EMPIRE McKinley oyó el sonido de la puerta del apartamento al cerrarse, y se sentó en la cama, sofocada pero sonriente.
Estaba completamente desnuda, pero sentía el cuerpo calentito y dispuesto a todo. Tal vez por costumbre, subió la ropa de cama hacia el pecho ocultándolo parcialmente.
Oyó los pasos masculinos, y supuso que era él, naturalmente. Solo podía ser él. A fin de cuentas estaba en su apartamento, ¿no? ¡Eso sí que no debía esperárselo Scott Maning! Podía esperarse cualquier cosa menos encontrarse a la doctora McKinley esperándole en su cama, desnudita, calentita y dispuesta a todo.
A todo.
Oyó los pasos de él acercándose al dormitorio, y se imaginó su sorpresa al ver la luz encendida. ¡Anda que cuando la viese en la cama…! Claro, primero se quedaría atónito, sin comprender, pero ella no le diría nada. Dejaría las explicaciones para el día siguiente, después de… Pues eso. Ahora lo que deseaba era gozar viendo la sorpresa en el rostro de él. Y las explicaciones, al día siguiente. Porque ahora, seguro, en cuanto reaccionase de la sorpresa él no le daría tiempo a hablar.
¿Y para qué hablar, realmente? ¿Acaso no estaría todo explicado con su presencia en la cama de él? Claro, él podía preguntarle cómo había entrado. Pues bueno, había entrado con la llave de él, que como todos los solterones solía dejar debajo del felpudo o en el tiesto más cercano a la puerta. En el caso de Scott Maning la llave solía estar en el tiesto del pasillo más cercano a la puerta. Así que ella había llegado, había llamado, y al no recibir respuesta pensó que él se había entretenido por el camino, buscó la llave bajo el felpudo, y luego en el tiesto.
¿Y si no la hubiera encontrado? Pues habría esperado a Scott sentada ante la puerta del apartamento, ¡qué remedio!
Pero, como había encontrado la llave, allá estaba, en la cama de él, comenzando a temblar de impaciencia y emoción. Y de pronto una terrible idea cruzó por la mente de Empire McKinley: ¿y si Scott Maning la rechazaba? ¡Oh, cielos!
Aunque seguramente, no, porque era todo un sinvergüenza al que le gustaban demasiado las mujeres. ¡Si debían gustarle que las llevaba a pares a su apartamento! Pero eso se había acabado. Bueno, ella tenía que conseguirlo como fuese, tenía que apartarlo de tanta golfita divertida. ¡Ya basta de espiarlo con el telescopio desde su ventana! A ver: ¿acaso no lo había llamado por lo de Silvan Wallen aprovechando esto como pretexto? Sí, se había apresurado a aprovechar la ocasión, y luego se había comportado como una tonta, cuando ya lo tenía a su alcance.
Cuando él le tocó las rodillas de aquel modo tan confianzudo y simpático, ¿acaso no debió ella de aceptarlo…, y además sonreírle? Y entonces ya se habría puesto todo en marcha. ¡Qué estúpida había sido! Y todavía más estúpida cuando aceptó que él la llevara a un hotel, teniendo al otro lado de la manzana su confortable apartamento.
Pero así son las cosas. Solo cuando, de pronto, se encontró sola en la acera frente al hotel, se dio cuenta de que estaba dispuesta a todo con tal de no alejarse de Scott Maning. Es decir, ya lo barruntaba desde que había empezado a espiarle y a pensar cómo podía hacer contacto con él, pero justo al quedarse allí sola lo admitió de una vez por todas. Así que, ¡al demonio las actitudes de pacotilla! Ni siquiera llegó a entrar en el hotel: llamó un taxi, y se hizo llevar a North West Imperial Terrace, al apartamento de él.
¡Y allí estaba! ¡Y él estaba a punto de entrar en el dormitorio, verla, y…!
Scott Maning apareció en la puerta del dormitorio.
La sofocada sonrisa se congeló en el rostro de Empire McKinley. Sus ojos se desorbitaron, su boca se abrió, sus manos soltaron la ropa de la cama de modo que sus bellísimos senos quedaron totalmente a la vista. Frente a ella, a pocos pasos, Scott Maning la miraba mortecinamente; sus dientes emitieron un chasquido múltiple al entrechocar sus mandíbulas con súbito trémolo.
