TAL como habían convenido, a las cinco Empire y. Scott se encontraron frente a la biblioteca pública, en la S.W. Yamhill Street. Ella estaba esperando, y en cuanto Scott llegó lo vio y acudió enseguida, metiéndose en el coche.
Se quedaron mirándose, hasta que de pronto Scott sonrió y le dio unas palmaditas en las rodillas.
—¿Qué tal, doctora McKinley? —se interesó.
—Muy bien —sonrió luminosamente Empire—. ¿Y usted, abogado Maning?
—Espléndidamente, gracias. Observo que es usted de las que aprenden rápidamente las lecciones.
—Las que me convienen, sí —Empire se abrazó a él y lo besó en los labios—… Espero que esta noche no te emborraches.
Scott estuvo unos segundos mirando fijamente los hermosos ojos femeninos; despacio, introdujo la mano izquierda bajo el abrigo de pieles, la pasó por la cintura de Empire, y la atrajo más, para, acto seguido, subir la mano y deslizaría sobre los senos de la doctora por encima del jersey, pero en franca y sensual caricia.
Ella, que también le miraba a los ojos, sonrió maliciosamente.
—Si estás poniéndome a prueba a ver si me escandalizo y te digo alguna cosa desagradable sobre tus manos, pues no. Es más, me gusta lo que estás haciendo.
—Entonces estamos perdidos —sonrió Scott.
—Yo más bien diría que nos hemos encontrado.
—Perdone: ¿es usted la doctora McKinley de ayer?
Empire volvió a besarlo en la boca, y dijo:
—He estado ocupadísima, pero he conseguido varias cosas. Bueno, he contratado una agencia que ha enviado a alguien a limpiar y ordenar mi apartamento, he sabido dónde vive Silvan Wallen…, y he sabido en qué clínica de reposo estuvo.
—Buen trabajo —aprobó Scott—. Yo también he aprovechado bien el día. Y me temo que…
—¿Por qué dejas de acariciarme? —protestó Empire.
—Vamos, nena, ha sido una broma, una… prueba, como tú bien has dicho —masculló Scott, terminando de retirar la mano, que ella había tratado de retener—. Por lo demás, está muy feo hacer cosas así en público.
—No estamos en público, estamos dentro de un coche.
—Pero nos ven.
—No me importa. Yo puedo hacer lo que haga cualquiera de tus amiguitas, y ser tan desvergonzada como ellas.
—¡Lo dudo! —se echó a reír Scott de buena gana—. Pero ya solucionaremos esa cuestión en otro momento. Ahora vamos a ir a casa de los Davis, a ver cómo están las cosas allí. Me temo que tu cliente te mintió, cariño.
—¿El señor Wallen? ¿Por qué habría de hacerlo?
—Esa es una buena pregunta —masculló Scott, poniendo el coche en marcha—. Bueno, lo cierto es que he visitado a Brooks, Buchanan; Howels y Fisker, y los cuatro han negado haber estado ayer tarde en casa de los Davis con el grupo. Nada de orgías, nada de conocer al profesor Chesterton…, nada de nada. El más tratable ha sido Brooks. Fisker incluso quería partirme la cara. Les he preguntado: bueno, ¿entonces dónde están sus amigas Sheila, Norah, Anne, Lilliam y Rachel, que no contestan a mis llamadas telefónicas? ¡Y Fisker fue el que me dio la respuesta más contundente!, donde les dé la gana estar, tío entrometido; ¿a usted qué le importa? Bueno, me parece que aunque Brooks es muy educado y hasta amable me va a enviar a su abogado para qué le dé algunas explicaciones satisfactorias:
—Pero entre colegas os entenderéis bien, ¿no?
—Hum. Ya veremos. Empire, esto no tiene sentido…, a menos que Silvan Wallen te mintiera a ti, que se lo inventara todo. Y por otra parte, está lo de las manchas de sangre en tu apartamento y en casa de los Davis, y la desaparición de estos y su criado y de Silvan Wallen.
