EMPIRE McKinley miraba los ojos de Silvan Wallen, y sentía cada vez más horror ante lo que veía en ellos. Veía simplemente inteligencia, goce, alegría, diversión. Nada de locura. Deseó estar equivocada y que Wallen fuese un pobre loco, pero no quería engañarse a sí misma. Aquel hombre era peor que un loco, porque sabía perfectamente lo que decía y hacía, y gozaba intensamente con ello.
—Dios mío —gimió.
—Y cuando hubiera salido de la siguiente clínica tras matar a ese grupo de personas, habría vuelto a las andadas, después de aprender algo allá dentro. Al menos —se echó a reír Wallen—, uno aprende a hacerse el loco, ¿comprendes?
—Usted…, usted no está loco.
—¡Claro que no! Ya te he dicho que mi mal es la timidez. Verás cómo fue gestándose todo… como es natural, a mí me gustan las mujeres, así que las deseo, siempre las he deseado. Pero… no me atrevía a decírselo. Veía a mis amigos y amigas relacionándose entre ellos, ya sabes lo que quiero decir. Yo sabía, por ejemplo, que Anne Masterson se acostaba con su novio, Walter Morton. Normal y lógico. Tanto como lo que hacían los demás: Rachel se acostaba con Barry, Caroline con Ed, Norah con Dan, Jeff con Lillian. Y luego, pues se cambiaban las parejas, cuando les parecía. Siempre andaban así unos con otros, dale que dale, o buscando amistades de cama fuera del grupo, claro… ¡Siempre andaban dándole al sexo! Y como yo no me atrevía a decirles nada a las chicas empezaron a decir que yo era homosexual… ¿Qué te parece, doctora?
—No sé. ¿Lo era?
—¡Claro que no! No es que eso tenga importancia, pero no lo era, de ninguna manera. Es que no me atrevía a llevarme a una chica a la cama. ¡Vamos, no me atrevía ni a insinuárselo! Y de esa pasión que se iba frustrando, nació el odio. Comencé a odiar lo que más deseaba. Y el odio engendró el deseo de matar. Me asusté, así que decidí tomarme una temporada de meditación y reposo, y me instalé en la Center Sun. Allí conocí al profesor Chesterton, y, poco a poco, me fui sincerando con él. Fue el único al que le dije la verdad de mis emociones, porque contigo, doctora, no he dicho nunca la verdad. En realidad yo no necesito ningún psiquiatra, pero cuando salí de la Center Sun dispuesto a todo me dije que debía buscarme un psiquiatra, para cubrir el expediente, como vulgarmente se dice; un hombre que ha estado en una clínica de reposo se busca un psiquiatra al salir. Normal, ¿no te parece? Así que fui a tu consultorio, y… en cuanto te vi te deseé. Y me dije: a esta sí que la voy a tener, pero a su tiempo, cuando haya hecho todo lo que me he propuesto hacer. Y hasta quizá la utilice en mis proyectos. Pero apareció ese Maning, y las cosas se torcieron un poco. Solo un poco, porque ya los he matado a casi todos, y te tengo a ti aquí… ¿Qué te pareció lo de Ed?
—¿Lo de quién? —susurró Empire.
—¡Lo de Ed Brooks! ¡Pues no va y se casa, el muy cretino…! Pero bueno, él sabría sus cosas. Seguro que seguiría con las demás chicas, y que no le importaría que su mujer lo hiciera con otros. Era muy hermosa la mujer de Ed, la estuve espiando antes de que se casaran y se fueron de luna de miel… Era muy guapa, y yo la tuve. Como tuve a las demás. Y todo ello, gracias al profesor Chesterton. Él me dijo que cuando uno desea hacer algo debe hacerlo, y punto. Le recordé que lo que yo quería era matar a las personas a las que había estado deseando sin conseguirlas, y me dijo: ¡pues mátalas!
—No es verdad —jadeó Empire—. ¡Un médico no puede decir esas cosas!
