EL jardinero era un hombre de unos cincuenta años, grueso, peludo, de ojos pequeños y gesto simpáticamente malicioso. Calzaba botas altas, y se abrigaba con un enorme chaquetón que casi parecía un abrigo.
De pie junto al estanque, Scott lo vio llegar, portando al hombro el limpiador de hojas del estanque, conforme le había pedido él a la doctora Sanderfer. El limpiador era una larga vara en cuyo extremo había un rastrillo con red, y el hombre lo portaba como si fuese un fusil al hombro. Llegó junto a Scott y movió la cabeza por todo saludo.
—Soy Glendon, el jardinero. La doctora Sanderfer me ha llamado al cobertizo de material para decirme que un tal señor Maning me esperaba aquí con este trasto —movió el limpiador.
—Así es, señor Glendon. Gracias por venir.
—Trabajo aquí —encogió los hombros el otro—. ¿De qué se trata?
—Me gustaría que rastrillase un poco el estanque.
—Las hojas suelen caer en otoño, señor Maning. Como puede ver, no hay hojas ahora. Es más, yo diría que el estanque está limpio.
—Lo que busco, si está ahí, estará en el fondo. ¿Cuánta profundidad tiene este estanque?
—Metro y medio, no más. ¿Qué busca usted? ¿Una cosa pequeña o más bien grande?
—Tan grande como usted y yo.
Glendon se quedó mirando inexpresivamente a Scott Maning. Por fin movió la cabeza.
—La verdad es que deberíamos limpiar el estanque más a menudo, pero es una lástima romper los nenúfares. También hay un poco de ova, claro, que se agrupa hacia el centro, y la vamos dejando ahí, limitándonos a limpiar un poco cerca del borde… ¿De modo que grande como usted y como yo?
—Tal vez no haya nada. Pero me gustaría asegurarme.
—Bien… Bien, bien.
El cadáver fue encontrado tan solo cuatro minutos más tarde.
Glendon tuvo que tirar con fuerza de la vara, en cuyo extremo, el rastrillo parecía haberse hincado en algo tan fuerte que costaba desprenderlo. Y no se desprendió, sino que, simplemente, el rastrillo atrajo hacia la superficie y en dirección a Glendon aquella «cosa» que, de pronto, apareció flotando entre los nenúfares. En principio parecía un gran fardo de ropa, pero pronto se vio la forma de una cabeza humana en un extremo. El cuerpo estaba hinchado, y lo mismo la cabeza, que parecía de color gris sucio. Scott Maning pensó que parecía un enorme pez podrido, Los ojos del cadáver estaban abiertos, y parecían dos bolitas de cristal machacado, opaco, horripilante. Glendon remolcó el cadáver hasta la orilla del estanque, y entonces Maning vio la cuerda hinchada que le rodeaba la cintura.
Dirigió la mirada hacia la fachada en la cual estaba el ventanal de la doctora Sanderfer, y vio a esta tras los cristales. Le hizo una seña, y la doctora desapareció.
—¿Sabe una cosa? —murmuró el jardinero—: Me estaba volviendo loco preguntándome porqué se habían marchado todas las ranas del estanque.
—¿Lo conoce? —señaló Scott el cadáver con un gesto de cabeza.
—Que me emplumen si no es el doctor Chesterton. Está hinchado como un pan en agua… Lo que no entiendo es cómo permanecía en el fondo. Debería haber flotado, tan hinchado.
—Estaba lastrado con algo de peso atado a la cuerda que lleva en la cintura.
—¡Ah! Claro… Bueno, ¿qué hago? ¿Lo saco de ahí?
—No esperaremos a la policía. Es decir, la esperarán ustedes. Yo tengo que marcharme.
—La policía se enfadará.
—No. Un amigo mío les llamará desde Portland para darles las explicaciones necesarias, no se preocupe. Gracias por todo, señor Glendon.
Scott se encaminó hacia el edificio de la clínica. Estaba ya cerca cuando Emma Sanderfer apareció apresuradamente, acompañada de dos mujeres y un hombre, todos con batas verdes, que se quedaron mirando con los ojos muy abiertos al abogado.
