HABÍA algo especialmente siniestro en el ambiente cuando Scott Maning se apeó del coche delante de las verjas de la casa de los Davis en Mayway Drive.
Encogido dentro de su chaquetón de piel vuelta, oyendo silbar el viento que parecía morderle las orejas, Scott corrió hacia la columna donde estaba el timbre. Le importaba bien poco que los Davis se pusieran hechos unos basiliscos con él. Si estaban ocurriendo cosas extrañas todos tendrían que afrontarlas, así de sencillo.
Estaba ya a punto de pulsar el timbre cuando se dio cuenta de que las verjas no estaban cerradas. Estaban ajustadas, pero no del todo. Así que no podían estar cerradas. Se quedó mirándolas entre incrédulo y desconcertado. Sabía que los Davis las habían cerrado electrónicamente desde la casa cuando se fueron antes él y Empire.
Si ahora estaban abiertas significaba que alguien había entrado o salido de la quinta. Y, posiblemente, que pensaba volver. O bien, que alguien había forzado la cerradura y… Soltó un gruñido que dio por zanjadas las elucubraciones. Mirar para saber, y punto.
Vaciló entre meterse de nuevo en el coche o llegarse a pie a la casa. Optó por esto último, así que se metió en el coche, apagó el motor y las luces, se metió las llaves en un bolsillo del chaquetón, y cerró suavemente la portezuela al salir.
A su derecha, como una mancha de negrísima tinta china, estaba la casa vecina de los Davis. El viento agitaba las ramas de los árboles, y las estrellas parecían trozos de hielo azul. No había luz en ninguna de las dos casas, ni se veía en las casas más alejadas de la zona.
Las verjas chirriaron al ser empujadas a mano por Scott, que se sintió íntimamente decepcionado. Pensó que se estaba comportando mentalmente de un modo un tanto frívolo. A fin de cuentas, los chirridos siempre son augurio de algo siniestro. ¿O no? O sea, que si no había chirridos, pues todo estaba bien, todo estaba normal.
Normal.
Siguiendo el sendero llegó ante el estanque de los nenúfares que antes había rodeado primero por la derecha y luego por la izquierda; al otro lado, el sendero se unificaba de nuevo, y terminaba en la casa, es decir, ante el pórtico, que se quedó mirando detenido ante el estanque, cuyas aguas seguían rizándose al viento. Vio las grandes hojas redondas, y le pareció distinguir la forma de los nenúfares cerrados. Hacían bien en cerrarse, con aquel frío del demonio.
Normal.
Todo normal.
Continuó caminando hacia la casa, se detuvo ante el pórtico, y se quedó mirando la puerta entreabierta. O quizá se lo parecía debido a las sombras que creaban las luces estelares y las de Mayway Drive, que llegaban allí como a brochazos por entre los árboles.
Subió al pórtico.
Comenzó a sentir un lento repeluzno que se inició en la nuca y llegó, como si fuese una gota de agua helada, hasta sus pies. La puerta, en efecto, estaba entreabierta, y mucho más visiblemente que las verjas. Era como si alguien la retuviese al otro lado, dispuesto a salir de un momento a otro.
Scott Maning dio dos pasos, tocó la puerta con un dedo, y empujó terminando lentamente de abrirla. El vestíbulo tenía una iluminación grisazulada, procedente de las amplias ventanas de la fachada a ambos lados de la puerta, y parecía una caja inhóspita, fría. Scott buscó el interruptor de la luz, y lo accionó. Suspiró cuando la araña del techo se encendió. Cerró la puerta tras él, y miró la escalinata que ascendía al primer piso, al destinado a dormitorios.
Optó por recurrir en primer lugar al criado, el tal Henry, que lógicamente debía tener su aposento en la planta baja, camino de la cocina. El pasillo que conducía a esta estaba a la izquierda del vestíbulo, y Scott se metió por él, accionando otro interruptor de luz. Bueno, las cosas no parecían tan siniestras a plena luz, menos mal.
Efectivamente, a la derecha del pasillo que terminaba en la puerta de la cocina había tres puertas. Scott empujó una, encendió la luz de aquel cuarto, y se retiró enseguida, pues estaba vacío. Debía ser el de una de las empleadas de los Davis. Pensó que el siguiente también sería de una mujer, así que no empujó la segunda, y sí la tercera.
Las manchas de sangre por todas partes le parecieron rojos ojos siniestros que se fijaron en él.
Eran como ojos, o como estrellas rojas.
Había manchas en todas partes, y el dormitorio de Henry estaba revuelto, bien visibles los numerosos destrozos producidos; era como si una fiera enloquecida hubiera pasado por allí.
Y el criado no estaba en la habitación.
Scott Maning tenía la sensación de que sus pies eran de plomo, que pesaba una tonelada cada uno de ellos. Su sobresaltada mirada iba de uno a otro lado, buscando no sabía qué. Todo estaba igual, todo era horrendo, siniestro, espeluznante.