—Es posible que el señor Wallen me mintiera —murmuró Empire—, ¿cómo podría saberlo? Pero se me hace muy difícil imaginar que se inventara semejante historia. En cambio, tiene sentido que las personas que has visitado nieguen haber tomado parte en una orgía a la que una droga afrodisíaca nueva puso un final espantoso.
—Yo no creo que haya mentido.
—Pues a mí tampoco me pareció qué me mintiera el señor Wallen. Y el hecho cierto es que las personas que el señor Wallen dijo haber encontrado muertas a cuchilladas, al parecer por él mismo, no aparecen en parte alguna. Y ya me explicarás qué interés podía sentir el señor Wallen por venir a declararse autor de seis muertes.
—Sí, es cierto —masculló de nuevo Scott—. En fin, nos queda ese profesor Chesterton que no aparece por parte alguna. Tal vez lo encontremos en esa clínica donde estuvo Wallen una temporada. ¿Qué clínica es esa?
—Su nombre es, Center Sun. Parece que es un lugar muy agradable, al Norte de Vancouver, cerca de Walnut Grove.
—Por un momento he creído que te referías a la Vancouver de Canadá.
—No. Me refiero a la Vancouver qué tenemos frente a Portland, Oregón, al otro lado del Columbia River, a un tiro de piedra de aquí.
—Ya. Bueno, ¿llamaste preguntando por el profesor Chesterton?
—No, no. Me pareció mejor esperar a cambiar impresiones contigo.
—Buena idea. Hay una cosa que me tiene preocupado, Empire, y es que finalmente me impulsa a contárselo todo a la policía. Fíjate bien que después de las seis muertes de que te habló Silvan Wallen los Davis desaparecieron. Así que me he preguntado si no les irá a ocurrir algo también a los demás que hemos localizado.
—¿Y quieres avisar a la policía para que los proteja?
—Bueno, más o menos. Creo que debo hacerlo, ¿no?
—Tal vez sí —asintió Empire McKinley—, pero a fin de cuentas no sabemos qué es lo que ocurrió realmente con los Davis.
* * *
Barry Davis parpadeó, protegiendo sus pupilas de la luz. Estuvo así tres o cuatro segundos hasta que, de pronto, cayó en la cuenta de lo insólito que era aquello: ¡había luz! ¡En aquel lugar oscuro y silencioso donde habían sido encerrados Caroline y él había luz…!
¡Caroline!
El recuerdo de sus vivencias anteriores le hizo respingar fuertemente, mientras volvía la cabeza hacia el lado donde estaba la otra cama, la que ocupaba Caroline, mientras temía as miles de cosas que hubieran podido ocurrir durante el tiempo, el breve tiempo, que él había estado inconsciente.
Y, ciertamente, habían ocurrido cosas.
Caroline estaba allí, en la cama, a menos de un metro de la suya.
La vio como rebozada en sangre y en los harapos sangrientos en que había quedado convertida su camisita de dormir. Tenía los ojos abiertos, casi fuera de las órbitas, y en su rostro hermoso había una expresión de espantoso sufrimiento que había quedado grabada para siempre, como sobre cera. Había angustia en la expresión de Caroline, había tal horror en el cuadro que ofrecía su sangrienta desnudez, que durante unos segundos Barry Davis no acertó a reaccionar en modo alguno.
Como alelado, contemplaba el lívido cadáver de su esposa, cuyos destrozos abdominales veía ahora sin creer, sin comprender. Oía, pero como algo ajeno a él y a ella, la voz de Caroline diciendo: «no, eso no, por favor», y sus susurros confidenciales con el ser de la respiración siniestra; susurros confidenciales que parecían contener ultraje hacia el cercano marido, pero que solo podían ser inspirados en Caroline por el terror a ser maltratada, por el deseo de congraciarse con el ser de la respiración siniestra…
Miraba Barry Davis sin comprender, sin admitir su mente aquel horror, cuando la puerta de la habitación se abrió. La mirada de Barry se desplazó enseguida, se posó sobre aquel personaje de alucinación. Tampoco ahora reaccionó; era cono si su facultad de reacción, de asimilación, hubiera quedado anulada.
