—POR un momento —suspiró Empire— pensé que íbamos a encontrar tu apartamento como me encontré el mío.
—De modo que a ti también se te ha ocurrido… Bueno, por suerte no es así, y tenemos un sitio donde pasar la noche. Quiero decir, un sitio agradable. ¿O no te gusta mi apartamento?
—Sí, me gusta. No es relamido, pero es confortable.
—Pero no hay periscopio en él.
—Telescopio, no periscopio. ¡Y ya está bien de recordarme que me dedicaba a espiarte! Lo que debemos hacer es quitarnos estas ropas mojadas y ponernos otras secas. ¡Qué barbaridad, solo por unos cuantos metros desde el coche hasta el portal, cómo nos hemos puesto!
—Es la desventaja de no tener estacionamiento subterráneo. ¿Quieres ducharte?
—¿Y tú?
—Yo no.
—Pues yo tampoco. ¡Mira cómo ha quedado mi abrigo de pieles!
—Lo pondré a secar frente a la placa del despacho, dame. Y quítate ya esas ropas.
—¿Qué me pongo?
—Arréglatelas como puedas con lo que encuentres en mi armario.
—¡Oh, no! —gimió Empire—… ¡Nada de ropas de hombre! Quiero que me digas dónde tienes el armario secreto en el que tienes ropas exóticas para tus numerosas amantes.
—¿Te pondrías ropa de amante exótica?
—Cuanto más exótica, atrevida y desvergonzada, mejor.
—Veamos primero qué tal cocinas, y si te portas bien quizá te deje utilizar uno de esos ropajes.
—Tengo algo que confesarte, Scott: cocino fatal.
—Pues la hemos fastidiado —gruñó Maning—, porque más o menos así cocino yo. Bueno, nos las arreglaremos como podamos.
Con el abrigo de Empire en las manos, se dirigió hacia el despacho, mientras la doctora se encaminaba al dormitorio. Allí la encontró Scott, completamente desnuda pero con los zapatos de tacón altos todavía puestos, y plantada ante el armario revolviendo ropas.
—Ay, Dios mío —se sentó Scott en un silloncito—. ¡El infarto!
—¿Qué te pasa? —se sobresaltó ella.
—Pero doctora…, ¡¿tú sabes cómo estás?!
—¡No seas tonto!
El abogado Maning se puso en pie, se acercó a la doctora McKinley, y la abrazó por la cintura, atrayendo su cálido cuerpo contra sus ropas todavía húmedas.
—Nena, estás…
—¡Qué frío! —le apartó ella—. ¿Quieres hacer el favor de quitarte la ropa?
—¡Con mucho gusto!
Scott Maning procedió a desvestirse a toda prisa, pero, mientras él se desnudaba Empire hacia lo contrario, se iba poniendo las prendas de ropa masculina que iba sacando rápidamente del armario. De modo que cuando Scott estuvo desnudo ella llevaba unos pantalones de él y un jersey de cuello alto que, como los pantalones, le venía grande por todas partes.
—Aquí hay algo que no encaja —masculló Scott.
Ella se acercó a él, se abrazó a su cuello, y le besó los labios…, pero escapó rápidamente al advertir la velocísima reacción de él, que intentó atraparla.
—Primero cenemos —rio Empire, con los ojos encendidos— y luego… ¡ya veremos!
* * *
—Muy bien —susurró Scott Maning junto a la orejita de Empire McKinley—. Ya hemos cenado, hemos tomado café, hemos charlado un poco sentados en el sofá, tenemos las ideas claras, se está haciendo tarde, me estoy poniendo negro acariciándote y mordiéndote las orejitas… ¿Qué es lo que hemos de ver?
—Lo que tú quieras —susurró también Empire.
—De acuerdo. Pero, vamos a tomárnoslo en serio, Empire.
—Me encantaría —cerró ella los ojos y ofreció los labios.
Scott Maning la abrazó, y tomó aquellos tiernos labios con los suyos. Estaban sentados en el sofá, ella con el jersey y los pantalones del él, Scott en bata. Todavía seguía lloviendo con fuerza, pero ellos ya no se enteraban de nada.
Empire suspiró fuertemente por la nariz, tomó una mano de Scott, y se la colocó sobre el pecho. Scott mejoró la situación, deslizando la mano hacia abajo, introduciéndola bajo el jersey, y regresando en busca de los senos de la doctora, tibios y turgentes. Ella volvió a suspirar fuertemente, y apartó la boca.
—Scott, has dicho que nos lo tomaríamos en serio.
—Tienes razón.
El abogado se puso en pie, la tomó en brazos, y se encaminó al dormitorio, mientras Empire le iba dando besitos en el cuello. La puso en pie junto a la cama, y, sin decir palabra, procedió a desnudarla. La belleza del cuerpo de Empire McKinley era impresionante, y Scott lo atrajo contra el suyo en cuanto, a su vez, se hubo desnudado.