De pronto, Scott reaccionó, dio la vuelta, y salió corriendo del cuarto del criado Henry Adams. Llegó al vestíbulo, y se lanzó escaleras arriba. Llegó como disparado, y se fue directo al dormitorio de los Davis, que conocía de antes, cuando habían recorrido la casa y había visto la cama matrimonial abierta, esperando a sus propietarios.
Llegó ante la puerta del dormitorio, que estaba cerrada, y la abrió de golpe, sin contemplaciones. Localizó enseguida el interruptor, y encendió la luz…
—Dios bendito —jadeó.
Lo mismo. Todo estaba revuelto, rasgado, destrozado. Y manchado de sangre, por supuesto. De grandes estrellas de sangre, de grandes rojos ojos que parecían mirar siniestramente.
Scott retrocedió, y salió de espaldas del dormitorio.
—¡Señor Davis! —llamó—: ¡Señora Davis!
Se dio cuenta de qué su voz había brotado chillona. Se la aclaró, y volvió a llamar a los Davis, con voz más alta, más potente.
—¡Señor Davis! ¡SEÑOR DAVIS!
Era como si las palabras retumbasen en el fondo de una gigantesca tumba.
Bueno, ya era suficiente, pensó Scott Maning. Sintiéndolo mucho, y le gustase o no a la doctora McKinley o al profesor Chesterton, él iba a llamar a la policía. Presentía algo maligno en todo aquello, sabía que no estaba ante un asunto vulgar, sino que formaba parte de algo retorcido y siniestro. Ni hablar de seguir adelante él solo con aquello. ¡Ni hablar!
Entró de nuevo en el dormitorio, vio el teléfono sobre una de las mesitas de noche, y se acercó. Descolgó el auricular, se lo llevó al oído, y se dispuso a marcar el número de la policía de Portland, que conocía perfectamente. Entonces se dio cuenta de que el auricular estaba «muerto»; no emitía serial para marcar, ni sonido alguno. Pulsó varias veces el auricular, pero nada cambió.
No funcionaba el teléfono. Pero no podía ser por una avería casual, estaba seguro de eso. Simplemente la línea había sido cortada.
La luz se apagó en ese momento.
Scott Maning tuvo la impresión pavorosa de que era engullido por la oscuridad como si esta fuese un monstruo de súbita aparición y enormes fauces que acababa de cerrar sobre él. Pasar tan bruscamente de la luz a la oscuridad fue todo un trauma para el abogado Maning, que hasta entonces se las había dado de «fortachón, valentón y muy decidido». Y simpático, jovial, inteligente, culto…
La inteligencia se sobrepuso al resto de las cualidades de Scott Maning. Alguien había apagado la luz y había cortado el teléfono. Ergo, alguien estaba en la casa de los Davis. ¿Los Davis? ¿El criado? ¿O… el profesor Chesterton? Pero si los Davis eran amigos de Chesterton, como parecía al haberle indicado antes dónde se hallaba Silvan Wallen… ¿qué estaba ocurriendo allí? ¿Los había atacado el profesor Chesterton? ¿O el ataque provenía de otra u otras personas?
En un negro silencio que parecía de muerte, Scott Maning permanecía inmóvil, creyendo oír el rumor de sus propios pensamientos; era como si cada idea, cada pensamiento, se deslizara por entre los mecanismos de su mente produciendo un suave y bien engrasado sonido; su inteligencia estaba dominando la situación, la estaba controlando, es decir, le mantenía sereno e inmóvil. Intuía que eso era lo que debía hacer: nada.
Absolutamente nada.
Durante un minuto todo continuó igual. Las ideas, los pensamientos, continuaban deslizándose; parecían cosas alegres deslizándose por un tobogán. ¡Qué sensación tan curiosa!
Lógicamente, debía haber visto alguna luz en la ventana del dormitorio, procedente de Mayway Drive, aunque estuviese esta bastante alejada. Pero las cortinas, las gruesas cortinas que antes había visto, debían estar corridas, claro.
Dios, ¡qué oscuridad, qué cosa tan horrible!
De pronto, le pareció oír que alguien lloraba y que, enseguida, alguien reía. De no supo dónde, le llegó una voz suplicante, y enseguida la risa aguda y chirriante.
Muy despacio, Scott Maning movió la mano izquierda en busca del teléfono, lo localizó, y acto seguido, igualmente despacio y con todas las precauciones para no hacer ruido, colocó el auricular en la horquilla. Produjo un levísimo ruido que le pareció estrepitoso.
Volvió a oír el llanto, la risa, la súplica, la risa aguda y chirriante.