—¡Tú qué sabes, tonta! Además, Chesterton era un sádico… ¡Cómo se reía de mí cuando le decía que no podía matar, ni hacer nada! Se reía mucho de mí, me zahería cuando estábamos solos, me hacía… descripciones estremecedoras de las cosas. ¡Incluso llegó a decir que los nenúfares eran grandes bocas hambrientas! Le dije que no, que eran flores, y todavía se rio más de mí. Se reía tanto de mí, que un día me cansé, y le rompí el cuello y lo llevé a que lo comieran los nenúfares.
—Pero… si el profesor Chesterton está aquí…
—Ah, es cierto, está aquí. Pero no te preocupes, yo te protegeré de él, pobre tonta. Pero no eres una persona desagradable, eso no. Es que hay personas muy desagradables. Por ejemplo, la señora Hardin, la vecina de los Davis: es antipática, gruñona, hostil… Un día me dije: cualquier día te mataré, vieja asquerosa. Y pensando en matarla fue cuando empezó a ocurrírseme la idea de la orgía. ¿Quieres un cigarrillo?
—No… Gracias, no. Escuche, señor Wallen, quizá…
—Tranquila, y nada de intentar convencerme. Sé muy bien lo que estoy haciendo, y lo que quiero hacer. Te estaba hablando de la orgía… Bueno, lo primero que tenía que hacer era asegurarme de que después de matar a Chesterton era capaz de matar a alguien más, aunque no me estuviese incordiando en aquel momento, aunque no tuviera motivos directos para odiarle. Así que me dediqué a recoger chicas por la carretera, las traía aquí, y las mataba. En realidad enseguida me di cuenta de lo divertido que era, de lo mucho que me gustaba, de lo fácil que era… A algunas las poseía antes, a otras después, según mi humor. En fin, que ya iba teniendo todas las chicas que quería. Pero las que yo quería tener de verdad eran las de siempre, las de mi grupo, las que se habían reído de mí y habían dicho que yo era homosexual y mientras tanto se iban acostando con unos y con otros. Así que un día… ¡Yo sí deseo fumar!
Silvan Wallen encendió un cigarrillo, expelió el humo con gesto de evidente placer y miró sonriente a la aferradísima Empire McKinley.
—Así que un día me fui por la noche a la casa de la señora Hardin, cuando ya lo tenía todo bien pensado, y la maté. La hubiese poseído, pero era vieja y más bien fea, y me dio asco. Así que le metí en el vientre un florero, para embellecerla. Y como seguía siendo fea, le corté la cabeza. Era una nueva experiencia… ¿Qué te pasa ahora?
Empire se había llevado las manos a la boca, sintiendo el amargor que la había inundado, procedente del estómago. Por supuesto que no podía hablar, que toda ella estaba revuelta, trastornada, pero Wallen, tras mirarla unos segundos sorprendido, continuó como si tal cosa.
—Dos días después de lo de la vieja, llevé a las chicas y al hijo de puta de Walter a su casa, secretamente, y les dije que disponía de una droga afrodisíaca que era el no va más según me habían dicho, y que había que probarla. Estaban sorprendidos, no podían creer que eso se lo propusiera yo. Pero aceptaron, claro, si bien Walter me advirtió que ya no quería que Anne lo hiciera con nadie más que con él. Yo les dije que sí a todo, me los llevé a la casa de la vieja cerda, y les di el afrodisíaco. Pensé: ¿qué pasaría si esto fuese una droga que le volviera loco a uno? Esta era la idea, ¿comprendes?: hacer las cosas como si estuviera loco, loco de verdad. ¡Me parecía tan divertido! En la Center Sun había conocido a un par de sujetos que sí estaban un poco majaretas, no como yo, que había ido allí solo a serenarme… Bueno, debiste verme entonces, doctora, haciendo y pensando las cosas como si fuera un pobre loco… ¡Nunca me había divertido tanto! ¿Te lo imaginas? Todos estaban dormidos por el narcótico, que no era otra cosa lo que les había dado, y yo iba haciendo lo que, quería. ¿Alguna vez te has encontrado en una situación como esa? Fíjate bien: podía hacer lo que quisiera, y nadie protestaba, nadie… Acuchillaba a Walter, y él tan tranquilo, dormidito como un ángel; penetraba a Anne rabiosamente, y nada, ni ella ni Walter protestaban, los dos calladitos, tan complacientes… ¡Aquello fue colosal! Las tuve a todas, las acuchillé a todas como quise… La sangre brotaba como de un surtidor caliente, ¡fssss!, y eso me hizo tanta gracia que luego salpiqué las paredes, todo… ¡Qué gran idea, la sangre humana como motivo decorativo! ¿No estás de acuerdo?
