PRIMERO encontraron a Loretta Hardin.
Estaba en el salón. Un salón que olía a rancio, a muebles tan antiguos como su propietaria. Todo era antiguo allí, todo recordaba tiempos pasados, todo daba a entender que la anciana señora Hardin había vivido más en el pasado que en el presente.
De dentro del salón pendía una gran araña, asimismo antigua, con brazos de latón y tulipas recargadas de dibujos azul oscuro. Era tétrica. De la gran araña pendía el cuerpo de la señora Hardin, pero formando una composición que de momento ni Prentiss ni Maning lo entendieron.
No tenía sentido.
La señora Prentiss estaba desnuda; colgada con los pies hacia abajo, lo que era aceptablemente lógico, pero, en cambio, tenía la cabeza orlada de blancos cabellos colgando de los pies.
No tenía sentido. O no lo tuvo hasta que asimilaron el cuadro que estaban viendo, es decir, que la cabeza de la señora Hardin había sido cortada, y atada por medio de los cabellos a sus pies, así que pendía de estos, casi tocando el suelo. Donde debía haber tenido la cabeza se veía el horripilante muñón negruzco de su cuello, del cual había brotado tanta sangre que ahora su cuerpo estaba manchado de grandes costras oscuras, y en el suelo se veía un charco que parecía de barro. Pero lo más grotesco y horripilante de todo eran las marchitas flores que emergían del boquete de su vientre, enorme boquete, y que más adelante el forense informaría que habían sido metidas en el abdomen de la anciana con búcaro incluido.
Sin saber tanto todavía, Maning y Prentiss tuvieron que salir corriendo de allí, aunque lo mismo daba vomitar en el salón que en el espacioso vestíbulo, donde lo hicieron con violencia terrible. Dos de los policías que habían entrado con ellos al salón les acompañaron en tan desagradable trance de protesta fisiológica, y los demás se quedaron mirándolos entre impresionados y desconcertados.
Entre arcada y arcada, Prentiss pudo farfullar la orden de que no se le permitiese la entrada a ningún periodista, con o sin cámara fotográfica. Luego, más tranquilo, miró a Scott, que limpiaba las lágrimas con su pañuelo.
—Creo que es mejor para usted que no siga adelante con esto, Maning.
—Si no le importa, quiero ver lo que haya que ver —graznó Scott.
—Allá usted.
Volvieron al salón, donde, en efecto, todo estaba manchado profundamente de sangre, y no solo de la señora Hardin. Había manchurrones por todas partes, y restos de vestidos de mujer, y mechones de cabellos. Uno de los agentes policiales de uniforme que también había entrado comenzó a vomitar allí mismo, y uno de sus compañeros le sacó a toda prisa. Nadie sabía dónde mirar para ahorrarse su dosis de horror, pero sí se mostraron de acuerdo en que lo que menos había que mirar era a la señora Hardin.
Prentiss, que se había procurado la debida orden judicial para entrar en la casa de Loretta Hardín, y que mientras la esperaba había almorzado en compañía de Maning, parecía realmente enfermo ahora, por lo que el joven sargento detective Sprenmayer, de gran cabeza cuadrada y sólida como un bloque de cemento, tomó interinamente el mando del grupo policial, y ordenó el registro sistemático de toda la casa. Cuando uno de los agentes que habían subido al primer piso bajó pálido como un muerto, Sprenmayer se quedó mirándole, esperó en vano una explicación, y acto seguido subió al primer piso. Había más agentes allí, todos ante la misma puerta abierta de una de las habitaciones.
Sprenmayer entró en esta habitación. Lo primero que vio fue los oscuros cortinajes que cubrían completamente las ventanas. Luego, las camas, y en cada una de estas algo que remotamente, en principio, le sugirió un cuerpo humano. No muy convencido, se acercó, se colocó entre las dos camas, y comenzó a mirar a derecha e izquierda, de Carolina Davis a Barry Davis y viceversa, hasta convencerse de que, en efecto, eran dos cuerpos humanos.