—Llamen a la policía —dijo Scott—. Y cuando se interesen por mí dígales que el teniente Prentiss, de Portland, les dará cuantas explicaciones precisen.
—Dios mío —gimió Emma—. ¿Es él? ¿Es Jeb Chesterton?
—Según el jardinero, sí. Y a mí no me cabe la menor duda.
—Pero… ¿qué significado tiene esto, señor Maning?
—Pues yo diría, doctora, que el profesor Chesterton terminó por convencer a Silvan Wallen que los nenúfares eran bocas hambrientas…, y el muchacho se dedicó a alimentarlas.
—¿Quiere decir… que fue Wallen quien metió a Chesterton… en el estanque?
—Naturalmente. Ha sido un placer conocerla, doctora. Hasta la vista. Oh, un último favor: ¿me permite llamar por teléfono desde la clínica?
* * *
Cuando el teniente Prentiss llegó a la quinta de los Davis en Mayway Drive, Scott Maning ya estaba esperando allí, junto al estanque, con las manos en el bolsillo del gabán y un cigarrillo en los labios, lo que ocasionó una hosca sonrisita en el policía. Muy bien, lo de siempre: el maldito aficionado había tenido más suerte que la propia policía. A apechugar.
Se apeó del coche, y sin hacer caso al personal que le acompañaba, tanto en su coche como en los otros dos y en la camioneta que cerraba la comitiva, se encaminó directo hacia Scott, que sacó una mano del bolsillo, le hizo un saludo, y aprovechó para retirar el cigarrillo de la boca.
—Viaja usted muy deprisa, señor Maning —llegó diciendo Prentiss.
—Solo estaba en Walnut Grove, ya le dije por teléfono.
—Sí. Me han llamado al coche por el radioteléfono, informándome de la llamada de mis colegas de Vancouver: el profesor Chesterton murió por rotura de cuello.
—Eso puede indicar que Silvan Wallen es un muchacho sumamente fuerte, ¿no le parece?
Los hombres que habían llegado con Prentiss comenzaron a trabajar, sacando de la camioneta botas de agua largas y pértigas con ganchos. Prentiss tomó de un brazo a Scott, y lo apartó de allí.
—Si no recuerdo mal, señor Maning, a Silvan Wallen se lo llevaron dormido del apartamento de la doctora McKinley, que quedó lleno de salpicaduras de sangre. ¿Correcto?
—Sí.
—Bien, si Wallen es el causante de todo esto… ¿qué pasó con él, quién se lo llevó, dónde está ahora?
—No sé qué pasó con él, ni dónde está ahora. En cuanto a quién se lo llevó… ¿por qué no hemos de pensar que se fue por su propio pie tras extraerse sangre y salpicarla por todos lados después de hacer el loco destrozando las cosas?
—¿Cómo puede hacer todo eso una persona bajo los efectos de un sedante? ¿Estaba o no estaba dormido?
—Yo creo que no. O al menos, los efectos del sedante que le administró Empire eran mínimos para una persona como él, nerviosa en extremo y posiblemente preparada para soportar ese tipo de sedantes suaves, debido a su permanencia en la Center Sun. ¿Le parece imposible?
—No, ni mucho menos —gruñó Prentiss—. He conocido tipos que han soportado fuertes dosis de pentotal. Pero dígame: ¿a qué demonios fue Silvan Wallen al apartamento de la doctora McKinley después de hacer lo que usted asegura ahora que hizo, si luego pensaba marcharse?
—Eso no lo sé. Pero tendría sus motivos.
—Está bien. Hablemos ahora de las otras personas. Por ejemplo, de los Davis y su criado: ¿Silvan Wallen se los llevó de aquí?
—No, no se los llevó —rechazó Scott, señalando el estanque con la barbilla.
—Ya. ¿Y qué me dice de los Brooks? ¿Fue Wallen quien violó a la señora Brooks y luego le arrancó el corazón?
