Capítulo II

SCOTT Maning estaba departiendo agradablemente con las dos llamativas, simpáticas, incluso complacientes muchachas que habían acudido invitadas a su apartamento, cuando sonó el teléfono. Haciendo un gesto de disculpa hacia las dos chicas, Scott descolgó el auricular, dispuesto, naturalmente, a solventar por la vía rápida la llamada y seguir con lo suyo, es decir, con las dos chicas, las cuales, de momento, se dedicaron a seguir bebiendo el champán con que las estaba obsequiando.

—¿Diga?

—¿…?

—Sí, soy yo. Diga, diga.

—…

—Ah. Una doctora… No la conozco, pero dígame qué se le ofrece.

—…

—¿Ahora? —exclamó Scott, mirando a las dos preciosidades que reían y le guiñaban el ojo a la vez.

—…

—Oiga, doctora… ¿Cómo ha dicho?

—…

—Eso. Mire, doctora McKinley —Scott echó un vistazo a su reloj de pulsera—, son más de las diez de la noche, he tenido un día muy duro, estoy muy cansado, y, finalmente, un abogado no es un médico, ¿comprende? Sea lo que sea que usted tenga entre manos puede esperar. No tiene objeto convertirme en un abogado de urgencia, ¿sabe?

—¡…!

Scott Maning se irguió vivamente, estuvo un instante silencioso, y acto seguido murmuró.

—¿Es una broma?

—¡…!

—Bien… Nada menos que seis, ¿eh? Escuche, es posible que usted sea una bromista, pero si es así y me hace salir de casa para divertirse a mi costa será mejor que en el futuro no se ponga ante mis narices, porque se quedaría sin las suyas, ¿comprende?

—¡…!

—De acuerdo, de acuerdo. Dígame su dirección.

—…

—Ah —Maning giró lentamente hacia el ventanal que daba frente al otro lado de la manzana—. Caramba, casi somos vecinos, ¿verdad?

—¡…!

—Tranquilícese, voy para allá enseguida.

Colgó, estuvo unos segundos con el ceño fruncido, y de pronto miró a las dos muchachas, que le contemplaban ahora en silencio y expectantes. El abogado encogió los hombros en un gesto de resignación.

—Lo siento, chicas, se terminó la fiesta por hoy.

—¡Ooooohhh…! —se lamentaron las dos a la vez.

—Cosas de la profesión —sonrió forzadamente Scott—. Ya sé que os hacéis cargo. Os volveré a llamar un día de estos.

—¿Tan importante era esa llamada? —preguntó una de ellas.

—Si no me están tomando la cabellera, sí. No sé, quizá se trate de alguna chiflada, pero de momento dice ser doctora de psiquiatría, nada menos. Apuesto a que es una vieja gorda con dos pechos grandes como calabazas, verrugas en la nariz, y bigote. Pero si lo que me ha dicho es cierto se va a liar.

—¿Y qué ha dicho la gorda?

Scott movió la cabeza, y señaló la puerta.

—Perdonadme, pero tengo que vestirme y todo eso.

—¿Podemos llevarnos la botella de champán?

—Claro que sí —sonrió Scott—. ¡Y hasta las copas!

—¡Eres un cielito! —rio chillando una de ellas.

Se abalanzaron hacia él y comenzaron a darle besitos, luego recogieron la botella y las dos copas, y, por fin, abandonaron el apartamento…

* * *

Empire McKinley vio reaparecer solo en la salita a Scott Maning, que se metió enseguida en el dormitorio, se quitó el batín, y tras quedar desnudo unos segundos ante los atónitos ojos de Empire, procedió a vestirse rápidamente, mientras la doctora, sofisticadísima, se reponía de su impresión, agitadísima junto al telescopio, por el que dejó de mirar. ¡No podía caer tan bajo!

Sin embargo, a los pocos segundos volvió a mirar. Maning se vestía con una rapidez digna de un transformista.

«Oh, Dios mío —pensó Empire—, ¡tiene más músculos que Superman!».

