Capítulo III

EL coche se detuvo ante la casa, tras circular por el sendero que se bifurcaba rodeando un amplio y redondo estanque en cuyo centró había un surtidor. De pasada, Scott Maning vio el brillo de la luz del pórtico sobre el agua y las grandes hojas que flotaban en esta; plantas acuáticas. Pensó que seguramente serían nenúfares. Pues bien. A la derecha estaba la otra cosa que había visto antes desde el coche. Parecía… una sombra tétrica, no se veía en ella ni una sola luz. El viento seguía silbando, a veces con fuerza que parecía rabiosa, agitando las ramas de los árboles. ¡Vaya nochecita!

El mismo hombre de antes apareció en la puerta cuando el coche se detuvo ante el pórtico, y se quedó esperando. Scott apagó el motor, pero dejó encendidas las luces de posición del coche. Cuando abrió la portezuela de su lado el viento pareció haber estado esperándolo para lanzarle a la cara un gélido gemido. Farfulló una maldición, y, cada vez más convencido de que estaba perdiendo el tiempo, rodeó el coche. Empire había salido ya, y le miró con los ojos desorbitados.

—¿Qué? —torció una sonrisa Scott—. Hace frío de veras, ¿eh?

Ella parecía querer envolverse en el abrigo de pieles, Scott le pasó un brazo por los hombros, subieron los tres escalones y entraron en la casa. El criado se apresuró a cerrar la puerta, diciendo:

—Sígame, por favor.

Los condujo a un salón, donde los dejó solos. Un salón fastuoso, con cuadros de firmas prestigiosas, alfombras de la más alta calidad, muebles de estilo, una araña sensacional en el techo… Una chimenea enorme, artesonada, conservaba el grato e inimitable calor del fuego de leña. Scott se acercó, y tendió las manos hacia los dos gruesos troncos que se consumían lentamente. Empire se colocó a su lado, y lo miró.

—No diga nada —movió la cabeza—: ya no vale la pena.

—Todavía no hemos visto a los Davis —murmuró ella.

—Pero los veremos.

Cierto, los vieron apenas tres minutos más tarde. Un hombre y una mujer, ambos hermosos y de edad no superior a los treinta y cinco él y treinta ella, aparecieron en el salón, ataviados con elegantes batas pero con cara de sueño. Scott los miró, y torció el gesto.

—¿Señor Maning? —se le acercó el hombre—. No creo tener el gusto de conocerle…

—No, señor. Le presento a la doctora McKinley, psiquiatra.

—Mucho gusto. Bien, yo soy Barry Davis, por supuesto, y ella es mi esposa. Imagino que tienen ustedes algo muy importante que resolver, para venir a estas horas de visita. Estábamos durmiendo, y espero que no les sorprenda.

—No, señor —masculló Scott—, no nos sorprende. Bueno, señor Davis, digamos que venimos de parte del señor Wallen, Silvan Wallen… ¿Lo conoce usted?

—Por supuesto. Es un antiguo amigo… ¿Le ha ocurrido algo a Silvan? —exclamó de pronto.

—Pues… Bueno, según él esta noche ha matado a seis personas en esta casa, señor Davis.

Barry Davis se quedó mirando alelado a Scott, y lo mismo la atractiva señora Davis. Parecía que ninguno de los dos había entendido. De pronto, mientras Caroline lanzaba una exclamación, Barry reaccionó, también exclamando:

—¿Está usted loco?

—Yo no, se lo aseguro. En todo caso, el señor Wallen.

—Dios bendito —gimió Caroline Davis—. Pero ¿qué está diciendo este hombre?

—Señora Davis —intervino Empire—, le aseguro que el señor Wallen apareció en mi apartamento cubierto de sangre y diciendo que entre él, ustedes y otras personas habían matado a cinco mujeres y un hombre.

—Santo Dios —barbotó Barry Davis—. ¡Qué disparate, qué atrocidad! ¿Dónde está Silvan ahora?

—Le administré un sedante y quedó tranquilo en mi apartamento. No se preocupe por él, señor Davis.

—¿Preocuparme? Maldita sea, ¡le voy a romper la cara en cuanto le atrape! ¡Qué demonios se ha creído ese…, ese cretino del infierno…!

—Será mejor que te calmes, querido —aconsejó su esposa—. Creo que debemos tomarnos esto con serenidad, y escuchar las explicaciones del señor Maning y la doctora McKinley.

—¡No necesito ninguna explicación! ¡Esto es una idiotez de ese…, ese cretino retrasado mental! Y además, ¿qué huevos pintan ustedes dos en esto, puedo saberlo?

