DE pie en la acera, el teniente Prentiss vio aparecer en la calle a un Scott Maning pálido que le hizo respingar. Tiró el cigarrillo al suelo, y se le acercó rápidamente.
—¿Qué ocurre? —exclamó, temiendo cualquier barbaridad.
Scott le tendió la nota. El policía la leyó, y palideció a su vez.
—Dios… ¿Esto es todo? ¿No ha dejado indicaciones sobre el lugar de la cita con Wallen?
—He visto unas rayas en un bloc que podían ser caminos o carreteras —musitó Scott—. Prentiss, tenemos que hacer algo… ¡Lo que sea, pero no podemos quedarnos esperando una llamada que quizá no se produzca!
—Tranquilícese. Vamos a subir nosotros a echar un vistazo arriba. Tranquilo, Maning, ¿de acuerdo?
Subieron al consultorio ellos dos y el detective Wallis. Los dos policías se dieron una vuelta por el consultorio, y terminaron en el despachito. Scott estaba sentado tras la mesa, estudiando la hoja de bloc que contenía garabatos trazados por Empire mientras recibía las indicaciones telefónicas de Silvan Wallen. Prentiss se colocó a su lado, y tras echar un vistazo murmuró:
—Parece una ruta por carretera, en efecto. Tal vez podríamos sacar algo en claro de esto.
—¿Sí? ¿Cómo? ¡Yo no entiendo nada!
—Yo tampoco. Pero quizá los de la Patrulla de Caminos le encuentren algún significado. Enviaremos a Leslie con esa hoja, Wallis y Barnes subirían aquí a esperar: esa posible llamada, y usted y yo iremos al Departamento.
—Y mientras tanto… ¿qué pasará con Empire?
Prentiss se pasó la lengua por los labios.
—No podemos hacer otra cosa, Maning. Ella ni siquiera conduce su coche, así que no podemos pedir que la busquen. Venga, vamos a hablar con Buchanan y los otros dos; quizá lo que nos digan de Wallen sirva para tranquilizarlo a usted.
—Lo dudo. Pero vamos allá, si realmente no se puede hacer otra cosa.
—Estamos haciendo lo que se puede. No se preocupe: ya verá como no le ocurrirá nada a la doctora McKinley.
Scott miró hoscamente, y no replicó. Las intenciones de Prentiss eran buenas, qué duda cabía, pero lo cierto era que si no ocurría un milagro Empire McKinley se iba a encontrar en manos de un loco…, o quizá algo peor que un loco.
* * *
Empire McKinley detuvo el coche en el lugar convenido telefónicamente con Silvan Wallen, y paró el motor. La tarde era gris, y seguramente volvería a llover no tardando mucho. El lugar era solitario, más de lo que ella había podido esperar incluso pensando en los temores de Wallen.
Efectivamente, había circulado por la 99W, y el cruce de Six Corners había girado a la derecha, como emprendiendo el regreso. Pero enseguida había girado a la izquierda, a la derecha de nuevo apenas una milla más adelante, y había llegado así al triple cruce de la carretera secundaria que, formaba un trazo muy peculiar. Desde este cruce había enfilado el sendero, de nuevo hacia el Norte, y enseguida llegó al final del mismo. Muy cerca del lugar donde se había detenido discurría el Twalatin River, afluente del Willannette, al que se unía muy cerca de Oregon City…
Comenzó a arrepentirse de haber acudido sola. Alrededor de ella había altos abetos, y una explanada en dirección al Twalatin. Todo tenía un color sombrío. La carretera había quedado más atrás de lo que ella había entendido por las explicaciones de Wallen, y no había cabina telefónica alguna desde la que hubiera podido llamar. No, las cosas no eran como ella había entendido, como las había imaginado: el cruce de carreteras secundarias, la cabina telefónica, el sendero que terminaba muy cerca de la carretera… No, no eran así.
Y, en definitiva, Wallen no aparecía.
Empire tocó repetidamente el claxon, pensando que si Wallen no aparecía antes de un minuto emprendería el regreso al cruce de carreteras para esperarle allí, en lugar de quedar apartada.
Y todavía estaba expandiéndose el sonido del claxon cuando Empire oyó abrirse la portezuela derecha. Volvió la cabeza, respingando, porque el hombre estaba ya entrando en el coche y sentándose junto a ella, mirándola. Empire McKinley respingó y palideció, y sus ojos fijos en los ojos blancos del jorobado, se desorbitaron. La doctora se atragantó cuando el gran cuchillo centelleó sombríamente camino de su garganta, en la cual quedó apoyado por la punta. Se quedó inmóvil, lívida de miedo, fijos sus ojos en los del jorobado horrendo, que sonrió mostrando sus mellas y sus dientes carcomidos.