Cuando finalmente, asimiló cómo habían quedado uno y otro, Sprenmayer palideció ligeramente, y dijo:
—Caray… ¡Caray!
—Jodido cabeza cúbica —farfulló uno de sus compañeros—, ¡tiene menos sensibilidad que un peine!
* * *
A las cuatro de la tarde los ánimos se habían serenado bastante, y las cosas iban por sus cauces habituales y conforme a las actividades policiales. Habían llegado dos forenses, más ambulancias, fotógrafos. En Mayway Drive la circulación, por lo demás casi siempre escasa, había sido tupida.
En una salita tétrica, pero discretamente ubicada en la planta baja de la casa, el teniente Prentiss, el sargento Sprenmayer, el abogado Maning y dos detectives de grupo de Prentiss, se habían reunido para atar todos los cabos y pergeñar ya el informe que debería rendir el teniente.
—En resumen —decía Prentiss—, de todas las personas de la lista que Wallen facilitó a la doctora McKinley solamente quedan vivas tres, que son Jefferson Howels, Albert Fisker y Dan Buchanan, y eso probablemente porque aceptaron pasar la noche en el Departamento.
—Sí, se han salvado tres de la lista —murmuró Scott—, pero han muerto tres personas que no estaban en ella: la señora Brooks, la señora Hardin y el criado de los Davis, Henry Adams… Y no olvidemos al profesor Chesterton.
—Bueno —frunció el ceño Sprenmayer—, ¿es que vamos a hacer de esto una cuestión programada? Quiero decir: ese muchacho, ¿está dispuesto a matar a todas las personas de la lista que él mismo dictó a la doctora McKinley?
—Podría ser —dijo Prentiss—. Pero eso no implica que se prive de destrozar a cualquier otra persona que le moleste, como Henry Adams o a la señora Hardin.
—O la señora Brooks —murmuró el detective Wallis.
—Con la señora Brooks además se divirtió. Ese chico es un maníaco sexual.
—Si realmente violó a cinco muchachas hace falta ser un muy maníaco —gruñó Prentiss—. Ese muchacho ha de tener un motivo u otro para comportarse con tanta saña y crueldad.
—Pregunto una cosa —alzó un dedote Sprenmayer—: ¿vamos a organizar la cosa partiendo de la base que ese chico querrá liquidar a los tres que le quedan de la lista?
—Yo creo que algo intentará en ese sentido —dijo Maning.
—Pues lo va a tener difícil para llegar hasta los tres que le quedan —aseguró Prentiss—. Lo que no entiendo es que él mismo facilitara la lista a la doctora McKinley, y qué se proponía al ir al apartamento de ella. Conforme, era su psiquiatra, pero si quería confiarse a ella y pedirle ayuda, ¿por qué se marchó?
—Usted insiste en que todo esto no lo ha hecho Wallen, ¿verdad? —le miró Scott Maning mosqueado—. ¿Qué me dice del profesor Chesterton? ¿Tampoco fue Wallen quien le rompió el cuello y lo metió en el estanque con los nenúfares?
—Tal vez sí hizo eso —asintió Prentiss—, pero lo otro no acaba de encajar, según mi punto de vista. Es como si hubiera dos personas involucradas en esto.
—¿Dos? Bueno, una supongo que es Wallen, ¿no? ¿Cuál es la otra?
—Coño, Maning, eso no lo sé —masculló Prentiss—. Pero todavía tengo otra pregunta. De acuerdo, supongamos que le había cogido odio a Chesterton por su modo de tratarlo en la clínica, factible, admisible, está bien. Pero… ¿y a los demás, a los de la lista, todos amigos de él, según ellos mismos admitían? ¿Por qué hacerles eso a sus amigos? Las cosas siempre se hacen por algo, ¿no es cierto? ¡Qué demonios, hasta un loco tiene sus motivos! ¿Cuáles podían o pueden ser los de Silvan Wallen?
—A esa pregunta quizá podrán contestar Buchanan, Howells y Fisker.