—La doctora McKinley es la psiquiatra del señor Wallen —explicó Scott—, yo soy casi su abogado. Mire, señor Davis, si no quiere escuchar las explicaciones que nos creemos obligados a darle y pedirle dejaremos que la policía…

—¡Un momento! ¿Ha dicho pedirme explicaciones ustedes a mí?

—Bueno, si el señor Wallen habló de seis muertos, y llegó lleno de sangre, sería por algo, ¿no?

—Pero ¡qué muertos ni qué…! ¡En esta casa no hay nadie muerto!

—Si avisamos a la policía ellos querrán asegurarse de eso. Vendrían inmediatamente.

—El señor Maning —sonrió Caroline Davis— está dándonos a entender muy claramente que si no le atendemos a él tendremos que vérnoslas con la policía y todas las molestias que eso acarrearía a estas horas de la noche. ¿No es así, señor Maning?

—Más o menos, señora —sonrió Scott.

—¡Usted es un…, un…! —empezó Barry Davis.

—Vamos a tomárnoslo con calma, querido —insistió Caroline—. Sentémonos, encendamos unos cigarrillos, y charlemos. ¿Les apetece tomar algo, doctora McKinley, señor Maning?

La tensión se relajó. Poco después, todos sentados y fumando, los Davis estaban al corriente del asunto, ya sin hacer aspavientos ni más protestas; incluso, el señor Davis, había dejado de insultar a Silvan Wallen.

Pero, naturalmente, ni Barry ni Caroline admitieron haber tomado parte en el juego como el explicado por Wallen a Empire, ni mucho menos haber visto a su amigo matando a nadie ni haberlo hecho ellos. Scott leyó los nombres de la lista que le había preparado Empire, y preguntó a los Davis si conocían a aquellas personas.

—Por supuesto que sí —asintió Barry—. Todas ellas son amigas nuestras, como el propio Silvan.

—¿Y no han estado aquí esta noche?

—No. Es más, nosotros hemos estado fuera de la casa, así que mal podíamos haber invitado a nadie. Volvimos a eso de las diez y cuarto.

—¿Quiere decir que la casa estuvo sola hasta esa hora, no había nadie en ella?

—Estaba Henry, el criado que les ha recibido a ustedes. Tenemos dos criados más, una doncella y una cocinera, pero ambas tienen la noche libre. Es cuando también nosotros acostumbramos a salir. Y al día siguiente suele hacerlo Henry.

—O sea, que la casa no ha quedado sola en ningún momento.

—No. Escuche, señor Maning, nosotros no acostumbramos a celebrar orgías de ninguna clase, ¿comprende?

—¿Y sus amigos mencionados en la lista?

—Con nosotros se comportan normalmente. Si en otros ambientes se divierten de otro modo no lo sabemos.

—¿Y qué me dice del señor Wallen concretamente?

—Bueno, es un amigo de los demás… Aunque quizá ahora tengamos que admitir que no es tan igual. Estuvo un tiempo en un manicomio, y quizá…

—¿En un manicomio? —saltó Empire, palideciendo—. ¡No sabía eso!

—Vamos, querido, no seas tan exagerado —intervino Caroline Davis—. No es cierto que Silvan estuviese en un manicomio. Donde estuvo un par de meses fue en una clínica de reposo, eso sí, pero sin mayores consecuencias. Es un muchacho un tanto nervioso, y él mismo, cuando vio que se estaba excediendo en algunas reacciones, fue quien quiso tomarse una temporada de descanso en esa clínica.

—¿Qué clínica? —preguntó Empire.

—Pues no lo sabemos, la verdad. Bueno, Silvan fue un poco reservado al respecto.

—¿Qué ha querido decir usted, señora Davis, con eso de que el señor Wallen se estaba excediendo en sus reacciones? —preguntó Scott.

—Oh, esas cosas que a todos nos pasan cuando tenemos una mala temporada: arranques de genio, alguna que otra reacción violenta contra objetos, discusiones absurdas por tonterías… Cosas sin importancia. Un poco molestas; eso sí.

—Escuchen —suspiró Barry—, a mí me han fastidiado ustedes el sueño, así que lo mismo me daría estar bailando hasta el amanecer, pero… ¿no les parece que quien mejor contestaría a sus preguntas es Silvan?

—Tal vez no —murmuró Empire—, porque si me engañó desde el principio podría seguir haciéndolo ahora. Quiero decir que debió informarme de sus antecedentes, de su estancia en la clínica de reposo…, todo eso. Quizá debí ser yo quien se interesara más por él, pero, francamente, el señor Wallen me pareció normal, salvo esas pequeñas manías que todos tenemos. No es, ni mucho menos, un cliente difícil, como otros.