El abrazo se prolongó mientras se besaban en la boca profundamente. Scott solo tuvo que empujar un poco, y ambos cayeron sobre la cama. Empire separó su boca, y rio sofocadamente, rojo el rostro.
—No seas bruto —reprendió—. Suave, suave…
Scott la besó en la garganta, se colocó entre sus muslos. Empire emitió un gemido…, y sonó la llamada a la puerta del apartamento.
Fue como si una descarga eléctrica recorriera los dos cuerpos, que acto seguido quedaron inmóviles.
—No hagamos caso —reaccionó Scott.
—Claro que no, cariño. —Se abrazó a su cuello.
Sonó de nuevo el timbre, acto seguido golpes fortísimos a la puerta, y a continuación una voz bronca de hombre:
—¡Señor Maning, soy Wallis, de la policía! ¡Abra, por favor!
—¡Maldita sea! —aulló Scott Maning.
—¡Oh, no! —gimió Empire, con voz ronca.
—¡Señor Maning, abra inmediatamente!
—¡Te voy a partir la cara! —vociferó Scott, recogiendo su bata y lanzándose fuera del dormitorio.
Cuando abrió la puerta de su apartamento sus ojos lanzaban fuego, rayos y centellas. Frente a él, el hombre de la policía le miraba con expresión asustada y decidida.
—¡Te voy a partir la cara! —repitió Scott.
—Señor Maning, será mejor que venga conmigo —jadeó Wallis—. El teniente Prentiss me ha llamado por la radio al coche, y solicita su inmediata presencia en la casa de los Brooks.
—¿Qué ha ocurrido? —exclamó Scott.
—No lo sé, señor. Pero si conozco algo al teniente, lo que sea que haya ocurrido no es una cosa corriente, se lo aseguro. Si no le importa, señor Maning, yo iré en mi coche detrás del de usted, pues no sé exactamente dónde cae esa dirección.
—Está bien, pase. Voy a vestirme.
—Lo siento, señor Maning. Mis instrucciones eran estar en el coche frente a su casa, vigilando que no les ocurriese nada malo a usted y a la doctora McKinley.
—Ya. Y que no saliésemos a dar un paseo, ¿verdad?
—Un trato es un trato —sonrió a medias Wallis.
—Bueno, ya hablaré con el teniente más tarde. Salgo enseguida.
Entró en el dormitorio, donde Empire, todavía con una remota esperanza, seguía tendida en la cama, ahora de costado y apoyada sobre un codo. Se quedó mirando expectante a Scott, que masculló:
—Supongo que has oído.
—Sí. Pero no comprendo qué interés puede tener el teniente en que nosotros vayamos allá.
—No vamos nosotros, sino yo.
—Que te crees tú eso —farfulló Empire McKinley—. ¡Si me quedase sola en la cama me moriría de un ataque de rabia! ¡Maldita sea!
Scott se quedó mirándola asombrado, y de pronto soltó una carcajada. Se acercó a ella, la besó en un hombro, y murmuró:
—De acuerdo, iremos los dos. Y ojalá ese Wallis se haya equivocado y la cosa no sea tan grave como teme. Empire, nena, ¡estás preciosa!
—¡Para lo que me sirve!
—No te pongas histérica —la besó él de nuevo—: tendríamos que llamar a un psiquiatra.
* * *
Seguía lloviendo, aunque ahora más mansamente. Frente a la casa de los Brooks había tres coches policiales y uno particular. Un agente que esperaba en el porche se adelantó hacia Scott y Empire haciéndoles señas, indicándoles que dejaran el coche entre los otros, casi tocando el porche: Así lo hizo Scott, y enseguida salieron del coche él y Empire y saltaron al porche.
—El teniente le espera dentro, señor Maning, en la salita.
—Gracias.
En la salita, además del teniente, había dos policías más, y un hombre de paisano sentado en el sofá, pálido como un muerto, desorbitados los ojos cuya mirada se perdía, y con un vaso lleno de Whisky en la mano. Pareció que ni se enteraba de la llegada de Scott y Empire.
Prentiss lo señaló con un movimiento de barbilla, sin que se diera por aludido el hombre.
—Es el señor Forrester, el abogado de Brooks —murmuró—. Tal vez lo conozca usted, señor Maning.
—De oídas sí —asintió Scott, mirando preocupado a Forrester, que no reaccionaba.
—Bien. El señor Forrester vino aquí esta noche porque el señor Brooks había estado acosándole telefónicamente toda la tarde, para hablarle de un asunto. El señor Forrester estaba muy ocupado, no podía atenderle, y finalmente, su secretaria arregló la cita entre él y el señor Brooks esta noche, aquí mismo, como un favor personal. Parece que el señor Forrester y el señor Brooks eran buenos amigos.