—Sí. Edgard no estaba en casa en ese momento, desde luego. Y cuando llegó se encontró a su esposa sobre la mesa de la cocina violada y… destripada. Tal vez vio el corazón allí, no sé, lo tomó en sus manos, y entró en estado de shock. Incluso es posible que Wallen llegara a ver esto.
—Por mi madre —jadeó Prentiss—. ¿Por qué haría ese muchacho una cosa así? ¿Por qué haría todo esto?
—No lo sé. Supongo que debe estar loco.
—Lo dieron de alta en la Center Sun, ¿no?
—Pudo perfectamente engañarlos.
—O sea, que ese muchacho mató al doctor Chesterton, lo metió en el estanque, y aquí no ha pasado nada, señores, nadie se enteró de nada.
—Eso debió ocurrir entre las dos y las cuatro de la madrugada, y entonces todavía era invierno; no creo que a esa hora, y posiblemente en el parque, hubiera nadie paseando por allí.
—Muy ocurrente. En fin, que según usted todo este follón lo ha organizado él sólito, el joven Silvan Wallen.
—Sí.
—Y ahora vamos a encontrar un montón de cadáveres en ese estanque. ¿Solo porque encontró a Chesterton en el de la clínica?
—Presumo que Wallen se aficionó a dar de comer a los nenúfares hambrientos. Eso aparte, las ranas se fueron de este estanque, como del de la Center Sun.
—Entiendo. Tal vez usted equivocó la carrera, señor Maning. Debió ser policía, ¿no le parece?
—Tal como me iban las cosas es posible que me dedique a la investigación después de esto. Investigación privada, se entiende.
—Oh, no, por favor, ¡otro Perry Mason, no!
—Usted también es ocurrente —sonrió hoscamente Scott.
—Me defiendo. Veamos: ¿qué hizo Silvan Wallen con las cosas del profesor Chesterton? Sus ropas, sus libros, su coche… Todo eso. ¿Qué hizo?
—No tengo la menor idea.
—Pero si está seguro de que el muchacho lo recogió todo para que pareciera que Chesterton se había marchado, ¿no es así?
—Sí, eso creo.
—Bueno, mire, señor Maning, a mí me gustaría que usted se equivocara, y no por celos profesionales, o envidia, sino porque si está dando en el clavo vamos a encontrar varios cadáveres pudriéndose bajo los nenúfares, y eso me parece horrible. De modo que ojalá se equiv…
—Teniente —llamó uno de los hombres que se habían metido en el estanque con las botas de agua altas y empuñando una pértiga con gancho.
Prentiss se volvió a mirarlo, estuvo así unos segundos, miró luego a Scott, y por fin se encaminó hacia el estanque, seguido por el abogado. Otro hombre estaba ayudando al primero a remolcar hacia el borde lo que había quedado prendido en el gancho, y que no era otra cosa que el cuerpo desnudo de una mujer, hinchado y de color agrisado. Era espeluznante.
Muy cerca del punto donde la mujer había sido «pescada» por el gancho el agua hizo un extraño gorgoteo, como un «blop», y por entre los nenúfares apareció otro rostro humano, y junto a este, inmediatamente, otro. Estaban muy juntos, casi tocándose. Uno de los policías vadeó hacia allí, examinó el hallazgo, y se volvió a mirar a Prentiss, que estaba lívido.
—Un hombre y una mujer —dijo el otro, con voz muy tensa, y tan pálido como Prentiss—. Están atados uno al otro por una cuerda en el cuello.
—Apuesto que esos dos son Walter Morton y su linda novia Anne Masterson —murmuró Scott Maning.
Prentiss le dirigió una torva mirada, y masculló:
—Seguid buscando. Según las cuentas del señor Maning debe haber ahí nueve cadáveres. ¿Correcto, señor Maning?
—Correcto —asintió Scott.
