Capítulo IV

EMPIRE había dejado la puerta abierta de par en par, así que ya desde el pasillo, antes de entrar en el apartamento, se apreciaba parte de lo que había ocurrido allí dentro.

Lo primero que destacaba era el color rojo.

Rojo de sangre.

Salpicaba en todas partes: suelo, paredes, cuadros, muebles… Había manchas de sangre en todas partes, y todo se veía revuelto, algunas cosas destrozadas, libros y revistas por el suelo, lámparas tumbadas, sillones colocados al revés y con la tapicería rasgada y manchada de sangre… Era un cuadro escalofriante, sin lugar a dudas. Atónito y no poco impresionado, Scott reaccionó pronto, sin embargo, y se volvió hacia Empire, que se había detenido unos cuantos pasos detrás de él. Retrocedió, la tomó del brazo y la metió en el apartamento, cerrando la puerta. Ella se quedó allí, pegada a la pared, sobrecogida.

Scott fue directo al dormitorio.

La cama estaba vacía, Silvan Wallen ya no estaba en ella.

Tuvo la revelación de que era absurdo buscarlo en el resto del apartamento, pero lo hizo, en cuestión de segundos, ya que no era muy grande. Por todas partes habían manchas de sangre, en mayor o menor cantidad. Donde había más era precisamente en el dormitorio, que también estaba removido, medio destrozado.

Empire se había sentado en el desplazado sofá, y permanecía con las manos juntas en el regazo, sobre las pieles. Miró temerosamente a Scott cuando este, finalmente, se plantó ante ella.

—¿Estás más tranquila?

—Sí, gracias.

—Desde luego debió llevarse un susto de narices —murmuró el abogado—. Esto es horrible. Y como comprenderá ya no podemos demorar el aviso a la policía. Bueno, espero que esté de acuerdo.

—Sí… Por supuesto que sí.

Scott titubeó antes de pregunta:

—Naturalmente, el señor Wallen no ha podido marcharse de aquí por su propio pie… Quiero decir que la dosis de calmante debió ser suficiente para que durmiese varias horas, ¿no?

—Sí, varias horas.

—O sea, que alguien ha venido aquí y se lo ha llevado… ¿Se le ocurre a usted otra explicación?

—No.

—Pero… ¿Quién podría saber que el señor Wallen estaba aquí, aparte de nosotros dos… y los Davis?

—No sé… No lo sé.

La sospecha se iba concentrando en la mente de Scott Maning. No hacía falta ser muy listo para sustentarla, ciertamente. Si solamente él, la doctora McKinley y los Davis sabían que Silvan Wallen estaba en el apartamento de la doctora, era evidente que cualquier información hacia otras personas tenía que haber partido de los Davis. Es decir, que en cuanto él y Empire se fueron de su casa ellos debieron avisar a alguien de lo que sucedía, utilizando el teléfono. Y ese alguien había ido al apartamento de la doctora McKinley, y…

¿Y qué? ¿Qué había ocurrido exactamente allí? ¿De quién era aquella sangre tan profusamente derramada por todas partes? En cuanto a los Davis, ¿realmente tenían la esperanza de que él no dedujera que habían sido ellos los que habían pasado la información respecto al paradero de Silvan Wallen?

Bueno, ciertamente él podía hacer muchas más cábalas, y hasta obtener interesantes conclusiones si se ponía a investigar, pero no era ese su trabajo. Además, las cosas se habían puesto al rojo vivo, porque la desaparición de Silvan Wallen podía implicar que, en efecto, con anterioridad sí habían sido asesinadas seis personas. ¿Acaso en un par de horas no se puede borrar todo rastro de sangre en una sala? Los Davis habían tenido tiempo sobrado de hacer esto en su casa después de que Wallen escapó. Pero si Wallen pudo escapar fue porque ellos no estaban… ¿Dónde estaban? ¿Por qué habían dejado a Silvan Wallen solo? ¿Dónde estaban los cadáveres, dónde estaban los vivos de la lista? ¿Acaso Wallen debía haber sido acuchillado también…?

El timbrazo del teléfono les sobresaltó a los dos, hasta el punto de que Empire se puso en pie de un salto y se abrazó crispadamente a Scott, que le tomó el rostro entre las manos.

—Tranquila —susurró—. Es solo el teléfono.

El aparato volvió a sonar. Lo miraron los dos. En el silencio el timbre parecía un sonido atronador capaz de llegar a miles de millas de allí.