—Por fin nos vemos, doctora McKinley —chirrió la oxidada voz—. ¡Tenía muchas ganas de verla! Hace tiempo que estoy enamorado de usted, pero mi maldita timidez siempre me impedía decírselo. Es por eso que odio al abogado Maning, y por eso lo descuartizaré cuando llegue el momento.
Empire quiso decir algo, pero de su boca brotó solamente algo parecido a un maullido. En el techo del coche comenzaron a sonar las primeras gotas de lluvia, espaciadas. Las tinieblas comenzaron a espesarse.
—¿Qué le pasa? —rio agudamente el jorobado—. ¿Está asustada? No debe temer nada de mí… a menos que no me ame. Pero usted me ama, ¿verdad? ¿No es cierto que me ama?
Empire tragó saliva y asintió con la cabeza. El jorobado volvió a reír.
—Dejaremos el coche aquí, y ya vendré luego a retirarlo para esconderlo con el otro. Ahora vamos a ir a pie. No intente escapar de mí, porque no lo conseguiría. Solo conseguiría hacerme enfadar.
—¿Quién…, quién es usted? —consiguió reaccionar Empire.
—Debería saberlo, querida.
—¿El profesor Chesterton?
—Soy la imagen más expresiva del profesor Chesterton Soy más que el profesor Chesterton. Soy… la esencia de la apariencia del profesor Chesterton. Salgamos del coche, iremos a pie a mi residencia de perfeccionamiento. Se lo advierto: no intente escapar.
Retiró el cuchillo completamente, y salió del coche. Empire lo hizo a su vez. El jorobado se reunió con ella, caminando pesadamente, encorvado como vencido por el peso de la joroba. Pero lo que más impresionada tenía a Empire era los ojos, blancos como la leche, sin pupilas; eran dos simples globos blancos, vacíos e inexpresivos. ¿Cómo podía ver Chesterton con ellos?
Se estremeció cuando él la tomó de un brazo. Le pareció que un frío denso le atravesaba la piel de la manga del abrigo y se clavaba en su carne. La lluvia caía sobre las cabezas de ambos, espesándose rápidamente, creando un rumor de nostalgia entre los abetos. Empire McKinley tuvo la sensación de que todo era sombrío, tétrico. La idea de soltar su brazo de un tirón y echar a correr pasó por su mente, por supuesto. Pero, calzada con zapatos de tacón alto, cargada con el abrigo de pieles, y lloviendo, no conseguiría escapar de Chesterton, estaba segura de ello. Él la alcanzaría, y entonces estaría enfadado por su intento de fuga. ¿No era mejor mantenerlo calmado, hacerle creer que sentía aprecio por él?
Se encontró de pronto ante la entrada de una gruta cruzada por tablones en los que indicaba la prohibición de entrar y su advertencia del peligro que ello podía acarrear.
—No haga caso —rio Chesterton—. ¡Yo sé que podemos estar perfectamente ahí dentro!
La hizo pasar bajo uno de los tablones, y penetraron en la gruta. Había allí una cerca móvil de alambre de espino, en la que un cartel advertía nuevamente que había peligro y que estaba prohibido pasar. Chesterton volvió a reír, apartó la valla, hizo señas a Empire para que pasara, y la colocó de nuevo en su sitio. El rumor de la lluvia se oía ahora más dulce, como algo lejano y delicioso.
Chesterton volvió a tomarla de un brazo, y tiró de ella hacia la oscuridad. Empire se encontró caminando como si fuese ciega. Se detuvieron. Oyó unos roces. Luego, un sonido metálico. Una linterna lanzó un chorro de luz hacia adelante, y luego hacia el rostro de Empire, que alzó un brazo para protegerse los ojos.
—Mi habitación está más al fondo —dijo Chesterton—. Iremos allá, y seremos muy felices.
Empire contuvo su nuevo sobresalto. Se estaba diciendo a si misma que debía comportarse con serenidad, que debía más que nunca actuar como una doctora en psiquiatría. Debía tener mucho cuidado, mucho tacto con aquel raro engendro de desquiciado cerebro. Si actuaba con serenidad y con astucia quizá podría dominarlo.
—¡He dicho que seremos muy felices! —gritó irritado Chesterton.
Empire gritó sobresaltada.