Miraba con estupefacción al ser que entró en la habitación levando un cubo en una mano; un cubo dentro del cual había un gran cuchillo. El ser caminó hasta quedar a los pies de la cama de Caroline, y se quedó mirando desde allí, con sus blancos ojos, a Barry Davis. O tal vez parecía mirarle pero no le veía, pues sus ojos parecían dos piedras blancas sin vida. Era alto, pero muy inclinado hacia delante, jorobado, y sus cabellos parecían un montón de sucios cordeles cayendo sobre el rostro y las retorcidas orejas. De pronto, el jorobado sonrió, mostrando las mellas y dientes negros.
—Hola, señor Davis —dijo con una voz chirriante, como oxidada—. Supongo que se acuerda de mí: soy el profesor Chesterton.
Todo lo que pudo hacer Barry Davis fue tragar saliva. ¿Acordarse de él? ¡Jamás en su vida lo había visto! No le conocía de nada.
La mirada de Davis saltó hacia su esposa, y luego de nuevo hacia el jorobado, que emitió una de aquellas risitas guturales, bajas, lóbregas, que ya conocía de antes Barry.
—He gozado mucho con su esposa, señor Davis —chirrió la voz—. Ha sido muy satisfactorio hacer el amor con ella, aunque algunas cosas no le hacían demasiada gracia. Pero con tal de no sufrir accedió a todo… ¡Ha sido todo formidablemente maravilloso, enloquecedoramente sexual! ¡Cómo se retorcía intentando escapar de las cuerdas cuando la…!
Barry Davis se las arregló para cerrar los oídos además de los ojos. Estaba tan asustado, tan asqueado, tan horrorizado, que sentía el amargor de las náuseas en su boca. Había dentro de su cabeza como un silbido agudísimo que parecía hecho de hielo, pero prefería escuchar aquel sonido que la voz del jorobado profesor Chesterton.
Lanzó un grito al sentir el punzante dolor en un costado. Chesterton estaba junto a él, y acababa de pincharle con el gran cuchillo en un costado, del que bruscamente irradió un lacerante dolor hacia todo el cuerpo. Barry Davis sintió que la mirada se le iba, y la voz de Chesterton le llegó de muy lejos:
—No te duermas, bribón: todavía no he terminado con tu esposa. Además de disfrutarla sexualmente quiero algo más de ella, mucho más. Y de ti también. De todos, todos me obsequiaréis con lo mismo, al final. Mira, ¡no te pierdas esto! Observa qué voy a quedarme de tu mujer como recuerdo, observa cómo le abro el tórax, y le arranco el corazón…
Barry Davis se quedó mirando con un gesto puramente idiota al jorobado, cuyos blancos ojos estaban vueltos hacia él. Durante unos segundos así estuvo Barry, mirando al profesor Chesterton. Luego, lentamente, sus ojos se lanzaron hacia el techo, y quedaron fijos en este, inexpresivos, como si fuesen de cristal blanco y sucio.
El profesor Chesterton se colocó junto a él, vio la expresión de sus ojos, y comprendió que Barry Davis ya no se recuperaría jamás del shock. Tal vez pudiese llegar a vivir cien años, pero no saldría de aquel estado de estupefacto terror, de espanto total; sería como un vegetal.
—Es una lástima que no puedas entender lo que quizá veas —dijo con voz tensa y vibrante el jorobado—. Pero no, ni siquiera verás… ¡Con lo que me habría gustado que vieras lo que voy a hacer con tu mujer! Pero como no vas a verlo, ya no me sirves de nada, y además todavía tengo muchas cosas que hacer por ahí…
El jorobado alzó el enorme cuchillo, lo asió con ambas manos una apretando sobre la otra, y lo bajó, de punta, sobre el abdomen de Barry Davis, con una potencia escalofriante.
Barry Davis ni siquiera gritó.
* * *
El agente de uniforme hizo señas al coche para que se detuviera, y acto seguido se acercó a la ventanilla, inclinándose para ver mejor el rostro del conductor.
—No puede entrar en la quinta de momento, señor —dijo el agente.
—¿Quién está al mando de esto? —preguntó Scott.