—En cualquier caso, creo que nosotros ya no podemos ayudarles más —insistió Barry.

—Pues yo creo que sí podrían ayudarnos —lo miró Scott con la expresión de quien se disculpa por adelantado—.Me gustaría echar un vistazo por la casa, señor Davis.

—¿Buscando una habitación llena de cadáveres y manchas de sangre?

Scott no contestó. Barry Davis soltó un gruñido, y se puso en pie.

—De acuerdo, le enseñaré la casa.

—¿Y en cuanto al doctor Jebediah Chesterton, o profesor…? —preguntó Empire.

—Ni idea. Jamás hemos oído ese nombre. ¿Verdad, Caroline?

—Desde luego, querido.

—Y en cuanto al señor Wallen, claro está, no estuvo aquí esta tardé. —Tomó su turno de preguntar Scott.

—Si Silvan hubiera estado aquí Henry nos lo habría dicho cuando regresamos, o nos habría dejado una nota con el recado. Y si además de él hubiera habido una docena más de personas me imagino que Henry lo sabría, ¿no le parece, señor Maning?

Scott asintió, y se puso en pie cuando lo hizo Caroline. Desde el salón, iniciaron el recorrido de la casa, que les llevó poco más de cinco minutos entre la planta baja y el primer piso, todo este destinado a dormitorios. En parte alguna encontraron signos de violencia, ni manchas de sangre, ni cadáveres, y finalmente llegaron todos al amplio vestíbulo, con lo que los Davis dejaron bien claro que consideraban terminada la visita. El criado, Henry Adams, se había retirado antes, por indicación de los Davis.

—Bien —dijo Scott—, espero que no nos guarden rencor por todo esto. Ustedes habrían hecho lo mismo, ¿no?

—Me parece que no —rechazó Barry—. Nosotros habríamos llamado a la policía, simplemente. Aunque a quien habrá que avisar es a los loqueros, en el caso de Silvan.

—Eso parece. Es decir, lo parecería si el señor Wallen no tuviera tanta sangre manchando sus ropas y sus manos.

—Tal vez mató un pavo para cenar —gruñó Barry Davis—. Escuche, señor Maning, ¿no le parece que hemos sido suficientemente pacientes con esto? Haga usted lo que quiera, avise a la policía, en fin, lo que se le ocurra, pero, por favor, ¿le importa que mi esposa y yo regresemos a nuestro lecho? Por la mañana nos interesaremos por el desenlace de asunto. ¿De acuerdo?

—Le dejaré mi tarjeta… por si necesita en alguna ocasión un abogado —sonrió ceñudamente Scott.

—No quisiera darle un disgusto con esto, pero ya había abogados antes de que usted se decidiera a serlo, señor Maning. Quiero decir que no hemos estado esperando su aparición para tener abogado.

—Eso quiere decir —casi rio Caroline— que ya tenemos abogado. De todos modos, nos quedaremos con su tarjeta.

—¿Y psiquiatra? —preguntó Scott—. ¿También tienen ya psiquiatra?

—No lo necesitamos.

—Eso nunca se sabe. ¿Verdad, doctora McKinley?

—Creo que será mejor que nos marchemos, señor Maning —murmuró Empire—. Su sentido del humor no encaja con la hora ni con las circunstancias.

—Si alguna vez necesito un psiquiatra recurriré a usted —dijo con entusiasmo Barry Davis—: tiene una gran visión, doctora, Buenas noches.

Tras las despedidas, Scott Maning y Empire McKinley se encontraron en el pórtico, cuya luz fue apagada en cuanto ellos estuvieron dentro del coche. Scott condujo hacia las verjas, rodeando el estanque circular ahora por el otro lado. El viento rizaba la superficie acuática en la que flotaban las hojas, pero no veía nenúfar alguno.

—De noche deben estar cerrados, claro —dijo.

—¿Qué?

—Los nenúfares.

—Ah. Sí, claro —miró Empire hacia el estanque.

Este quedó rápidamente atrás. El coche salió de la quinta, y las verjas se cerraron. La luz se apagó en la planta baja de la casa. Luego, vieron cómo se iluminaban dos ventanas del piso de arriba, que correspondían al dormitorio de los Davis. Detenido a escasa distancia de las verjas, Scott encendió un cigarrillo, y se quedó con el cuello torcido, mirando hacia la casa.

—¿Qué esperamos? —preguntó Empire.

—Ah, perdone —sacó de nuevo Scott el paquete de cigarrillos—. ¿Quiere uno?

—No. Pregunto qué esperamos.