Por supuesto, Empire no contestó, pero no parecía que el silencio pudiera molestar a Wallen, que terminó el cigarrillo y encendió otro con la punta del primero.
—¿Y lo de los nenúfares? —rio de pronto—. No creas que los llevé a la casa de la vieja cerda porque sí, por casualidad. No, nada de eso. Los llevé allá precisamente porque cerca había nenúfares, en el estanque de los Davis, que yo sabía que no estarían aquella tarde, como sabía que el estirado Henry se apresuraría a encerrarse en su cuarto a ver televisión. ¡Qué bien planeado lo tenía todo, doctora! Sí, lo de los nenúfares fue graciosísimo… ¿Te imaginas unos nenúfares hambrientos, como decía Chesterton? A mí siempre me habían parecido unas flores bonitas, tiernas, amables. Las flores acuáticas siempre me parecieron tiernas, no sé por qué. Pero me hizo mucha gracia eso de los nenúfares hambrientos, así que ya tenía decidido seguir alimentándolos, pobrecillos, como había hecho con los de la Center Sun proporcionándoles las carnazas de Chesterton… Imagínate: después de todo el follón que organicé en la casa de la bruja Hardin matando y haciendo el amor, tuve que ir sacando en un saco de plástico los cadáveres, y pasarlos del jardín de la bruja al estanque de los Davis. ¡Y siempre vigilando que nadie me viera! ¡Demonios, fue emocionantísimo, te lo juro! De modo que mis pobres nenúfares hambrientos ya tenían algo para comer. ¿A ti qué nenúfares te gustaría que te comieran, doctora? ¿Tienes algún sitio especial, que te guste más que otros, algún estanque que por su forma o situación te atraiga especialmente?
—¿Me va a llevar… a un estanque…? —consiguió sobreponerse Empire.
—¡Claro! ¿Es que no te dan pena los pobres nenúfares? ¡Bien tienen que comer digo yo! ¿Y qué mejor comida que chicas hermosas? Sí, le estoy muy, muy agradecido al profesor Chesterton, porque me puso en el camino del goce de mi propia vida.
—Señor Wallen, no puedo… creer que disfrute matando, que…, que me esté diciendo la verdad, que no está loco…
—¿Por qué no has de creerlo? Mira, cariño, en el mundo hay apetitos de todas clases. ¿Por qué mis apetitos te parecen menos aceptables? Hay quien goza bailando, o pintando, e incluso trabajando… ¿Por qué no puedo yo gozar matando y haciendo el amor? ¡O al revés, claro! —se echó a reír.
—¡Dios mío, esto es una pesadilla! —gimió Empire.
—Claro que no, chatita. Bueno, me voy a tomar un trago y vuelvo enseguida. Se me ha secado la boca de tanto hablar. Ya vuelvo, guapa, prepárate. Y piensa cuál es tu estanque favorito, tus nenúfares preferidos.
Se puso en pie, riendo y caminó alegremente hacia una de las salidas.