—Sí, si —exclamó—. ¡Seremos muy felices!
Chesterton se echó a reír agudamente, y mostró el cuchillo en su diestra.
—Y si no te portas bien te abriré en canal y te haré comer tus propias entrañas, ¿entiendes?
—Sí… Sí, entiendo.
La luz señaló el camino, y Empire reanudó la marcha. Descendieron a otro nivel por una rampa, y luego regresaron. Allá dentro había una humedad terrible, y un silencio sencillamente espantoso.
—Mira —dijo de pronto Chesterton—, uno de mis cobayas.
La luz de la linterna cayó sobre algo que Empire no identificó de momento. Tardó cinco segundos en ver que era el cuerpo de una mujer, prácticamente desnudo y como roto, grotescamente retorcido. La cabeza estaba girada hacia atrás como si el cuello fuese de goma. Ni siquiera hedía ya, era como un montón de cartón con reminiscencias de formas humanas.
Empire sentía un temblor de debilidad en las rodillas, y el miedo parecía unas fauces crueles que estuvieran mordiendo su estómago, que además estaba frío, como metido en hielo.
—Y allí tienes otra —oyó la chirriante voz.
La luz se desplazó y vio otro cuerpo humano, también de mujer. Una pierna de esta casi había sido arrancada de cuajo. Empire sintió el amargo asco de las náuseas. Cerró los ajos cuando la cabeza comenzó a darle vueltas.
—Tengo más —explicó muy servicialmente Chesterton—. ¡Por lo menos estuve practicando con diez o doce de ellas antes de decidirme a hacerlo de verdad!
Empire no se movía. Fue empujada, y siguió caminando con los ojos cerrados, escuchando a Chesterton explicarse cómo había ido llevando allí a sus cobayas, algunas de ellas muertas. La sensación de pesadilla, de irrealidad, se iba haciendo más y más intensa en el ánimo de Empire McKinley, que ya no quería abrir los ojos y seguía caminando bajo la guía de la mano de Chesterton.
Hasta que de pronto se dio cuenta de que se habían detenido, y que Chesterton ya no hablaba.
Abrió lentamente los ojos. La luz era ahora de un quinqué, y parecía empapar las húmedas paredes, de simple tierra. A un lado vio lo que pareció un jergón, y junto a este algunas maletas, libros, ropas esparcidas…
—Tiéndete en el jergón —chirrió la voz de Chesterton—. Antes de nada haremos el amor un par de veces. Besémonos. Chesterton ya no portaba la linterna. Abrazó a Empire, y su boca carcomida buscó la de ella, que instintivamente ladeó la cabeza, mientras todo su cuerpo se estremecía; la única reacción que pudo controlar fue la de gritar. La boca de Chesterton cayó sobre su cuello, y allá besó y mordió. Empire gritó ahora, e intentó apartarlo empujando con ambas manos. Chesterton rio, y volvió a besarla y morderla en el cuello.
—Está bien —farfulló acto seguido—, si no quieres que nos besemos vamos a pasar rápidamente al asunto. ¡Desnúdate! ¡Quiero verte completamente desnuda! Si cuando yo regrese aquí no estás desnuda te cortaré un pecho y se lo echaré a las ratas… Hay ratas aquí abajo, ¿sabes?, de modo que si te separas de mí te atacarán y te devorarán. A mí me temen, pero si te encuentran sola por ahí se te echaran encima a cientos, y te comerán entera, solo dejarán los hueso; mondos y lirondos, como si tu esqueleto fuese de plástico recién salido de la fábrica… ¡Je, je, je! ¡Desnúdate!
El jorobado se alejó, desapareciendo por una de las varias salidas del recinto circular donde se habían detenido. Empire se acercó al montón de ropa y maletas, y enseguida encontró documentos a nombre de Jebediah Chesterton. En uno de los documentos aparecía una fotografía de Chesterton; un Chesterton que, ciertamente, no se parecía en nada al jorobado, pues era hermoso, rubio, quizá de belleza un tanto fría y altiva… Pero era un hombre hermoso sin duda, de mirada inteligente. ¿Cómo se había convertido aquel hombre en el horrendo jorobado?
Recordó de pronto que este iba a volver, y su amenaza de cortarle un pecho si no la encontraba desnuda. Respingó, se quitó el abrigo de pieles y el resto de la ropa. Se sentó en el jergón, desnuda, sintiendo la humedad como un helado contacto en su carne. Sabía que si se negaba a entregarse al jorobado este la haría pedazos. Estaba horrorizada y al mismo tiempo como insensibilizada. Se trataba de sexo, eso era todo…
Oyó los pasos, y miró hacia allá. La sorpresa la impulsó a ponerse de pie de un salto.