—Pues se la haremos. Y si yo fuese usted, Maning, llamaría por teléfono a la doctora McKinley y le diría que tuviera mucho cuidado.
—Es lo que estaba pensando —murmuró Scott—, porque realmente…, ¿qué se proponía Wallen al recurrir a ella? Sí, la voy a llamar a su consultorio. Y si empezamos a ir a hablar con los amigos de Wallen quizá sería buena idea que Empire se reuniese con nosotros en el Departamento.
—De acuerdo. Haga esa llamada mientras nosotros terminamos de poner orden ahí fuera.
Scott Maning descolgó el teléfono de la salita, y marcó el número del consultorio de la doctora McKinley en Burnside Street.
La respuesta que tuvo fue la señal de comunicando.
* * *
Si Scott Maning hubiera llamado a Empire McKinley tan solo tres segundos antes habría recibido respuesta. Pero, tres segundos antes había llamado otra persona, así que cuando Empire atendió inmediatamente la llamada, precisamente pensando que era Scott quien llamaba, la línea quedó ocupada. Solo tres segundos fueron la causa de que Empire McKinley adquiriese unas vivencias que jamás olvidaría.
—¿Sí? —atendió con alegre impaciencia la llamada.
—¿…?
Empire quedó un instante como aturdida. En seguida, exclamó:
—¡Señor Wallen! ¿Es usted? ¿Dónde está?
—…
—¿No puede decírmelo? ¿Por qué?
—¿…?
—Bien, puedo ir yo si lo desea, desde luego. Pero comprenda que eso es imposible si no me dice dónde está.
—¿…?
—Por supuesto que iría. ¿Está usted bien?
—…
—No se preocupe, todo se arreglará. Hemos estado muy preocupados por usted, los estamos buscando… ¿Qué?
—…
—Oh, bueno, sí, el señor Maning… Es un abogado, al que recurrí antes de avisar a la policía, para que estuviera usted respaldado.
—…
—No… No, no se equivoca, él no está conmigo. Subió aquí, pero luego se marchó. Quería hacer unas cosas, y salió por la parte de atrás del edificio. Bueno, Usted no sabe cómo están las cosas, claro. Se las explicaría, pero opino más práctico que nos viésemos.
—…
—Bueno, puedo hacer lo mismo que el señor Maning: salir sin que nadie me vea. Pero, señor Wallen, ¿de qué tiene usted miedo, o de quién? ¡No será de mí!
—Me alegra oír eso. Bueno, si me dice dónde está.
—¡…!
—¡Claro que no pienso traicionarlo! Vamos, señor Wallen, vamos… ¿Señor Wallen? Por favor, no llore… Tranquilícese, soy su amiga, usted lo sabe perfectamente… ¡Por favor, deje de llorar!
—Está bien, cálmese. Veamos, está usted solo ahí, no dispone de coche, y no se atreve a regresar a pie. Ahora lo importante es que usted se sienta seguro, así que iré a buscarlo.
—¡…!
—Que sí, yo sola, se lo prometo. Y alquilaré un coche, para que no me identifiquen por el mío. Dígame dónde está.
—…
—Sí… Sí, sí. Espere un momento —Empire colocó ante ella un bloc, y comenzó a trazar rayas conforme a las indicaciones de Silvan Wallen—. Sí conozco esa ruta. Bueno, eso está bajando por 99 hasta Six Corners, ¿no es así?
—…
—Sí, es cierto, pero yo prefiero bajar la 99 y luego regresar hacia el Norte unas pocas millas. El camino quizá sea más largo, pero llegaré mucho antes.
—…
—De acuerdo. El primer cruce hacia atrás… No, no se preocupe, lo encontraré. No creo que haya más de diez millas hasta ahí, de modo que llegaré muy pronto. Sé de un rent-a-car donde me conocen bien, y seguramente me prestarán el coche sin más explicaciones.
—¿…?
—Lo más pronto posible. Usted no se mueva de ahí, señor Wallen. ¿De acuerdo? ¿Cuento con ello?
—…
—Hasta ahora, entonces.