Ni por un momento se le ocurrió que aquella risa procediera de uno de los Davis o de su criado. ¿Y el llanto? ¿Y las voces suplicantes? Estuvo escuchando con toda atención no menos de dos minutos, pero no oyó nada más. Comenzó a moverse, despacio, girando hacia la puerta. Dio un paso, otro, otro… Estaba, seguro de que se hallaba en la dirección correcta.
Tenía que salir de aquel dormitorio, de la casa. Simplemente debía alejarse de allí a llamar a la policía.
Extendió los brazos para asegurarse que no iba a tropezar con nada o darse de narices contra la pared. Todo iba bien. Seguro que estaba caminando hacia la puerta.
Entonces su mano derecha tocó algo. Algo tierno y frío.
Y móvil.
Esta vez sí, el sobresalto del abogado Maning fue tremendo. Lanzó un grito entrecortado, mientras retiraba vivamente la mano, que le pareció súbitamente helada por aquel contacto. El corazón de Scott Maning se disparó, no propiamente de miedo, sino debido al gran sobresalto, al tremendo susto de encontrar una cara, una cabeza, donde solo esperaba encontrar la vacía oscuridad.
Oyó un sonido no identificaba ante él, y enseguida un rumor de algo que se movía rápidamente. Le pareció que cientos de pies corrían a su alrededor.
Y acto seguido tuvo la sensación de que dentro de su cabeza estallaba una enorme traca violentísima que produjo miles de luces. Estas se apagaron enseguida, y Scott Maning dejó de existir conscientemente.
* * *
La consciencia había ido regresando lentamente, pero él la experimentó de pronto.
De pronto, estuvo despierto y lúcido. Estuvo vivo.
Sus ojos quedaron abiertos de par en par, fija la mirada en las estrellas.
Sentía frío. Un frío tan horrible que no lo recordaba igual en toda su vida. Ni siquiera cuando él y tres compañeros de excursión estuvieron cuatro días perdidos en la nieve en la Cordillera de las Cascadas, cerca del Diamond Peak. Era un frío que penetraba hasta las entrañas, que parecía devorar sus huesos, convertir en hielo su carne. Un frío total y espantoso en todo el cuerpo.
Un frío tal que incluso tenía la impresión de que congelaba sus pensamientos, de que estos iban quedando paralizados lentamente. Intuyó que de seguir así pronto dejaría incluso de pensar, porque los pensamientos se habrían congelado, como se estaba congelando su cuerpo.
Y seguía viendo las estrellas sobre él. Parpadeó, y sintió dolor en los ojos. Cerca de él, algo hizo un ruido que le recordó el agua. Como si alguien hubiera tirado un guijarro al agua, o quizá como si una rana hubiera efectuado una buena zambullida. Algo así.
¿Alguien tiraba piedras?
¿O había ranas allí?
Agua, ranas, charca, balsa, estanque. Las piezas iban encajando. Era como un test, en el que había que encontrar relaciones entre objetos, formas, números. Sucesión de relaciones: rana, agua, charca, mar, río, estanque, balsa. No, mar no; en el mar no hay ranas. Hay miles de formas de vida, pero no ranas, qué se le va a hacer. Las ranas están en las charcas de los ríos, en las balsas, en los estanques con musgo.
En los estanques.
En un estanque.
El estanque.
Los pensamientos eran lentos, lentos, lentos. Él conocía un estanque, pero no había ranas. No, seguro que no había, porque de haberlas las habría oído las dos veces que pasó cerca del estanque. Aunque quién sabe, quizá las ranas no croan en las noches de frío. ¿Dónde demonios se meten las ranas durante las noches, sea en invierno o en verano? Bueno, seguro que duermen preferentemente en la superficie, sobre musgo, o sobre ova… Sí, ova. O sobre las hojas de las plantas acuáticas.
Cómo por ejemplo los nenúfares.
El estanque de los nenúfares.
«Dios mío —pensó—: estoy dentro del estanque».
Fue un pensamiento neto, claro, exacto, preciso: estaba dentro del estanque de la casa de los Davis.
Movió la cabeza, y vio el agua entonces casi a nivel de su ojo. Se quedó mirando el agua que se rizaba. Seguía soplando el viento. Estaba metido en el estanque, hundido todo menos el rostro, que había quedado hacia arriba. Si hubiera quedado hacia abajo seguramente se habría ahogado.
Veía el agua a nivel de su ojo, pero no reaccionaba. Sentía que no podía moverse. O sea, estaba flotando en las aguas del estanque, boca arriba. «Voilá, c’est tout» como le dijo aquella ramera francesa cuando terminó de contarle su vida. De modo que eso era todo, en efecto. O salía del estanque o terminaba por morirse congelado en las aguas enfriadas por la baja temperatura de la noche y el viento. «Voilá, c’est tout!».