El silencio que siguió a su marcha le pareció a Empire totalmente irreal. Todo era irreal. ¿Podía admitirse que hubiera en el mundo aunque solo fuese una persona como Silvan Wallen? ¿Qué clase de ser era Wallen? Matar como pasatiempo divertido… ¿Podía ser cierta una cosa así? ¿Había hecho todo lo que acababa de explicar, pensaba seguir haciéndolo? Poco a poco, tranquilizándose, serenamente, Empire McKinley fue llegando a obtener una respuesta a sus propias preguntas: todo era verdad, y Wallen existía, estaba allí…, y ella iba a ir a parar a la boca de los nenúfares hambrientos si no reaccionaba.
Tenía que escapar. Y ahora era el momento. ¿Ratas? ¡Las ratas le daban menos miedo que aquel hombre que…!
Lanzó una exclamación al ver aparecer de nuevo al jorobado, que se acercó trotando. Furiosa consigo misma por haber perdido tanto tiempo en vacilaciones y disquisiciones, Empire se puso en pie, y echó a correr hacia una de las salidas. Chesterton lanzó una risotada, y partió tras ella, sin dejar de reír.
Fue una persecución breve y sencilla. Muy pronto, en la oscuridad, Empire tropezó, y cayó al suelo. En seguida, cuando aún no se había incorporado, el jorobado cayó sobre ella, riendo, y se abrazó frenéticamente a su cuerpo hermoso y ahora frío y tembloroso.
—¡Aquí mismo! —gritó gozosamente—. ¿Quieres que te lo haga aquí mismo?
Empire gritaba y golpeaba con los puños y las rodillas, pero de pronto recibió un tremendo golpe en el estómago que casi le privó del aliento y del sentido. Vagamente, creyó volar, y luego viajar por el aire con sacudidas bruscas. Después vio el resplandor de la luz, y cuando vino a darse cuenta caía sobre el jergón lanzada allí por Chesterton, que gritó:
—¡A ti quiero verte bien mientras lo hacemos! ¡Ponte bien! ¡Te digo que te pongas bien, y ya sabes lo que quiero decir! ¿No? ¡Pues ahora verás!
Se abalanzó sobre ella, que intentó permanecer encogida y con las piernas cruzadas y fuertemente apretadas, pero las manos del jorobado eran fortísimas, grandes. Asieron los muslos, los separaron con un salvaje tirón que llevó ramalazos de espantoso dolor al cuerpo de Empire, y en un instante se colocó entre ellos, aplastando a la doctora con su peso.
Empire McKinley ya no pudo más: comenzó a gritar histéricamente con todas sus fuerzas, mientras golpeaba al jorobado, que jadeaba y reía e insistía en sus propósitos sexuales. El forcejeo era terrible para Empire, pero divertidísimo y fácil para el jorobado, que, de pronto, golpeó a la doctora con un puño en el costado, y en el instante en que ella se relajó consiguió por fin el contacto deseado, brutalmente.
—Y ahora —jadeó— no te muevas, tontita, porque quiero que veas las realidades de la vida. Una de ellas soy yo, la otra lo mucho que vas a disfrutar en mi compañía. Y tengo más realidades para ti… Veamos: ¿quieres que matemos al profesor Chesterton de una vez por todas? La verdad es que me gusta ser Chesterton, pero… ¿quieres que lo matemos? ¡Pues vamos a matarlo!
De pronto escupió la podrida dentadura, que cayó sobre el rostro de Empire, la cual reanudó sus gritos. Entre grito y grito, prensada bajo el peso y el ultraje del jorobado, vio cómo este se arrancaba un ojo utilizando una mano, y luego la cabellera, y luego el otro ojo… La sorpresa la hizo enmudecer y quedar totalmente inmóvil.
—¿Qué? —rio Silvan Wallen—. ¡No me digas que no te lo habías imaginado! ¡Soy la representación perfecta de Chesterton! Pero no por fuera, sino por dentro. ¡Lo que me he divertido con el profesor Chesterton! Chesterton por aquí, Chesterton por allá, ¡y mientras tanto Chesterton sirviendo de menú a los nenúfares! ¿No tiene gracia? Y ahora, basta de charla, ¡vamos a hacer el amor antes de que te mate a cuchilladas!