Empire McKinley reaccionó, dando un brinco en la cama y exclamando:
—¡Scott! Él comenzó a decir algo, pero ella no le entendió. Saltó de la cama y corrió hacia Scott, cuyos dientes volvían a oírse. Tenía el rostro amoratado, los rubios cabellos como paja helada, las ropas retorcidas, arrugadas. Un hálito de frío llegó al desnudo cuerpo de Empire cuando se detuvo ante el abogado, que seguía diciendo algo que no entendía.
—Dios mío… ¿Qué te ha pasado?
—… liente… nera… liente… agaaga…
—¿Qué dices?
—¡Bañera con agua caliente! —aulló Scott, con entrechocar de mandíbulas que pareció un arpegio musical.
—Sí… Sí, en seguida… ¡En seguida!
Sin recordar que estaba desnuda, Empire corrió al cuarto de baño, taponó la bañera, y abrió el grifo del agua caliente. Luego, regresó corriendo al dormitorio. Scott se había sentado en el borde de la cama, y estaba intentando quitarse un zapato. Ella le quitó los dos. Los calcetines estaban helados, y los pies de Scott parecían de hielo.
Tras descalzarlo le ayudó a ponerse a pie, y le quitó el chaquetón. Poco después, Scott Maning estaba completamente desnudo…, y justo en ese momento sonó el teléfono en la sala, en la cocina, y en el supletorio de la mesita de noche.
Tanto Scott como Empire se quedaron mirándolo incrédulamente. Eran cerca de las dos de la madrugada. Scott dijo algo señalando el teléfono. Empire no entendió las palabras, pero sí el gesto, de modo que atendió la llamada.
—¿Diga?
—¿…?
La doctora se irguió, palideciendo, abriendo mucho los ojos. Volvió la cabeza hacia Scott, que la miraba como si sus párpados fuesen de hielo.
—Es para ti —jadeó Empire—. ¡Es él, Scott! ¡Es el profesor Chesterton! ¡Quiere hablar contigo!
El gesto helado de Scott Maning se nubló. Se acercó a la mesita de noche caminando como un zombi, y tomó con las manos el auricular.
—¡Nñññ…! —gruñó.
—Señor Maning: ¿es la doctora McKinley la persona que ha contestado esta llamada? —chirrío la inconfundible, oxidada voz de Chesterton.
—Gm.
—Lástima no haber sabido esto antes: usted ya no habrá regresado a su apartamento. Pero todo se andará. Ahora solo le llamaba para saber cómo le ha sentado el baño y encontrarse con que la calefacción de su coche no funcionaba. Espero que después de esto deje de intervenir usted, señor Maning. ¿Me ha entendido?
Scott Maning aspiró hondo, hizo un esfuerzo, y aulló:
—¡Hijoputaaaa…!
Clic, cortó la comunicación el profesor Chesterton.
Scott dejó caer el auricular, y Empire reaccionó para recogerlo y colgarlo en su sitio. Alargó una mano hacia Scott, diciendo:
—Ven, te acomp…
—¡No me toques!
—Pero Scott…
—¡Estoy helado!
Se dirigió hacia el cuarto de baño y consiguió meterse él solo en la bañera, dándose algunos golpes, mientras Empire hacía gestos para ayudarle, que eran violentamente rechazados. La bañera estaba llena, pero ya se desprendía de ella un considerable calor. Scott Maning comenzó a temblar con ritmo, como siguiendo un compás.
Pasados dos minutos, dijo:
—Destapa la bañera, que se vaya esta agua: ya está fría. Y tráeme la botella de whisky del bar.
—¿No sería mejor café?
—¡Tráeme el whiskyyyyy…!
—Sí, sí, ¡ya voy!
Empire regresó a los pocos segundos con la botella de whisky, de la que Scott echó un buen trago directamente, estremeciéndose. Empire tapó de nuevo la bañera, que volvió a llenarse de agua caliente. Y entonces se dio cuenta de que por entre la húmeda y ahora humeante cabellera de Scott brotaba la sangre.
—¿Qué te ha ocurrido? —exclamó.
—Me caí en el estanque.
—Scott, ¡tienes sangre en la cabeza!
—Ahí debió golpearme con la barra de hierro o algo parecido. ¡Por mi madre, qué frío tengo!
—¡Te está saliendo mucha sangre!