—El teniente Prentiss.
—Dígale que si quiere ahorrarse tiempo y molestias hará bien en recibirme en la casa. Soy Scott Maning, abogado, y puedo facilitarle mucha información sobre esta casa.
El agente parpadeó, miró a Empire, miró a Scott, y asintió.
—Espere un minuto, por favor.
El agente habló con otro agente. Este entró en el recinto enverjado, y habló con un hombre de paisano, el cual se dirigió hacia la casa. Medio minuto después regresaba de esta, y se dirigía directamente hacia el coche de Scott, a, cuya ventanilla se asomó también.
—Señor Maning, el teniente Prentiss le está esperando en la casa.
—Gracias.
Scott cruzó las verjas. Había agentes uniformados en varios puntos del jardín, y hombres de paisano alrededor de la casa. Dos agentes conversaban junto al estanque de los nenúfares, y al pasar junto a estos Scott los miró. Era la primera vez que los veía abiertos. Era una preciosidad el colorido malva, blanco y rosado de los nenúfares. No hacía viento, y las aguas del estanque estaban ahora quietas. Había cientos de nenúfares.
Detrás, en Mayway Drive, había bastante gente, automóviles detenidos, cuyos ocupantes conversaban entre sí, haciendo cábalas sobre lo que podía estar ocurriendo en la quinta de los Davis para que hubieran acudido tantos policías…
Scott miró hacia la casa vecina, allá en el promontorio; no parecía que nadie de aquella casa tuviera interés por lo que pudiera ocurrirles a sus vecinos los Davis, pues seguía cerrada a cal y canto, y no se veía a nadie en ventanas, puertas o en el jardín…
El teniente Prentiss les estaba esperando en el pórtico, con un cigarrillo recién encendido colgando entre sus delgados labios. Todo él era delgado, seco, fibroso. Su rostro era estirado y como de cuero, sólido e inexpresivo. Pero sus ojos, grises, grandes, limpios, se fijaron con atención en la pareja que se apeó del coche. Se quedó así, mirándolos con el cigarrillo en los labios y las manos metidas en los bolsillos de su gabán.
Scott y Empire se detuvieron ante él.
—Soy Scott Maning, teniente. Ella es la doctora Empire de Kinley, psiquiatra.
—Encantado —asintió Prentiss—. ¿Es cierto que puede usted facilitarme información, señor Maning?
—Es cierto. Supongo que están aquí desde esta mañana, desde que los llamaron las dos criadas.
—Así es. Bueno, pasen al salón, estaremos mejor allí. No es que hoy haga tanto frío cómo ayer, pero en cuanto se haga de noche, lo que no tardará demasiado si siguen cerrándose esos nubarrones, la cosa va a cambiar. Detesto el frío.
—Pues debería usted vivir en otro clima —dijo Empire.
—Hace años que estoy pensando en pedir el traslado —Joe Prentiss frunció el ceño, recordó el aspecto de las habitaciones con manchurrones de sangre, y movió la cabeza—. Bueno, tal vez haya llegado el momento de largarse de aquí quizá vaya a California. Aquello es otra cosa, ¿eh?
—Sí —sonrió Empire—, es otra cosa. Pero la nieve también tiene su encanto, ¿no le parece?
Joe Prentiss todavía echó un vistazo al encapotado cielo antes de entrar en la casa. Sí, señor, no tardaría mucho en cerrarse todo aquel cúmulo de negras nubes, y comenzaría a llover. La temperatura descendería, claro. Y eso que estaba en primavera. En invierno, claro, en lugar de llover habría nevado. Asco de clima.
* * *
Hacía ya rato que estaba lloviendo, y Candy Brooks empezaba a impacientarse, hasta el punto de que había acudido a la ventana para atisbar la llegada de Edgard, su marido. Incluso con aquel tiempo de frío y humedad, Candy se estremecía de placer cuando recordaba a su marido. Era una lástima que Ed tuviera que atender a sus negocios, pero realmente no podía quejarse de su luna de miel…, que todavía duraba, pues Ed se las iba arreglando para pasar las mañanas con ella, haciendo el amor hasta tarde. Oh, y en cuanto llegara, vuelta a empezar…
Sonriendo, la bella morena se pasó las manos por los senos, desde los que partió un estremecimiento de placer hacia todo el cuerpo. Su cuerpo sabroso, como decía Edgar, que amenazaba con comérselo todo…
—¡Oh, demontres! —exclamó graciosamente Candy—. ¡Ya deberías estar aquí, amorcito!