¡Triiíiiiinnnggg…!, seguía sonando el timbre.

—Será mejor que contestes —dijo Scott.

Ella estaba petrificada, mirando de uno a otro ojo del abogado, que seguía reteniendo entre sus manos el pálido y frío rostro femenino. El timbre volvió a sonar, ¡triiíiiiinnnggg!, y Scott soltó el rostro de Empire, le pasó un brazo por los hombros, y la llevó hacia el teléfono, colocado sobre la mesita que, milagrosamente, no había sido removida.

—Sea quien sea —dijo Scott—, corta pronto. Tenemos que avisar a la policía cuanto antes.

Empire asintió, y descolgó el auricular.

—¿Diga? —inquirió con voz fallecida, que podía parecer soñolienta.

—¿Es usted la dueña del apartamento, la doctora McKinley?

Empire tuvo la sensación de que aquella voz le arrancaba trozos de piel a cada sílaba. Se le pusieron los pelos de punta al oírla, despaciosa, áspera y susurrante, casi chirriante, como si brotase por entre hierros viejos, oxidados… Su estremecimiento fue tan fuerte que Scott lo percibió, la miró al rostro, y comprendió en el acto que la llamada no era normal, que no procedía de algún amigo o conocido de la doctora, que le miraba de nuevo con los ojos muy abiertos, estremecida. Scott acercó su oreja al auricular, y oyó la respiración lenta y fragorosa, como fatigosa, pesada. Empire no conseguía reaccionar.

—¿Me está oyendo? —jadeó la oxidada voz.

Scott Maning casi respingó al oírla. Miró a los ojos a Empire, que empezaba a parpadear, y le hizo señas para que hablase. Ella aspiró profundamente.

—Sí, le estoy oyendo —dijo con voz aguda, quebradiza.

—No avise a la policía o le enviaré el cadáver de Wallen, ¿me entiende? —la voz parecía retorcerse entre hierros viejos, era como un susurro de viejo metal que proporcionaba notas siniestras—. ¿Me entiende? Si avisa a la policía mataré a Wallen, y también a usted. No se meta en esto, olvídelo ¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo. ¿Quién…, quién es usted?

—Mi nombre es Chesterton, pero no creo que eso le diga nada.

—¿El profesor Chesterton? —exclamó Empire.

Hubo un breve silencio al otro lado. Luego:

—¿De modo que Wallen le habló de mí? Bueno, tanto mejor… Métase bien esto en la cabeza: si usted avisa a la policía, o me causa problemas, lo lamentará tan amargamente que preferirá no haber nacido. Olvide todo esto, o las complicaciones serán mayores para muchas personas.

No le dio tiempo a Empire a contestar o a preguntar nada. Se oyó el «clic» característico al ser colgado el auricular. Empire quedó quieta, hasta que Scott le quitó el auricular y lo depositó en la horquilla. Ella le miró, abrió la boca, y él alzó una mano.

—Ya he oído —murmuró.

—Dios mío…, ¡qué voz tan…, tan horrible! Me daba la impresión de que…, de que era una sierra cortándome la carne, y cosas así…

—Desde luego no era una voz normal. O era fingida…, o a esa persona le pasa algo en la garganta, o en las cuerdas vocales.

—¿Qué vamos a hacer?

—Creo que debemos avisar a la policía.

—¡Pero ese hombre matará al señor Wallen entonces…!

—Eso no me preocupa demasiado —gruñó Scott—. Lo que sí me preocupa es qué tiene pensado hacerte a ti si le desobedeces, qué… ha ideado para hacerte lamentar amargamente haber nacido.

—Tengo miedo —tartamudeó Empire—. ¡Tengo más miedo del que jamás pensé que pudiera sentirse! Presiento… cosas extrañas y… y siniestras… ¡Tengo la sensación de que me está ocurriendo algo horrible!

Scott Maning asintió, y miró alrededor. Todo era inquietante, en especial las manchas de sangre. De pronto reparó en que el telescopio estaba caído en el suelo. Se acercó a él, lo puso sobre el trípode, y apuntó hacia su terraza, hasta convencerse de que lo dejaba tal como había estado. Empire le miraba, como esperando que él solucionase todo. Scott soltó un gruñido.

—Hay algo que hasta ahora ni siquiera se me ha ocurrido, pero que no tengo más remedio que preguntarte.

—¿El qué?