Arremetió ya activamente contra ella, y, en el momento en que Empire sentía girar su cabeza y una barrena de frío parecía perforar su cuerpo en todas partes y direcciones, oyó el grito, la voz conocida:
—¡WALLEN!
En el inicio del disfrute del espléndido cuerpo femenino vencido, Silvan Wallen se interrumpió bruscamente, y se puso en pie de un salto, mirando con expresión iracunda hacia donde había sonado la voz. Su gesto se tornó tormentoso al ver al abogado Maning. Había más hombres allí, pero él solo vio a Scott Maning y el odio que había ido tan rápidamente incubando contra el abogado subió a su mente como un globo caliente que de pronto estallase. Allá estaba Maning, lo odiaba, deseaba matarlo.
Así pues, sin más complicaciones, el alimentador de nenúfares sacó el cuchillo de entre las ropas del jorobado, y arremetió con una resolución inaudita contra Scott Maning, como si todo fuese a ser sencillo, como si matar a Maning fuese el objetivo de su vida y la cosa más normal del mundo.
—¡Deténgase! —gritó Prentiss, apuntándole con su revólver—. ¡Deténgase o disparo!
En realidad, el asesino ni le oyó. Seguía cargando contra Maning, y eso era todo.
Joe Prentiss apretó el gatillo de su revólver una vez, dos, tres…
En las grutas resonó el largo alarido de dolor y rabia.
Luego, solo se oyeron los sollozos violentos y entrecortados de Empire McKinley. Scott corrió hacia el jergón, y se sentó junto a la muchacha, cubriéndola con el abrigo de pieles. Ella le miraba y gritaba aterrorizada, hasta que se convenció de que era su voz, de que era él, y entonces estalló en un tremendo alarido que terminó en un llanto copioso.
Scott Maning, palidísimo, la atrajo hacia su pecho, abrazándola suavemente y acariciándole la cabeza.
—Tranquila… —dijo con voz crispada, casi temblorosa—. Tranquila, mi amor, tranquila, todo está bien. No ha pasado nada, nada…
* * *
—Estoy bien —dijo Empire—. De verdad, Scott, estoy bien.
—Pues me alegro mucho, pero de aquí vamos directos al hospital, y permanecerás allá en observación cuarenta y ocho horas.
—¡Pero si estoy bien! —protestó la doctora.
—Que te calles, maldita sea mi estampa.
Empire McKinley se resignó. Estaba en la camilla de una de las ambulancias que habían llegado hacía Unos minutos, y en verdad se sentía bien aunque un tanto crispada. Sí, sería mejor pasar un par de días en el hospital. Miró a Scott, sentado junto a ella, esperando partir de un momento a otro hacia el hospital.
—Todavía no me has dicho cómo pudisteis encontrarme.
—Los de la Patrulla de Caminos identificaron tus dibujos en el bloc como el cruce de Six Corners, y luego, sobre todo, las curvas ascendentes en dirección al Twalatin River. Al llegar al cruce triple ya no sabíamos qué hacer, pero Prentiss dijo que si Wallen te había citado allí tenía que ser más hacia arriba, siguiendo el sendero, buscando un lugar solitario. Seguimos el sendero y vimos un coche de alquiler, que supusimos era el tuyo. Luego, vimos en la tierra mojada las pisadas tuyas y de un hombre, y las seguimos hasta la entrada de la gruta, así que finalmente…
—Scott —murmuró Empire—: No me hizo nada. Bueno, solo… solo, me… Quiero decir que solo fue… un contacto… sin importancia que…
—Vamos, no seas boba… —gruñó el abogado Maning—. ¡Qué demonios me importan a mí ahora esas cosas! Te amo, y lo demás son tonterías.
—¿Y…, y tus… amigas, tus chicas visitantes?
—Pues es verdad —reflexionó Scott Maning—. ¡Algo tendré que inventarme para librarme de ellas!