—Ya supongo para qué quería Brooks a su abogado —murmuró Scott—. ¿Qué le pasa a Forrester?
—Bueno —Prentiss movió la cabeza—, digamos que hay cosas que resultan un poco difíciles de asimilar, señor Maning.
Este se pasó la lengua por los labios, y preguntó:
—¿Dónde están los Brooks?
—En la cocina. Y les aconsejo que acepten un buen consejo: no vayan a verlos.
—¿Qué ha ocurrido?
—No sabría explicárselo.
—Escuche, usted nos ha hecho venir aquí —gruñó Scott desabridamente—. ¡Supongo que será por algo!
—Así es. He decidido protegerles también a ustedes de un modo directo, señor Maning, no solo controlarlos, de lo cual ya debe saber usted que se encargaba Wallis.
—¿Qué quiere decir?
—Que están más seguros aquí con nosotros que solos en su apartamento. Al menos, esta noche están invitados por la policía. Mañana ya veremos.
—Eso es casi como si nos detuviera —exclamó Empire.
—Las demás personas de este asunto ya han sido invitadas a pasar la noche en el Police Department. Al señor Maning le hice venir aquí porque pensé que tal vez, sobre el terreno, querría hacer alguna aclaración o… ampliación sobre sus explicaciones anteriores. Señor Maning, si sabe algo más debe decírnoslo ahora, pues no podemos permitir que esto siga adelante.
—Le aseguro que le dije todo cuanto sabemos Empire y yo —dijo Scott.
—¿Seguro?
—¡Claro que sí!
—Tal vez si viese cierta escena cambiaría de postura; señor Maning.
—Mi postura no puede ser otra, porque dije todo lo que sé.
—Pues no existe ningún doctor Jebediah Chesterton registrado en ningún hospital o clínica de la ciudad, ni con consultorio propio.
—Anda este —gruñó Scott—, ¡eso ya se lo dije yo! Maldita sea, ¿quiere decirme de una vez qué ha ocurrido?
—Tal vez sí soportaría verlo —dudó Prentiss—. ¿Lo soportaría?
—Lo que usted quiere es provocar mis explicaciones inéditas, pero está perdiendo el tiempo. De todos modos, creo que soportaría cualquier cosa.
—Y yo también —aseguró Empire.
Prentiss le dirigió una lenta mirada, y asintió.
—Psiquiatra, ¿eh? Bien, quizá nos pueda servir usted de ayuda, a fin de cuentas. De acuerdo, vengan conmigo.
Salieron de la salita y enfilaron el pasillo hacia la cocina, de la cual llegaba música.
—Está todo tal como lo encontró el señor Forrester —explicó Prentiss—, no hemos tocado nada todavía. Hemos hecho un montón de fotografías, eso sí. Bueno, la música estaba sonando, y el señor Forrester, como no le abrían la puerta delantera rodeó la casa, probó la de la cocina, en la parte de atrás, y como la encontró abierta entró. Y se encontró con esto.
Joe Prentiss había abierto la puerta mientras terminaba de hablar, y Empire y Scott entraron a la vez. Se encontraron junto a la mesa en la que yacía el cadáver de Candy Brooks, y los dos palidecieron. Empire se llevó las manos a la boca, ahogando una exclamación de horror. Scott se dio cuenta de que del abierto tórax femenino faltaba el corazón, y cerró los ojos, mientras sentía como si el suelo desapareciese bajo sus pies.
Fueron unos segundos terribles, de los que ambos se recuperaron lentamente. Por fin, Empire emitió un gemido, y se volvió, para dejar de contemplar aquel horror. Lanzó un alarido, y Scott se volvió. También él vio entonces el otro horror: Edgard Brooks estaba sentado en una silla de la cocina quieto y sonriente, y tenía las manos formando cuenco extendidas ante él; en las manos tenía el corazón de su esposa.
—Por el amor de Dios —jadeó Scott Maning.
—Así lo encontró el señor Forrester, y así está desde que llegamos nosotros. Le presento al forense señor Dagherty.
El hombre miró como alucinado al hombre que había junto a Ed Brooks, y movió la cabeza, siendo correspondido del mismo modo. Scott volvió a mirar a Prentiss, que señaló la fregadera: en esta, el abogado vio el cuchillo de cocina manchado de sangre, y comprendió.
—No puede ser cierto —susurró.
—¿El qué, señor Maning?
—Que Brooks hiciera esto con su mujer. Estaban…, estaban todavía en su luna de miel, y me consta que… Bueno, estaban locos el uno por el otro.
—Señor Maning —deslizó lentamente el policía—: ¿Diría usted que es posible que los señores Brooks tomaran algún… afrodisíaco especial y que las consecuencias de todo ello no fuesen precisamente sexuales, sino, como ocurrió con el señor Silvan Wallen, les diese por hacer… este tipo de cosas?