—Es respecto a Wallen… ¿Qué clase de relaciones eran las vuestras?

—Oh, muy buenas. Él es un… ¿Qué quieres decir? —exclamó de pronto Empire.

—Ya me has entendido.

—¡No existía esa clase de relación entre nosotros! —se encendió una vez más el rostro de Empire—. Él es un hombre amable y educado, así que nuestras relaciones eran… o son buenas, cordiales. ¡Pero de médico a paciente, por decirlo de algún modo!

—No tienes por qué irritarte —rezongó Scott—. ¿Tan sorprendente te parecería que hubierais llegado a otra clase de relación? Él es un hombre y tú una mujer, ¿sabes? Y las doctoras, aunque sean psiquiatras, acaban por acostarse con alguien, y hasta se casan, y tienen hijos, y todo eso.

—Está bien —titubeó la doctora McKinley—. Pero ya te he dicho qué clase de relación había entre el señor Wallen y yo.

—De acuerdo.

—¿Me crees?

Scott la miró asombrado.

—Mujer, claro. ¿Qué objeto tendría que me mintieras? Bien, estamos ante un pequeño dilema, ¿no es así? Tal como están las cosas en este momento deberíamos avisar a la policía, pero si lo hacemos el profesor Chesterton se enterará, por supuesto, y entonces… ¿qué intentará para vengarse? No de mí, sino de ti, de modo que… tú decides.

—Ya te he dicho que tengo miedo.

—Te comprendo, pero tienes que tomar una decisión. E insisto en recordarte que si lo que dijo Wallen parece una fantasía, lo que sí es cierto es que a él lo han secuestrado y quizá esté muerto ahora. Aunque… No sé, quizá no lo haya matado. Si quería matarlo no tenía necesidad de llevárselo de aquí, no se habría tomado tantas molestias.

—Entonces… ¿para qué lo quiere?

—Ni idea. Pero sí tengo idea respecto a lo que me gustaría hacer a mí. Me gustaría, por ejemplo, saber en qué centro de reposo estuvo Wallen, y hacer allá algunas preguntas. Y me gustaría, y mucho, ponerme en contacto con las personas de la lista… si es posible.

—¿Por qué no?

—Porque según Wallen seis de esas personas están muertas. Y nosotros hemos visto la casa donde dice que las mató, hemos visto a los Davis tan campantes y asegurando que allí no ha pasado nada…, pero no hemos visto a esas seis personas. Y me gustaría verlas, porque entonces sí que sería definitivo que Wallen está como una cabra.

—¿Y para qué puede querer el profesor Chesterton a un loco? —murmuró Empire.

Scott Maning movió la cabeza, y luego señaló a su alrededor.

—Te espera un buen trabajo para limpiar todo esto, pues supongo que no contratarás a nadie para que venga a hacerlo. Creo que tendrás que empapelar de nuevo la sala y el dormitorio. ¿Sabes hacer esas cosas?

—Me las arreglaré.

—Eres una chica muy apañadita. Bueno, decídete: ¿avisamos a la policía u obedecemos al profesor Chesterton?

—Yo… no quisiera que al señor Wallen le ocurriera nada malo. Ni a mí tampoco, claro.

—Entonces, no avisamos a la policía. Por la mañana creo que me dedicaré a hacer algunos contactos. Buenas noches, doctora.

—¿Te vas? —exclamó Empire sobresaltadísima.

—Naturalmente. ¡Yo no duermo en este apartamento ni aunque me paguen mil dólares el minuto de sueño!

—Pe… pero es que yo… ¡Tampoco quiero quedarme aquí! ¡Y mucho menos, sola!

Scott frunció el ceño y se rascó la nuca.

—Bueno, puedo llevarte a un hotel. Mete algunas cosas en una maleta… ¿O prefieres instalarte en tu consultorio del centro?

—¡No! ¡Allí tampoco!

—Tranquila, no te alborotes. Venga, vamos a recoger algunas cosas y te llevaré a un hotel.

—¿Qué tengo que recoger?

—¡Esta es buena! ¿Yo tengo que decirte que se mete en una maleta? Pues ropa de calle, de dormir, cepillo para los dientes, un perfume, zapatos… Yo suelo llevar también la afeitadora eléctrica, y algún libro. Es que si no leo unos minutos en la cama me cuesta muchísimo dormirme… Bueno, vamos a hacer el equipaje.

