LE molestaba el gorro, y estuvo tentado de quitárselo cuando le abrió la puerta la hermosa muchacha morena de grandes ojos oscuros, pero le pareció que la chica era demasiado simpática para fijarse en tan tontos detalles.
—¿Sí? —le sonrió.
Estaba en bata, desgreñada y tremenda. Tenía un tamaño pectoral digno de un museo. Estaba de muerte, vamos. Scott no miró de nuevo el número de la casa porque se había asegurado bien: Edgard Brooks vivía allí, en el 128 de Marine Drive, acerca de Delta Park, en un bonito chalé rodeado de jardín. De todos modos, no debía haberle costado demasiado, porque estaba cerca del aeropuerto de Portland, y los aviones debían pasar por encima de su cabeza cada pocos minutos.
—Buenos días —sonrió también Scott—. ¿Sería posible que el señor Brooks me recibiera?
—¿Ahora?
—Nunca mejor —amplió su sonrisa de seductor Scott Maning.
—Es que está en la cama.
—¿Está enfermo?
La muchacha le miró atónita; de pronto, se echó a reír.
—¡No precisamente! —exclamó—. ¡Está conmigo!
—Entonces no puede estar enfermo. Es más: yo diría que si el señor Brooks se hubiera muerto resucitaría al ponerlo en la misma cama que usted.
—¡Pase! —rio de mejor gana todavía la tremenda morena—. ¡Convenceré a Ed para que reciba a un muchacho tan simpático como usted! Pero no me lo entretenga demasiado: es que todavía nos dura la luna de miel, ¿comprende?
Scott dejó seria y quieta la mirada sobre la muchacha.
—¿Es usted la señora Brooks? —murmuró.
—Claro —mostró ella el anillo, riendo—. ¿Qué había creído?
—Bueno —recuperó hipócritamente la sonrisa Scott—, pensé que el señor Brooks podía ser tan sinvergüenza como yo, que me llevo las chicas a la cama sin casarme antes con ellas.
—Ya veo que todos son iguales —rio de nuevo la señora Brooks—. ¡Pero tarde o temprano todos caen en la misma trampa del matrimonio!
—Con chicas como usted eso tiene sentido. Dígame una cosa: ¿su marido es celoso?
—Lo razonable. ¿Por qué?
—Porque si seguimos aquí de palique puede molestarse y venir a por mí dispuesto a interrumpir tan agradables relaciones.
—No se preocupe, no tenemos armas en casa. ¡Usted es simpático! Oiga, no habrá venido a vender nada a Ed, supongo.
—Le aseguro que no.
—De acuerdo, entonces. Bien, ¿a quién anuncio?
—Creo que el anuncio más adecuado para usted sería el del jabón que usan nueve de cada diez estrellas. En la bañera debe estar usted maravillosa, señora Brooks.
Tal vez Scott fuese simpático, pero quien sí lo era sin lugar a la menor duda era la señora Brooks, que no cesaba de reír. Scott pensó que estar en la cama con semejante criatura debía ser más estimulante que el elixir de la eterna juventud.
—¡Lo anunciaré cuando sea estrella de cine! —exclamó la joven—. En serio ahora: ¿quién es usted? ¿Algún amigo de Ed?
—No me conoce —negó con la cabeza Scott—. Dígale que está aquí Scott Maning, abogado. Vengo a demandarlo de parte del resto de la humanidad por llevarse la mejor chica del mundo.
La señora Brooks sonrió, pero mirando con cierta preocupación al abogado.
—¿Es por algo serio? —murmuró.
—¿Le parece a usted que un tipo como yo puede hacer algo serio?
—Ya lo creo que sí. No hay más que mirarle detenidamente a los ojos, señor Maning.
—No se lo aconsejo. ¿Y si la hipnotizo y…?
—¿Qué demonios pasa aquí? —se oyó farfullante la voz—. ¿A qué viene tanto parloteo? ¿Quién es ese tipo?