Estaba tan embobada mirándolo que cuando vino a darse cuenta ya estaba vestido y salía a toda prisa del dormitorio. Lo vio aparecer en la sala, cruzar esta…

—¡Dios mío! —se irguió de nuevo Empire, sobresaltada—. ¡Ya viene hacia aquí!

La luz fue apagada en el apartamento de Scott Maning. Empire corrió a sentarse en el sofá, encendió un cigarrillo, y miró alrededor, buscando cualquier defecto. Todo estaba en orden. Fue al dormitorio, donde Silvan Wallen permanecía inmóvil, plácida la expresión ahora, y respirando profundamente, sin agitación. Bueno, tenía un hombre en la cama, claro, pero cualquiera se haría cargo de las circunstancias, de que no se trataba de ningún asunto de índole sexual, así que… Oh, qué tonterías estaba pensando. Además, por ella el señor Maning podía pensar lo que quisiera… después de escuchar la explicación completa, claro.

Parecía que todo estaba en orden. Sí, todo en orden.

Solo cuando, un par de minutos más tarde, sonó la llamada a la puerta del apartamento, cayó Empire en la cuenta de que, lo que no estaba bien allí era ella, que continuaba ataviada únicamente con la camisita de dormir y la bata. ¡Tanto tiempo que había tenido para vestirse, y hasta maquillarse un poco, y no había pensado en ello!

Pero ahora ya no había tiempo, no podía hacer esperar al señor Maning ante la puerta.

De modo que fue a abrir.

Scott Maning, que sobre el traje llevaba un grueso chaquetón de piel vuelta, tenía cara de pocos amigos, pero, nada más ver a Empire, su gesto cambió, pasando al pasmo admirativo, y acto seguido al desconcierto. Miró rápidamente el número de la puerta de Empire, y de nuevo a la joven doctora.

—¿Doctora McKinley? —murmuró.

—Sí. Pase, por favor, señor Maning.

—Gracias —Scott entró, con ciertas precauciones—. Hace un frio que pela ahí fuera, se lo aseguro.

—Siento haberle hacho salir de su casa —se disculpó Empire, cerrando la puerta—, pero le aseguro que mi intención es buena para mi cliente…, y para usted.

—¿Para mí? —sonrió Scott.

—Bueno, tendrá un cliente más, ¿no?

—Ah… Sí, claro. Dígame: ¿cómo me localizó precisamente a mí? ¿Mi fama ha trascendido la profesión y ha llegado a la de usted?

—Encontré su nombre buscando en el listín —enrojeció Empire—. Buscaba un abogado que viviera cerca de aquí, y…, y vi su nombre y dirección…

—Entiendo. Bueno, hablemos con su cliente a ver qué…

—Ahora no podrá ser: está dormido.

—Está dormido —repitió Scott, mirando el escote de la bata de la doctora.

—Sí, yo…, yo le vi tan nervioso que le administré un calmante. Si desea verlo, está en mi cama.

De nuevo enrojeció Empire McKinley, ante la curiosidad de Scott, que la contemplaba con una expresión entre simpática y desconfiada.

—No he visto ni en el portal ni en su puerta ningún indicativo de su profesión, doctora —dijo amablemente.

—Oh, es que no tengo aquí mi consultorio, sino en el centro. En Burnside Street. Este es mi domicilio privado.

—Sí, eso es evidente —asintió Scott, lanzando una mirada alrededor y alzando un instante al ver el telescopio entre las cortinas—. Un lugar muy agradable. Digamos que ambos vivimos en una zona de la ciudad agradable y tranquila.

—Sí… Sí que lo es. Me estoy dando cuenta de su actitud desconfiada, señor Maning, así que le ruego que venga a ver a mi cliente y acto seguido escuche mi explicación. ¿Le parece bien?

—Me parece perfecto.

Empire llevó a Scott al dormitorio, y, apenas ver en la cama a Silvan Wallen, la expresión entre desconfiada, simpática y cínica del abogado cambió totalmente. Se acercó rápidamente a la cama, y se quedó mirando a Wallen, manchado de sangre, blanco el rostro. Estuvo así unos segundos. Luego localizó la chaqueta de Wallen, de la que sacó la billetera para examinar la documentación del durmiente, al cual, finalmente, le examinó las pupilas tras alzarle los párpados.

