Capítulo XI

POR la mañana, el abogado Maning y la doctora McKinley salieron del Police Department y se dirigieron, en el coche del abogado nuevamente, hacia el consultorio de la doctora. Tras ellos, cómo no, partió un coche sin distintivo oficial pero ocupado por dos agentes de la policía asignados por el teniente Prentiss para el caso. No le había complacido nada a Prentiss la decisión de Empire de acudir aquella mañana a su consultorio a trabajar, aunque fuese lo mínimo, atendiendo posibles casos de urgencia ocasionados por crisis, pero no había tenido más remedio que aceptar.

Así pues, escoltados a discreta distancia, Empire y Scott circulaban ahora lentamente hacia el despacho de la primera.

—¿Y si el teniente viene al consultorio? —opuso todavía Empire.

—¿Qué demonios tendría que hacer Prentiss en tu consultorio?

—Bueno, pero quizá se le ocurra subir a alguno de los hombres que nos custodian.

—Pues les dices que estoy en el lavabo y ya está.

—¿Y si quiere verte?

—Empire, no compliques lo que quizá no sea nada complicado… Solo se trata de hacer una escapada aprovechando que se puede salir del edificio por otra puerta. Volveré lo más pronto posible…, y solo voy a Vancouver, Oregón.

—Un poco más arriba —murmuró Empire—: a Walnut Grove. ¿Qué harás si efectivamente encuentras allí al profesor Chesterton?

—No lo sé. Supongo que lo más acertado sería avisar al teniente Prentiss.

—Es que no entiendo por qué haces esto. Ya que hemos explicado todo a la policía, y saben tanto como nosotros e incluso más, ¿por qué no dejas que ellos hagan su trabajo?

—Les dejo que lo hagan…, pero yo también quiero hacer algo. Quiero encontrar a ese profesor Chesterton.

—¡Pero no entiendo por qué!

—Bueno, te lo voy a decir —susurró Scott Maning—: si ese sujeto ha tenido algo que ver con lo sucedido, si él ha hecho… todo eso, si él le hizo aquello a la señor Brooks…, me gustaría verle la cara, para cambiársela antes de ponerlo en manos de Prentiss.

—¡No puedes hacer de eso una cuestión personal!

—¿Por qué no? —la miró irritado Scott—. De todo este asunto ha surgido la cuestión personal entre nosotros, ¿no es cierto? Y bien que nos gusta, aunque eso no se haya comprobado todavía. ¡No te rías!

—¡No me río! —mintió descaradamente Empire.

—Ya. Mira, cariño, en este perro mundo hay personas de todas clases, y yo no voy a decir que algunas tendrían que ser eliminadas, pues se iba a armar una muy gorda. Pero, cuando alguien hace una cosa así a una chica como la señora Brooks hay que… reaccionar de modo ejemplar.

—¿Qué quieres decir?

—Si localizo al profesor Chesterton, y él es el causante de todo esto, se acordará de mí. ¡Te juro que se acordará de mí!

Detrás del coche de Scott, los agentes Orwells y Stacey que ocupaban el coche oficial sin distintivo se auguraban una mañana de lo más aburrido mientras sus compañeros atendían el apasionante caso.

Y detrás de este coche, iba otro, cuyo conductor apretaba con fuerza el volante con sus enguatadas manos.

Pero ni unos ni otro se iban a enterar de la jugada del abogado Maning, consistente en subir al consultorio de la doctora McKinley, salir por la puerta de servicio al montacargas, descender con este al sótano, pasar al estacionamiento subterráneo de todo el edificio, comunicado con el otro lado de la manzana en Ankey Street, y, tranquilamente, alejarse en busca de un lugar donde alquilar un coche para trasladarse con él a la clínica de reposo llamada Center Sun, en Walnut Grove, al otro lado del Columbia River y a muy poca distancia al Norte de Vancouver, Oregón.