—Claro: ahora no la tengo congelada… Mira en ese armarito, a ver si encuentras gasas y esparadrapo, cosas de esas. ¿Sabrás hacerme una cura de urgencia o prefieres llamar a un médico?
—Me las arreglaré.
—Bueno.
—Pero cuando salgas de la bañera, y estés seco. Ahora déjame ver la herida y limpiarla bien con agua y jabón. ¡Y no bebas más whisky, o vas a emborracharte!
—¡Qué sabrás tú de esto! —rezongó Scott, bebiendo otro trago.
—¡No bebas más, Scott!
—¡Que te calles coñ… lines! —bramó el abogado.
—Está bien, allá tú.
—Eso, allá yo —y Scott Maning bebió otro trago.
Quince minutos más tarde, la situación había variado considerablemente. Scott Maning, ya seco, envuelto en una manta, y con un apósito en la herida de la parte posterior de la cabeza, seguía con la botella de whisky en la mano, estaba sentado en el borde de la bañera, y de cuando en cuando se estremecía en un cómico trémolo. Casi no quedaba whisky en la botella.
Empire apareció en la puerta del cuarto de baño, cubierta ahora con el abrigo de pieles.
—Ya está puesta la manta eléctrica —dijo—. La cama va a parecer un horno, Scott.
Este asintió, complacido, y miró con expresión más bien turbia a la bella doctora.
—¿Y se puede saber qué hacías tú en mi apartamento? —gruñó.
—Me pareció mejor que un hotel.
—Ah. Pero estabas desnuda, ¿no?
—Sí.
—Ah. Y en mi cama, ¿eh?
—Si, en tu cama.
—Ah. ¿Debo entender lo que entiendo o se trata de alguna exótica virguería por tu parte?
—Será mejor que te acuestes —rio Empire, sofocada—. ¡Estás borracho, Scott!
—¿Borracho yo? ¡Está sí que es buena!
Se puso en pie…, y en el acto le pareció que el piso era la cubierta de un barco en la tormenta. Tendió los brazos hacia delante en el acto con gesto desesperado. Empire le quitó la botella, la dejó en el borde de la bañera, y se metió bajo uno de los brazos de Scott.
—Te llevaré a la cama —dijo.
—Es… tu… pendo ¡El mundo al revés! ¡En lugar de llevarte yo a ti a la cama me llevas tú a mí! ¡Hurra! ¡Viva yo! ¡Y viva la madre que me parió!
Empire movió la cabeza, y sacó como pudo a Scott del cuarto de baño. Consiguió llevarlo a trompezones hasta el dormitorio, lo colocó junto a la cama, y dijo:
—Despréndete de la manta y acuéstate. Pronto estarás bien del todo.
—Ya lo creo que voy a estar bien —masculló el abogado Maning—. ¡Los dos vamos a estar de rechupete dentro de unos minutos, porque te voy a meter más polvos que a un desierto!
Empire hizo un gesto de resignación, y le quitó la manta a Scott, que tras lanzar unos cuantos manotazos al vacío, ordenó:
—¡Venga, ahora quítate tú el abrigo!
—Oh, Scott, por favor, pero si no podrías ni…
—¡Que te lo quites, que es uno de mis sueños hermosos! ¡Y vas a ver lo que te espera…! ¡Que te lo quites!
—Está bien —suspiró Empire.
Se quitó el abrigo. Debajo, como ya sabía Scott, no llevaba nada. Se quedó mirando con los ojos muy abiertos el espléndido cuerpo terso, tenso, sedoso, tibio… Miró luego los resplandecientes ojos de la doctora McKinley, y dijo:
—Te…, te voy a… te voy…
Cerró los ojos, terminó de tartamudear, y quedó inmóvil. Empire le puso un dedo en el pecho, lo empujó, y el gigantesco Scott Maning cayó de espaldas cruzado sobre la cama. Empire se las arregló para colocarlo adecuadamente, lo cubrió con la ropa y la manta eléctrica, y se quedó mirándolo.
El abogado Maning emitió un ronquido mientras todo su cuerpo se estremecía de pies a cabeza en un largo escalofrío.
* * *
—¿Y esto que es? —gruñó.
—Café —sonrió Empire, cubierta con el abrigo de pieles—, pero si quieres te traigo whisky.
—¡Muy graciosa! ¿Qué pasó anoche?
—¿De verdad quieres que te lo diga?