Cuando de nuevo miró a Empire, esta murmuró:

—Comprendo que he debido llamar a la policía, pero este hombre confía en mí, y me ha parecido que debía… protegerlo de algún modo. Me pareció que debía buscar consejo de un abogado.

—Eso siempre va bien —asintió Scott—. Aunque si su cliente se ha cargado a seis personas no creo que yo pueda hacer gran cosa, francamente.

—¿Quiere decir qué debo llamar a la policía?

—Calma, calma, amiguita —gruñó Scott—. ¡Siempre se está a tiempo de llamar a la policía, cuando los hechos ya están consumados! Eso aparte, a mí me parece todo bastante increíble.

—Bueno, a mí también, pero…

—¿Tiene café?

—¿Café? Oh, sí claro.

—Pues invíteme. Tomemos café, y ya veremos qué hacemos. Mire, cuentos chinos espeluznantes ya he escuchado demasiados, ¿sabe? Pero, bueno, ¡qué voy a contarle usted, que también habrá escuchado historias de toda clase…! En cierto modo nuestras profesiones son afines, porque la gente viene a contarnos sus problemas. ¿Está de acuerdo?

—Pues… sí. Realmente, sí, tiene usted razón. Y también es cierto que me han contado cosas… sorprendentes, y no siempre ciertas, pero en el caso de Silvan Wallen… Bueno, quizá sea todo cierto.

—¿Quizá?

—En realidad yo estoy convencida de que lo es.

—Entonces, insisto: invíteme a un café, explíqueme lo sucedido con detalle, y ya veremos… ¡Y también me he dejado los cigarrillos!

—Encontrará en la salita. Preparo el café en un minuto.

—Ya será menos… digo más —sonrió Scott.

—Sea tan amable de esperarme en la salita, ¿quiere?

El abogado asintió, fue a la salita, encontró cigarrillos, y encendió uno. Se sentó en un sillón. ¡Vaya nidito acogedor tenía la doctora! Porque de gorda, fea y vieja, nada. Estaba celestial, vamos. Bien mirado, estaba como los ángeles. Y tenía unos ojos que mataban al primer vistazo.

Scott volvió a mirar el telescopio, titubeó, y finalmente se puso en pie, se acercó, y encajó un ojo en el visor. Se quedó petrificado por el más absoluto pasmo. No estaba viendo ninguna estrella, sino su apartamento. No poco atónito, se irguió, miró directamente al otro lado de la manzana, y, en efecto, allá vio, entre otras cosas, su terraza. Volvió a mirar al telescopio, y se convenció: sí señor, estaba directamente enfocado, al parecer, a la ventana de su dormitorio. Al menos, era lo que quedaba más centrado…

El abogado regresó a su sillón a tiempo de evitar que la doctora McKinley le viera mirando por el telescopio. Ella entró con una bandeja con servicio para café, la colocó sobre la mesita, y sirvió. Scott la miraba con renovada atención ahora que ella se había vestido de calle. Estaba más así, claro, pero menos… sugestivamente íntima. Era y tenía clase, desde luego.

Empire le tendió una taza de café, que Scott tomó sonriendo con un gesto agradecido.

—Gracias. ¿Es usted aficionada a la astronomía?

—Así es. ¿Cómo lo…? ¡Oh! ¡Ha visto el telescopio!

—Mujer, claro —la miró sorprendido Scott—: está a la vista.

—Sí… Sí, es cierto.

—¿Ha visto algo interesante esta noche mirando por él?

El sofoco de Empire McKinley fue tremendo, alcanzó una intensidad del rojo sencillamente increíble, y que a Scott le pareció fascinante. De todos modos, el control verbal de la doctora fue perfecto:

—Siempre se ve algo interesante, señor Maning. Pero no vamos a hablar ahora de astronomía, supongo. Mientras se calentaba el café he escrito una lista de personas que según me dijo el señor Wallen estaban en la… fiesta sexual.

—¿Una fiesta sexual? —la miró vivamente Scott, tomando la hoja de papel que le tendía Empire.

—Esa era la intención. Creo que será mejor que empiece por el principio.