* * *

La clínica Center Sun estaba en el centro de un gran terreno con césped y abetos, y se llegaba a ella circulando por un sendero asfaltado. La habían pintado de un tono ocre muy suave, de modo que tenía un cierto parecido con la tierra. Scott Maning comprendió enseguida que no era un lugar barato precisamente.

Aunque la clínica se llamase Centro del Sol no estaba soleada en aquella mañana fría. Al menos había dejado de llover, pero había quedado el frío como adherido a los árboles y la hierba. Un cielo que parecía lleno de enormes algodones grises tenía el ánimo de Scott Maning no poco abatido. La verdad es que en un día así solo se podía tener ganas de estar en una cabaña ante el fuego, tomando café y escuchando música. O haciendo el amor, qué demontres, que es más sano que tomar café.

Ya muy cerca de la clínica vio algunas enfermeras, y, sin duda, algunos pacientes, pues no otra cosa podían ser las personas que paseaban apaciblemente por el parque de la clínica. Las enfermeras no llevaban uniforme blanco, sino de un tono verde muy suave. Chocante. Y también le pareció, chocante que todas las que vio fuesen muy bonitas.

Finalmente, Scott detuvo el coche frente al edificio ocre. Algunos abetos eran verdaderamente enormes, magníficos, y de un verde tan intenso que casi parecían negros. La lluvia del día anterior los había limpiado tanto que parecían dibujados.

En el vestíbulo había un servicio de recepción atendido por una encantadora muchacha de uniforme verde que recibió muy sonriente a Scott, el cual expuso su deseo de ver al director de la clínica.

—Querrá decir la directora —sonrió la muchacha—. Esta clínica está dirigida por la doctora Erama Sanderfer.

—Bueno —sonrió también Scott—, parece que las mujeres están de moda, pero además, personalmente, me gustan mucho. Y estoy seguro de que la doctora Sanderfer es muy bonita. ¿Qué tal si me anuncia?

—No puedo molestar a la directora hasta dentro de media hora, señor.

—Esperaré media hora. Y más si es necesario. Maning, Scott Maning, abogado. ¿Lo recordará?

—Por supuesto, señor Maning. Puede entretener su espera en la salita que encontrará en la segunda puerta a la izquierda del pasillo. Yo misma le avisaré cuando la doctora Sanderfer pueda recibirlo.

—Gracias:

Cuarenta y dos minutos más tarde, la atenta encargada de la recepción se asomaba a la salita de espera.

—¿Señor Maning? La doctora Sanderfer le está esperando.

—Fantástico —sonrió Scott, dejando la revista científica que había estado leyendo.

La muchacha le acompañó hasta el ascensor, indicándole que debía subir al cuarto y último piso de la clínica: Así lo hizo Scott. Fue recibido por otra enfermera, que dijo ser la ayudante de la doctora Sanderfer, y que, finalmente, le introdujo en el despacho de esta, que se hallaba sentada tras la mesa de su despacho. A su espalda había un amplio ventanal por el que entraba esparciéndose una luz gris-blanca fría y desangelada. El día era horrible.

Scott Maning no se había equivocado respecto a la doctora Sanderfer. Tenía ya cumplidos los cuarenta años, pero era indiscutiblemente hermosa, de grandes ojos pardos, cabellos castaños, boca sonriente, mirada aguda, y con un cuerpo asombrosamente juvenil.

Y era muy atenta y amable, porque se puso en pie, tendiendo la mano con gesto cordial y franco.

—Señor Maning…, ¿cómo está?

—Estupendamente, gracias —estrechó Scott la mano suave y firme—. Le aseguro que no he venido para solicitar sus servicios profesionales, doctora.

—Le corresponderé diciendo que espero no necesitar nunca los suyos.

—Esa respuesta merecería ser esculpida en piedra. Le preguntaría cómo está usted, pero salta a la vista: está estupendamente.

Emma Sanderfer, que seguía sonriendo, movía lentamente los ojos como valorando centímetro a centímetro la mole física y la catadura mental de su visitante.