Los dos estaban mirando ya a Edgar Brooks, que había aparecido en el vestíbulo arrastrando unas zapatillas y terminando de anudarse el cordón de la bata. Tenía la cabellera revuelta y estaba sin afeitar, pero era un hombre de gran atractivo, de mirada directa.
—Se llama Scott Maning y es abogado —dijo la señora Brooks—. Tiene algo urgente que tratar contigo, cariño.
—Muy bien —asintió plácidamente Brooks—. Y ya que el señor Maning nos ha sacado de la cama, ¿qué te parece si nos pusiéramos en marcha en el día de hoy? ¡No solo de amor vive el hombre!
—Pues es una lástima —dijo Scott.
—Es simpático, de veras —sonrió la señora Brooks—. Bueno, voy a preparar algo para almorzar. Ha sido un placer conocerle, señor Maning.
—Yo he tenido más placer que usted.
—Pues mejor para usted. Adiós.
—Adiós, señora Brooks. Que la luna de miel le sea eterna.
Todavía rio ella otra vez antes de dejarlos solos. Edgard Brooks contemplaba con gesto afable, pero al mismo tiempo penetrante, curioso, a su visitante. Con una seña, lo encaminó hacia la salita, donde entraron los dos. Brooks encendió un cigarrillo, se pasó las manos por el cabello, y suspiró.
—Usted dirá, señor Maning.
—¿Conoce usted a Silvan Wallen?
—Desde luego. Es un buen amigo.
—¿Y a Walter Morton?
—También. Otro buen amigo, aunque Walter es más… estirado. Pero un gran muchacho.
—Seguramente conoce también a la novia de Morton, la señorita Anne Masterson.
—Por supuesto —Brooks parpadeaba rápidamente—. Oiga, ¿qué es lo que pasa?
—¿Conoce usted también a Sheila Gannet, Dan Buchanan, Rachel Larson, Norah Evans, Lilliam Kendall, Caroline y Barry Davis, Jefferson Howels y Albert Finsker?
—Sí; sí —estaba ya visiblemente inquieto Brooks—. ¿Qué ocurre?
—Bueno, señor Brooks, usted ya sabe.
—¿Yo? No sé nada. Ni siquiera le entiendo. ¿A qué viene esto?
—Usted ya sabe. Me refiero a lo de ayer tarde con todo aquel grupo que he mencionado.
—¿Lo de ayer tarde? No sé de qué me habla: hace días que no veo a los amigos que me ha mencionado.
—¿No estuvo ayer tarde con ellos?
—Ya le he dicho que no.
—¿Estuvo aquí, con su esposa?
—Oiga, me está usted fastidiando y preocupando, señor Maning. Y me pregunto si tiene derecho a meterse en mi casa para hacerme preguntas… Y otra cosa —entornó los párpados—: ¿no tendrá usted algo que ver con cierta llamada telefónica de antes preguntando por mí?
—¿Estuvo usted aquí toda la tarde de ayer, señor Brooks?
—No. Tuve que salir unas tres horas, para hacer algunas diligencias pendientes. Hace poco más de un mes me casé, he estado fuera, y al regresar hace una semana me encontré trabajo acumulado. Sin embargo, no resulta fácil desistir de la luna de miel con Candy, así que salgo por las tardes para hacer lo que puedo. A fin de cuentas, soy el dueño del negocio, ¿comprende?
—Comprendo. Lo que no comprendo es que usted niegue haber estado ayer tarde en la casa de los Davis con las demás personas que he mencionado.
—Bueno, si no lo comprende lo siento por usted, pero no se lo puedo decir más claramente.
—¿Su esposa le acompañó al trabajo?
—¿Ayer tarde? Claro que no. Se quedó en casa poniendo un poco de orden.
—Durante esas tres horas… ¿estuvo usted con alguien?
—No. Estuve solo, revolviendo asuntos y firmando pápeles.
—¿Alguno de sus asuntos le relaciona con el profesor Chesterton?
—No conozco a ese profesor.
—¡Vamos, señor Brooks…!