Empire empezó a explicar meticulosamente lo que antes le había explicado Silvan Wallen a ella. Scott la escuchaba con suma atención, fumando y bebiendo café. Cuando Empire terminó estuvo unos segundos silencioso, como absorto, antes de mirar la lista de nombres que le había entregado la doctora:

—Muy expresivo lo de las crucecitas —murmuró a Empire—. Es usted muy meticulosa; doctora McKinley.

—Es que se me ocurrió que sería buena idea llamar por teléfono a alguna de estas personas, así que anoté sus nombres para ir buscándolos en el listín telefónico.

—A mí se me ha ocurrido una idea que me parece mejor: ir allá, a la quinta de los Davis. Es posible que estos hayan regresado, en cuyo caso las cosas se simplificarán. Bueno, eso suponiendo que… todo sea cierto. Me parece demasiado fantástico.

—Tal vez quien podría ayudarnos sería el profesor Chesterton.

—Tal vez. Pero, mire, seamos sensatos: está bien que antes de avisar a la policía nos aseguremos de que todo eso ha sucedido, porque si no se iban a molestar un poco con nosotros, creyendo que pretendíamos tomarles el pelo. Pero, doctora, si vamos allá y encontramos ese montón de cadáveres lo que haremos inmediatamente será avisar a la policía. ¿De acuerdo?

—Por supuesto. Usted manda, señor Maning. Para eso le he llamado, para que mande y aconseje.

—Ya. Bien, ¿nos vamos?

—¿Tengo que ir con usted? —exclamo Empire.

—¿Por qué no? Su amigo no corre ahora peligro alguno, está bien dormido y en un lugar tranquilo. En cuanto a mí, como soy muy sociable y me gusta conversar mientras conduzco. Y usted, doctora, es quien me ha metido en esto. Así que iremos los dos.

—Pero si yo ni siquiera sé dónde está la calle…

—Tengo en mi coche un plano de la ciudad, ya verá cómo localizamos fácilmente Mayway Drive.

* * *

Efectivamente, con la ayuda del plano no tuvieron dificultad alguna en localizar Mayway Drive, que estaba a tres millas de la zona donde vivían ellos, y que abandonaron circulando por West Burside Road, la cual abandonaron justo en la curva donde comenzaba a llamarse South West Barnes Road, para ascender por South West Miller. Apenas doscientas yardas más arriba, a la izquierda, estaba Mayway Drive. Encontrar el número dieciocho fue todavía más sencillo, naturalmente.

La entrada a la quinta estaba flanqueada por dos grandes columnas de piedra que sostenían las verjas de hierro forjado. De aquí arrancaba un amplio sendero en dirección a la gran casa, que se veía al fondo, blanca a la luz de las estrellas. Hacía un viento frío que estremeció a Scott Maning cuando este abandonó su coche con calefacción para acercarse a las verjas, a ver si desde allí veía algo interesante, y, al mismo tiempo, claro está, empujar las verjas para dejar expedito el camino hacia la casa.

Se encontró con la primera sorpresa. Es decir, a él le sorprendió que las verjas estuvieran cerradas. No era creíble que las hubiera cerrado Silvan Wallen al escapar de allí, así que…

Oh, bien, la explicación era mucho más sencilla: los Davis habían regresado.

Tanto mejor.

Había un timbre en una de las columnas. Scott lo pulsó repetidamente, y se metió de nuevo en el coche, bufando de frío. Lo colocó delante mismo de las verjas, y se frotó las manos.

—¡Demonios, qué frío hace! —exclamó.

—Lo siento —dijo Empire—: es por mi culpa.

—¿De veras? —la miró irónicamente Scott—. ¡Pues haga el favor de suprimirlo!

—¿El qué? —se desconcertó ella.

—El frío. ¿No dice que usted es la causante? ¡Pues suprímalo ya!

—He querido decir que esté pasando usted frío por mi culpa, no que yo tenga la culpa de que haga frío.

—Aaaaah…

—De verdad lo siento. ¡Tan bien que lo estaría usted pasando con sus…!

Empire se calló. Scott esperó en vano, expectante.

—¿Con mis qué? —preguntó por fin.