—¿No quiere sentarse, señor Maning?

—Sí; gracias; Y hasta le aceptaría un cigarrillo, pues se me han terminado los míos mientras esperaba ser recibido.

La doctora asintió, ofreció cigarrillos a Scott, y este le correspondió ofreciéndole la llamita de su encendedor. Se miraban con cierta cautela, tal vez porque, dejando aparte la palabrería, cada uno de ellos había captado la verdadera categoría del otro. Y esto era lo que importaba, no las palabras que se las lleva el viento.

—Usted dirá en qué puedo servirle, señor Maning.

—He venido a interesarme por uno de sus expacientes, el señor Silvan Wallen. Bueno, tengo entendido que estuvo aquí una temporada.

—Es cierto. Un gran muchacho, muy inteligente y agradable.

—¿Sí?

Los bellos ojos de Emma Sanderfer se entornaron levemente.

—Así lo creo yo, señor Maning. ¿Tal vez usted tiene motivos para pensar lo contrario de ese muchacho?

—Entiendo que salió de aquí perfectamente… curado. ¿Se dice así?

—Recuperado —dijo suavemente la doctora—. Aunque esas cosas nunca se saben. En cualquier caso, el estado de Silvan Wallen no fue jamás preocupante para el personal de esta clínica. Nunca hubo problemas con él, nunca.

—¿Qué tenía exactamente?

—Como abogado, señor Maning, usted sabe sin duda a qué me refiero cuando hablo del secreto profesional.

—Oh, sí, entiendo. De acuerdo. Pero quizá pueda decirme si su estado cuando fue traído aquí era preocupante.

—El señor Wallen no fue traído aquí, sino que él mismo, voluntariamente, decidió pasar una temporada de reposo en la clínica. Y le aseguro que su estado no era preocupante en absoluto.

—Entonces… ¿por qué vino aquí?

—Descansar en un lugar como este algunas semanas le sentaría bien incluso a usted, que parece un hombre extremadamente equilibrado.

—Claro. En fin, que no tenía nada preocupante.

—Pequeñas tensiones de la vida «civilizada», nada más. Señor Maning, no puedo ni deseo seguir conversando sobre Silvan Wallen, ya le he dicho más de lo conveniente. ¿Desea alguna cosa más?

—Pues sí. ¿Trabaja aquí un tal doctor o profesor Chesterton, Jebediah Chesterton?

Cuando terminó de hablar, Scott ya sabía que la doctora Sanderfer conocía a Chesterton, por la exclamación que había lanzado, tras la cual preguntó con vivo interés:

—¿Sabe usted algo de Chesterton, señor Maning?

—¿Yo? No, no. Precisamente venía a saber si lo conocen ustedes, y si podrían indicarme dónde encontrarlo.

—Oh… Vaya, creí que lo habían encontrado.

—¿Quiénes?

—La policía de Vancouver. Naturalmente, cuando Chesterton desapareció dimos parte de ello.

Scott sintió un escalofrío: si la policía de Vancouver tenía noticias de la existencia y personalidad del profesor Chesterton significaba que el teniente Prentiss las tenía ya también, o que sería cuestión de minutos, cómo máximo horas, que lo supiera. Y entonces, de nada habría servido ocultarle a Prentiss lo de la clínica Center Sun, porque acudiría inmediatamente.

—¿Qué quiere decir que desapareció? —preguntó, dispuesto a llegar hasta donde fuera posible.

—Bueno, desapareció, eso es todo.

—Pero… Bueno, una persona no desaparece así como así…

—Señor Maning, si usted está buscando al doctor Chesterton tendrá que recurrir a la policía. Nosotros ya hicimos todo lo que había que hacer, y no sabemos nada más: el doctor Chesterton se fue, desapareció. Punto. El resto háblelo con la policía, ¿de acuerdo?

