamos? —entornó los párpados Scott.

—Creo que una buena idea sería que se instalaran en su apartamento a ver si el profesor Chesterton vuelve a llamarlo. Y si nosotros hiciéramos un pequeño arreglo telefónico quizá pudiéramos localizar el lugar de sus llamadas.

—Ya, ya. O sea, que creen que es tonto.

—Algo habrá que hacer, señor Maning. Entre otras cosas, por ejemplo, ponerles protección a ustedes dos.

—De una cosa estoy seguro, teniente: si usted le tiende una trampa a Chesterton utilizándonos a nosotros, él no se nos acercará, ni tan siquiera nos llamará por teléfono. Tal vez sería más interesante para todos que nos dejara a nuestro aire a ver si Empire y yo solitos conseguimos averiguar algo si él nos llama… o nos visita.

—¿Eso es valor o inconsciencia, señor Maning?

—No me gusta que nadie me esté controlando —gruñó Scott.

—Haremos un trato: le dejaremos suelto esta noche mientras nosotros investigamos con nuestros medios y nos ocupamos de proteger a esas personas. A cambio de ello, usted y la doctora McKinley permanecerán en su apartamento… y me avisarán si ocurre algo, cualquier cosa; y, señor Maning, sin tomar ninguna iniciativa. ¿Me he explicado?

—Por supuesto.

—¿Y?

—De acuerdo. ¿Podemos marcharnos ya?

—Les acompañaré a la puerta. ¿Saben que está lloviendo a lo bestia? Por fortuna tienen el coche delante mismo de la casa.

Como suele decirse, llovía torrencialmente cuando los tres aparecieron en el pórtico. Desde allí, casi sin darse cuenta, Scott Maning dirigió una mirada hacia la casa vecina de los Davis, pero no la vio; no vio absolutamente nada, tal era la densidad de la lluvia y la oscuridad. Claro que si hubiera estado encendida alguna luz de la casa vecina sí la habrían visto, como una pastilla dorada en la oscuridad…

—Curioso, ¿verdad? —dijo Prentiss.

Scott le miró lentamente.

—¿El qué? —susurró.

—El caso de la señora Hardin. Me refiero a la vecina de los Davis. Los demás viven bastante apartados, pero ella está ahí mismo, y no se ha interesado por nada, ni se ve luz en la casa. ¿La conoce usted, señor Maning?

—No.

—Es una anciana de carácter un tanto peculiar. Parece que suele ser sarcástica y hasta mal intencionada. Pero todo tiene un límite, ¿no está de acuerdo? Yo, aunque estuviese enfadado con mis vecinos, me interesaría por los acontecimientos de su casa. Y ya ve: ni una sola luz en la casa de Loretta Hardin.

—Quizá esa señora no está en casa. Podría estar de viaje.

—Podría ser —admitió Prentiss—. Pero las criadas de los Davis dicen que no lo creen, que casi nunca sale. ¿No es chocante?: una persona anciana que vive sola en una casa enorme, sobrándole espacio por todas partes, mientras algunas familias viven en un apartamento diminuto… Asco de vida, ¿eh?

—A veces.

—Sí, claro. A veces da gusto vivirla.

—Sobre todo en California —sonrió Empire.

—Hermoso lugar —suspiró Prentiss—. No olvide que hemos hecho un trato, señor Maning.

—Estaré en mi apartamento, descuide.

—Perfecto. ¿Y usted, doctora McKinley?

—Oh, también, también.

—¿En el apartamento de usted? —ladeó la cabeza Prentiss.

—No. En el de él. Son cosas que pasan, ¿comprende?

—Vaya que sí —sonrió de oreja a oreja Joe Prentiss—. Felicidades.

—Gracias —se echó a reír Empire, tomando de una mano a Scott y tirando de él hacia el coche.

* * *

Edgard Brooks detuvo el coche frente a la casa, casi tocando el porche. Llovía con tal intensidad que incluso así, teniendo que recorrer tan poco camino hasta la puerta, sabía que iba a quedar empapado. ¡Si al menos a Candy se le ocurriera salir a recibirlo con paraguas…!