—Bueno, con sus cosas, sus asuntos.

—Ya. ¿Cuál es su nombre de pila, doctora?

—Empire.

—¡Empire! ¡Qué me dice! Vaya, eso es todo un nombre, ¿eh?

—En eso le aseguro que no intervine yo… ¿Qué estamos esperando?

—Que alguien conteste mi llamada al timbre…, pero no parece que eso vaya a suceder. Sin embargo, las verjas están cerradas. ¿Las cerró Wallen, mencionó eso?

—No… ¡Se ha encendido una luz!

Scott miró hacia la casa. En efecto, se había encendido una luz en el pórtico. La puerta se abrió, dejando escapar un largo recuadro de luz desde el interior de la casa. Scott hizo señales con las luces del coche cuando, apareció un hombre envuelto en una gruesa bata.

—Si nos disparase con una escopeta estaría de acuerdo con él —gruñó el abogado—. ¡Estas no son horas de ir por las casas del prójimo!

El hombre llegó caminando rápidamente hasta las verjas, y se quedó allí. Scott comprendió que no pensaba abrir sin identificar a los visitantes, y tuvo que salir de nuevo del coche, acercándose al hombre, que le dirigió una más que enfurruñada mirada. Debía tener cerca de sesenta años, y sus cabellos eran ya escasos y grises.

—Buenas noches —saludó jovialmente Scott—. ¿Quiere abrir, por favor?

—¿Por quién pregunta usted, señor? —masculló el otro.

—Por los señores Davis, naturalmente.

—Los señores Davis están descansando, como es normal. ¿Puedo rogarle que vuelva usted mañana, señor, a una hora… digamos hábil?

—Escuche —le miró fijamente Scott a las luces de su propio coche—: si usted no abre estas verjas yo voy a empezar a organizar aquí tal escándalo que no hará falta que llame a la policía por teléfono: vendrán al oírme. De modo que, o avisa usted a los Davis de que deseo hablar con ellos ahora, o las cosas van a complicarse. Se lo juro, amigo.

El criado estuvo unos segundos mirándolo dubitativo, terminó por convencerse de que aquel gigante rubio no estaba bromeando, y asintió con un gesto.

—Tendrán que esperar un momento aquí —murmuró—. ¿A quién anuncio, señor?

—Scott Maning, abogado.

El hombre asintió, y emprendió el regreso a la casa. Scott optó por regresar de nuevo al coche, cuyas luces apagó. El criado llegó al pórtico, entró en la casa, cerró la puerta. Toda la luz visible en la casa era ahora la del pórtico, que se esparcía suavemente por el jardín.

—No sé cómo será de día este lugar —murmuró Scott—, pero de noche no es precisamente maravilloso.

—Es muy tranquilo y solitario.

Scott asintió. Un poco más arriba de la avenida divisó otra casa, también con todas las luces apagadas. Su silueta era parecida a la de los Davis, y era la única que estaba relativamente cerca, sobre una pequeña elevación del terreno. Afuera se oía silbar el viento.

—Tengo… No sé, una impresión muy extraña —murmuró Empire.

La miró, frunció el ceño, y finalmente alzó una ceja y bajó la otra. Empire se había puesto un abrigo de pieles, y estaba preciosa. Se le veían las rodillas. Eran tan bonitas que Scott Maning no pudo resistir la tentación.

—Vaya, vaya, vaya —dijo dándole unas palmaditas en las rodillas—. Conque la nena se llama Empire nada menos, ¿eh?

—Pero… ¡qué hace usted! —exclamó la doctora.

—No he podido resistir la tentación de sus rodillas. Bajo su punto de vista tal vez haya hecho mal, pero espero de su magnanimidad que perdone las debilidades de este pobre mortal.

Empire McKinley no supo qué decir. Su boca se abrió, todavía en el gesto de sobresalto y cólera, pero, en aquel momento, las verjas comenzaron a abrirse, y Scott las señaló.

—¿Qué le parece? Como era de suponer se abren desde la casa, y si las abren es que piensan recibirnos. Bueno —reflexionó un momento—, espero que no lo hagan cuchillo en mano.