—Sí, pero…

—Estoy realmente ocupada, señor Maning. No quiero ser descortés, ni desabrida; es que es verdad, tengo mucho trabajo. Y por mucho que hablásemos no podría decirle nada más.

Scott frunció el ceño, se puso en pie, y se acercó al ventanal, desde el que se veía magníficamente una gran parte del parque de la clínica. Habían paseos con blancos parterres, arbustos de flores que ya deberían haber brotado, un estanque…

Se quedó mirando el estanque. Seguro que había nenúfares en aquel estanque.

—¿Hay nenúfares en el estanque? —preguntó.

—Sí. Señor Maning, le ruego…

—Doctora Sanderfer, sé seguro que dos personas lo han pasado muy mal, y una de ellas ha muerto de un modo horrible debido a un asunto relacionado con un tal profesor Chesterton. Es muy posible que hayan muerto seis, ocho, quizá diez personas más, y hay otras que están protegidas, pues se teme por sus vidas.

—Pero… ¿de qué está usted hablando?

—Esa es la cuestión —masculló Scott—: que no lo sé. Y se me ocurre que tal vez conversando con usted llegue a vislumbrar algún significado en las cosas que han ocurrido, que ya ocurrieron. Por ejemplo: ¿cómo era el profesor Chesterton?

—¿Se refiere a su aspecto físico?

—Podemos empezar por ahí —asintió Scott.

—Tengo algunas fotografías de grupo que tal vez te sirvan para conocerlo bien en ese aspecto —dijo Emma Sanderfer, poniéndose en pie.

Se acercó a un archivador, uno de cuyos cajones metálicos abrió. Sacó una carpeta, y de ellas algunas fotografías, que tendió a Scott.

—¿Estas fotos son algo… oficial de la clínica, doctora?

—Claro que no. Es cosa personal. Guardo aquí mis cosas personales pero relacionadas con la clínica. Estas fotos deben tenerlas otras muchas personas, sin embargo. Vea, este es Jeb Chesterton. Se ve bastante bien en esta foto.

—Sí… Usted está con él.

—Yo estoy en la foto, señor Maning, como las demás personas que puede ver usted.

—He querido decir que está junto a él.

—Junto a alguien tenía que estar.

—Sí.

Scott miraba la fotografía de Jebediah Chesterton: era un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto, de proporciones atléticas, bellas facciones enérgicas, frente amplia, mandíbula firme. Una hermosa y densa cabellera rubia ligeramente rizada le confería un encanto indiscutible. Y tenía una sonrisa simpática y cordial.

—No pretendo ser indiscreto —murmuró Scott—, pero supongo que el profesor Chesterton tiene… o tenía mucho éxito entre el personal de la clínica.

—Solía tenerlo, sí.

—¿Podría ser causa de su… desaparición? Bueno, pudo verse en algún compromiso un tanto peliagudo y decidir marcharse sin dejar dirección. ¿Su marcha no afectó de modo especial a alguna enfermera, o cualquier empleada en particular…, incluso, quizá, alguna de las mujeres alojadas aquí entonces?

—Que yo sepa no. En realidad, a quien pareció afectar más la desaparición de Chesterton fue a Silvan Wallen, ahora que recuerdo.

—¿Sí? —exclamó Scott—. ¿Por qué?

—No sabría decirle con exactitud… Tal vez porque solían conversar con mucha frecuencia. Creo que Chesterton tenía mucha influencia sobre Wallen.

—¿Lo atendía profesionalmente?

—La mayor parte del tiempo, aunque procurábamos dar una variedad de compañía a los residentes. No es conveniente que se obsesionen con nada. De todos modos, Wallen parecía un poco… fascinado por la personalidad de Chesterton. Bien entendido que Silvan Wallen es una persona muy influenciable.

—Es decir, que si el profesor Chesterton sabía tratarlo bien podía hacer con él lo que quisiera.