Scott reflexionó unos segundos antes de mover negativamente la cabeza.
—Mejor que no. Si no recuerdo mal me emborraché como un cerdo, y supongo que luego me perdí la oportunidad de mi vida. ¡Qué calor hace aquí…! ¿Cómo puedes estar con el abrigo puesto?
—No tengo tanto calor como tú, porque yo no estoy bajo la manta eléctrica, pero si realmente lo deseas me quitaré el abrigo.
—¿Dónde has dormido?
—¡Vaya pregunta! ¡En la cama, naturalmente!
—¿Conmigo?
—Con lo que quedaba de ti —rio Empire—. ¿Cómo está tu cabeza? ¿Te duele?
Scott la sacudió como si fuese un sonajero.
—No. Noto el dolor en la herida, pero no me duele por dentro, que es lo que más me fastidia. Debo tener un buen ojal.
—Y una inflamación tremenda. Quizá sería conveniente que te viera un médico. Desde luego, no podrás llevar sombrero en bastantes días.
—Bueno, me compraré uno de esos gorros de piel tipo bolchevique, ya sabes, de esos que llevan los rusos de las películas: siempre me han hecho ilusión.
—¿Y por qué no te has comprado uno?
—Es que nunca llevo nada en la cabeza. Ni sombrero… ¿Verdad que estás preparando un desayuno formidable?
—Sí.
—Vaya… De modo que eres una chica hasta que sabe cocinar… ¡Qué maravilla!
—No es tan difícil preparar un desayuno. En cualquier caso, estoy segura de que ninguna de tus amiguitas sabría hacerlo mejor que yo.
—¿Es un desafío?
—Sí.
—Bueno, se lo diré a ellas. Así que te dedicabas a espiarme.
—Sí. ¡Dios mío, nunca he visto a nadie más mujeriego que tú, Scott!
—No lo sabes bien. ¿De modo que hemos dormido juntos?
—Dormido, sí.
—Ya. ¿Y por qué me espiabas?
—Estaba loca por ti, y me comía la rabia y los celos.
—Mala cosa, los celos. Tengo hambre.
—El desayuno estará listo en cinco minutos. Scott: ¿qué pasó?
Scott Maning se quedó mirando la taza de café con la que calentaba sus manos. Luego, bebió un sorbo. Y acto seguido procedió a explicar a la doctora McKinley lo que sucedió en la casa de los Davis. Cuando terminó, Empire le contemplaba con los ojos muy abiertos.
—¿Quieres decir que él sabía que irías a tu coche, y que estropeó la calefacción a propósito?
—Por supuesto, bien claro lo dijo cuándo me llamó aquí. Y otra cosa quedó bien clara: el profesor Chesterton se interesa por ti.
—¡Pero si no me conoce!
—No le conoces tú a él, qué no es lo mismo. Él sí te conoce, y evidentemente si hubiera sospechado que estabas esperando aquí me habría matado. Pero como no sabía eso todo lo que hizo fue divertirse conmigo. Claro está, si me hubiera muerto de frío en el estanque le habría dado lo mismo, pero sabía que podía recuperarme. Y para acabar de fastidiarme, estropeó la calefacción de mi coche. Lo que no entiendo… Bien, ¿qué ha hecho con los Davis y con el criado, el tal Henry?
—Lo mismo que con el señor Wallen, ¿no?
—Muy bien, ¿y qué ha hecho con el señor Wallen?
—No lo sé. Pero esto ya se está complicando demasiado… ¿Vas a avisar a la policía?
Scott le dirigió una mirada casi siniestra.
—No.
—¿No? ¡Pero si ayer decías…!
—Ayer no me había dado un baño, en un estanque, ni un chiflado me había estado tomando el pelo en una casa a oscuras y sin teléfono. No lo interpretes en plan fanfarrón, nena, pero conmigo no juega nadie.
—¿Qué piensas hacer?
—Desayunar.
—¿Y luego?
De nuevo quedó reflexivo Scott Maning durante varios segundos, antes de murmurar:
—Tampoco se trata de que quiera dármelas de héroe ni pasarme de la raya; simplemente, antes de llamar a la policía quiero asegurarme de algunas cosas. Por ejemplo, quiero asegurarme de que Silvan Wallen no aparece por parte alguna, ni tampoco los Davis, ni su criado… ¡Los criados! ¡Los habíamos olvidado por completo! Me refiero a las dos criadas de la casa de los Davis: ayer tenían el día libre, pero esta mañana habrán vuelto a la casa, o estarán a punto de volver… ¡Y cuando vean lo que hay allí avisarán a la policía!