—Pues no lo sé. Bueno, evidentemente el señor Wallen tendrá que explicarnos cuál es la gracia del chiste, pero… ¿no le parece que es demasiado fantástico lo de los seis muertos a cuchilladas? Quiero decir que los mentirosos, por lo general, inventan cosas que puedan pasar por verdaderas. Y dudo mucho que el señor Wallen considere que su historia resista la más simple investigación.

—¿Quiere decir que puede haber dicho la verdad?

—O eso, o está como una cabra, desde luego. Pero sigo preguntando lo mismo: ¿de dónde salió la sangre que manchaba sus ropas y sus manos? Lo del pavo ha estado bien, pero hablemos en serio, ¿de acuerdo?

—Creo que tendremos que esperar a que el señor Wallen despierte para que nos aclare todo esto.

—Supongo que sí —suspiró Scott—, porque ciertamente no seré yo el que llame a la policía, de momento. Bien, ¿qué hacemos?

—¡Cómo que qué hacemos! ¡Pues volver a casa!

—¿A la suya o a la mía? Lo digo porque en su casa hay un hombre ocupando su cama, y usted no irá a acostarse con él, ¿verdad?

—¿Qué otra cosa sugiere? —se quedó mirándolo fijamente Empire.

—La verdad es que no sé qué hacer. La invitaría a mi apartamento, pero no sé… Últimamente tengo la impresión de que en alguna parte hay unos ojos siniestros que me observan. ¿No le parece curioso?

—No sé —enrojeció Empire, cosa imposible de ver en la oscuridad del interior del coche.

—Pero es una impresión preocupante, ¿no cree? Eso de que uno esté en su propia casa y se sienta observado es terrible. ¿Nunca le ha ocurrido algo semejante?

—No… No.

—¡Qué suerte! En fin, quizá lo mío sean efectos de la soledad, así que siempre estoy solo en mi apartamento. ¿Cree usted que eso podría ocasionarme una neurosis, o algo parecido?

Empire, que estaba indignada por el cinismo del abogado, consiguió mantenerse firme y normal.

—Si necesita consejo psiquiátrico, señor Maning, con gusto le atenderé en horas hábiles en mi consultorio.

—Oh, bueno, yo pensé que ya que estamos aquí y somos amigos…

—¡Usted y yo somos amigos!

—¿Ah, no?

—¡Desde luego que no!

—Ya. En tal caso, doctora, está claro que si deseo su atención profesional deberé ir a su consultorio y pagar sus honorarios.

—¡Naturalmente!

—De acuerdo. Son trescientos dólares.

—¿Qué…, qué…?

—Escuche, nena —giró en el asiento Scott para quedar dando frente a Empire—, usted me sacó de casa con una historia de locos, y hace ya más de dos horas que me tiene en danza de un lado a otro. Yo soy abogado, suelo cobrar mis consultas, y usted dice que no somos amigos, ¿okay?

—Sí, pero…

—Trescientos machacantes, encanto. Y claro está, a cambio de ellos reciba mi consejo profesional: llame a la policía. ¿De acuerdo, virgo excelso?

—¡Oiga usted…!

—¿Qué le pasa? ¿No es usted virgen?

—¡Eso no le importa a usted!

—¿Y usted qué sabe si me importa o no?

—¡Es usted un sinvergüenza!

—Y usted una estirada, amiguita —gruñó Scott—. Maldita sea mi estampa, saca usted de su casa calentita a un hombre que ha estado todo el día trabajando duro, le priva de sus distracciones y su descanso, lo lleva de aquí para allá en busca de muertos que no aparecen por parte alguna porque todo es cosa de un chiflado o semichiflado…, y cuando pese a todo el hombre le deja entender que está usted muy buena y que la invita a una copa de relax final para hacerse buenos amiguetes, se las da de virgo excelso que hay que defender hasta la muerte. ¿Qué cree usted, que pretendo violarla? Además, no me venga con cosas del virgo, que eso es cosa de la infancia y ya jamás se recupera.

—¡Bestia! —gritó Empire—. ¡Salvaje!

—Bueno, de acuerdo, pero soy más normal que usted. Así que…, ¿qué? ¿Tomamos una copa juntos o no?

—¡Claro que no! ¡Ahora menos que nunca! ¡Bruto!

—Muy bien, yo soy un bruto, pero… ¿sabe lo que es usted? Se lo voy a decir: es una mirona, o sea, una frustrada de campeonato que se pasa el tiempo con su maldito periscopio fisgando las vidas ajenas en lugar de vivir la suya propia. ¿Se ha enterado, virgo excelso?