Vio pasar un coche, pero no era el de Ed. Las luces rojas desaparecieron hacia la parte de atrás de la casa. Debía ser alguien que iba a visitar a algún vecino… Recordó la visita del abogado Maning. Un tipo guapo y simpático como pocos. Debía tener las chicas a docenas. No entendía por qué Ed había quedado tan enfadado con el señor Maning, hasta el punto de asegurar que le iba a echar encima a su propio abogado pidiéndole una explicación. Pero, en fin, no pasaría nada, no llegaría la sangre al río.
«Si me quedo aquí como una tonta esperando a Ed el tiempo aún se me va a hacer, más largo. Será mejor que vaya a la cocina a hacer algo para distraerme».
Se apartó del ventanal y fue hacia la cocina, ajustándose un poco la bata, bajo la cual no llevaba nada más. A Ed le encantaba eso, llegar a casa y encontrarla así, solo con la bata. Se detuvo antes de entrar en la cocina, recordando las caricias de su marido, sus reacciones. Ah, no, nada de eso, nada de ponerse a pensar, pues aumentaba su impaciencia. Lo mejor era dedicarse a algo en la cocina.
Entró, abrió las puertas de un armarito, y se puso a mirar lo que había dentro. Le habría gustado saber preparar pasteles, pero todavía no estaba en condiciones de hacerlo. Pero sí podía preparar una cosa sencilla, algo inesperado y simpático que agradara a Ed y que…
La sensación fue creciendo, creciendo, creciendo, hasta alcanzar una intensidad imposible de desdeñar: la sensación de que había detrás de ella alguien que la estaba contemplando. Sentía la mirada como si fuera un contacto odioso y frío y duro y hostil…
Solo para convencerse de que todo eran figuraciones suyas, Candy se volvió hacia la puerta, que ahora estaba cerrada.
El sobresalto fue tal que ni siquiera pudo gritar, su grito quedó estrangulado en la garganta. Un latigazo de espanto recorrió su cuerpo mientras los desorbitados ojos quedaban fijos en los blancos del jorobado que estaba a menos de tres metros de ella.
Candy Brooks tuvo la sensación breve y súbita de que quedaba desconectada de la realidad. Por un segundo apenas, no tuvo noción de sí misma, ni de su entorno. Estaba en la cocina, cuya puerta de atrás de la casa aparecía normalmente cerrada. En la ventana que daba al jardín trasero repiqueteaba la lluvia, que también se convertía en miles de perlas sobre el coche estacionado muy cerca, como escondido… La puerta de la cocina que daba al interior de la casa también estaba cerrada. Era como estar dentro de una caja de resonancias pluviales donde todo lo demás hubiera quedado detenido, en suspensión.
—Eres muy hermosa —chirrió la voz del profesor Chesterton.
Candy tuvo la sensación de que un rayo descargaba sobre ella, estremeciéndola violentamente. Contemplaba fascinada los blancos ojos que nada podían expresar. ¿Podían verla, quizá?
—Felicitaremos a Ed por tu posesión —chirrió de nuevo la voz—, pero creo que debe compartirla con los amigos.
El jorobado emitió su risa gutural, baja, tenebrosa, y adelantó las manos hacia Candy. Esta retrocedió, pero enseguida su espalda quedó pegada a la pared. Abrió y cerró varias veces la boca, pero no pudo pronunciar sonido alguno. El profesor Chesterton llegó ante ella, con las manos por delante, asió la bata por los bordes, y la abrió de un tirón, mostrando toda la espléndida desnudez de la muchacha.
—Lástima que tenga que arrancarte el corazón —chirrió su oxidada voz cavernosa.