Empire colgó el teléfono unos segundos pensativa, y luego miró el teléfono. No tenía ni idea dónde podía localizar a Scott, y además estaba enfadada con este porque no la había llamado en todo el día desde que partiera hacia Walnut Grove. Le pareció imposible que estuviera todavía en la Center Sun, así que no valía la pena llamar a la clínica. ¿En su apartamento? No, porque si Scott hubiera terminado sus gestiones habría pasado a recogerla al consultorio, no se habría ido directo a su apartamento. Y eran las cuatro y… siete minutos de la tarde. Seguramente Scott pasaría a recogerla hacia las cinco, que era cuando se suponía que ella cerraría el consultorio.
«No puedo perder casi una hora esperándolo mientras Wallen me está esperando a mí. Parecía muy nervioso, y si me retraso o algo le inquieta durante la espera quizá decida esconderse… ¡Estaba asustado!».
Tan solo tres minutos más tarde la doctora McKinley abandonaba apresuradamente el consultorio.
Y ni siquiera medio minuto más tarde el teléfono volvió a sonar sobre la mesa del despachito.
* * *
—Ahora no contesta —farfulló Scott Maning—: ¡Pues sí que estamos bien!
—Quizá haya marcado mal —sugirió Prentiss.
—Sé hacer cosas más difíciles que marcar un número de teléfono, Prentiss.
—Todos nos equivocamos —encogió los hombros el policía.
Scott no tuvo más remedio que admitir esto, de modo que volvió a marcar el número. El teléfono llamó, pero no hubo respuesta. Estuvo oyendo el repiqueteo del timbre más de un minuto. Incluso Prentiss, esperando ya con cierta impaciencia junto a él, oía la llamada monótona, insistente.
—Cuando usted quiera podemos marcharnos —dijo Prentiss—. Casi será más rápido pasar por el consultorio de la doctora que estar llamando con nulos resultados: Puede que tenga el teléfono estropeado.
—Antes comunicaba.
—Pues por eso: ahora comunica, ahora llama y nadie contesta… Debe estar estropeado. Podemos pasar por allí camino del Departamento.
—De acuerdo. ¿Deja a Sprenmayer al cuidado de esto?
—Mientras nosotros conversamos con Buchanan y los otros dos, sí. Wallis nos acompañará: le cae bien usted y la doctora.
Scott soltó un gruñido, colgó el auricular, en el que se había seguido oyendo la llamada, y se dirigió hacia la puerta. Poco después, él. Prentiss, y el detective Wallis emprendían el camino al centro de la ciudad. Tan solo quince minutos más tarde Wallis detenía el coche cerca del que ocupaban sus dos compañeros encargados de custodiar a Scott y Empire. Los dos detectives que ya habían sido informados de que Scott les había dado esquinazo, le miraron hoscamente mientras Prentiss se acercaba a ellos.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—No, ninguna, teniente.
—¿Habéis vigilado la salida de atrás?
—¿Para qué, si el señor Maning ya se había marchado? Y si la doctora se quedó es que le espera, ¿no?
Joe Prentiss miró a uno y a otro, pareció a punto de decir algo, y se volvió hacia Scott, recién salido este del coche.
—Le esperamos, Maning.
Scott asintió, entró en el edificio, y subió al piso donde Empire tenía su consultorio. La primera sorpresa se la llevó al encontrar la puerta abierta. La empujó, entró, y llamó a Empire, sin recibir respuesta. No había nadie en la sala de espera, no estaba la ayudante de Empire, no había nadie en el apartamento donde la doctora había instalado su consultorio. Con repeluznos de frío en la nuca, Scott Maning llegó por fin al despachito situado al fondo del apartamento, donde, por supuesto, tampoco estaba Empire McKinley.
En seguida vio la nota sobre la mesa, y se apresuró a leerla:
«Te he dejado la puerta abierta para que pudieras entrar y esperarme aquí. Wallen me ha llamado, y voy a recogerlo con un coche. Te llamaré cuando pueda. Te quiero.
»Empire».