La maleta estuvo llena en menos de cinco minutos, sin muchas contemplaciones. Luego, salieron del apartamento, Empire lo cerró con llave, y Scott probó que la puerta hubiera quedado bien cerrada.

Cuando salieron a la calle el coche de Scott estaba en el mismo sitio. Todo estaba tranquilo, y el frío iba en aumento, aunque allí no soplaba tanto viento como en la zona donde vivían los Davis. Scott puso la maleta en el asiento de atrás, y se sentó ante el volante, junto a Empire.

—También podría invitarte en casa de algún amigo —dijo—, pero no me parece prudente, pues tendrías que dar explicaciones, así que, realmente, lo mejor es un hotel. ¿Tienes preferencia por alguno?

—No conozco los hoteles de Portland —murmuró Empire.

—Es natural. Por lo general, los hoteles que menos conocemos son los de la ciudad donde vivimos. Me parece lógico. De todos modos, yo conozco algunos, pues he tenido que reservar plazas para amigos míos que venían a la ciudad. ¿Conoces el Purpure Circle?

—No.

—Estarás muy bien allí. Es elegante, discreto, y cerca del centro ¿Llevas dinero? ¿Documentación?

—Sí.

Okay.

Veinticinco minutos más tarde Scott Maning dejaba a Empire McKinley frente al hotel Purpure Circle, sito en S.E. Sandy Boulevard, al otro lado del Willamette River, que dividía la ciudad, y el cual cruzaron por el Burnside Bridge.

—Ya sabes mi número de teléfono —dijo Scott—, así que si necesitas algo llámame. Y si después de descansar cambias de opinión respecto a la policía, también necesitarás un abogado. Por cierto, todavía me debes trescientos machacantes, nena.

—Te los pagaré mañana —dijo hoscamente Empire.

—Que no se te olvide. Buenas noches, virgo primoroso.

Scott partió antes de poder oír la respuesta de Empire, si es que se producía. De nuevo la vio por el retrovisor, iluminada por las luces del hotel, envuelta en su abrigo de pieles, con la maleta junto a los pies y vuelta hacia él.

—¡Si serás frígida, so frustrada! —masculló el abogado Maning.

En cambio, la señora Davis parecía una mujer… cálida, acogedora, confortable. Exactamente: confortable. Tenía empaque, sentido del humor, y paciencia. Pero era una soplona, igual que su marido. Porque por más vueltas que le daba al asunto Scott no podía llegar a otra conclusión: solamente los Davis podían haber advertido al profesor Chesterton del lugar donde se encontraba Silvan Wallen; y eso, por mucho que negaran conocer al tal Chesterton.

Evidentemente, lo conocían. Es decir, que además de ser unos soplones le habían estado tomando el pelo antes, cuando lo negaron todo e hicieron comedia. Porque tenía que ser comedia. De un modo u otro, Silvan Wallen había dicho la verdad, aunque la casa de los Davis estuviese limpia de sangre y cadáveres.

Las ideas fueron ajustándose lentamente a medida que Scott se iba acercando a su apartamento.

Una de las ideas consistía en buscar en el directorio telefónico los nombres de todas las personas de la lista, y proceder a llamarlas por la mañana, empezando por los «muertos», es decir, las cinco mujeres y el sujeto llamado Walter Morton. Si contestaban esos, no valía la pena molestarse en llamar a nadie más, ni en hacer otra cosa que buscar a Silvan Wallen y al profesor Chesterton.

También podía empezar al revés, o sea, ir a visitar de nuevo a los Davis, agarrarles por el pescuezo a ambos, y decirles que la cosa iba en serio esta vez, y que quería saber dónde estaba el profesor Chesterton y qué se proponían hacer con Walter.

Sí, por misterios insondables, él llegaba a creer de nuevo a los Davis, en el sentido de que ellos no conocían a Chesterton y por tanto no sabían nada de los últimos acontecimientos en el apartamento de Empire McKinley, se ahorraría cuando menos el trabajo de buscar los números telefónicos de las personas de la lista, pues los Davis se los proporcionarían.

Perfecto. Todo apuntaba hacia la casa de los Davis; y ciertamente, el abogado Maning no tenía ni pizca de sueño.

Frío, sí. Fuera del coche parecía que se había acumulado todo el frío del mundo.

«—Caray —pensó Scott…—, si esto pasa aquí, y empezando ya la primavera, ¿qué clase, de frío hará en Siberia, Alaska o la Patagonia?».