—¿El afrodisíaco del profesor Chesterton? —desdeñó Scott.
—¿Por qué no?
—Porque los Brooks no necesitaban afrodisíacos de ninguna clase: se las arreglaban perfectamente al natural.
—Pero… ¿desdeñaría usted la posibilidad de que esta tarde el señor Brooks hubiera visto al profesor Chesterton en la ciudad, en el centro, y hubiera recibido una dosis de ese afrodisíaco?
—Brooks no conocía a Chesterton.
—Eso es lo que le dijo a usted, señor Maning. Pudo mentirle, ¿no?
—Sí —masculló Scott—. ¡Maldita sea, pudo mentirme! ¡Pero me niego a creer que Brooks haya hecho esto con su mujer! Tuvo que ser alguien de fuera.
—¿Alguien que vino aquí, mató a la señora Brooks, y puso su corazón en manos de su marido?
—No me lo explicó de otra manera.
—¿Y el señor Brooks se limitó a tomar el corazón de su mujer y sentarse a la espera de Dios sabe qué? ¿Qué dice usted, doctora McKinley?
—Es evidente que está bajo los efectos de un trauma mental fortísimo —murmuró Empire—, pero tendría que examinarlo más a fondo. En cualquier caso, si él vio a su esposa así no me sorprendería nada que quedara en este estado.
—Y alguien le puso en las manos el corazón de su esposa.
—Pudo ser así. El actual estado del señor Brooks es… de vacío total.
—¿No podemos hacerle preguntas?
—Teniente, es como si este hombre no estuviera aquí. Por el momento, el señor Brooks está viviendo… otra vida, a base de recuerdos que anulan completamente las vivencias actuales. Esto, como mal menor, pues significaría que su cerebro sigue funcionando, pero me temo que el trauma ha tenido consecuencias más profundas, me temo que está dejando de estar vivo… sin morirse.
—¿Qué cree usted que pasará si le quitamos de las manos el corazón de su esposa, para llevárnoslo al hospital y que lo atiendan?
—No creo que pase nada. No ve, no oye, no siente. No creo que pase absolutamente nada.
—De acuerdo. En ese caso, salgamos de aquí y dejemos que el doctor Dagherty haga su trabajo, y mis muchachos también. Tal vez encontremos alguna huella que nos sirva de algo… Y mientras nosotros trabajamos me permito insistir en invitarlos a pasar la noche en el Departamento.
—No sé —rezongó Scott, saliendo de la cocina—, la verdad es que no me gustaría volver a encontrarme con Fisker, Howells y Buchanan.
—Lo importante es encontrarse a salvo, como ellos, señor Maning. En el departamento tenemos algunos cuartos precisamente para este tipo de emergencias, y para los hombres de turno. Lo que sea que alguien esté tramando dudo mucho que se atreva a intentarlo en el Police Department. Piense en la doctora McKinley…, cuyo abrigo, por cierto, parece algo húmedo.
—Las demás ropas estaban más húmedas —dijo Empire—, y no iba a venir con ropa de Scott, así que me puse el abrigo.
—¿Quiere decir que debajo no lleva nada más?
—Nada más, teniente.
—Bueno, podemos prestarles un par de pijamas. ¿Qué dicen?
Empire miró a Scott, que estaba titubeando. Pero, recordando el estado en que había quedado Candy Brooks, el abogado terminó por soltar un gruñido.
—Está bien, pasaremos la noche en el Departamento.
Cinco minutos más tarde salían de la casa, acompañados del detective Wallis. Este se metió en su coche a toda prisa, escapando de la persistente lluvia, y Empire y Scott se metieron en el de este. Ahora les tocaría a ellos seguir al policía hacia el Departamento, donde se instalarían para pasar la noche.
Wallis comenzó a alejarse de la casa al volante de su coche. Detrás partió Scott con el suyo…, y más allá, a unos cincuenta metros, un coche que había permanecido estacionado y con todas las luces apagadas se puso de pronto en marcha y partió en pos del de Scott Maning.
Quince minutos más tarde, este automóvil se detenía a cierta distancia del de Scott Maning, que se había parado ante el Police Department. El conductor, protegido su rostro por el cuello de su gabán muy subido, y por la sombra del sombrero que casi le llegaba hasta las cejas, vio al detective Wallis reunirse con Scott Maning y Empire McKinley delante mismo de la entrada del Departamento, y desaparecer los tres en el interior.
Tras unos segundos de reflexión, el conductor emitió una risita baja, gutural, siniestra. Puso las enguatadas manos sobre el volante, y lo apretó.
—No importa —chirrió la voz del profesor Chesterton—. No importa, abogado Maning: ¡ya te pillaré!