Pero, evidentemente, no iba a suceder así. Candy no se había enterado de su llegada, debía estar en la cocina, es decir, en la parte de atrás de la casa.

Resignado, Brooks se preparó como para una salida de los cien metros lisos, abrió la portezuela, y se lanzó corriendo hacia el porche, impulsando la portezuela al cerrarse, y alcanzó el porche en tres ágiles saltos. De todos modos, había acertado: casi estaba empapado, solo por recorrer apenas media docena de metros.

—Maldita sea —farfulló, buscando las llaves en el bolsillo—. Voy a decidirme, tendré que instalar el garaje anexo a la casa, con comunicación interior. ¡Qué demonios, tengo dinero más que suficiente para eso!

Entró en casa, cerró, y se sacudió. Colgó el gabán en el armario del vestíbulo. La lluvia atronaba en todas partes, pero desde la cocina le llegó la música. Vagamente, pensó que era extraño que Candy tuviera puesta la radio, pues no era demasiado aficionada; pero, en fin, quizá la flamante señora Brooks estuviese empezando a adquirir nuevas costumbres.

Se dirigió hacia la cocina, abriendo la boca para llamar a su esposa, pero de pronto sonrió. Nada de gritar. Le iba a dar una sorpresa. ¡Le iba a dar un susto a Candy de los buenos! Luego se la comería a besos, claro, y se reirían los dos…

Llegó a la puerta de la cocina, que estaba cerrada. Ahora oía la música más fuerte. Empujó la puerta despacio, despacio, despacio, buscando con la mirada a Candy. La vio casi enseguida.

Estaba sobre la mesa del centro de la cocina, donde solían desayunar y cenar, para no desordenar las cosas de la sala.

Sí, Candy estaba sobre la mesa de la cocina.

¿O no era Candy?

Bueno, había un cuerpo humano, desnudo completamente, colocado sobre la mesa del centro de la cocina, eso sí. Y el rostro de aquel cuerpo humano estaba vuelto hacia la puerta, y los abiertos ojos vidriados parecían contemplar a Edgard Brooks. Por un lado de la boca de Candy se deslizaba todavía un espeso chorrito de sangre que, en aquel momento, se estiró en una gota que cayó sobre el charquito formado por otras muchas gotas anteriores. La gota no se oyó caer, porque se oía el rumor de la lluvia, y, sobre todo la música de la radio de la cocina.

El brazo derecho de Candy colgaba también por aquel lado. Un brazo blanco, precioso, que ahora parecía de nieve. La mano se abría en un gesto dulce, los finos dedos parecían descolgarse lánguidamente.

Edgard Brooks terminó de abrir la puerta, y se acercó a su esposa, como un autómata. No sentía nada, porque no comprendía nada. En su mente flotaba la certeza de que no estaba viendo nada real, sino algo extraño, producto de una inimaginable fantasía, de un sueño tal vez. No tenía por qué asustarse, no pasaba nada.

Nada.

El cuerpo de Candy parecía desparramarse sobre la mesa, como una masa de harina sólida de bellas formas imitando un precioso cuerpo femenino. El pecho de Candy estaba abierto, mostrando un tremendo boquete. Las costillas habían sido apartadas, y se veía el hueco donde alguna vez había habido un corazón.

Brooks parpadeó. A Candy le faltaba el corazón.

Pero… ¿realmente aquel despojo humano era Candy, su preciosa Candy, su amadísima esposa, la dulce, deliciosa, ardiente, apasionada Candy?

—¿Candy? —llamó suavemente Ed Brooks.

Oyó un ruido tras él, y se volvió, despacio, impávido. Se quedó mirando al jorobado de los blancos ojos que avanzaba hacia él con el cuchillo en alto. Edgard Brooks sonrió simpáticamente.

—¿Es usted amigo de Candy? —preguntó.

El profesor Chesterton, que parecía dispuesto a descargar la tremenda puñalada, se detuvo en su gesto. La punta del cuchillo quedó a pocos centímetros del pecho de Brooks, que ni siquiera parecía haber reparado en ello. Seguía sonriendo.