—Bueno, yo no diría tanto, pero… algo así. Aunque la verdad es que Chesterton no se esforzaba en absoluto en ser simpático con Wallen de modo especial. Quizá al contrario, solía… motivarlo con demasiada frecuencia, para mi gusto.

—¿Motivarlo?

—Creo que se mostraba demasiado cáustico con el muchacho en demasiadas ocasiones, le provocaba reacciones de responsabilidad.

—¿Y eso dio malos resultados para Wallen?

—No, no. Al menos, si nos atenemos a las pruebas, no dio malos resultados, ya que después de desaparecer Chesterton pudimos decirle al joven Wallen que le considerábamos totalmente recuperado.

—Eso debió ser muy satisfactorio para todos.

—Por supuesto.

—¿No han vuelto a tener noticias de Chesterton en ningún sentido?

—En ningún sentido.

—Es curioso, porque Silvan Wallen, según parece, sí las ha tenido. Tengo entendido que el profesor Chesterton facilitó a Wallen y unos amigos de este cierto… poderoso afrodisíaco, no hace mucho, dos o tres días… ¿Está sorprendida, doctora?

Emma Sanderfer, que estaba boquiabierta, consiguió reaccionar.

—¿Sorprendida? —exclamó—. ¡Estoy estupefacta! ¡De modo que Chesterton ha reaparecido…!

—No exactamente —frunció de nuevo el ceño Scott—. El único que admite su existencia y presencia es Silvan Wallen; los amigos de este aseguran no conocer al profesor Chesterton, hasta el punto que hemos llegado a dudar de su existencia.

—Dios bendito… ¿qué está ocurriendo aquí? Además, ¡eso del afrodisíaco…! ¡Claro que no! Chesterton no estaba preparado para realizar nada semejante. ¡Qué despropósito!

Scott miró el resto de las fotografías, las devolvió todas a Emma Sanderfer, y regresó ante el ventanal. Hacía frío. De todos modos, la primavera vencería pronto las últimas inclemencias del invierno. Ya había bastantes flores. Y nenúfares. Se había pasado años sin ver nenúfares, y ahora, en dos días, los estaba viendo en abundancia. Bueno, así son las cosas.

Se volvió a mirar a Emma, que le contemplaba con interés más que evidente.

—¿Diría usted que pudo llegar a existir alguna clase de… antagonismo entre el profesor Chesterton y Wallen? Ya sabe, por eso de que Chesterton motivaba demasiado al muchacho.

—No lo creo, pero podría ser.

—¿En qué modo pareció afectar especialmente a Wallen la desaparición del profesor Chesterton?

—Estuvo muchos días preguntando por él. Parecía no aceptar la idea de que Chesterton se hubiera marchado… En realidad, estuvo preguntando por Chesterton hasta que se marchó, todos los días.

—Entonces se diría que le tenía afecto, no lo contrario, ¿no le parece?

Emma Sanderfer se pasó la lengua por los labios antes de murmurar:

—A decir verdad, señor Maning, yo más bien diría que el joven Wallen quería… asegurarse de que Chesterton seguía fuera de la clínica, de que no iba a volver en fecha cercana. Posiblemente influyera la causticidad de Chesterton. A veces se pasaba en sus motivaciones… Es curioso que usted haya mencionado los nenúfares.

—¿Por qué? —parpadeó Scott.

—Una de las cosas que oí a Chesterton decirle a Silvan Wallen fue que los nenúfares parecían… bocas tiernas e hipócritas esperando abiertas durante todo el día para atrapar la comida, y que de noche se cerraban y la devoraban. Chesterton le preguntó a Wallen qué le parecía la definición.

—¿Y qué contestó Wallen?

—Dijo que los nenúfares eran flores, no bocas hambrientas y crueles. Chesterton se echó a reír, y le dijo que las cosas no son solamente lo que son, sino lo que uno quiera que sean, que bastaba desear que los nenúfares fuesen bocas hambrientas para que lo fuesen.

—Pero… ¿por qué decía esta clase de cosas? ¿Forman parte de la terapia de ustedes?