Su mente envió la orden a sus piernas: tenían que moverse, buscar fondo, asentarse en este, soportar el peso de su cuerpo, y sacarlo del estanque. El agua se agitó en torno a su cara, comenzaron a formarse círculos. La cara se elevó. No sentía las piernas, pero ahora la cara estaba por lo menos dos palmos más arriba que antes. El frío impactó en sus hombros, pecho y cuello como si estuviera formado por miles de agujas. Era curioso: no sentía las piernas, pero estaba en pie. Ahora estaba viendo la casa. La casa de los Davis, eso era.
Bien.
Muy bien.
Estaba rodeado de agua. Cerca de él vio ahora perfectamente hojas de nenúfares, y las flores, cerradas. El borde del estanque estaba apenas a un metro. Allí mismo, vamos. ¿Qué es un metro? Nada. ¡Bah, un metro…! Cuando comenzó a desplazarse en el agua todo el cuerpo le dolió como si la carne se estuviera rompiendo. Todo un trémolo violentísimo, que hizo entrechocar sus mandíbulas. Por el amor de Dios, ¡qué frío tan espantoso!
Llegó al borde del estanque, sacó los brazos del agua, gritó al sentir en las manos el dolor del frío. En la casa no había luz alguna. No se veía nada, no se oía nada, salvo el viento. Por entre los árboles vio la casa vecina.
Para salir del estanque tuvo que echarse sobre el borde y luego rodar hacia afuera. Rodó por el sendero, dolorido, mordiéndose los labios para no volver a gritar. Se daba cuenta ahora que le dolía la cabeza. Le dolía mucho y de modo especial; quiso alzar un brazo hacia ella, pero no pudo. Tenía que llamar a la policía. Pero no podría hacerlo desde la casa de los Davis. Tenía que buscar un teléfono. Y quitarse la ropa mojada, completamente empapada.
Comenzó a ofrecerse alternativas para salir con bien de aquella situación.
Una de las alternativas era ir de nuevo a la casa de los Davis. La otra era alejarse de allí lo más rápidamente posible para evitarse males mayores. Y puestos a alejarse, ¿adónde ir mejor que a su apartamento? No solo estaría a salvo, sino que dispondría de teléfono. Claro que la casa de los Davis estaba más cerca, y podía quitarse la ropa mojada enseguida y envolverse en una manta…, pero no había teléfono. Además, podía estar en su apartamento en siete minutos como máximo, pues la circulación a aquella hora debía ser nula.
Y en su apartamento tenía teléfono, ropa seca, mantas… ¡Tenía de todo! Y con la calefacción del coche puesta a toda potencia seguramente reaccionaría.
O sea, que tenía que regresar a su apartamento.
Con el viento silbando en sus orejas, como cortándola con finas cuchillas, Scott Maning rodeó el estanque y enfiló el sendero hacia las verjas.
¿Y los Davis? ¿Y el criado? ¿Habían sido secuestrados, como Silvan Wallen? ¿O tanto este como aquellos habían sido asesinados? Porque si no habían sido asesinados… ¿qué significado tenían las manchas de sangre donde debían estar ellos?
Su coche no estaba frente a las verjas, donde lo había dejado. Pero a través de las verjas lo vio unos metros más allá, con la parte de atrás saliendo a la calzada. Como si alguien lo hubiera empujado para apartarlo de la salida sin importarle adonde fuese a parar.
«Ahora nada más falta que las verjas estén cerradas», pensó.
Pero no estaban cerradas. Estaban ajustadas, como antes. Salió, las ajustó de nuevo, y, temblando violentamente, se encaminó hacia su coche. Las ropas parecían envolturas hechas con hielo. Cuando intentó quitarse el chaquetón se dio cuenta de que apenas podía mover los brazos, tan aterido estaba. Las manos le dolían cada vez más, y apenas podía mover los dedos. Estuvo hurgando en el bolsillo del chaquetón en busca de las llaves, las localizó, pero los dedos no le obedecían, no podía cogerlas.
A través del parabrisas, su mirada fue hacia la casa vecina de los Davis. ¿Y si fuese allá a pedir ayuda? Pero la casa seguía a oscuras, seguía pareciendo una mancha de tinta china, algo quieto, como un decorado.
Consiguió sacar las llaves del bolsillo, las puso en la ranura, y dio el encendido. El motor respondió en el acto, y al sonreír ante tan vulgar pero conveniente hecho, le dolió todo el rostro.
«Tengo que conducir durante tres millas nada más —se dijo—. Si no consigo hacer una cosa tan sencilla merezco diñarla. ¡Animo, Scott!».
Los dedos no conseguían agarrar el volante. Comenzó a abrirlos con fuerza, soportando el dolor. Si permanecía quieto se iba a helar de una vez en el asiento, empezó a gritar a voces, a frotarse las manos. Parecía un loco de remate, pero dos minutos más tarde los dedos pudieron asir el volante.
El coche partió alejándose de Mayway Drive.