—¡Señor Wallen! —exclamó.
El joven y apuesto Silvan Wallen se acercó rápidamente ella, y se quedó mirándola con expresión anhelante.
—¿Está usted bien, doctora? —se interesó.
—Oh, Dios mío… ¡Creí que estaba usted muerto, que ese hombre lo había matado, después de obligarle a citarme en el sendero! Por lo que más quiera, señor Wallen, ¡sáqueme de aquí!
Las manos de Empire tiraban de la ropa de Wallen, que puso sus manos en los hombros de Empire y la atrajo suavemente.
—Pobrecita mía —murmuró; y de pronto se echó a reír—, ¡qué tonta eres!
Empire alzó vivamente la mirada hacia los hermosos ojos de Silvan Wallen.
—¿Qué… qué… dice?
—¡Eres tonta, Empire McKinley! Podría seguir la comedia contigo, pero ¿para qué? ¿No has comprendido todavía que el profesor Chesterton está a mis órdenes, que hace cuanto yo deseo? ¡Qué tonta eres!
—Señor Wallen, no…, no comprendo…
—Siéntate, tonta, siéntate. Mira, ¿ves esas ropas, esos libros, todas esas maletas y demás cosas? Pues son del profesor Chesterton, y se las trajo aquí cuando se puso a mi servicio. Yo le dije lo que tenía que hacer, y él lo hizo. ¿No te parece servicial el profesor Chesterton?
—Ese… ese hombre horrible no es… el profesor Chesterton…
—¡Qué sabrás tú! No sabes nada de nada. Como lo de la droga para tranquilizarme. ¿No sabías, tonta, más que tonta, que aprendí a controlar los efectos en pocos minutos? Y cuando me recuperé completamente y vi que me habías dejado solo me enfadé muchísimo, así que como no tenía allí a nadie a quien lastimar, me hice sangre yo mismo y la esparcí con la rabia de siempre a mi alrededor. ¡No era la primera vez que lo hacía! ¿Vas a decir que estoy loco?
—No —respingó Empire—. ¡No, no!
—Menos mal. Porque nada de loco, ¿sabes? Tímido, eso sí. Una timidez que finalmente se convirtió en odio. ¿Lo entiendes?
—No… Yo… lo siento, pe… pero no…, no lo entiendo.
Wallen se sentó junto a Empire, y le pasó con gesto amistoso un brazo por los desnudos hombros.
—A ti también empecé a odiarte, porque antes te había amado. Pero no me atrevía a decírtelo, porque sabía que me rechazarías. Lo que no sabía es que tuvieras relaciones con Maning, y eso que te espiaba…
—No tenía… relaciones con él. Fui a buscarlo para…
—Ya, ya. ¡No me vengas con cuentos! Pero bueno, ¿qué más da? Ya había decidido utilizarte. Se me ocurrió ir a contarle a la policía lo que había hecho, pero era una idiotez, pues entonces me habrían detenido, y no habría podido matar a los que quedaban. Era mejor ir a mi psiquiatra, ponerme en sus cariñosas manos. ¿No era lógico que un pobre loco que había hecho aquello fuese a contárselo a su psiquiatra? Y ciertamente, era lo mejor, porque así, cuando después de contárselo todo me hubiera escapado y hubiera matado a los demás del grupo, la policía ya sabría que yo era un desquiciado, y me habrían enviado a una… clínica de salud. ¿No es gracioso?
Se echó a reír, observado de soslayo por Empire, que se encogía bajo su brazo.
—¡Y eso era lo que yo quería, ir a otra clínica de salud mental, porque se aprenden grandes cosas allí! ¿Sabías esto?
—No sé… a qué se refiere —alentó apenas Empire.
—Sí, mujer. En todos esos sitios siempre hay alguien como el profesor Chesterton, alguien que te levanta el ánimo, alguien que te hace comprender, por fin, lo hermoso que es satisfacer los propios anhelos. Por ejemplo, yo sentía deseos de matar, y me avergonzaba de ello. ¿Te das cuenta qué cosa tan absurda y ridícula? ¡Avergonzarme por sentir deseos de matar! Por suerte yo he superado esa fase de mi personalidad. Ahora —la mano de Wallen acarició el hombro de Empire— ya no me avergüenzo, y disfruto enormemente. ¿Alguna vez has gozado del grandioso placer de matar?