—Escuche usted —comenzó a mosquearse Edgard Brooks, cuyo buen carácter era más que evidente—: ya me estoy hartando, ¿sabe? Y le voy a decir una cosa, amiguito: por muy abogado que sea usted no voy a contestarle ninguna pregunta más. Incluso voy a llamar a mi abogado para que venga aquí a entendérselas con usted. No sé qué demonios pretende, pero sea lo que sea tendrá que vérselas con mi abogado. ¿Ha comprendido esto?
—Comprendo su reacción, señor Brooks, pero alguien me dijo que ayer por la tarde usted estuvo con las personas que he mencionado en casa de los Davis, y participando en una orgía sexual tras ingerir un nuevo afrodisíaco inventado por el profesor Chesterton.
—Atiza —se pasmó Brooks—. ¡Ha entrado un loco en mi casa!
—¿No estuvo usted allí, señor Brooks?
—Ni voy a molestarme en contestarle. Créame, amigo, usted está como una cabra. Y aunque parece tan fuerte como yo será mejor que se largue si no quiere que los dos nos compliquemos la vida. Venga, venga, largo de aquí, chiflado.
Agarró a Scott de un brazo y lo sacó de nuevo al recibidor, sin que el abogado opusiera resistencia alguna. Brooks abrió la puerta de la casa, y señaló hacia el exterior con gesto teatral pero resuelto.
—Largo de aquí —exigió.
—¿De modo que no estuvo usted allí?
—Escuche, si usted no fuera ciego o tonto ya habría llegado a la conclusión de que teniendo una mujer como la mía no necesito más, al menos por el momento. Pero ¡maldita sea!, ¿de dónde ha sacado usted esa historia?
—Adiós, señor Brooks.
—No crea que esto va a quedar así. Mi abogado se las entenderá con usted.
—Salude a su esposa —sonrió Scott—. Y dígale que ella y su marido me caen muy bien. Adiós.
Se alejó, dejando desconcertado y cavilante a Edgard Brooks, que finalmente cerró la puerta, cuando ya Scott se metía en su coche. Sentado ante el volante y pensando que todo aquel asunto carecía de pies y cabeza.
Al menos, aparentemente.
Pero, en alguna parte, debían estar los pies y la cabeza, en alguna parte debían estar ocurriendo cosas con sentido que aclarasen finalmente lo que estaba sucediendo…
* * *
Por fin, en alguna parte de la impenetrable oscuridad que los rodeaba, oyeron un sonido ajeno a ellos mismos.
Hacía horas y horas que estaban inmersos en la oscuridad y el miedo. Sabían que estaban en una habitación no demasiado grande cuya puerta y ventanas debían estar herméticamente cerradas. Sabían que él estaba atado a una cama y ella a otra, muy cerca. Una habitación con dos camas, la oscuridad, el silencio. Y todo ello desde hacía horas y horas… ¿O días?
—¿Has oído eso? —susurró Barry Davis.
—Sí,—susurró su esposa Caroline desde la cama contigua.
Ambos contuvieron la respiración, para no estorbarse a sí mismos en la percepción de nuevos sonidos que les sirvieran de revelación respecto al lugar, a su situación, a los acontecimientos que no comprendían… Pero que, de un modo u otro, relacionaban con la visita del abogado Maning y la doctora McKinley. Intuían la relación, pero no entendían nada, no comprendían hada.
La noche anterior, después que se fueron Maning y la doctora McKinley, ellos habían regresado al lecho, y, ya satisfechos por sus expansiones amorosas de antes, y cansados, decidieron dormir… Caroline no recordaba nada más al respecto, salvo que cuando despertó ya estaba en esté lugar oscuro y atada a una cama. Barry sí tenía otros recuerdos. Y dolorosos; en determinado momento había oído un ruido, cuando ya casi estaba dormido, y había abierto los ojos. La luz estaba apagada, pero llegaba el resplandor de Mayway Drive desde las ventanas. A ese resplandor, le pareció ver una figura humana que se movía junto a Caroline, al otro lado de la cama.
El sobresalto fue tremendo…, pero ya no tuvo tiempo de nada más.