—Forman parte del muy peculiar modo de ser de Chesterton.

—¿Le importaría que me quedase una de esas fotografías? Quisiera mostrársela al teniente Prentiss. Se la devolveré, por supuesto.

—No hay problema. Señor Maning: ¿qué es lo que está pasando exactamente?

—Están pasando tantas cosas que ni yo mismo me aclaro. Pero quizá llegue a conseguirlo, más pronto o más tarde…, y con su ayuda.

—¿Con mi ayuda? Temo que no podré decirle más de lo que ya le he dicho.

—Nunca se sabe —enarcó el ceño Scott—. Mire, hay una cosa que me está rondando por la cabeza: ¿era malvado el doctor Chesterton?

—¿Malvado? —exclamó Emma Sanderfer—. Cielos, no. Era… petulante, quisquilloso, bastante pagado a sí mismo y de sus cualidades, pero yo no diría que era malvado.

—Bueno, aparte de lo que acaba de decir del profesor Chesterton, ¿cómo lo definiría usted? Me refiero a lo que ha dicho hace un momento respecto a su peculiar modo de ser.

—Caramba, señor Maning, ya le he dicho que era petulante, quisquilloso y engreído… ¿Eso no le parece una buena definición de una persona?

—¿Diría usted que era sádico? ¿Aunque solo sea un poquito sádico? Quiero decir que, en el caso concreto de Silvan Wallen…, ¿se podría admitir la posibilidad de que el profesor Chesterton se divirtiera un poco diciendo cosas que podían fastidiar a Silvan Wallen? Como eso de los nenúfares, por ejemplo.

—Francamente, nunca se me ocurrió pensar nada parecido de Jed Chesterton, pero… ahora que lo enfocamos de ese modo quizá hubiera un poquito de sadismo en alguna de sus preguntas o manifestaciones. En cualquier caso, me inclino a creer que tenía sus buenos motivos para todo lo que hacía. En el caso de Wallen tal vez buscaba en los recovecos de su mente reacciones o conceptos inesperados.

—Entiendo. Digamos una terapia de choque.

—Podía considerarse así en ocasiones.

Scott quedó de nuevo pensativo unos segundos antes de preguntar:

—¿Diría usted que el joven Wallen se alegró de la marcha del profesor Chesterton?

—Me pareció que andaba un poco desconcertado, pero… sí, creo que se alegró.

—¿y a qué achacó usted eso?

—En mi opinión Silvan Wallen es un muchacho demasiado sensible, y los métodos de Jeb Chesterton tenían que chocarle demasiado.

Scott asintió. Una vez más se volvió a mirar hacia el parque de la clínica Center Sun. Se le ocurrió que no sería mala idea irse también a California, como el teniente Prentiss. Aunque cuando en Oregón le daba por hacer sol la cosa era de maravilla…

—¿Se dejó alguna pertenencia el profesor Chesterton? —preguntó cómo hablando consigo mismo—. ¿Alguna prenda de vestir, un libro, una bata…?

—No, no se dejó nada. ¿Absolutamente nada?

—Nada.

—¿Se marchó a pie, o llamó a un taxi, o tenía coche…?

—Si hubiera llamado a un taxi la policía habría terminado sabiéndolo, señor Maning. Se fue en su propio coche.

—¿Y cómo es posible que nadie le viera partir?

—Presumimos que se marchó de madrugada, entre las dos y las cuatro.

—Supongo que les pareció muy extraño.

—Desde luego.

—¿Y qué pensaron al respecto? ¿Por qué podía hacer el profesor Chesterton una cosa así?

—Ni antes ni ahora creo que nadie pueda darle una respuesta que resulte mínimamente satisfactoria.

Una vez más asintió Scott Maning. Seguía mirando el estanque.

—Supongo que tienen un jardinero en la clínica.

—Sí.

—¿Le molestaría a usted prestármelo, doctora Sanderfer?