Empire McKinley, que estaba pálida de ira y vergüenza, y que parecía estar atragantándose, reaccionó por fin, propinando a Scott Maning un bofetón tremendo, pero que apenas movió la cabeza del abogado. Este se quedó mirándola con clara hostilidad, pero terminó por mover la cabeza, diciendo:

—Muy clásica su reacción, jovencita. Bueno, la voy a dejar en su casita, y mañana enviaré mi minuta. No parece que con usted se pueda hablar de nada más.

—¡Es usted odioso! —sollozó Empire.

—Tal vez, pero lo paso en grande sin necesidad de periscopios.

Scott Maning arranco. Esta vez pasó por delante mismo de la casa vecina, de los Davis, es decir, la más cercana, la que estaba sobre el leve promontorio. Le pareció fantasmal. Bueno, todo le parecía fantasmal y desagradable en aquella noche.

Se fue poniendo de tan mal humor a medida que recorrían el camino de regreso que cuando este finalizó y detuvo el coche ante el edificio donde vivía Empire su gesto no podía ser más huraño. Estuvo casi un minuto sumido en sus pensamientos hasta darse cuenta de que la doctora no salía del coche, la miró entonces, y masculló:

—¿Qué espera? ¿Que salga a abrirle la puerta? ¡Hace demasiado frío!

—Yo no compré el periscopio para espiar a nadie —murmuró Empire.

—¿No? Bueno, como quiera, no tengo ganas de discutir. Mire, nena, lo nuestro no es ninguna historia de amor, ¿verdad?, así que vamos a dejarlo correr. Buenas noches. Y salude a su periscopio de mi parte.

Empire lanzó una exclamación de disgusto, titubeó, y, de pronto, con un gesto brusco, abrió la portezuela y salió del coche. La cerró con una fuerza que estremeció todo el vehículo, y se dirigió al portal. Maning la estuvo mirando hasta que desapareció, envuelta en su abrigo de pieles. Se la imaginó desnuda completamente bajo el abrigo, y soltó un bufido. Sí, señor, estos eran pensamientos agradables. A ver…, él llegaba al apartamento de ella, que le recibía con el abrigo de pieles puesto, y lanzándole una mirada de fuego inextinguible con sus hermosísimos ojos azules…

«Hola pimpollo —saludaba él—. ¿Llego pronto?».

«Llegas demasiado tarde —susurraba ella, con voz de hembra en plena marcha—. Casi estoy muerta de deseo esperándote, ladrón».

«Bueno, querube, tranquila, que ya llegó el malo de la película. ¿Cómo quieres morir?».

«Tú ya sabes… corazón de hiena: ¡en la cama!».

«¿Encargaste el féretro, ninfa enloquecida?».

«No me hagas esperar más, dragón —gemía ella—. ¡Dame tu fuego!».

Y nada, pues la doctora McKinley se quitaba el abrigo y allá estaba, desnuda como un huevo, más hermosa que mil soles, temblando de pasión…

Scott Maning sacudió la cabeza, soltó un bufido, y se dispuso a alejarse. Ya tenía suficiente con aquella noche para complicársela encima con sueños eróticos que solo conseguirían soliviantarlo… claro está. Arrancó suavemente, el coche se desplazó en silencio. Debía ser cerca de la una de la madrugada, seguro. Y por supuesto, no se veía a nadie en la calle. Todo estaba como muerto, congelado, petrificado.

Por simple hábito echó un vistazo al retrovisor cuando comenzaba a girar para rodear la manzana. Le pareció ver a una persona apareciendo en la acera y echando a correr, en pos del coche. Una persona con abrigo de pieles. Frenó en seco, dio marcha atrás un par de metros, y volvió la cabeza, para mirar directamente a través del cristal zaguero. Vio ahora perfectamente a Empire McKinley corriendo hacia él, abriendo y cerrando la boca, los ojos abiertos al máximo, el rostro blanco…

Scott Maning apagó el motor, saltó del coche rápidamente, y acudió al encuentro de la doctora McKinley, que seguía llamándole a gritos. Ella llegó ante él, y se echó en sus brazos, tartamudeando y temblando, intentando darle una explicación que no lograba coordinar. Maning la apartó un poco, y le soltó una bofetada que tuvo la virtud de hacer enmudecer a la doctora, cuyos desorbitados ojos quedaron fijos en Scott.

—Le aseguro que no lo he hecho por venganza —masculló el abogado—. ¿Qué es lo que le ocurre?

—Oh, Dios mío —gimió Empire McKinley—. ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

—Será mejor que vayamos a ver.

Scott, la tomó de un brazo, y tiró de ella hacia el edificio que la doctora acababa de abandonar.