La figura humana que estaba junto a Caroline se abalanzó sobre él; oyó como un rugido, luego sintió el golpe en la cabeza, sintió el terrible dolor…, y ya nada más, hasta el despertar en la oscuridad, en alguna parte de la cual comenzó al poco de oír otra respiración, muy cerca. Respiración que había resultado ser la de Caroline, y ambos se habían identificado muy pronto el uno al otro.
Pero de eso hacía tiempo y tiempo y tiempo… O se lo parecía a ellos.
Y por fin, en aquella oscuridad habían oído algo, un sonido que no procedía de ellos, un sonido indefinible.
Aunque tal vez se habían equivocado, porque por más que aguzaron el oído no volvieron a oírlo. De nuevo el silencio total. De nuevo aquella oscuridad total, aquel miedo. Barry Davis estaba en pijama todavía, y su esposa en camisa. Casi tenían frío. Solo casi, porque aunque a baja temperatura había calefacción en aquel lugar.
—Ya no se oye nada —dijo Caroline.
—No…
Se habían explicado uno al otro lo que sabían de lo sucedido. Es decir, nada Caroline, y la existencia o presencia de aquella figura humana en su dormitorio Barry. Habían hecho cábalas. Habían hablado de miedos y esperanzas, Y sobre todo, se habían mostrado de acuerdo en que no entendían nada de nada ninguno de los dos.
—Creo que he vuelto a oírlo —dijo Caroline.
—No… No se oye nada.
—Creo que sí.
Barry Davis no dijo nada más. Él no oía nada. Y creía que Caroline hablaba por hablar, por oír su propia voz y la de él, para romper aquel silenció que parecía hecho como de piedra húmeda. No podía censurar a su esposa que tuviera miedo cuando él también lo tenía. Presentía algo malo, algo horrible.
—Ya vuelvo a oírlo —insistió Caroline.
—Esta vez era cierto; Barry también lo había oído. Era un ruido como deslizante. Sí, algo que se arrastraba brevemente. Un sonido deslizante y rítmico que se iba acercando. Podía ser de los pies de alguien que caminase con dificultad, arrastrándolos. Sí, podían ser pasos.
Pasos que se detuvieron en alguna parte. Luego, el sonido ambiente de la habitación cambió, el silencio fue de otro modo, y comprendieron que la puerta había sido abierta. La oyeron cerrarse, y el ambiente al que estaban acostumbrándose regresó.
Ahora oyeron con mucha más claridad los pasos deslizantes. No podía ser otra cosa: pasos de una persona.
Los oyeron detenerse entre las dos camas, a los pies de estas. El silencio de nuevo. Hasta que ambos comenzaron a oír la poderosa y lenta respiración del ser que tenían tan cerca en la oscuridad. Era una respiración como de gran fuelle, poderosa, un poco silbante. Como un jadeo caliente.
Barry tragó saliva, y murmuró.
—¿Quién hay ahí? Sea quien sea, le pagaremos lo que nos pida… Por favor, terminemos con esto, mi esposa está muy asustada…
Oyeron una risa baja, gutural, extraña, inquietante. Barry Davis tuvo la certidumbre de que no se trataba de un rapto vulgar, de que había algo tan siniestro en todo aquello que jamás lograría entenderlo. Pero sí entendía que no podía perder la serenidad, o entonces no tendrían la menor oportunidad de salir con bien de la situación.
—Escuche —insistió con voz aguda—, tenemos bastante dinero, así que podremos entendernos. Solo díganos qué quiere, y se lo daremos.
De nuevo oyeron la risa. Caroline sentía estremecimientos de puro terror oyendo aquella respiración, que ahora estaba desplazándose, estaba acercándose a ella por un lado de la cama. Contuvo la suya…, pero lanzó un grito incontenible cuando notó una mano en su cara.
—¡Caroline! —gritó Barry—. ¡Caroline!, ¿qué te pasa?
—¡Me está tocando, me está tocando…! —chilló Caroline con principios de histeria.