—Tal vez sea lo mejor, Scott. Y creo que deberíamos decirles todo lo que sabemos.
—Quizá lo haga —asintió Maning—. Pero antes vamos a dedicarnos tú y yo a una cosa que ya debimos hacer ayer.
—¿Crees que estás en condiciones… y que es el momento? —se sofocó deliciosamente Empire.
—Ya lo creó que sí. ¡Tráeme el listín telefónico!
—¿Para qué lo necesitas? —se pasmó la doctora.
—Para peinarme, si te parece. Oye, ¿qué has pensado?
—Pues… Bueno, como anoche no… ¿Qué has pensado tú?
—Yo, buscar en el listín los nombres de las cinco chicas «muertas» y del tipo también «muerto» que mencionó Wallen. Y si realmente ninguna de esas seis personas contesta al teléfono me parece que sí será conveniente avisar a la policía. Eso he pensado. ¿Y tú?
—Oh, lo mismo, lo mismo —replicó desabridamente Empire, alejándose acto seguido hacia la cocina.
Hora y media más tarde, es decir, casi a las once de la mañana, la situación estaba del siguiente modo: habían localizado los teléfonos de cuatro de las chicas y del tal Walter Morton, y ninguno de los cinco localizados contestaba a las repetidas llamadas. La chica no localizada era Norah Evans, que quizá era la única que no tenía teléfono o bien estaba a nombre de sus padres; pero había demasiados Evans en el listín para ir llamando uno por uno preguntando por Norah, así que desistieron de localizarla.
Lo «vivos» de la lista eran cuatro hombres: Dan Buchanan, Edgard Brooks, Jefferson Howels y Albert Fisker. El procedimiento seguido con ellos una vez localizados sus números de teléfono y, consecuentemente, en el mismo listín, la dirección, fue el siguiente: Empire llamaba, pedía por el de turno, y cuando lo tenía al aparato insistía:
—¿Señor Buchanan?
—Sí, sí, diga.
—¿Señor Daniel Buchanan?
—Que sí. Diga. ¿Quién es usted?
Entonces, Empire colgaba. Por este procedimiento supieron que los cuatro hombres arriba mencionados estaban vivos y, por el momento, en sus domicilios.
Quedaban, finalmente, los Davis. Cuando llamaron a la quinta de estos el teléfono, simplemente, no sonó. Es decir, que la línea continuaba cortada.
—Tenemos, pues, un montón de alternativas —murmuró Scott—. La primera de ellas, por supuesto la más razonable y la más cómoda, es llamar a la policía. Las demás, implican una investigación en los domicilios de los «muertos» o en acercarnos a los «vivos» a ver qué dicen. Pero, sobre todo, hay algo, que me gustaría mucho muchísimo: encontrar personalmente al doctor Chesterton, o profesor, lo que sea.
—Ya lo hemos buscado en el listín y no hay ningún profesor Chesterton. Es más, no hay ningún Jebediah Chesterton. Pero eso no significa nada: ese hombre puede estar en Portland ocasionalmente.
—Tal vez. Pero se me está ocurriendo que si encontrásemos la clínica de reposo donde estuvo Silvan Wallen encontraríamos al profesor Chesterton.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —se sorprendió Empire.
—Pues del mismo modo que se me ocurren otras cosas: pensando. Bien, debemos decidirnos de una vez por todas. Y te diré lo que creo que debemos hacer… Mientras tú intentas localizar esa clínica de reposo y al profesor Chesterton, yo intentaré conversar con los cuatro «vivos», uno a uno, A las cinco de la tarde nos encontraremos en el centro, por ejemplo en la entrada a la biblioteca pública, y, según lo que hayamos conseguido tomamos una u otra decisión final. ¿Qué te parece?
—No me hace mucha gracia ir sola por ahí interesándome por el profesor Chesterton, pero está bien, lo haremos así. ¿Te vas a comprar el gorro de bolchevique?
—Claro que no.
—Es que se te nota bastante la hinchazón, y además, claro, se ve el apósito muchísimo.
—Pues tendré que comprarme el gorro —gruñó el abogado Maning.