Pero no podía acertarlo todo, así que no insistió cuando los policías que trabajaban en el estanque aseguraron que ya no quedaba en este ni un solo cadáver. Habían encontrado siete en total: dos hombres y cinco mujeres. Uno de los hombres, seguro, que era el criado de los Davis, Henry Adams; el otro tenía que ser Walter Morton, sin la menor duda. Y tampoco cabían dudas respecto a la identidad de las cinco mujeres: Anne Masterson, Sheila Gannet, Norah Evans, Lilliam Kendall y Rachel Larson. Las mujeres estaban desnudas, y se veían con nitidez escalofriantes las heridas de cuchillo que abrían sus carnes en varios puntos.
El revuelo era tremendo. Habían sido llamadas varias ambulancias, en la avenida se había producido un embotellamiento debido a los vehículos que se habían detenido frente a la quinta al ver tanto movimiento policial. De dentro de la ciudad comenzaron a llegar periodistas y fotógrafos. El teniente Prentiss se había serenado, pero no quería soltar prenda todavía. Scott Maning permanecía un poco alejado del estanque, solo, con las manos en los bolsillos, rumiando sobre la última conversación con Prentiss antes de que este tuviera que atender a los periodistas:
«De manera que después de todo es cierto que se organizó una orgía o algo parecido en la casa de los Davis —había dicho Scott—, y qué luego algo ocurrió que impulsó a Wallen a matar a esta gente y llenarlo todo de sangre».
«Nada de eso —había rechazado Prentiss—. Usted lo está adivinando todo, o deduciendo, de acuerdo, pero en esa casa no hubo salpicaduras de sangre o las habríamos visto o detectado por muy bien que las hubieran lavado».
«O sea, que esas seis personas no fueron muertas en la casa de los Davis».
«Puede estar seguro de que no».
«Entonces, ¿dónde? Explíqueme qué objeto tiene matar a seis personas lejos de aquí para luego traerlas al estanque. Aparte del fanatismo de alimentar a los nenúfares, es muy arriesgado, ¿no le parece? Transportar seis cadáveres, sacarlos del coche para meterlos en el estanque… Lo lógico es que las cosas ocurrieran en la casa de los Davis».
«Puede que sea lógico, pero estoy seguro de que no fue así. Y me apuesto lo que quiera en eso, Maning».
«Seguramente tiene razón, porque hay que considerar además la conducta de los Davis cuando vinimos Empire y yo… Me atrevo ahora a asegurar que en efecto ellos no sabían nada de reuniones, ni de orgías… Sin embargo, su casa parece el lugar ideal, apartada… y con estanque».
—Que no —había gruñido Prentiss—. Que no fue en esta casa, coño. Quizá los mató dentro del coche, o en una camioneta, o en cualquier sitio en el que los citó.
Esto era perfecto, estaba pensando en aquel momento Scott Maning. Sí, lo último dicho por Prentiss era perfecto: cualquier sitio en el que los citó. Muy bien, los citó engañándolos con cualquier explicación, los llevó al sitio, y los hizo pedazos a todos tras violar a las chicas; o quizá fue al revés, quizá primero las hizo pedazos y luego las violó.
Pero no en cualquier sitio.
No, no en cualquier sitio, ni mucho menos. Tenía que ser un sitio cómodo para Silvan Wallen, tranquilo, que no estuviera demasiado lejos del estanque, al que pudiera llegar sin riesgo de ser visto desde…
Scott Maning lanzó una exclamación, y, unos quince metros alejado de él, Joe Prentiss se volvió vivamente a mirarlo. Vio los ojos del abogado muy abiertos y con expresión alucinada. Prentiss parpadeó, y comenzó a acercarse al abogado, quien de pronto parpadeó también, pareció volver a la realidad, y buscó con la mirada. Lo que buscaba estaba allí mismo, ante él, apenas a media docena de pasos ahora: el teniente Prentiss. Se quedaron mirándose los dos, y luego, muy despacio, Scott Maning fue volviendo los ojos hacia la casa vecina, propiedad de la anciana e insociable señora Hardin. Prentiss también miró hacia allá, de nuevo pálido. Cuando, tras mirar la casa cerrada a cal y canto, el abogado y el policía volvieron a mirarse, como espantados de sus propios pensamientos, Prentiss jadeó:
—Dios… ¡Dios!