—¡Déjela! —gritó también Barry—. ¡Deje a mi esposa, ya le he dicho que le daremos lo que nos pida! Caroline…, Caroline, ¿estás bien?
Barry no recibió respuesta. Se tensó, dio tirones a las cuerdas, pero estas eran delgadas y fortísimas, de nylon; sabía que nunca podría romperlas con su simple esfuerzo humano.
—¿Caroline? —insistió Barry.
Oyó de nuevo la risa gutural. Luego, lo que le pareció un gemido de Caroline, y enseguida su voz, muy tenue, como confidencial para alguien que tenía muy cerca.
—No, por favor —gemía—. No me haga eso, no… No, por favor…
—¡Caroline! —aulló Barry, dando nuevos tirones que tuvieron como consecuencia la laceración de la carne de sus brazos y piernas.
Caroline lanzó un grito agudísimo de definitiva histeria. Comenzó a suplicar que no le hiciera aquello, aquello no, por favor, por favor, no me haga eso, no, no, no, por favor, no… Su voz tenía trémolos de espanto, de histeria, de horror.
Barry dejó de dar tirones, y escuchó cuando, de pronto, se hizo de nuevo el silencio. Escuchó por si oía algo, porque no había nada concreto que escuchar ahora. Estaba sudando y al mismo tiempo sentía frío. El frío de los estremecimientos que sacudían su cuerpo. Oyó el rasgar de la ropa, y el gemido de su mujer, ahogado, contenido. Luego, oyó el susurro de su voz. Caroline estaba conversando en voz bajísima con alguien. Barry oía su voz como si fuesen sonidos de cristal. No entendía las palabras, solo oía la voz susurrante de su esposa, tan confidencial, tan recogida, tan íntima.
—Caroline —jadeó—: ¿qué…, qué estáis hablando?
Hubo un breve silencio. Luego, la risita aquella que ponía los pelos de punta. Y acto seguido, de nuevo la voz de Caroline, siempre en susurros de cristal. Parecía que le decía a quien fuese cosas de las que no quería que se enterase su marido.
—Caroline, ¿qué estás diciendo?
Le pareció que su mujer ahogaba un grito, y luego oyó perfectamente unos sollozos contenidos, y de nuevo las súplicas:
—No, por favor, eso no… Eso no, no, no…
Barry Davis lanzó un fortísimo aullido, y de nuevo comenzó a dar tirones de las cuerdas, sintiendo cómo su carne se abría, cómo la sangre se deslizaba por sus brazos y piernas. Estaba anegado en sudor y sangre, pero seguía dando tirones, hasta que el dolor fue tal que no pudo soportarlo, y entonces se quedó inmóvil, jadeante, desorbitados los ojos perdidos en la oscuridad.
Estuvo así casi un minuto oyendo solamente su jadeo. Lo contuvo de pronto, para escuchar los sonidos de la cama vecina, y otra vez oyó la voz susurrante de Caroline, confidencial, íntima, privadísima. La oyó suspirar fuertemente, y, de pronto, ella lanzó un alarido que pareció de cristal rompiéndose en mil pedazos.
—¡Caroline! —vociferó descompuesto Barry—, ¡Caroline, Caroline…!
Ahora no se oía nada en la cama contigua… Pero sí, sí se oía algo, era como… un movimiento rítmico y continuado, enérgico, poderoso; Y un resuello fuerte, vigoroso. Todos los músculos de Barry Davis se tensaron al comprender lo que significaba aquel ruido, aquel ritmo, aquel resuello fuerte, vigoroso. Cerró los ojos. Le latía todo el cuerpo con violencia terrible, le dolía la cabeza, sentía estremecimientos gélidos… Y Caroline ya no protestaba, ya no decía nada, ni siquiera gemía mientras la estaba… ¡Oh, Dios!
Y de pronto, de nuevo, aquel alarido de insoportable sufrimiento.
Barry Davis no pudo soportarlo más: su tensión era tal que, de repente, tuvo la sensación de que se partía en mil pedazos y que dejaba de existir.